4

Desde la ventana del comedor, en la que se apostaba junto a un aprendiz armado con una ballesta, Joan vio, impotente, cómo un grupo de asaltantes que se protegían con un caparazón de madera cubierto con chapas de hierro se disponía a cargar contra la puerta con un ariete. Comprendió que no podrían evitar su entrada y la angustia le atenazó. ¿Qué sería de los suyos?

El calor que despedían las hogueras era asfixiante, olía a humo y pólvora, y a los gritos de los combatientes se unía el sonido de los tambores y cornetines que llegaba del extremo de la calle.

—Apártate de la ventana —le advirtió al aprendiz, que después de disparar una saeta montaba de nuevo su arma. Y tiró de él hacia un lado—. Te van a alcanzar.

Se puso a cargar su arcabuz diciéndose que notaría el impacto contra la puerta antes de tener su arma lista. El muchacho se asomó para disparar y en aquel momento Joan oyó el estruendo de maderas que se rompían en el piso de abajo.

«Ya están aquí», pensó. Y, acto seguido, la mano que sujetaba la baqueta con la que empujaba la bala al interior del cañón del arcabuz se detuvo. Justo antes del impacto le había parecido oír gritos de mujer en la habitación contigua, la suya. ¿Era Anna? ¿Qué ocurría con su madre? ¿Muerta? A pesar del calor agobiante sintió un escalofrío.

Sabía que en unos instantes la lucha sería cuerpo a cuerpo, que no habría clemencia y que él debía dar ejemplo bajando a pelear al frente de los suyos, pero el grito de su esposa hizo que dejara caer el arma a medio cargar y se precipitase hacia el dormitorio.

Vio a su madre tendida en el suelo, pálida y con los ojos cerrados. Una gran zozobra atenazó su corazón. Tenía el pelo recogido en un moño y su hermana trataba de contener con su toca la hemorragia de una herida en el lado derecho de la cabeza. Anna estaba arrodillada sujetándole una mano mientras los hijos de María lloraban asustados en un rincón y el bebé berreaba desesperado en su cuna, como si comprendiera lo que ocurría. La mirada de Joan se cruzó con los ojos arrasados en lágrimas de su hermana.

Por un instante, las imágenes y emociones de la muerte de su padre en el asalto a su aldea regresaron, aterradoras. Sentía una angustia espantosa, doce años antes había perdido a su padre con violencia y ahora, era a su madre. Se arrodilló junto a María para tomar la mano de Eulalia.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió—. ¿Está…?

—Aún está viva —repuso Anna.

Eulalia entreabrió los ojos, movió los labios tratando de hablar y con gesto cansado volvió a cerrarlos.

—Una bala hizo saltar un trozo de piedra del marco de la ventana y la ha golpeado —le explicó María.

Interrogó con la mirada a su hermana y ella le devolvió un gesto triste, ambiguo, desesperanzado. Su padre había muerto en sus brazos y quizá su madre se estuviera muriendo en aquellos momentos; su lugar estaba junto a ella, hablándole en sus últimos instantes mientras le acariciaba la mano.

Los Orsini habían entrado ya en la librería. Se luchaba en la planta baja y pronto los pasarían a todos a cuchillo. Anna se arrepentía de haber llamado a su marido. ¡No debería estar allí! Niccolò apenas tenía experiencia militar en comparación con Joan, que había tenido buenos maestros en la lucha cuerpo a cuerpo en galeras, donde participó en varios abordajes. Su lugar estaba combatiendo al frente de los suyos en el piso inferior. Vio a su hijo Ramón, que, incorporado, se agarraba llorando a los barrotes de la cuna, y notó un temblor de miedo. Su mirada se cruzó con la de su marido y sus pupilas se dilataron cuando le dijo lo que él ya debía de saber:

—Han entrado.

El temor que Joan vio en los ojos de su amada le hizo despertar de la pesadilla en la que veía morir a su madre y asumió una realidad aún peor: en unos momentos estarían todos muertos. Su obligación era proteger a los suyos o morir intentándolo.

