Un fuerte estampido hizo que Joan se despertara sobresaltado, de madrugada, dos días después. Conocía demasiado bien el sonido, era un disparo de arcabuz. Ramón empezó a llorar en su cuna.
—¿Qué ocurre? —inquirió Anna alarmada.
—Es un arma de fuego. Y ha sonado aquí mismo.
Después se oyeron gritos y más disparos. Joan se levantó con precaución para acercarse a la ventana y ver qué pasaba.
—Id con cuidado. ¡Os lo suplico! —dijo su esposa.
Cuando entreabrió los postigos vio que amanecía y que un grupo de hombres armados gritaba en la calle.
—¡Vivan los Orsini! ¡Mueran los catalani!
En aquel momento aparecieron un muchacho con un tambor y un niño con un pífano. Improvisaron una marcha militar y todos desfilaron entre disparos de arcabuces y gritos hacia el Campo de' Fiori. Las ventanas de las casas de enfrente se abrían a su paso y algunos participaban en el jolgorio. De pronto sonó un golpe y luego otro más.
—¡Muerte a los catalani! —gritaron de nuevo desde el exterior.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Anna.
—Parece que los Orsini se han alzado en armas, y unos niños nos apedrean. Pero no temáis, no se detienen, van hacia el Campo de' Fiori.
—Allí tienen los Orsini uno de sus palacios —razonó ella mientras tomaba al bebé en brazos acunándolo para que dejara de llorar—. Será donde se reúnan y está a pocos pasos de aquí…
Joan entornó los postigos y se vistió a toda prisa.
—Volverán —concluyó Anna alarmada. Miró a su hijo con ternura y un presentimiento hizo que se le acelerase el corazón—. ¡Volverán a por nosotros!
—No os mováis de aquí, ni os asoméis a la ventana —le advirtió él mientras se colocaba encima de la camisa un coselete, una ligera coraza de cuero endurecido reforzada con chapas metálicas.
Se puso la espada y la daga al cinto, cogió una llave escondida debajo del colchón y después de besar a su esposa se apresuró a salir de la estancia. Pero antes lanzó una mirada fugaz a la azcona de su padre, que continuaba sujeta a la pared al lado de la puerta. Era un arma antigua, aunque, si se manejaba como sabía hacerlo Joan, resultaba muy efectiva tanto en la lucha cuerpo a cuerpo como arrojándola. Se dijo que ojalá no tuviera que usarla.
Recordaba bien las advertencias que con frecuencia le hacía el capitán de la guardia vaticana, su amigo Miquel Corella. «No importa lo que hagas o digas en Roma, ni lo bien que hables el italiano, aquí siempre serás un catalano.» «Cuando muera el papa vendrán a por nosotros y a por nuestras familias, no tendrán misericordia.» «Habrá que luchar o huir. Si es que te dejan huir, claro.»
Los papas habitualmente eran italianos y accedían al solio pontificio gracias a sus conexiones familiares y políticas, que en ocasiones se remontaban a muchas generaciones atrás. Esas familias, como era el caso de los Orsini, poseían castillos y ejércitos con los que imponían su ley. Rara vez un extranjero alcanzaba el papado y cuando lo lograba, solía ser gracias a los ejércitos de su país de origen. Durante el periodo de setenta años en el que los papas se establecieron en Aviñón, todos los pontífices habían sido franceses, y la cabeza de la Iglesia se convirtió en un títere en manos del rey de Francia.
No era esta la situación del papa Alejandro VI, valenciano de Játiva. No contaba con el apoyo de los reyes de España, y se enfrentaba a ellos con frecuencia. Solo sus extraordinarias dotes diplomáticas, su carisma personal y la fuerza de las armas de los catalani le permitían mantenerse en el papado, siempre en un precario equilibrio. Los italianos llamaban catalani a los fieles al papa, un grupo de aventureros y mercenarios mayoritariamente españoles, aunque también los había italianos —en especial sicilianos y napolitanos— y de otras nacionalidades.
