Joan se encontraba aquella tarde sentado en la mesa situada en uno de los rincones de la librería y que, colocada sobre una tarima, dominaba toda la sala. Era pronto, Anna se encontraba en el primer piso, solo había un cliente y Joan aprovechaba que Niccolò le estaba atendiendo para leer El discurso sobre la dignidad del hombre, obra de la que pensaba imprimir trescientos ejemplares. Coincidía plenamente con las tesis de Pico della Mirandola, en especial con las referentes al derecho a la discrepancia y el respeto a otras culturas y religiones, y se alegraba de que Alejandro VI le hubiera absuelto del delito de herejía por el que papas anteriores le habían excomulgado, haciéndole sufrir pena de cárcel. No conocía personalmente al papa Borgia, pero le caía bien por la tolerancia mostrada con Pico y por su gesto de acoger en Roma a los judíos y conversos que huían de la Inquisición en España.
Una risa cantarina distrajo a Joan de la lectura que le tenía absorto, y de inmediato reconoció a su propietaria. Era Sancha de Aragón, sobrina del rey de Nápoles, princesa de Esquilache y esposa de Jofré Borgia, el menor de los hijos del papa, que acudía a la tertulia de señoras que aquella tarde se celebraba en la librería.
—No sois ni lo suficientemente guapo ni rico ni noble para mí —le decía a Niccolò mirándole a los ojos.
Sancha tenía dieciocho años, pero el aplomo y la seguridad de alguien mucho mayor. Pese a no ser la dama más bella de Roma, destacaba entre las mujeres por el encanto y la fuerza sensual que irradiaba. Tenía unos ojos oscuros y vivaces, piel clara, una sonrisa que se transformaba fácilmente en risa y una hermosa melena de cabello azabache que no ocultaba con velos según costumbre de muchas damas y que tampoco teñía de rubio como hacían otras. Ella simplemente lo recogía con unas trenzas que partiendo de las sienes se anudaban atrás, y dejaba que su cabello se ondulara en la espalda. A veces lo adornaba con flores o joyas y de cuando en cuando se cubría con un sombrero al estilo de los caballeros.
Vestía con frecuencia a la moda valenciana del Vaticano, y sus trajes de terciopelo, oro y pedrerías lucían generosos escotes que mostraban parte de sus senos.
—Pero os hago reír, señora —repuso él tomándola de la mano—. Y eso invita al amor.
El florentino sonreía y observaba a la dama con sus ojillos pícaros, y su cara afilada le recordaba a Joan la de un gran ratón a la vez audaz, astuto y sabio. Era bien sabida su afición por las mujeres, hasta el punto de que sus amigos le apodaban Il Machio tanto por su apellido —Machiavelli— como por sus aventuras con féminas de distinta condición y edad, de las que le gustaba presumir.
Sancha rio de nuevo y apartó su mano de las del florentino después de permitir el contacto por unos momentos. Antes de contestarle le miró pícara de pies a cabeza.
—Es cierto que sois ingenioso, amigo Niccolò, quizá si fuerais más alto…
Y volvió a reír al ver la expresión del florentino. Joan se decidió a intervenir y se acercó para saludar y dar la bienvenida a la princesa. Odiaba el papel de aguafiestas, pero pensaba que su amigo, que por lo común mostraba una exquisita prudencia y diplomacia, estaba yendo demasiado lejos con Sancha.
—Esta dama no os puede traer más que problemas —le advirtió a Niccolò cuando la princesa pasó al gran salón, donde tendría lugar la tertulia con el resto de las señoras, que fueron llegando—. Bien sabéis que está casada con Jofré, el hijo del papa.
—Y es, y ha sido, amante de los otros dos hijos del pontífice —añadió el florentino—. Primero de César Borgia y ahora de Juan.
—Razón de más. No os busquéis complicaciones. Coqueteará con vos; no le importa hacerlo en público y frente a testigos. Sin embargo, no irá más allá, le halagan vuestra devoción y vuestros cumplidos, pero ha sido muy sincera. No sois lo suficientemente noble ni rico.
—Ni lo suficientemente guapo —se lamentó Niccolò—. Sé que tenéis razón, pero esa mujer me alborota y no puedo evitar hablarle así.
—No sé cómo logra salir ella indemne de sus coqueteos y escarceos amorosos —continuó Joan—. Pero los mismos que son indulgentes con la princesa, quizá porque representa una alianza entre el Vaticano y Nápoles, no lo serán con vos. Una madrugada vuestro cuerpo puede aparecer flotando en el Tíber.
—Tenéis razón, patrón —concedió Niccolò cariacontecido—. Trataré de reportarme.
