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Juan Borgia acababa de tomar las manos de Anna entre las suyas cuando ella vio venir a Joan, que se había desembarazado de Niccolò. Al ver la expresión de su cara se estremeció de temor; estaba a punto de producirse un desastre.

La había incomodado ver aparecer al duque de Gandía a una hora tan temprana, en la que era él único cliente. El Borgia había cruzado el umbral con paso decidido. Llevaba daga y espada al cinto, vestía un jubón negro de seda de cuello cerrado, se cubría con una capa de terciopelo rojo y se adornaba con un grueso collar de oro. Le acompañaban dos hombres de armas que se quedaron curioseando el material de escritura y los libros en la mesa que atendía el aprendiz en la calle. El duque lucía una barba recortada y la librera desconfió de su mirada lobuna de ojos oscuros y de su sonrisa breve, que mostraba dientes de animal de presa.

Anna recordaba aquella sonrisa entre agresiva y aduladora, y los requiebros que en ocasiones anteriores le había dedicado cuando Joan, como en aquel momento, no se encontraba en la tienda. Sabía que aquel joven de aspecto ávido se interesaba por ella y al principio la había halagado que el hombre más poderoso y pretendido de Roma le dedicara más atención que a la seductora Sancha de Aragón. Su amiga Sancha estaba casada desde hacía dos años con Jofré Borgia, el hermano menor del duque. Aquella boda, garantía de una alianza del papa con Nápoles, entre un niño de trece años y una vital adolescente de dieciséis no tuvo ni buen inicio ni buena continuación. Se rumoreaba que el duque engañaba a su propio hermano con Sancha y que esta había tenido antes amores con César, su otro cuñado. Anna tenía una privilegiada relación de amistad con la princesa, que le había confiado, sin demasiado pudor, la certeza de sus amores con Juan.

Anna, una vez satisfecha su vanidad con las atenciones que el duque le dispensaba, quiso poner freno al entusiasmo de este. A pesar de haberle obsequiado al principio con algunas sonrisas y miradas, siguiendo los consejos de la propia Sancha con respecto a los hombres, no tenía ningún interés en ir más allá. Amaba a su esposo.

Empezó a racionar sus sonrisas, a mostrarse fría y a mencionarle su íntima amistad con Sancha cada vez que él se acercaba demasiado, convencida de que le desanimaría en sus pretensiones.

Sin embargo, aquella mañana comprendió que se había equivocado. Sin responder al saludo y la reverencia que le dedicó Niccolò, el duque se dirigió a ella, que correspondió a sus buenos días y a su sonrisa con una breve inclinación de cabeza.

—Me han dicho que en el salón interior guardáis los dos primeros libros de las Vidas paralelas del griego Plutarco —le dijo clavando sus ojos en ella—. Acompañadme, señora.

—Cierto, los tenemos en el salón, en edición latina —repuso Anna con una sonrisa comedida—. Niccolò os acompañará, su latín es mucho mejor que el mío.

—En efecto. —El florentino acudió con presteza a la insinuación de su ama—. Tenemos las vidas de Teseo y Rómulo, Licurgo y Numa, Pericles y Fabio Máximo…

—¡Apartaos de mí! —le cortó el duque con desdén—. Id al mostrador de la entrada y dejadnos solos.

Niccolò miró a Anna sin moverse.

—¡Obedeced! —insistió el Borgia arrastrando las sílabas—. Obedeced o haré que os arrepintáis.

—Hacedlo —dijo ella al fin. El duque no amenazaba en vano y temía por su amigo.

El florentino se dirigió moroso hacia la entrada para colocarse a cierta distancia en un lugar desde donde divisase tanto la puerta de entrada como a la pareja. Como todos en Roma, temía a aquel hombre, y aun así estaba decidido a acudir en ayuda de su patrona si esta la requería. El duque se desentendió de él y empezó a requebrar a Anna; parecía tener prisa.

—Enloquezco por vos, señora —le decía mientras se acercaba a ella.

—Creía que dedicabais toda vuestra locura a la princesa de Esquilache, mi amiga y cuñada vuestra, duque —le lanzó Anna.

El joven rio.

