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Las horas transcurrían en una tensa espera, ningún cliente se dejó ver por la librería y muy pocos vecinos se aventuraron a salir de sus casas. Joan mantuvo a media docena de sus empleados de guardia y el resto regresó a sus ocupaciones en los talleres, con las armas al alcance de la mano. Fue a media tarde cuando varios hombres empezaron a agruparse en el extremo de la calle que daba al Campo de' Fiori.

—¡Al arma! —gritó Joan.

Todos abandonaron sus tareas para acudir a los puestos que tenían asignados, y tras la barricada y en las ventanas aparecieron los cañones de los arcabuces y las ballestas.

—¡Mueran los catalani! —empezaron a gritar en la calle.

Un muchacho con una ballesta se separó del grupo para acercarse a la librería y disparó un dardo que fue a dar en la pared, cerca de la ventana del comedor desde donde Joan observaba.

—¡No tiréis hasta que yo lo ordene! —vociferó Joan—. Quiero evitar que haya muertos.

Y a continuación, apuntó delante de los pies del chico y disparó su arcabuz. Sonó el estruendo, en el aire se extendió el olor a pólvora y el muchacho, al ver el suelo levantarse a sus pies, dio un brinco y corrió cojeando de regreso al grupo. Hubo unos momentos de silencio y al poco los gritos contrarios al papa y a los suyos tomaron mayor fuerza.

—Se está juntando una multitud en el extremo de la calle —le comentó Joan, preocupado, a Niccolò.

—Deben de haber fracasado contra el Vaticano.

—Eso sería una gran noticia.

En aquel momento, la multitud se apartó para dar paso a un carro cargado de maderos y paja, que fue acercándose. Quienes lo empujaban se cubrían tras él para evitar que los alcanzaran los disparos.

—¡Quieren quemarnos! —exclamó Joan alarmado—. ¡Prenderán fuego a la leña del carro y lo empujarán contra la librería!

—Habrá que tirar a matar —murmuró Niccolò inquieto.

El carro se detuvo a medio camino y, tras él, los sublevados mostraron sus ballestas y arcabuces y dispararon contra la casa. Los defensores se resguardaron y, aprovechando la circunstancia, un hombre abandonó el grupo situado al inicio de la calle y corrió hacia el carro con una tea encendida.

—¡Disparad! —gritó Joan a los suyos.

Los asaltantes se cubrieron a excepción del individuo de la antorcha, que no había alcanzado aún el carro y que fue herido por una saeta en un hombro. Dejó caer la tea, que continuó ardiendo en el suelo, para refugiarse junto a sus compañeros tras los maderos del vehículo.

—¡Mirad, preparan otro carro! —dijo Niccolò señalando al extremo de la calle.

—Lo veo.

Joan se secó el sudor de la frente con un pañuelo, deseaba rezar. Desconocía el número de atacantes y su determinación, pero estaba seguro de que no sería fácil sobrevivir. Su intención de no matar a nadie para evitar rencores y venganzas era ya secundaria. La vida de los suyos había pasado a ser su primera y única responsabilidad.

El segundo carro emprendió lentamente su camino hacia la librería entre gritos de los asaltantes, redobles de tambor y cornetines. Los del extremo de la calle parecían estar de fiesta. Tras el vehículo cargado de maderas y materiales inflamables se elevaba el humo de las teas, y el olor a brea quemada llegó hasta Joan y Niccolò.

—Esta vez vienen mejor preparados —murmuró el florentino.

—Hay que detener a los carros en la barricada para que las llamas no alcancen el edificio —dijo Joan—. Si prenden fuego a la casa, moriremos abrasados en ella o nos masacrarán en la calle cuando tratemos de huir de las llamas.

—Pues ya podemos empezar a disparar —respondió Niccolò—. Y al cuerpo, no como hasta ahora.

—De acuerdo.

Cuando los del segundo carro llegaron a la altura del primero, a solo veinte pasos de la barricada, los asaltantes prendieron fuego a ambos vehículos y los empujaron a la vez hacia la librería mientras desde esta les disparaban a discreción. Los carros toparon con la barricada y allí se detuvieron. El fuego iba prendiendo en ellos y el calor se hizo insoportable para Giorgio y sus aprendices, que tuvieron que abandonar su posición tras el parapeto y entrar en la casa. El calor del fuego empezó a notarse dentro. Joan podía oír el rezo de las mujeres desde la habitación contigua mientras apuntaba entre las llamas a las siluetas que se movían tras ellas. Iba repitiendo, de forma inconsciente, las oraciones.

—¡Cerrad la puerta y atrancadla bien! —gritó desde el primer piso.

El calor y el humo que procedían de las hogueras en que se habían convertido los carros dificultaban la respiración. Joan se felicitó por la idea de levantar una barricada; esta había servido de tope a los carros, aunque estaban lo suficientemente cerca como para que las llamas lamieran el edificio. La librería podía incendiarse de un momento a otro. Sin embargo, el peligro más inmediato lo representaban los hombres que, parapetados tras unos grandes escudos del tamaño de puertas, disparaban a las ventanas de la casa desde más allá de los carros. Observó que el choque había tumbado una de las mesas que formaban la barricada, dejando el paso despejado.