La librería de los Serra se había convertido en lugar de reunión de los partidarios del papa. Era un símbolo del poder catalani y, por lo tanto, cualquier insurrección en Roma la exponía a un grave peligro. Si aquella celebración se debía a la muerte del papa, no solo se levantaría en armas la familia Orsini —en franca rebeldía contra Alejandro VI y los suyos—, sino que también lo haría el resto de las grandes familias romanas. Y azuzado por ellas, el populacho se iba a lanzar, cual manada de lobos, al pillaje de los hogares y las posesiones de los catalani. Los asaltantes robarían, violarían, asesinarían y las casas de los vencidos serían pasto de las llamas.
Esos pillajes eran costumbre en Roma cuando un papa fallecía, sin importar que fuese italiano, y con más motivo ocurriría con el papa Borgia, pues el odio acumulado contra los catalani, extranjeros que imponían su ley con dureza, era enorme. No habría piedad.
Los ruidos y voces en la casa indicaban que los estampidos habían despertado a todos. Joan fue hacia un armario situado en el comedor, al lado de la puerta de su habitación, y lo abrió con la llave. Allí guardaba una docena de arcabuces y otras tantas ballestas, espadas y dagas.
—Dadme un arcabuz —oyó a sus espaldas.
Era Anna, que le tendía la mano con una mirada intensa y gesto enérgico; no había atendido sus instrucciones de permanecer en la habitación. Allí aún lloraba Ramón.
Sin apenas vacilar, Joan le dio el arma, una bolsa con doce balas de plomo y un cinto de los que usaban los arcabuceros en el ejército, del que colgaban los «doce apóstoles». Los «apóstoles» eran unos saquitos de tela que contenían la carga de pólvora necesaria para un disparo. Joan sabía que si la librería era asaltada, Anna, desde su habitación o desde donde hiciese falta, no vacilaría en disparar. Ella también tenía derecho a defender su vida, su honra y a su familia.
—Id con cuidado —le dijo.
Anna afirmó con la cabeza y Joan se quedó mirándola mientras ella regresaba al dormitorio cargando trabajosamente con el arcabuz, el correaje y la munición. Amaba a aquella mujer con desesperación y hubiera deseado tener tiempo de besarla y abrazarla, pero había que organizar de inmediato la defensa. No le gustaba que su esposa manejase aquella arma y no se perdonaría si le pasaba algo en el combate, pero sabía lo obstinada que era y que no habría forma de disuadirla.
En los talleres, Joan se encontró con sus empleados —treinta entre maestros, oficiales y aprendices— y se reunieron en el patio. Podía ver el temor y el sobresalto de un brusco despertar en sus miradas. Alguno aún terminaba de vestirse, otros se cubrían con los coseletes y todos iban armados; con espadas al cinto los mayores y puñales y lanzas los más jóvenes. Esperaban sus instrucciones. La mayoría eran florentinos exiliados del régimen de Savonarola y el resto, romanos procatalani. Joan sabía que podía contar con ellos. Había tratado aquella eventualidad varias veces con Giorgio, el maestro encuadernador, con Antonio, el maestro impresor, y con su amigo Niccolò dei Machiavelli, al que a veces llamaban Maquiavelo, que atendía al público en la librería y gozaba de experiencia militar. Todos, hasta el más joven de los aprendices, habían sido instruidos sobre el uso de arcabuces, ballestas y espadas.
—Es posible que traten de asaltar la librería —los advirtió.
—Nosotros la defenderemos —repuso Niccolò en voz alta. Y después, dirigiéndose a sus compañeros, dijo—: Si alguno tiene miedo y quiere irse, que lo haga ahora.
Los aprendices y los oficiales se miraron entre ellos y hubo un silencio. Sabían que irse representaba abandonar a la familia y que no serían aceptados de vuelta. El florentino interpretó el silencio como muestra de fidelidad.
—Estamos todos con vos —le dijo a Joan.
—Subid al piso y repartid las armas —respondió este.
Eulalia y María, la madre y la hermana de Joan, habían bajado al taller. Joan las instruyó para que permanecieran en el primer piso junto a las criadas y los niños, alejadas de las ventanas. Ellas decidieron reunirse con Anna.