Joan cruzó más tarde frente al salón donde tenía lugar la tertulia. Allí estaban, aparte de Sancha, Lucrecia Borgia, hija del papa y amiga íntima de la princesa, y otras grandes damas de la corte vaticana, incluida la esposa del embajador de España. De pie, elegante y con pose de gran señora, su esposa, pausada y con excelente pronunciación, leía unos poemas en latín de Jacopo Sannazaro. Sannazaro era amigo personal del rey de Nápoles, y Sancha, que también escribía poesía, adoraba su obra. Anna lucía con estilo un vestido de terciopelo rojo con un discreto escote cuadrado con bordados que terminaban lejos del nacimiento de los senos. Por un momento, sus miradas se encontraron y ella continuó con su lectura.
A Joan le admiraba la forma en la que su esposa, de la mano de la princesa, había encajado en el grupo de damas de la alta sociedad vaticana. Anna, pese a tener orígenes burgueses, era viuda de un noble napolitano, y Sancha, nostálgica de su tierra, la había acogido de inmediato como amiga, tratándola como si su anterior esposo hubiera pertenecido a la alta nobleza. El buen hacer y la clase de Anna hicieron el resto.
Sin embargo, él distaba mucho de ser aceptado por la aristocracia. Le apreciaban como comerciante, respetaban su conocimiento sobre libros e incluso, después del asalto a la librería, le consideraban un hábil hombre de armas. Y eso era todo. Le veían como a un villano. Joan se dijo que quizá aquello formara parte de su inquietud. Su esposa estaba encumbrándose demasiado, y presentía que ese hecho, unido a su belleza y su gracia, acarrearía problemas.
Anna vio cruzar a su esposo frente a la sala y observó que la miraba sin sonreír. Parecía mohíno y se dijo que algo debía de preocuparle. Sin embargo, continuó su lectura con seguridad y aplomo, aunque sus pensamientos volaron a algo que Sancha de Aragón le repetía con frecuencia:
—Vuestro marido es un guapo mozo, intelectual, tiene buen trato y debe de ser tan potente en la cama como ha demostrado serlo con las armas. Lo veo bien para vos como amante, pero no como marido.
—Fue mi amor de la infancia —respondía Anna—. Y sigo amándole.
—Y ¿qué tiene que ver el amor con el matrimonio? —insistía la princesa—. Los amantes son para el amor, el matrimonio es un negocio. Y vos hicisteis un mal negocio. El mío es una alianza política que al papa le interesa conservar, y yo, por mi parte, hago lo que quiero.
—Vos sois muy audaz, señora.
—Y vos podríais ser la reina de Roma. La gracia y la belleza en una mujer cotizan mucho más que en un hombre. Son poder. Y vos lo desperdiciáis casada con un villano. ¿En qué estabais pensando para aceptar semejante boda?
Anna recordaba muy bien las circunstancias en las que Joan le había pedido matrimonio. Había guerra, acababa de enviudar, estaba embarazada, el palacio de su marido había sido saqueado y quemado y los familiares de él la habían dejado en la ruina. Además, la pequeña nobleza napolitana le daba la espalda después de una imprudente declaración pública de amor de Joan hacia ella. Le había rechazado cuando supo que había sido precisamente él quien había matado a su marido. Pero Joan la convenció, con una tenaz insistencia, de que la muerte de su esposo fue un acto puramente de guerra, y supo seducirla con su amor y con la promesa de un brillante futuro entre libros para ella y su hijo. Y hasta el momento había cumplido sobradamente su palabra.
—Le quiero.
—Ya os he dicho que eso es una tontería —respondía la fogosa princesa—. ¿Os habéis fijado en cómo os miran los hombres? Seguro que sí. Gozad de su admiración ahora que sois joven, que ya tendréis tiempo de recataros cuando os arruguéis. Buscaos un amante interesante.
—¡Por Dios, Sancha! —contestaba Anna escandalizada—. No sabéis lo que decís.
Sancha reía echando su negra melena hacia atrás y elevando la barbilla.
—¿Me decís que no sé lo que es un amante?
—Somos distintas.
—No tenéis por qué acostaros si sois tan casta. Pero no hay nada de malo en que permitáis que los hombres os admiren. Claro que ellos quieren consumar, pero vos sois dueña de detener el juego donde os plazca. Tenéis la clase y el estilo para manejar cualquier situación. Dejad que os adulen, que os deseen con la mirada. ¡Gozad de la vida como una buena napolitana!
—No todas las napolitanas coquetean.
—Pero su princesa sí —concluía Sancha riendo.
Aquellas conversaciones se habían repetido y Anna empezaba a pensar que no había nada malo en sonreír y en acercarse un poco más o en mantener una mirada. Ciertamente gozaba de la admiración que causaba y pronto observó que los varones la preferían a ella antes que a la exuberante princesa. Aquella competición secreta, que iba ganando, la halagaba en grado sumo.