Al día siguiente, la librería abrió como de costumbre, aunque con crespones en señal de luto en las ventanas. El trabajo de limpieza y reconstrucción era enorme y todos se aplicaron con energía a recuperar el local. En aquel primer día ya se dejaron ver algunos de los fieles al papa, habituales, que vivían cerca. Acudían en grupos o acompañados por criados, y armados hasta los dientes, en busca de noticias. No les importaba el estado del local, sino que, al contrario, lo consideraban un motivo de orgullo, el escenario de una batalla ganada por los suyos. Y conforme los catalani dieron muestras de controlar la mayor parte de la ciudad, la concurrencia aumentó, primero tímidamente, para recuperar al cabo de una semana su aspecto cotidiano.
Eulalia fue curando, los demás heridos también sanaron, y en pocos días la vida parecía haber retornado a la normalidad, aunque para Joan la revuelta de los Orsini y el ataque a su librería representaban una demostración de su fragilidad y un claro aviso de lo que en cualquier momento podía desatarse. Estaba inquieto, no tanto por el peligro que suponían los enemigos del papa como por algo más oscuro y oculto. Los Orsini eran una amenaza, pero estaban a la vista y podía tomar medidas para protegerse de ellos. No ocurría lo mismo con aquel otro temor, relacionado con su esposa, que aún no se había concretado.
—¿Qué tal pasasteis la noche? —inquirió Anna con los párpados aún llenos de sueño una mañana, semanas después.
—Bien —mintió Joan mientras mojaba una rebanada de pan en un cuenco de leche.
Una pesadilla semejante a la de la Inquisición le había despertado, angustiado, en la noche.
Desayunaban en el comedor familiar situado en el primer piso, mientras que el personal de la librería, maestros, oficiales y aprendices, lo hacía en la planta baja. A través de la ventana que daba al patio interior le llegaba al matrimonio Serra el ruido de los cacharros que se mezclaba con las conversaciones, las bromas, risas y gritos de los aprendices, que los maestros acostumbraban a reprimir cuando se hacían excesivos. Aquellos sonidos que anunciaban un nuevo día de trabajo, lo cotidiano, la realidad presente aliviaban al librero del recuerdo de su pesadilla.
—Y ¿vos? —quiso saber él.
Anna afirmó con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos, sonriendo. Bien, había dormido bien, se dijo Joan. Así debía ser, y ese era el motivo por el que él no compartía con ella la inquietud que le causaban aquellos sueños, demasiado recurrentes en los últimos días. Sin embargo, se dijo que quizá también ella sintiera que el peligro acechaba y disimulase para no preocuparle.
Cuando regresaron al dormitorio, Anna se puso a amamantar al bebé y Joan se vistió con camisa blanca y un jubón de terciopelo verde oscuro para bajar a la planta de calle. Todavía se le hacía extraño aquel lujo; hacía solo tres años se cubría con los harapos de un esclavo de galeras y apenas habían transcurrido dos desde que recuperó la libertad. Quizá fuera el cambio radical, la increíble bonanza experimentada en su existencia, lo que le producía aquel vértigo, aquella inquietud. Todo parecía demasiado hermoso para ser cierto. Tal vez porque su vida había sido una lucha continua contra el infortunio, no estaba acostumbrado a aquella felicidad y temía que algo la truncara.
No solo había logrado casarse con la mujer a la que tanto amaba, sino que, a punto de cumplir los veinticinco años, poseía, gracias al apoyo de Miquel Corella y sus amigos de Nápoles, una librería; su sueño desde que entró a trabajar de aprendiz con los libreros Corró en Barcelona cuando tenía solo doce.
