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Joan aguardaba impaciente la llegada de su familia y acudía con frecuencia al puerto para contemplar el mar imaginando que descendían de una galera llegada de Nápoles. Oía sus voces, veía sus rostros y notaba el calor de sus abrazos. Sin embargo, era consciente de que aquello no ocurriría hasta principios de mayo, cuando la navegación fuera más segura.

En aquellos meses de espera compartió mucho tiempo con su hermano. De niños, durante muchos años, solo se tenían el uno al otro. Joan trataba de protegerle entonces como mejor podía y le admiraba verle ahora con aquel aspecto fornido y confiado. Jugaba con sus sobrinos añorando a sus propios hijos y estaba presente en las comidas familiares, en las que Águeda y Gabriel le pedían que les contara historias de Italia que todos escuchaban atentos. Junto a su barbudo hermano practicaba con la azcona del padre, que Joan había llevado consigo, en el descampado de detrás de la fundición, y Joan se sorprendía de la fuerza y acierto con que manejaba el arma Gabriel, al que recordaba como poco más que un muchacho, pero que ahora le superaba en altura y corpulencia.

—Lanzar nuestra azcona es mucho más que un ejercicio —decía Gabriel emocionado—. Es un homenaje a nuestro padre y a la libertad.

A pesar de ser reconocido como un experto maestro cañonero, el prestigio de Gabriel como fundidor de campanas trascendía las fronteras del principado de Cataluña, y le llegaban encargos desde Valencia y Aragón. Continuaba fascinado con aquel instrumento y se aplicaba con entusiasmo en fabricarlo e incluso en tañerlo. Había alcanzado tal maestría haciendo sonar las campanas que el obispo le había concedido el honor de dirigir los toques principales de la catedral en los días festivos. Gabriel Serra era todo un personaje no solo en la cofradía de los Elois, sino en la ciudad entera, y Joan se sentía orgulloso de su hermano.

Su primera visita al convento de Santa Anna, que los había acogido a él y a Gabriel de niños, le llenó de emoción. Cruzó el umbral que separaba la calle del patio del recinto recordando el temor experimentado la primera vez que lo hizo, veinte años antes. Aquel portón les pareció a los pequeños unas fauces hambrientas dispuestas a devorarlos. En el interior observó, con cierta melancolía, cada edificio y cada objeto comparándolo con sus recuerdos. Su aspecto no había cambiado, incluso los huertos se mantenían igual, y el piso superior del claustro continuaba con unas obras que mostraban un escaso avance. Joan se dijo que las estrecheces económicas, y con ellas las discusiones entre prior y suprior, debían de seguir tal como su hermano y él las habían conocido de niños a su llegada al convento.

Era la hora en la que los fieles acudían a misa y después de oírla saludó a los frailes. Varios habían muerto y Pere, el antiguo novicio, hacía años que era ya fraile y había sustituido al bibliotecario. Joan experimentó un gran placer abrazándole y también a Jaume, el encargado de cocinas, que con tanto cariño los había cuidado a Gabriel y a él.

—Las disputas entre el suprior y el prior por las cantidades que el segundo debe abonar para el mantenimiento de los frailes continúan —le ratificaron mientras paseaban por el huerto—. El obispo y el consejo ciudadano tuvieron que intervenir de nuevo, porque llegaban a las manos, y se firmó un segundo documento de concordia.

—Parece que no hayan pasado los años —dijo Joan con una risita.

Recordaba el temor que le produjo de niño presenciar uno de los estrepitosos choques entre ambos personajes. Sin embargo, ahora le divertía la persistencia de aquella trifulca que parecía inmune al paso del tiempo.

—El prior Gualbes sigue empeñado en terminar la construcción del piso superior del claustro; es una cuestión de prestigio para él —explicaba Pere—. Aunque verás que no ha avanzado demasiado. Mientras, el suprior Miralles clama que nos escatima la comida.

Después de departir largo rato con los frailes, Joan visitó al suprior. Miralles continuaba enérgico y vivaz. Su mirada no había perdido su dureza y su delgadez se había acentuado como si él mismo fuera prueba de cargo contra el prior en su acusación de escatimar comida. Joan no había olvidado cómo, a pesar de su apariencia antipática, el fraile, valiente, salió en su defensa cuando, siendo un muchacho, sufrió el acoso de la Inquisición a raíz de la detención de sus patronos.

—¿Cumples bien con tus deberes religiosos? —le interrogó severo como si aún le viera como un niño, sin que pareciesen importarle lo más mínimo las aventuras italianas de Joan, papa incluido—. ¿Te confiesas con frecuencia?

—Sí, padre, aunque no lo he hecho desde que partí de Italia —repuso Joan adoptando la actitud de un novicio, pero sin poder disimular la sonrisa—. Precisamente quisiera que aceptarais ser de nuevo mi confesor, tal como lo fuisteis antes.

