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Niccolò dei Machiavelli era un hábil observador del comportamiento humano y había detectado una creciente inquietud en Joan con respecto a su esposa y a la corte de caballeros que revoloteaban a su alrededor. Ella se mostraba simpática y agradable con todos y era la perfecta anfitriona, manteniendo siempre su estilo de gran dama. El florentino se consideraba un buen amigo del librero, y precisamente Anna fue la causa del primer incidente habido entre ambos desde que se conocían.

A Niccolò le gustaba bromear y caía particularmente gracioso a las señoras. Pasaba muchas horas junto a Anna en la librería, a ella le encantaban los chismes y noticias que el extrovertido florentino recogía de aquí y de allí y que sabía contar con gracia y salero. Aquel día Anna se había reído mucho con una historia acaecida en la Posada del Toro del Campo de' Fiori con un cardenal, una criada y el marido de esta. Y después había vuelto a reír con otras gracias de cosecha propia del florentino; en una de ellas, Anna le palmeó en el hombro en un gesto de divertido reproche. A Niccolò le encantaba ver a Anna entornar los ojos, mostrar sus blancos y regulares dientes, que se formasen unos graciosos hoyuelos en sus mejillas y oírla reír. Era una mujer bella, simpática e inteligente, y el florentino era uno de sus admiradores. Durante el resto del día había visto a Joan enfurruñado, pero no lo había relacionado con Anna. Cuando por la noche cerraron la librería y se quedaron solos, sin previo aviso, Joan le agarró de la pechera de su jubón y sin consideraciones le empujó contra una estantería de libros.

Niccolò abrió los ojos asombrado sin saber qué decir ante la fiera mirada de Joan.

—¿Os gusta mi mujer? —inquirió este con voz ronca.

—Sí, claro —balbució Niccolò—. Es una mujer muy bella.

—Pues cuidado con lo que hacéis —insistió—. Es mi mujer.

—¡Claro que sé que es vuestra mujer! —repuso el florentino—. Y como tal la respeto.

Joan se quedó mirándole a los ojos como si quisiera leer en ellos la sinceridad de las palabras de su amigo y le soltó.

—No es por mí por quien debéis preocuparos. ¡Soy vuestro amigo y ella es vuestra! La defendería a ella y a su honra con la vida.

El librero se mantuvo en silencio unos momentos, observándole, y al final dijo:

—Gracias, Niccolò. Os creo. Disculpadme, últimamente estoy un poco nervioso. Que tengáis una buena noche.

Y sin decir más, Joan se retiró cabizbajo hacia el primer piso. Se sentía orgulloso del estilo y la belleza de su esposa y no quería coartar su libertad pidiéndole que se mostrara distante con los caballeros. Sin embargo, empezaba a acusar las exageradas atenciones que estos le dedicaban. Entre ellos se encontraba Niccolò, que, al contrario que él, era noble, miraba con deseo a su esposa y esta le reía siempre las gracias. Aquel día no había podido contenerse y, aunque lamentaba la escena de celos, pensó que quizá fuera una advertencia oportuna.

Niccolò, por su parte, se quedó pensativo. Su patrón estaba muy alterado y se dijo que debía ser más cuidadoso en el futuro al tratar con Anna.

Por todo esto, el florentino se preocupó cuando, días después, Joan, que había salido pronto por la mañana para negociar unos pedidos de papel con unos comerciantes, volvió antes de lo previsto a la librería. Le habría gustado que el duque de Gandía, que últimamente los visitaba con demasiada frecuencia a unas horas de la mañana en las que Joan acostumbraba a ausentarse, se hubiera ido ya.

Joan saludó al aprendiz que barría la calle frente a la librería y se percató de la presencia de tres caballos y dos hombres armados, de negro y vestidos a la española, que aguardaban frente a su establecimiento.

Al entrar y ver la mirada de Niccolò, comprendió que algo iba mal. La habitual expresión sonriente del florentino le había abandonado; sin decirle nada, con solo un movimiento de sus ojos, dirigió la atención de Joan al otro extremo de la sala. Allí estaba Anna, junto a la puerta que daba al gran salón. Lucía un vestido de terciopelo verde de ancha falda, con un corpiño sin escote que le elevaba el pecho y que hacía su figura particularmente atractiva. Sus ojos verdes miraban con intensidad al hombre al que tenía enfrente, que le susurraba algo y que estaba tan cerca que parecía querer empujarla dentro del salón. Anna, con una sonrisa en los labios, se erguía arrogante, y cuando aquel individuo se acercó aún más, ella, negando con la cabeza, le frenó poniéndole la mano en el pecho. Él reaccionó cogiéndole la mano con las suyas. A Joan le dio un vuelco el corazón. El hombre estaba de espaldas, pero el librero supo de inmediato, a la vista de su lujoso vestido, su porte altivo y los soldados que esperaban en la calle, quién era. Nadie más podía atreverse a aquello.

Se trataba de Juan Borgia, duque de Gandía, que, reclamado por su padre, el papa, había regresado de España hacía casi tres meses. Alejandro VI le había recibido con fiestas y gran alegría, nombrándole confaloniero, portaestandarte de la Iglesia, título que le daba la autoridad suprema sobre los ejércitos vaticanos. Era el hombre más poderoso de Roma después del pontífice.