Bajó a la trastienda y después de cruzar una habitación cuyas paredes estaban recubiertas con anaqueles en los que almacenaban papel, plumas, tinta y distintos materiales de escritura, llegó al taller, que estaba abierto al patio, para saludar a los operarios que encuadernaban los libros. Muchos eran refugiados florentinos y cantaban tonadas de su tierra al trabajar. Le recibieron los olores familiares de papel, cola y cuero, y tomó en sus manos un ejemplar terminado para observar su acabado mientras adivinaba los cosidos interiores y acariciaba la piel de la cubierta. Gruñó satisfecho y después de inspeccionar un par más le propinó al maestro una palmadita cariñosa.
—Muy bien, Giorgio. Excelente. ¿Quiénes hicieron este trabajo?
Le escuchó atentamente a la vez que contemplaba la actividad de oficiales y aprendices que cosían los pliegos de papel, los encolaban y trabajaban el cuero de las cubiertas. Recordaba el tiempo en el que él realizaba aquel mismo trabajo en Barcelona.
Después se acercó a la imprenta, que ocupaba la parte trasera de la casa que se unía a la primera por los patios. Allí se encontró con Antonio, el maestro impresor, que inspeccionaba con ojos críticos los pliegos recién impresos. El olor a tinta fresca, que los aprendices distribuían sobre las planchas, impregnaba el lugar.
—Los chicos se esfuerzan —le dijo Antonio—. Fijaos en lo uniforme de la tinta y lo claras que se distinguen las letras sobre el papel.
Joan observó el trabajo. Aquellos pliegos pertenecían a la Divina comedia, de Dante Alighieri. Era uno de los libros que el fraile Savonarola había condenado a la quema en sus «hogueras de las vanidades».
No estaba escrito en latín, sino en lengua vulgar; el toscano antico, muy semejante al florentino del momento y que las gentes cultas de Italia entendían a pesar de que su italiano fuera otro. Joan reservaba la mayor parte de los ejemplares impresos para su propia librería; destinaba una partida a sus amigos libreros de Nápoles, Génova y Barcelona con los que mantenía intercambios, y el resto lo haría llegar clandestinamente a Florencia a través de sus empleados florentinos, para paliar la quema de libros en las hogueras de Savonarola.
Joan estaba satisfecho con el progreso de aquella edición, tanto en su impresión como en su encuadernado, y cruzó de nuevo la trastienda para dirigirse a la librería. Le gustaba conversar con los clientes y atenderlos, aunque de esta labor se ocuparan de forma habitual Niccolò y Anna, asistidos por un aprendiz. Observó la estancia con atención y apenas pudo distinguir señal alguna de la tragedia ocurrida allí mismo semanas antes.
—Buenos días, Joan —le saludó Niccolò con una sonrisa y una observadora mirada de ojos oscuros en la que bailaba una eterna chispa de ironía.
Joan le devolvió el saludo con cariño. Niccolò era un refugiado florentino contrario a la dictadura represiva impuesta en su tierra por el fraile Savonarola. Pertenecía a la pequeña nobleza rural toscana, había sido educado para la diplomacia y la milicia y tenía una sólida formación en gramática, retórica y latín. Sin embargo, cuando aún no se cumplía un año de su ingreso en la administración de Florencia, la revolución de Savonarola le hizo perder su trabajo, y se unió a los opositores al fraile. Fue Miquel Corella, interesado en derrocar a Savonarola, quien le presentó a Niccolò y a su primo Giorgio, el maestro encuadernador.
Cuando le relataron las atrocidades, entre las que figuraba la quema de libros, que los seguidores del fraile, llamados llorones, cometían en Florencia, Joan, indignado, les había prometido: «Por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez». Aquella afirmación les llegó al corazón a los florentinos, que se unieron entusiastas al proyecto de Joan y le ayudaron a establecer aquella magnífica librería, imprenta y taller de encuadernación. De esta forma, Niccolò, que apenas era tres años mayor que Joan, se convirtió a la vez en su mano derecha y en su mejor amigo en Roma.
