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—Ayer vi a Felip Girgós, arrogante sobre su montura —le comentó al día siguiente a Bartomeu—. Iba atropellando a la gente en la calle. Nuestras miradas se cruzaron y no sé si me reconoció. No he querido saber de él durante estos años, sospecho que aún me odia y os ruego que me informéis. Un hombre debe conocer a sus enemigos.

Bartomeu le miró pensativo antes de responder.

—Me temo que sí, que continuará siendo tu enemigo —dijo al final pausado—. Es de los que ni olvidan ni perdonan. Se libró de la denuncia de robo en casa de los Corró porque era un familiar de la Inquisición, un delator secreto, y ellos no están sometidos a la justicia civil. Consiguió además vengarse enviando a la hoguera a sus patrones, que le habían acogido en su taller desde muy joven y le habían enseñado el oficio. El padre de Felip fue nuestro camarada en la guerra civil y, al morir en combate, Antoni Corró tomó a su hijo bajo su protección. Pero no pudo evitar que saliera torcido. Criaron al cuervo que les sacó los ojos.

—Sí, lo recuerdo demasiado bien. —Se le hacía un nudo en la garganta al rememorar al matrimonio Corró vestido con los infamantes sambenitos y coronados con los capirotes de los condenados por la Inquisición.

—Felip no se conformó con quedarse como simple familiar de la Inquisición o alguacil, y su ambición le ha llevado, a través de un camino pavimentado de cadáveres, a alcanzar el puesto de fiscal —continuó el mercader—. Solo los inquisidores están por encima de él en la pirámide del Santo Oficio en Cataluña. Además, el perfil de los inquisidores ha cambiado en los últimos años. En los tiempos de Torquemada, al inicio, eran combativos y extremadamente agresivos con los intentos de oposición de las autoridades locales. Pronto se cumplirán ya dieciocho años desde que la Inquisición logró entrar en Barcelona, han arrollado a todos sus enemigos y nadie se atreve a oponerse a sus dictámenes.

»Los inquisidores de ahora ya no son profesionales del Santo Oficio venidos de fuera, sino clérigos del reino de Aragón, algunos provenientes de conventos alejados del mundo, que sirven en el cargo durante un tiempo y que después regresan a su ocupación de origen. Los inquisidores cambian, pero Felip sigue, y sin ser un teólogo ha aprendido lo suficiente para poder discutir con los inquisidores en igualdad de condiciones. Usa aquel oscuro poder de liderazgo que mostró cuando de muchacho y su conocimiento de todos los entresijos de la institución para controlarla. Así que termina mandando más que el propio inquisidor. Felip es ahora la Inquisición en Barcelona.

Joan se quedó mirando a Bartomeu consternado.

—¡Qué malas noticias! —dijo.

Aquella noche apenas pudo conciliar el sueño y se levantó inquieto de la cama para escribir en su libro: «Quiera Dios que nuestro regreso a Barcelona no sea un trágico error».

Desde su llegada, Joan aguardaba ansioso noticias de Italia no solo de su familia, sino también de sus amigos. Y en busca de esas noticias empezó a frecuentar, como había hecho de muchacho, las tabernas del puerto para charlar con los marinos recién llegados de Italia. En una de sus primeras salidas fue a parar a una tasca que conocía de los viejos tiempos y nada más entrar comprobó que el ambiente había cambiado. Sentadas en una mesa había un par de mujeres que por sus escotes y pinturas no podían ser sino prostitutas, y un par más aguardaba de pie al lado de una puerta que se cubría con una cortina y que debía de dar acceso a los cuartuchos donde despachaban su negocio. Joan no tenía intención de usar sus servicios y se disponía a abandonar el garito cuando oyó hablar en napolitano a unos marinos que jugaban a los dados. Se acercó al tabernero y le pidió una jarra de vino.

—¿Sois nuevo en la ciudad? —quiso saber el hombre.

Joan le miró atentamente; no era nadie a quien él hubiera conocido diez años antes. Le sonrió al responder:

—Digamos que sí, soy un forastero recién llegado.

Cogió la jarra de vino y un vaso y se sentó en una mesa cercana a los napolitanos con la intención de entablar conversación con ellos en una pausa del juego. El tabernero esperó a que se girase para hacerles una seña a dos personajes en los que Joan no había reparado y que pronto se hicieron notar.

—¡Eh, hermano! —le gritó uno de ellos—. ¿Quieres probar un buen pedazo de hembra? Tengo unas corderas que andan calientes.

Joan acusó el tono chulesco que empleaba aquel hombre, la forma en que vendía a las mujeres, su lenguaje zafio, y pensó que era muy desconsiderado al tutearle. Se giró para mirarle, era un tipo malcarado de unos treinta años cuyo aspecto denotaba su baja ralea. Se limitó a mover la cabeza en una breve negación y puso su atención en los marinos.

—¿Has visto? —le dijo el otro—. Ese puto no te contesta.

Joan comprendió que además de proxenetas aquellos tipos eran unos matones acostumbrados a intimidar a aquellos a quienes veían débiles. No dijo nada y fingió que continuaba interesado en el juego de dados.

