LOS que pasan la mayor parte de su tiempo leyendo o escribiendo están, por supuesto, en situación de tomar nota especial de las acumulaciones de libros cuando se encuentran con ellas. No pasarán junto a un estante, una tienda, o incluso el anaquel de un dormitorio, sin leer algún título y, si se hallan en una biblioteca desconocida, ningún huésped debe inquietarse por entretenerles. El ordenar los tomos que no lo están, o acomodar como corresponde los que, al quitar el polvo, la criada ha dejado en una situación caótica, les atrae como si se tratara de hacer una obra menor de caridad. Feliz en estos menesteres, y al abrir ocasionalmente algún ejemplar in octavo del siglo XVIII, para ver «de qué se trata», y para concluir cinco minutos después que se merecía el olvido de que estaba gozando, había llegado yo a la mitad de una tarde lluviosa de agosto en Betton Court…
—Ha comenzado usted de forma profundamente victoriana —dije—, ¿va a continuar así?
—Recuerde, por favor —respondió mi amigo, mirándome por encima de las gafas—, que soy un Victoriano por nacimiento y educación, y que no es poco razonable esperar que el árbol Victoriano dé frutos tales. Además, recuerde que se escribe ahora una inmensa cantidad de comentarios inteligentes y reflexivos acerca de la época victoriana. Pues bien —prosiguió, dejando sus papeles sobre las rodillas—, este artículo, «Los años locos», del suplemento literario del The Times del otro día… ¿interesante? Por supuesto que es interesante; pero ¡oh!, por mi cuerpo y mi alma, alcáncemelo, por favor, está sobre la mesa, junto a usted.
—Pensé que iba a leerme algo escrito por usted —dije sin moverme—, pero, desde luego…
—Sí, lo sé —respondió—. Bien, entonces haré eso primero. Pero después quiero explicarle de qué estoy hablando. Sin embargo… —cogió las cuartillas y se caló las gafas.
… en Betton Court, donde hace varias generaciones habían sido reunidas las bibliotecas de dos fincas, y ningún descendiente de ninguna de las dos casas había emprendido nunca la tarea de seleccionar los libros o de deshacerse de los ejemplares repetidos. No me dispongo a hablar de las rarezas que pueda haber descubierto, de los Shakespeare in quarto encuadernados dentro de volúmenes de opúsculos políticos, ni de cualquier cosa de esa clase, sino de una experiencia que se me presentó en el transcurso de mi búsqueda… Una experiencia que no puedo explicar ni hacer que cuadre en el esquema de mi vida habitual.
Era, como he dicho, una tarde lluviosa de agosto, soplaba un viento fuerte y hacía no poco calor. Por la ventana se veían los grandes árboles, agitados por las ráfagas y chorreando agua. Entre ellos surgían trozos de campo verde y amarillento (porque Betton Court se alza sobre la ladera de una colina), y a lo lejos montes azulados, envueltos en la lluvia. Arriba, en las cimas, se movían sin descanso ni esperanza las nubes bajas que pasaban de norte a oeste. Había suspendido mi trabajo —si es que así se le puede llamar— durante algunos minutos para detenerme junto a la ventana y mirar aquellas cosas, y el techo del invernadero, a la derecha, por el que resbalaba el agua, y la torre de la iglesia, que se alzaba detrás. Todo favorecía mi propósito de continuar la tarea sin pausa; no había miras de que escampara en las horas siguientes. Por tanto, me volví hacia los anaqueles, cogí un conjunto de ocho o nueve volúmenes, clasificados como «Opúsculos», y los llevé a la mesa para examinarlos con atención.