Aquella no era una librería cualquiera, sino que se trataba de la mayor y más hermosa de la Roma del papa Alejandro VI. Ocupaba la parte delantera de la planta baja de dos casas situadas en la esquina del Largo dei Librai con la Via dei Giubbonari; esta conducía al bullicioso Campo de' Fiori, que, con sus mercados, posadas y permanente ajetreo, era uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Por su parte, el Largo dei Librai era una plazoleta que gozaba a la vez del intenso tráfico de la Via dei Giubbonari en uno de sus extremos y de la paz de quedar cerrada en el otro por la iglesia de Santa Barbara dei Librai, lugar de reunión de la cofradía de los libreros. Había tenido razón su amigo Miquel Corella al recomendarle que se instalara allí; era un lugar prestigioso y céntrico.
La librería contaba con mesas donde se vendía material de escritura y algunos libros, que se sacaban cada mañana a la calle y se recogían por la noche. En el interior, detrás de la amplia zona destinada a la venta, se abría un gran salón iluminado con luz natural gracias a dos ventanales, protegidos por gruesas rejas. Allí sus clientes podían consultar los libros con calma e incluso mantener una conversación relajada alrededor de una mesa. Disponía además de un segundo salón, más discreto, por si la charla se hacía privada. Aquella disposición era el resultado de la insistencia tanto de Miquel Corella como de Niccolò. Ambos tenían un sentido de la política mucho más desarrollado que Joan y le convencieron de la necesidad de un ambiente íntimo para atraer a los poderosos de Roma. No en vano, la librería estaba auspiciada por los partidarios del papa Alejandro VI y el local era un lugar ideal para mantener contactos políticos informales.
Joan se codeaba en su establecimiento con cardenales, nobles y embajadores. Se manejaba con soltura, aunque a veces aquellas alturas le producían, a él, el hijo de un pobre pescador, un cierto vértigo.
En aquellas ocasiones, Joan se repetía sus méritos, en muchos aspectos mayores que los de la nobleza, que heredaba poder y gloria. Su azarosa vida le había llevado a convertirse en un excelente artillero y un buen espadachín. No había acudido a ninguna universidad y sin embargo, gracias a su facilidad con los idiomas, a su pasión por la lectura y a Abdalá, su sabio maestro en Barcelona, aparte de su lengua materna, el catalán, tenía un excelente dominio del latín y del toscano. También podía presumir de un castellano y un francés fluidos. Además, no solo conocía los secretos de la encuadernación y de la imprenta, sino que era un lector insaciable que gustaba de las conversaciones literarias. Era mucho para alguien de su edad, y lo tenía todo para desempeñar su trabajo de forma brillante.
Aun así, a veces, aquellos individuos cargados de títulos, honores y poder que le miraban por encima del hombro y que incluso le trataban de forma displicente le recordaban sus humildes orígenes y le hacían sentir inferior. Entonces él disimulaba, se erguía y trataba a su oponente con la misma arrogancia.
Aquel mediodía se levantó antes de la mesa aduciendo fatiga, y mientras Anna daba de comer a Ramón se refugió en su dormitorio. Seguía sin identificar qué le producía aquella inquietud. Había una amenaza en el aire de la que en ocasiones detectaba indicios y que sin embargo no sabía concretar.
Buscó su libro de notas. Era pequeño y tenía tapas de cuero. Lo acarició mientras pensaba; amaba aquel objeto, era su confidente. El primero que tuvo lo fabricó en la librería de los Corró cuando era aprendiz, usando material sobrante, y el maestro dejó que se lo quedase, pues no alcanzaba la calidad requerida por el gremio para su venta. Aprendió a escribir con él, llenándolo de anotaciones con la hermosa caligrafía que su maestro Abdalá le enseñaba. Ya había perdido la cuenta de cuántos como aquel primero había completado. Escribir en su libro le obligaba a reflexionar y tenía un efecto tranquilizador, casi mágico.
Aquella tarde anotó: «¿De dónde viene mi inquietud? ¿Habré llegado demasiado alto con demasiada rapidez?». Y después de pensar en ello, añadió: «No, no es solo eso. Es algo que tiene que ver con Anna».