—Acepto —dijo el hombre—. Espero que tu estancia en Italia no te haya desviado demasiado y que no me cueste reconducirte al buen camino.

—Gracias, padre —murmuró Joan diciéndose que bajo ningún concepto le iba a contar al suprior su aventura como falso fraile en Florencia. Imaginaba el escándalo que aquello le produciría. No había necesidad de ello, pues cualquier pecado cometido allí ya le había sido perdonado con creces en Roma.

Joan también visitó al prior Gualbes. Mientras que el suprior le recordaba a los dominicos de Savonarola, identificaba al prior con los elegantes prelados de la curia romana. El eclesiástico pertenecía a la nobleza ciudadana, y a pesar de estar cercano a los setenta años, vestía un elegante hábito de seda negra y de su cuello colgaba un crucifijo de plata. Joan usó con él las cartas del Gran Capitán, del embajador y de los cardenales que traía de Italia; sabía que, al contrario que al suprior, a Gualbes le impresionarían, tal como en efecto ocurrió.

—Contad con todo mi apoyo en lo que pueda ayudaros —le dijo después de escuchar con atención la benévola descripción de Roma y del papado que Joan le hizo—. Visitaré encantado vuestra librería. Me enorgullece que un niño al que generosamente acogimos en Santa Anna hace tantos años haya progresado como vos lo habéis hecho.

—Gracias, padre —repuso Joan con una inclinación de cabeza y, sin poder evitarlo, una amplia sonrisa irónica.

Recordaba bien cuando, encogido de temor junto a su hermano, compareció frente a aquel individuo. El prior no quería aceptarlos en el convento e incluso los intimidó mencionando la horca. La memoria era muy frágil para algunos.

También visitó a distintos libreros de la ciudad, que le recibieron amablemente. No habían olvidado su tiempo de aprendiz con la familia Corró, y el hecho de que desease comprar una librería ya establecida les agradaba, pues la competencia no iba a aumentar. El primero al que visitó fue Joan Ramón Corró, en su establecimiento de la calle Especiers. Había tenido poco trato con el hijo de sus patronos, puesto que en su época de aprendiz él estudiaba en la Universidad de Lleida; sin embargo, quiso saludarle en primer lugar en recuerdo a sus padres.

El siguiente fue su amigo Lluís, su colega aprendiz en la librería Corró. Él había tenido la fortuna de poder continuar en el oficio de encuadernador después del asalto de la Inquisición a la librería gracias a que poseía parientes libreros.

—Como sabes, aún no se ha constituido el gremio de libreros —le explicó—. Aunque nos agrupamos en la cofradía de la Trinitat, que aún tiene su sede en la iglesia del mismo nombre. Tan pronto como tengas tu librería, yo mismo te propondré para que te admitan.

—Gracias, Lluís.

—¡No sabes cuánto me alegro de volver a verte! —dijo después de abrazarle de nuevo. Y, más serio, añadió a continuación—: ¿Recuerdas nuestro tiempo de aprendices? Y ¿las batallas a pedradas?

—Claro que lo recuerdo —repuso Joan—. ¿Cómo iba a olvidarlo? Y también recuerdo nuestras correrías por la ciudad, al matón de Felip y la forma en que pude derrotarle gracias a tu ayuda.

—¿Sabes que ahora es quien controla en la práctica la Inquisición en Barcelona?

—Me he encontrado con él, aunque no pareció reconocerme. Igual se ha olvidado de mí. ¿Te ha molestado alguna vez?

—Estoy seguro de que no me ha perdonado por ayudarte y de que tratará de vengarse en cuanto tenga ocasión. —Joan le notaba preocupado—. Sin embargo, soy cristiano viejo, trato de no cruzarme en su camino y creo estar a salvo de la Inquisición. Aunque me mantengo siempre alerta. Cuando nos vemos, me ignora, como si no existiera. Y yo, como es natural, no le saludo. Es una mala persona en todos los aspectos y puede golpear cuando menos te lo esperas. Se cuenta que él y los secuaces que siempre le acompañan, después de haber bebido, secuestran a indigentes y buscan un lugar apartado para golpearlos por el simple placer de ver correr la sangre y contemplar su sufrimiento. No dejan a ninguno vivo. La ciudad le teme y los testigos se esconden y callan. No quieren correr la misma suerte.

Joan se estremeció. Recordaba ver al pelirrojo golpeando con una piedra a un fraile, frente a su pandilla, hasta que lo creyó muerto. Estaba seguro de que su sed de sangre no se había saciado en aquellos años y que era cierto lo que de él se contaba.

—No creas que te ha olvidado o perdonado —insistió Lluís—. Ni pienses que no te ha reconocido después de diez años. Solo te ignora para que te confíes. Ándate con cuidado, amigo.

«Otra advertencia», anotó Joan aquella noche en su libro.