En su mayor parte provenían del reinado de Ana. Había una buena cantidad de cosas como El último tratado de paz, La última guerra, La conducta de los aliados, y también había Cartas a un asambleísta. Sermones dichos en la iglesia de St. Michael, Queenhithe, Estudios sobre las últimas instrucciones del Muy Reverendo Señor Obispo de Winchester (o más probablemente Winton) a su clero; temas todos muy vivos por entonces y, sin duda, aún depositarios de tan antiguo aroma, que ya me sentía tentado de instalarme en un sillón junto a la ventana, y entregar a esos libros más tiempo del que había previsto. Además, estaba un poco fatigado aquel día. El reloj de la iglesia dio las cuatro, y eran de verdad las cuatro, porque en 1889 no se economizaba la luz diurna.
De modo que me instalé. En primer lugar eché una mirada a algunos de los panfletos sobre las guerras, para complacerme en tratar de localizar a Swift, por su estilo, entre la informidad del resto. Pero los panfletos de guerra necesitaban más conocimiento de la geografía de los Países Bajos que el que yo tenía. Volví a la iglesia y leí varias páginas de lo que el deán de Canterbury decía a la Sociedad para la promoción del Conocimiento Cristiano con motivo de la reunión realizada en su aniversario de 1711. Cuando llegué a una «Carta de un Prebendado rural al Obispo de C…r», ya me invadía cierta languidez, de modo que por unos instantes miré sin sorpresa las siguientes frases:
«Este abuso (porque me considero justificado al llamarlo de esta forma) es uno de los que estoy seguro que Su Eminencia (de serle conocidos) se esforzaría plenamente por evitar. Pero también estoy persuadido de que no sabéis de su existencia (para usar las palabras de la canción rústica) más que
“El que anda por el bosque de Betton
sabe por qué camina eso o por qué llora.”»
Entonces fue cuando me erguí en mi asiento y seguí las líneas con el dedo para asegurarme de que las estaba leyendo bien. No cabía error. Ninguna otra cosa se podía obtener del resto del escrito. El siguiente párrafo decididamente cambiaba de tema: «Pero ya he dicho bastante acerca de este “Tópiko”» eran las palabras iniciales. También era así de discreto el anonimato del Prebendado, que ni siquiera había puesto sus iniciales, y que había hecho imprimir su carta en Londres.
El enigma era de tal índole que apenas interesaría a nadie; para mí, que me había sumergido en una buena cantidad de trabajos sobre folclore, resultaba excitante de verdad. Era cuestión de resolverlo, o sea de averiguar la historia que hubiese detrás de ello; y, por fin, me sentí contento de algo: en lugar de haberme topado con ese párrafo en alguna biblioteca universitaria leja na, me había cruzado con él en Betton, en la escena misma de los hechos.
El reloj de la iglesia dio las cinco, y le siguió el tañido único de un gong. Eso señalaba, como yo sabía, la hora del té. Me levanté del cómodo sillón y obedecí la convocatoria.
Mi huésped y yo estábamos solos en Betton Court. Llegó pronto, empapado, después de haber hecho los recados propios de un terrateniente, y con algunas noticias locales que hubieron de ser comentadas antes de que yo tuviera la oportunidad de preguntar si en la parroquia existía un lugar concreto que se conociese todavía como Bosque de Betton.
—El Bosque de Betton —respondió— estaba a menos de una milla, justo sobre la cima de la colina, y mi padre taló los últimos árboles del lugar cuando se vio que plantar trigo salía más a cuenta que mantener limpio un robledal. ¿Por qué está interesado en el Bosque de Betton?
—Porque en un panfleto antiguo que ahora mismo estaba leyendo —le respondí—, hay dos versos de una canción popular que lo menciona, y suenan como si hubiera alguna historia detrás de ellos. Alguien dice que alguien sabe de cierto tema no más que
«El que anda por el bosque de Betton
sabe por qué camina eso o por qué llora.»
—Dios mío —dijo Philipson—, me pregunto si habrá sido por eso que… Debo preguntárselo al viejo Mitchell —murmuró algo más para sí mismo y tomó un sorbo de té, pensativo.
—¿Si habrá sido por eso que…? —dije.