—Es que es sordo y judío —dijo el primero.

Joan no consideraba un insulto la palabra judío, pero para aquellos hombres era la peor ofensa posible. Comprendió que aquel era el paso previo a la agresión y que solo se libraría de una paliza si se mostraba sumiso y acababa comprando los fáciles favores de una de aquellas mujeres, los usase o no.

Aquello era culpa de la Inquisición, se dijo con rabia; hacía que unos individuos de baja estofa, presumiendo de cristianos viejos, creyeran que su supuesta limpieza de sangre les daba título de nobleza. Un ciudadano honrado que tuviera un ancestro judío era sospechoso y temía caer en las garras de los inquisidores, mientras que miserables como aquellos parecían inmunes a las autoridades. Aquellas gentes pertenecían a la escoria que coreaba al Santo Oficio y se divertía insultando y echándoles piedras e inmundicias a los condenados que desfilaban por las calles descalzos, vestidos con los sambenitos y capirotes infamantes, con una soga al cuello y un cirio apagado en sus manos camino de la hoguera. Eran de aquellos que vitoreaban cuando las llamas quemaban el cuerpo de los infelices reos y fingían con grandes aspavientos, arrodillándose y alzando los brazos al cielo, una piedad de la que carecían. Notó cómo el temor y el asco que la Inquisición y Felip le producían se convertía en furia hacia aquella gentuza y sintió que la cólera se concentraba en sus tripas, haciéndose un nudo.

—¡¿Es que no me oyes, marrano circuncidado?! —le gritó uno de los matones.

Se hizo el silencio en la taberna, los napolitanos dejaron de jugar a los dados y todos le miraron. Joan no dijo nada y se quedó encogido en su asiento, observando el vino de su vaso. Fue entonces cuando aquel individuo, envalentonado por la pasividad de Joan, llegó por atrás, le puso la mano en el hombro y, apretándola como una garra, quiso forzarle a que se volviese.

Joan había visto muchas peleas de taberna y había participado en varias. Las más brutales que recordaba eran las de Barletta, donde una mezcla de aventureros italianos, españoles y alemanes, irritados a causa del hambre y las malas condiciones, se enfrentaban con frecuencia en batallas campales en las que todo parecía estar permitido menos las armas. Usar daga o espada implicaba intención de matar, y mientras que los golpes, por duros que fueran, se toleraban, el Gran Capitán mandaba ahorcar al que acuchillase a otro.

Joan aún practicaba con la azcona de su padre, tenía los brazos fuertes y se sentía en forma. Se dijo que un soldado que había luchado a las órdenes del Gran Capitán, del almirante Vilamarí y de César Borgia no podía consentir que aquella escoria le intimidara.

Tenía los movimientos estudiados y su rabia le ayudó a ser rápido y feroz. De repente se giró, librándose de la zarpa del tipo que tenía a su espalda al tiempo que le estrellaba en la cara la jarra de vino que había cogido de la mesa. Y sin preocuparse del resultado del golpe, tomó el taburete sobre el que se sentaba y despachó al otro de un par de leñazos. No le sirvió al rufián tratar de cubrirse con las manos; el primer golpe le alcanzó en la cabeza y el segundo, en la espalda mientras caía tratando de huir. Quedó tendido en el suelo. Las putas chillaban y un par de ellas se abalanzaron sobre Joan con intención de clavarle las uñas en el rostro. A la primera la tumbó de un puñetazo y a la segunda la lanzó de un empujón al fuego que ardía en la chimenea. El posadero y las mancebas que no participaban en la trifulca corrieron a socorrerla dando grandes gritos.

Santa Madonna! —exclamó uno de los marinos napolitanos ante aquella violencia inesperada.

Joan se revolvió rápido para machacar al hombre al que había tumbado con la jarra antes de que se recuperase, pero se detuvo al verlo arrodillado en el suelo sobre un charco de vino y sangre, aturdido. Tenía una gran brecha en la frente. Amenazante, Joan levantó el taburete, pero las mujeres le suplicaron que lo dejara.

—¡Que hable él! —gruñó Joan—. ¡Que me pida perdón!

El hombre le miró y, aun sin recuperar plenamente sus sentidos, supo que Joan estaba a punto de partirle la cabeza.

—Perdonadme, señor —dijo.

Joan vio que el otro aún tardaría en levantarse y tiró el taburete con rabia contra una mesa vacía. Su furia no había cesado y se quedó con las ganas de descargarle un último golpe a aquella escoria. Respiró hondo y después gritó para que todos le oyeran:

—¡Para que aprendáis a respetar a un soldado veterano de Italia!

Y salió de la tasca haciendo caso omiso al tabernero, que le amenazaba, sin convicción, con denunciarle al alguacil.

Aquella noche escribió en su libro: «Tenía razón Innico. España se convertirá en un imperio, pero un cáncer corroe sus entrañas: la Inquisición. ¿Podrá nuestra débil luz vencer una oscuridad tan grande?».