Joan refrenó su primer impulso de abalanzarse sobre el intruso, conocedor del riesgo que un enfrentamiento violento comportaría para él y su familia. Conocía a Juan Borgia de antes de su regreso a Roma y sabía cuán desconsiderado, vanidoso y salvaje podía ser cuando deseaba algo.

Joan y el hijo del papa se habían encontrado por primera vez en una taberna de Barcelona cuatro años antes. Juan Borgia era un muchacho engreído y malcriado que había llegado a la ciudad, corte entonces de los reyes de España, para casarse con la viuda de su hermano fallecido, María Enríquez, prima del rey. Era condición obligada para recibir el ducado de Gandía como herencia.

Sin embargo, el hijo del papa hacía todo lo que su padre le había ordenado no hacer. Jugaba a los dados en las tabernas y, en lugar de consumar su matrimonio con su altiva esposa, requería los favores de las jóvenes taberneras, a las que pretendía conseguir impresionándolas con su apostura y nobleza. El método no le funcionaba, y entonces recurría al dinero y a la fuerza bruta para saciar su deseo. La combinación de juego, bebida y mujeres acababa en riñas que Juan Borgia no evitaba, confiado en que Miquel Corella le sacaría del apuro.

Miquel Corella, valenciano como el papa, era ya entonces capitán de la guardia vaticana, gozaba de la entera confianza del pontífice y este le había encomendado la incómoda misión de proteger a su hijo durante su estancia en Barcelona. Miquel era fiero en la lucha y experto en todo tipo de armas; sin embargo, consciente de su responsabilidad y del resultado incierto de las trifulcas tabernarias, trataba de evitar a toda costa los enfrentamientos. La actitud del muchacho le contrariaba mucho y hubiera disfrutado disciplinándolo, pero carecía de tal poder. Joan había conocido al valenciano en una taberna y le causó tan grata impresión que no vaciló en ayudarle en el altercado que poco después provocó Juan Borgia. Al acompañarlos aquella noche a su residencia, Joan había observado con asombro cómo el joven duque de Gandía, sin escuchar a Miquel, ensartaba con su espada, para aplacar su ira, a cualquier perro o gato que se le cruzaba por el camino.

Miquel, complacido con la forma en la que Joan los había ayudado a salir del apuro, le ofreció una buena suma para que los escoltara en sus visitas a las tabernas. El joven no aceptó pago alguno a pesar de que terminó acompañando a Miquel durante su estancia en Barcelona todo el tiempo que sus obligaciones laborales en la fundición de cañones le permitían. Con ello se ganó el agradecimiento del valenciano.

Sin embargo, el duque de Gandía no había apreciado la ayuda de Joan; era demasiado orgulloso para aceptar que un villano solo unos años mayor que él se comportara mejor frente al peligro y le protegiese. Mostraba una mezcla de rivalidad y desdén hacia Joan que aumentó considerablemente cuando la más hermosa de las taberneras despreció su nobleza y dinero haciéndole saber que Joan había sido su amante.

—Seré puta para quien yo quiera, pero para vos soy la Virgen María —le espetó la muchacha al duque en respuesta a sus insultos despechados.

El incidente que en aquel momento enorgulleció a Joan ahora le llenaba de preocupación. El hijo del papa había dejado a su esposa en Gandía, cuidando de sus hijos y del ducado, y su conducta con las taberneras de Barcelona se repetía ahora en Italia con cualquier mujer agraciada, sin importarle condición ni estado civil. Continuaba igual de arrogante y ávido, solo que ahora gozaba de un poder que era capaz de vencer cualquier resistencia.

Joan sospechaba que la primera vez que el Borgia visitó la librería lo hizo atraído por la fama de su esposa. Sin embargo, al reconocer a Joan, aquella antigua y absurda rivalidad se despertó, haciendo de Anna una presa aún más apetecible.

En sus visitas, el duque de Gandía se había mostrado demasiado halagador y amable con ella y desdeñoso con él. Joan pensó que quizá la actitud del duque era la causa de su inquietud y sus pesadillas.

En aquel momento, en la librería, Joan vio que estaba ocurriendo ante sus propios ojos lo que él tanto había temido. Juan Borgia había pasado de una pegajosa amabilidad con Anna a galantearla de forma descarada y en su propia casa. Estaba tan cerca de ella que traspasaba los límites de la decencia e incluso se atrevía a sujetarle la mano con las suyas. Vaciló unos instantes y después se dijo que le era indiferente quién fuese aquel tipo y el poder que tuviera; no le permitiría acosar a su mujer. Sentía la sangre palpitando en sus sienes y la furia transformándose en un nudo en su estómago. Vio la espada en el cinto de su rival y no le importó a pesar de que él iba desarmado; se le acercaría tanto que le impediría desenvainarla. El duque debía aprender a respetar a su esposa.

Se precipitó hacia aquel individuo, pero Niccolò, atento, le detuvo en el camino.

—¡Conteneos! —le susurró—. Si le agredís, os ahorcarán. Además, hay dos hombres aguardándole en la puerta de la librería.

—Dejadme —murmuró con rabia.

Y apartando a su amigo a la fuerza, Joan se fue hacia el duque de Gandía.