—Sí, estaba por decir si habrá sido por eso por lo que mi padre ordenó talar el bosque. Acabo de decirle que lo hizo para obtener más tierras de labranza, pero no sé en verdad si fue así. No creo que jamás hayan arado esa parcela; en este momento es lugar de pastura. Sin embargo, hay un anciano que tal vez recuerde algo de eso, el viejo Mitchell —miró su reloj—. ¡Bendita sea si no iré allí a preguntárselo! No le llevaré a usted conmigo —prosiguió—, porque él no es de los que cuenten cosas raras si hay algún extraño presente.
—Bien, sólo le pido que recuerde todos los detalles que él le refiera. Por mi parte, saldré si aclara, y de lo contrario seguiré con los libros.
Aclaró, al menos lo suficiente como para hacerme pensar que merecía la pena ir andando hasta la colina más cercana y echar una mirada al campo. Las características de la comarca no me eran conocidas; se trataba de mi primera visita a Philipson, y era el primer día de ésta. De modo que bajé al jardín, anduve entre los arbustos mojados con una actitud muy contemplativa, y no me resistí al impulso confuso —aunque, ¿era de veras tan confuso?— que me compelía a seguir por la izquierda cada vez que había una bifurcación en el sendero. El resultado fue que después de diez minutos o más de marchar por la penumbra de hileras goteantes de bojes, de laureles y de aligustres, me hallé ante un arco de piedra de estilo gótico, abierto en el muro de piedra que circundaba toda la propiedad. La puerta estaba asegurada con una cerradura de golpe, que tuve la precaución de dejar abierta al salir al camino. Atravesé ese camino y me interné en una senda que subía bordeada por una valla; seguí por esa senda a paso tranquilo por espacio de media milla, y proseguí la marcha por el campo al que la senda iba a dar. Así llegué a un buen punto de observación que permitía apreciar el emplazamiento de Betton Court, la aldea y su entorno: me asomé por una abertura de la valla para mirar hacia el oeste y hacia abajo.
Creo que todos debemos conocer los paisajes —¿son de Birket Foster, o algo anteriores?— que, como grabados, decoran los volúmenes de poesía que reposaban sobre las mesas de nuestros padres y abuelos, aquellos volúmenes «encuadernados artísticamente en cuero repujado»: creo que esta frase es la correcta. Me declaro un admirador de ellos, en especial de los que muestran al paseante que se asoma por una abertura de una valla y observa, al pie de una ladera, la aguja de la iglesia de la aldea, arrebujada entre árboles venerables, y una llanura feraz, dividida por líneas de cercados y limitada por colinas lejanas, detrás de las cuales se hunde (o está saliendo) el astro del día entre las nubes del horizonte, iluminadas por sus rayos ponientes (o nacientes). Las expresiones que aquí apunto son las que parecen adecuadas para las obras que tengo en mente; y, de haber ocasión, me apetecería describir el Valle, la Arboleda, la Cabaña, y el Torrente. Lo cierto es que me parecen bonitos esos paisajes, y era uno de ellos el que en ese momento estaba observando. Podía haber salido directamente de las «Joyas de la Canción Sagrada, seleccionadas por una Dama» y haber sido un regalo de cumpleaños para Eleanor Philipson en 1852, de su íntima amiga Millicent Graves.