Joan ordenó disponer como primera línea de defensa una barricada en la calle; utilizaron las mesas que usaban para exponer los libros reforzadas con sacos de tierra. Detrás se situaron varios aprendices a cargo de Giorgio con ballestas, lanzas y espadas. Cuando terminaron, las ventanas de la casa y la barricada estaban erizadas de lanzas, arcabuces y ballestas.
Entonces Joan se plantó en el centro de la calle, bien asentado sobre sus piernas entreabiertas, y, ante la expectación de los vecinos, disparó un arcabuzazo al aire. Un aprendiz corrió a recoger su arma y le entregó otra cargada. Joan no había tenido tiempo de peinarse y su media melena revuelta, sus hirsutas cejas, su poderosa mandíbula y su mirada felina le daban un aspecto feroz. Esperó unos momentos para que todos los vecinos, incluso los más temerosos, se decidieran a curiosear desde las ventanas entreabiertas. Entonces disparó de nuevo. No dijo nada; no hacía falta. Todos sabían que cualquier intento de asalto a su establecimiento costaría muy caro.
Después se inició la espera y transcurrido un tiempo sin que nada ocurriera, Niccolò, aburrido, le pidió a Joan que le dejase ir a indagar. Al ser italiano y tener muchos amigos en Roma, no correría peligro.
A su regreso, se reunió con Joan y con los maestros, que le esperaban ansiosos.
—Los Orsini se han sublevado —les explicó—. El grupo que pasó frente a la librería iba a reunirse con otros en el palacio Orsini del Campo de' Fiori para después marchar sobre el Vaticano y asaltarlo. Por el camino se les unirán más tropas.
—¿Qué hay con respecto al papa? —quiso saber Joan—. ¿Está aún vivo?
—No hay noticias del papa. Pregunté, nadie respondió y no quise significarme demasiado. Es bien sabido que pertenezco a esta casa.
—Habrá que esperar con las armas en la mano —dijo Giorgio.
—Así es —afirmó Joan—. Dios quiera que fracasen en su intento. De lo contrario, nuestra situación se haría desesperada.
—Aunque fracasen, continuaremos en peligro —advirtió Niccolò—. Estamos alejados del Vaticano y los Orsini, frustrados, buscarán venganza en enemigos más fáciles. Como nosotros.
—Pues se sorprenderán —dijo Joan alzando la barbilla—. No somos fáciles y menos si nos obligan a luchar por nuestras vidas.
Giorgio y Antonio dejaron oír un gruñido de aprobación y Niccolò afirmó con la cabeza al tiempo que sonreía.
Joan almorzó de forma precipitada, casi de pie y alerta, junto con Anna, su madre, su hermana y sus sobrinos, cuidando de dejar las armas fuera del alcance de estos. Los niños contaban ya con diez y doce años, y para ellos aquella inusual actividad bélica era como un juego de guerra en el que participaban con sombreros de papel y espadas de madera. Sus gritos divertidos le hicieron recordar a Joan que su hermano y él tenían las mismas edades cuando los piratas asaltaron su aldea y su padre murió defendiéndolos sin poder evitar que su madre y su hermana fueran secuestradas y convertidas en esclavas. Aquel hecho acabó de forma trágica con su infancia. La guerra no era un juego, sino el vientre que paría la desdicha y la miseria. Contempló a Anna, a su hermana y a su madre con amor y notó el corazón encogido de sentimiento. No quería transmitirles su inquietud, pero quizá aquella fuera su última comida y por la noche estuvieran todos muertos. ¿Era aquel el peligro del que le advertían los malos sueños que sufría últimamente? Joan no temía por su vida. Su miedo, el pensamiento que le angustiaba era la idea de presenciar cómo su esposa y su hermana eran violadas por los asaltantes, que rebanarían después sus gargantas. Y también la de su madre, la del pequeño Ramón y la de sus sobrinos, degollándolos, tal como acostumbraban a hacer los forajidos que asaltaban las casas de sus enemigos políticos. Tragó saliva y renovó la promesa hecha a su padre en el día de su muerte.
—Cuidaré de ellas —murmuró sin que le oyeran—. Y las mantendré libres.