—Os equivocáis, señora —repuso avanzando hacia ella, que retrocedió ante su proximidad—. Aún me queda locura por vos, por vuestros ojos verdes, por esos bucles negro azabache que se escapan de la redecilla con que recogéis vuestro pelo, por los hoyuelos de vuestra sonrisa, por vuestro porte altivo…

Anna se dio cuenta de que se encontraba de espaldas a la puerta del salón pequeño y que, aun sin tocarla, el duque iba empujándola hacia su interior.

—Ya basta, duque —le cortó con firmeza, dando otro paso atrás—. Bien sabéis que soy una mujer casada.

—Y ¿qué importa eso? —Él rio, acercándose más—. No os quiero desposar.

Fue entonces cuando ella, temiendo lo que pudiera ocurrir si entraba en el salón, vacío en aquel momento, le detuvo con su mano, y él la tomó entre las suyas acariciándola.

—Amadme y os colmaré de bendiciones a vos y a los vuestros —le decía.

Cuando Anna vio venir a su esposo no pudo, a pesar de su inquietud, evitar compararlo con el Borgia. Era algo más alto que el duque y más robusto, y su mirada felina de ojos castaños, enmarcados por unas cejas poderosas, le confería aquel aspecto leonino tan característico de él. La librera conocía el brillo de aquella mirada, temió que Joan, en uno de sus impulsos, trajera la ruina a la familia, y soltándose de las manos del duque se apresuró a colocarse entre ambos. Juan Borgia, alertado primero por la mirada de Anna y después por su brusco movimiento, se volvió llevando la mano a la empuñadura de su espada. Joan se dijo que si su esposa no se hubiera interpuesto, poniéndole las manos en el pecho, habría llegado a tiempo para impedir desenvainar al duque. Ahora se enfrentaba a la mirada entre suplicante y severa de Anna, que tuvo el efecto de calmarle. Ella representaba a la familia, lo era todo.

—¿Conocéis a mi esposo, duque? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta, al tiempo que se giraba sonriendo al portaestandarte del papa.

Con la presencia de su marido había recuperado el aplomo, y aquel se admiró de que incluso en aquella incómoda situación su esposa mantuviera su estilo. Los hombres intercambiaron una mirada y la del Borgia regresó a Anna.

—Le he visto antes —reconoció de mala gana.

—El duque de Gandía se interesa por la edición latina de las Vidas paralelas de Plutarco que tenemos en el salón pequeño —explicó Anna dirigiéndose a Joan—. En este momento iba a mostrarle los libros de que disponemos. ¿Nos acompañáis?

—Naturalmente —afirmó Joan con una ligera reverencia dirigida al hijo del papa—. Esta es mi casa y esta es mi mujer. —Y les dio una fuerza especial a las palabras mi y mujer—. Y en esta casa siempre encontraréis libros y lealtad a vos. Pero no busquéis nada más.

Ambos se contemplaron unos largos instantes y después el Borgia hizo un gesto desdeñoso.

—Mandadme los libros a mi casa con un criado —dijo altivo, hablándole a Anna—. Me quedaré con los que me interesen.

Y sin despedirse dio media vuelta para encontrarse con sus hombres, que le esperaban en la puerta. Los esposos aguardaron a que la comitiva desapareciera y después se miraron.

—Parece que el duque se interesa mucho por vos —le dijo Joan suspicaz.

—Eso parece. Pero nada tiene que ganar conmigo. Os amo a vos.

—Sin embargo, esa familiaridad al cogeros la mano…

—Confiad en mí. —Ella le sonreía—. Le he frenado de forma diplomática, no hacía falta vuestra intervención.

—No debería haberos tocado.

—Ha sido incómodo —repuso ella apurada—. Aunque creo que ha comprendido el mensaje que le dimos.

—Bueno, ya ha pasado. —Él deseaba consolarla y le sonrió al tiempo que le tomaba las manos para acariciarlas. Quería aliviar su tensión—. Ahora ya sabe que debe respetaros.

Niccolò observaba su cariño a distancia. Su faz de mirada aguda y observadora, que habitualmente mostraba una sonrisa irónica, tenía ahora una expresión grave. Su cabeza se movía en una suave negación.

«No, no ha pasado», pensó el florentino.