De pronto me volví como si me hubiesen clavado un aguijón. Resonaba en mi oído derecho, y me horadaba la cabeza, una nota increíblemente aguda, como el chillido de un murciélago, sólo que diez veces más potente: ese tipo de fenómeno que nos hace preguntarnos si no andará mal algo en nuestro cerebro. Contuve la respiración, me tapé la oreja y me estremecí. Algo en la circulación: dentro de un minuto o dos, me dije, regresaré a la casa, pero antes tengo que dejar bien grabado este cuadro en mi cabeza. Sin embargo, cuando me volví hacia el paisaje, había desaparecido su encanto. El sol, oculto ya tras la colina, no volcaba su luz sobre el campo; al oír las siete en el reloj de la torre de la iglesia, no pensé en las horas nocturnas de blando descanso, en el aroma de las flores y de los bosques en el aire de la noche, ni en que alguien, a una o dos millas de distancia, podría estar diciendo «¡Qué claro suena esta noche el tañido de la campana de Betton, después de la lluvia!» En cambio, me asaltaron imágenes de rayos con partículas de polvo en suspensión, de arañas que se deslizaban, de búhos salvajes refugiados en la torre, de tumbas olvidadas con su horrible contenido, del Tiempo fugaz y de todo lo que se había llevado de mi vida. Justamente entonces, en mi oído izquierdo —y tan cercano como si hubiesen puesto los labios a una pulgada de mi cabeza—, aquel chillido aterrador volvió a vibrar.
Ya no había equivocación posible. Venía de fuera. «No hay palabras, es sólo un grito» fue la idea que atravesó mi mente. Era más horrible que todo lo que hubiese oído antes o haya oído después, pero no advertí ninguna emoción en él, y dudo que advirtiese algún matiz de inteligencia. Todo su efecto consistía en llevarse cualquier vestigio, cualquier posibilidad de disfrute, y convertir ése en un lugar donde no se podía permanecer ni un solo instante más. Desde luego, no había nada visible: pero estaba convencido de que, si aguardaba, volvería a ocurrirme esa cosa con su latido errátil, interminable, y no podía tolerar la idea de una tercera repetición. Me di prisa para volver a la senda y bajar la colina. Pero cuando llegué al arco del muro me detuve. ¿Encontraría el camino a través de esos senderos húmedos, que ahora estaban más mojados y más oscuros que antes? No, me confesé a mí mismo que tenía miedo: tan tensos estaban mis nervios por aquel grito de la colina que de veras me sentí incapaz de afrontar ni siquiera la sorpresa de un pájaro saliendo de entre los arbustos, ni la de un conejo. Caminé por la carretera que bordeaba el muro, y no lo lamenté al llegar a la puerta y a la casa del jardinero, al ver a Philipson que subía hacia allí, desde el poblado.
—¿Dónde ha estado? —me preguntó.
—Anduve por la senda que sube a la colina, frente al arco de piedra del muro.
—¡Oh! ¿Sí? Entonces habrá llegado hasta muy cerca de donde estaba el Bosque de Betton, al menos si siguió la senda hasta arriba y hacia el campo.
Y aunque el lector no lo crea, sólo en ese momento sumé dos más dos. ¿Le comuniqué a Philipson de inmediato lo que me había ocurrido? No lo hice. No había tenido otras experiencias del tipo de las llamadas sobrenaturales o paranormales o parafísicas pero, aun cuando sabía muy bien que debería hablar de ello al cabo de poco tiempo, no me sentía ansioso por hacerlo; y creo haber leído que así ocurre en la mayoría de los casos. O sea que no dije más que:
—¿Ha visto al hombre que quería ver?
—¿El viejo Mitchell? Sí, le vi, y le he sacado una historia. Se la contaré después de la cena. Es bastante extraña.
Cuando estuvimos bien instalados, después de cenar, comenzó a relatar, fielmente, según dijo, el diálogo que se había producido. Mitchell, que casi tenía ochenta años, estaba sentado en su sillón. La hija casada con la que vivía iba y venía, ocupada preparando el té.
Tras los saludos habituales, le pidió:
—Mitchell, quiero que me diga algo sobre el Bosque.
—¿Qué bosque, señor Reginald?
—El Bosque de Betton. ¿Lo recuerda?
Mitchell alzó lentamente su mano y le apuntó con un índice acusador.
—Fue su padre el que destruyó el Bosque de Betton, señor Reginald, y eso es todo lo que puedo decirle.