El desconsuelo que sentía, el coraje, el miedo, los terribles recuerdos de su infancia, la mirada agónica de su madre, la súplica en los ojos de Anna; todo ello se transformó en un instante en un coraje, en una rabia infinita, contra aquellos que penetraban en su casa para destruir a los suyos. Su mirada buscó la azcona de su padre, que continuaba sujeta al lado de la puerta de su habitación, protegiendo simbólicamente el lecho donde se amaba con Anna, y recordó la actitud gallarda de su progenitor al defender a la familia. ¡Él no podía ser menos! Sentía que el odio hacia sus enemigos crecía en sus entrañas, y con un rugido se precipitó sobre el arma, que arrancó de su soporte de un tirón. Aullando como una fiera se lanzó escaleras abajo.

Un solo vistazo le permitió comprender que la situación era crítica: los atacantes entraban en tropel por la puerta reventada. Niccolò y Giorgio, junto a los oficiales de los talleres y los aprendices, habían establecido una segunda línea de defensa parapetándose tras unas mesas en el medio de la sala de ventas, antes de la entrada a los salones. Un par de asaltantes yacían en el suelo rodeados de montones de libros esparcidos, algunos manchados de sangre. El enemigo, con espadas y lanzas, estaba a punto de desbordar a los suyos, que se defendían tras sus improvisadas barricadas. Todo aquello le importó poco a Joan, que irrumpió en la escena bramando y maldiciendo con una furia suicida. Solo se frenó un corto instante para lanzar su azcona. Desde pequeño había practicado con el arma de su padre y la manejaba con destreza; la corta distancia que le separaba de los asaltantes hizo de ellos un blanco fácil. De nada le sirvió al individuo que parecía estar al mando la media armadura de acero con la que se protegía el torso. La lanza le penetró por un ojo y le traspasó el cráneo arrancándole el casco, que saltó por los aires. Cayó de espaldas, con los brazos abiertos, sin proferir siquiera un lamento. Su cuerpo aún no había tocado el suelo cuando Joan, rugiendo como un león rabioso, brincaba por encima del parapeto, espada y daga desenfundadas, y la emprendía a cuchilladas con el primero que encontró, sin importarle que le hirieran. El hombre, confundido y temeroso ante tanta agresividad, empezó a retroceder para evitar el filo de las armas de Joan, sin conseguirlo. Al poco caía con un gemido.

Ante aquella inesperada aparición, el enemigo pasó del valor al asombro y después al miedo. Por su parte, los libreros se sintieron contagiados por la loca audacia de su jefe y con un clamor triunfal apartaron los parapetos con los que se protegían y acometieron a sus enemigos. El primero en llegar al lado de Joan para cubrirle el flanco izquierdo fue Niccolò, seguido de Giorgio y de los oficiales y aprendices, que acudieron en manada imitando a sus maestros. Dos de los atacantes soltaron las armas para rendirse, otros cayeron heridos, y los que quedaban recularon hasta la entrada tratando de no darles la espalda. Si antes se empujaban para entrar, ahora lo hacían para salir.

Al poco, Joan, secundado por los suyos, perseguía a los partidarios de los Orsini fuera de la librería, entre los carros convertidos en hogueras y ante el asombro de los vecinos, que contemplaban el espectáculo desde sus ventanas entreabiertas. Entonces se oyó un cornetín que provenía del Campo de' Fiori y un aprendiz gritó desde una de las ventanas del scriptorium situado en el segundo piso:

—¡La caballería vaticana! ¡Llega la caballería del papa!

Aquello evitó que los huidos se reagruparan y escaparon como pudieron en todas direcciones. Joan hizo ademán de perseguirlos, pero Niccolò le sujetó del brazo.

—¡Ya basta! Ya ha habido suficiente sangre.

—Ojalá sea la última que se derrame —gruñó Joan al detenerse.

Notaba que la rabia que había sustituido al dolor desaparecía y era reemplazada por una angustiosa inquietud. Se preguntaba si su madre aún viviría y cuántos más de los suyos habrían caído en la lucha.