—¡Tratarán de derribar la puerta! —murmuró inquieto.

Anna conocía bien el peligro de muerte que se cernía sobre ella y su familia. Joan no le había ocultado los riesgos que comportaría su vida en Roma. Aun así, nunca imaginó que solo gozarían de cinco meses de felicidad y esplendor antes de sufrir una agresión de tal calibre.

Había rezado con su suegra y su cuñada para que la librería no sufriera ningún ataque. Sin embargo, comprendió que este era inevitable cuando a media tarde Joan dio la alarma. De inmediato corrió a su habitación para dejar a Ramón en la cuna; enternecida, le vio sonreír después de besarle musitando una oración para que aquel no fuera su último beso. Eulalia, María y los niños también se refugiaron en la alcoba del matrimonio. Anna se puso a cargar el arcabuz. Antes de su peligroso viaje de Nápoles a Roma por unos caminos llenos de bandoleros y en guerra, le pidió a Joan que le enseñara el manejo del arcabuz y, a pesar del peso del arma y del resto de los utensilios, aprendió a usarla con cierta habilidad. Nunca había disparado contra una persona, la idea le repugnaba; pero defendería su vida y la de su familia como fuera. Observó que María y Eulalia, a falta de mejor arma, blandían cuchillos de cocina; ellas también estaban dispuestas a luchar y aquel sería su último recurso si las oraciones se mostraran inútiles.

Anna había visto alarmada cómo los carros en llamas chocaban contra la barricada, y desde la ventana de su dormitorio notaba el calor asfixiante del fuego. Hasta allí llegaban las pavesas. Detrás oía los rezos a media voz de Eulalia y María y el llanto de su hijo en la cuna, asustado por el griterío. Sabía que si aquellos hombres vociferantes entraban en su hogar, no habría misericordia para la familia. Ni siquiera tendrían piedad de las mujeres y los niños. Ellos no habían hecho mal a nadie, pero Anna era consciente de que su librería representaba el poder de los Borgia, y que los fieles al papa habían impuesto su ley en la ciudad a la fuerza, cometiendo a veces injusticias y todo tipo de tropelías. Los Orsini los odiaban y no habría compasión. Aquel no era tiempo de recogerse a rezar. Era tiempo de rezar y luchar. Por su hijo, por su marido y por su vida. Sentía miedo y leía también el miedo en los ojos de su suegra y de su cuñada, y sin embargo, al igual que ellas, estaba dispuesta a pelear, aunque fuera con un cuchillo de cocina, hasta su último aliento.

Apoyó el arcabuz en la ventana; a través del aire caliente y del humo del fuego, apuntó a un individuo que estaba medio descubierto tras uno de los parapetos y apretó el gatillo. Oyó el siseo de la mecha lenta al encender la pólvora de la cazoleta y a continuación un gran estampido. A pesar de que lo esperaba, el golpe del retroceso la hizo dar varios pasos atrás.

—Dejádmelo —le dijo su cuñada María, que se hizo con el arma y aplicó un paño mojado a la parte externa del cañón para enfriarlo.

Mientras Anna se asomaba para ver los efectos de su disparo, su cuñada abrió uno de los «apóstoles» e introdujo la pólvora en el cañón del arcabuz, después puso un poco de papel y con la baqueta lo presionó. A continuación metió una de las balas de plomo y un poco más de papel, que de nuevo presionó con la baqueta.

Anna no veía al hombre al que había disparado; quizá le había alcanzado o tal vez se hubiera parapetado detrás de la protección de madera. Pero observó que los atacantes preparaban un ariete.

—¡Van a derribar la puerta! —exclamó—. María, dadme el arcabuz, por favor.

Apoyó el arma en el alféizar y buscó a los hombres del ariete; puso el dedo en el gatillo y esperó el estampido tratando de mantener la puntería y contener el retroceso del arma. Al oír la detonación fue a asomarse para comprobar su puntería, pero un disparo, esta vez desde fuera, y un gran golpe en la piedra de la ventana hicieron que se encogiera atemorizada. A su espalda, Eulalia se desplomó con un quejido. Al volverse, Anna la vio tendida en el suelo con una herida en la cabeza de la que manaba sangre.

—¡Dios mío! —gritó María—. ¡Una bala rebotada ha matado a mi madre!

—¡Joan! —gritó Anna con desgarro—. ¡Vuestra madre! ¡Está muerta!

En aquel momento se oyó el estruendo del ariete de los asaltantes al chocar contra la puerta de la librería y el crujido de la madera al romperse.

—¡Están entrando! —susurró Anna sintiendo que se le encogía el corazón.

Eran muchos, demasiados. Murmuró una oración; sin un milagro, la vida de su hijo, la de Joan, la suya y la de todos los de la librería se extinguiría en unos instantes.