—Sí, Mitchell, ya sabía eso. No tiene por qué mirarme como si fuese culpa mía.
—¿Culpa suya? No, digo que lo hizo su padre, antes de que usted naciese.
—Sí, y si es verdad lo que se dice, me atrevería a afirmar que fue su padre quien le aconsejó que lo hiciese, y quiero saber por qué.
Mitchell parecía un tanto divertido.
—Vaya —dijo—, mi padre era guardabosques de su padre, y antes lo fue de su abuelo, y si él no sabía su oficio, no tendría que haberlo ejercido. Y si él aconsejó que así se hiciese, supongo que bien pudo haber tenido sus motivos, ¿o no pudo tenerlos?
—Sin duda pudo tener sus motivos, y quiero que usted me diga cuáles eran.
—Verá usted, señor Reginald, ¿qué le hace pensar que yo pueda saber cuáles eran sus motivos hace no sé cuántos años atrás?
—Ah, sí, seguro que ha pasado mucho tiempo y ya podría haberse olvidado, si lo supo alguna vez. Supongo que lo único que me queda es ir a preguntar al viejo Ellis qué recuerda él del asunto.
Eso tuvo el efecto que yo esperaba.
—¡El viejo Ellis! —gruñó—. Es la primera vez en la vida que le oigo decir a alguien que el viejo Ellis sea útil para algo. Hubiese creído que usted era mucho más listo que eso, señor Reginald. Lo que piense usted que el viejo Ellis sea capaz de decirle sobre el Bosque de Betton mejor que yo, ni qué títulos tiene él para que lo pongan por delante de mí, es algo que me gustaría saber. Su padre no era guardabosques de estos lugares; era el labriego…, eso es lo que era, y cualquiera sabe lo que él sabía; cualquiera puede decirle lo mismo que él, eso digo yo.
—Claro que sí, Mitchell, pero si usted lo sabe todo sobre el Bosque de Betton y no quiere decírmelo, vaya, tengo que hacerlo lo mejor posible, y procurar averiguarlo de alguna otra persona; y el viejo Ellis ha vivido en este lugar casi tanto como usted.
—¡No, señor, le llevo dieciocho meses de ventaja! ¿Quién dice que no voy a decirle nada sobre el Bosque? No digo que no; sólo que es un tipo de historia rara, y me parece que no sería bueno que se divulgara por toda la parroquia. Tú, Lizzie, quédate un rato en la cocina. Yo y el señor Reginald queremos hablar dos palabras en privado. Pero hay algo que me gustaría saber, señor Reginald: ¿por qué se le ha ocurrido preguntarme eso hoy?
—¡Oh, vaya! Pues porque me han hablado de un dicho antiguo, sobre algo que anda por el Bosque de Betton. Y me preguntaba si eso tendrá relación con que haya sido talado: eso es todo.
—Sí que tiene que ver, señor Reginald, sea como sea que usted haya sabido de eso, y creo que yo puedo decirle lo motivos mejor que cualquier otro de esta parroquia; y ni hablar del viejo Ellis. Mire, la cosa fue así: el camino más corto hasta la granja de Alien pasaba por el Bosque y, cuando éramos pequeños, mi pobre madre acostumbraba a ir varias veces a la semana a la granja, para pedir un cuartillo de leche, porque Mr. Alien, que llevaba la granja en tiempos de su padre, era un buen hombre, y a cualquiera que tuviese niños en la familia le daba todo lo que podía cada semana. Pero ya sé que eso a usted no le interesa ahora. A mi pobre madre nunca le gustó lo de atravesar el Bosque, porque se contaban muchas cosas en el pueblo, y había dichos, como ese del que usted me ha hablado ahora mismo. Pero a menudo, cuando se le hacía tarde por el trabajo, tenía que coger el camino más corto, que cruzaba el Bosque, y tan seguro como que lo hacía, que regresaba a casa en un estado raro. Recuerdo que ella y mi padre hablaban del tema, y que él decía: «Venga, Emma, eso no puede hacerte ningún daño», y ella respondía: «¡Oh, pero tú no te figuras lo que es aquello, George! Ay, se me mete en la cabeza», decía, «y me llevo un susto de muerte, y me encuentro como si no supiese dónde estoy. Mira, George», le dice, «no es igual cuando vas allí al atardecer. Tú siempre vas de día, ¿verdad?» Y él le dice: «Claro que sí, voy de día, ¿o me tomas por tonto?» Y así seguían. Y pasó el tiempo. Yo creo que eso la destrozó porque, sabe usted, no se podía ir por leche hasta la tarde, y ella no nos mandaba a los niños, de miedo a que nos lleváramos un susto. Tampoco quería hablarnos del asunto. «No», dice «ya es bastante malo para mí. No quiero que nadie más pase por esto, ni que lo oiga mencionar siquiera». Pero una vez recuerdo que dijo: «Pues primero es como si algo se rozara entre las matas, y se acerca muy rápido, desde adelante o desde atrás, según la hora, y entonces se oye ese grito que parece que te pasa de un oído al otro, y cuando más tarde vuelva, más probable es que lo oiga dos veces; pero gracias sean dadas, porque todavía nunca lo he oído tres veces». Y entonces yo le pregunto, le digo: «Oye, es como si alguien fuera caminando de aquí para allá, ¿verdad?», y ella dice: «Sí, así es, y sea lo que sea lo que ella quiere, no me entero». Y yo le digo: «¿Es una mujer, madre?» Y ella me dice: «Sí, he oído que es una mujer».
»En una palabra, que por fin mi padre le habló a su padre y le dijo que el Bosque era un bosque hechizado. “Nunca ha habido caza allí, ni un nido tampoco”, dice mi padre, “o sea que no le da ninguna utilidad a usted”. Y después de mucho comentar el asunto, su padre vino a hablar con mi madre sobre esto, y comprendió que ella no era una de esas mujeres tontas que se ponen nerviosas por nada, y se hizo la idea de que algo habría allí; después preguntó en la comarca, y me figuro que algo averiguó, porque lo escribió en un papel, que seguramente lo tendrá usted en Betton Court, señor Reginald. Después dio la orden y el Bosque fue talado. Todo el trabajo lo hicieron en un día, según recuerdo, y no quedaba nadie por allí después de las tres.
—¿No encontraron alguna explicación del caso, Mitchell? ¿Ni huesos, ni nada por el estilo?
—Nada, señor Reginald, sólo la marca de una valla y de una acequia en el medio, más o menos por donde ahora cae el seto vivo; y con todo el trabajo que hicieron, si hubiese habido alguien enterrado por allí, le hubiesen encontrado. Pero no sé de qué ha valido, después de todo. A la gente del pueblo no parece que le guste el lugar ahora más que antes.
—Eso es lo que pude sacarle a Mitchell —dijo Philipson—, y como suele ocurrir con casi todas las explicaciones, nos deja en el mismo lugar en que estábamos. Tengo que ver si puedo encontrar ese escrito.
—¿Por qué su padre no le contó nada sobre este asunto?
—Murió antes de que yo fuese al colegio, ya sabe usted, y me figuro que no quería asustarnos con tal historia, siendo como éramos tan pequeños. Recuerdo que mi niñera me zamarreaba y me dio algún cachete por venir por esa senda del Bosque una tarde de invierno, en que volvíamos con bastante retraso: pero de día nadie nos impedía que fuésemos al Bosque, si queríamos… Aunque nunca nos apetecía ir.
—¡Ya! —dije, y agregué—: ¿Cree que podrá encontrar el papel que escribió su padre?
—Sí —respondió—, puedo. Espero que no habrá que buscar más allá del armario que está a su espalda. Hay un paquete o dos de cosas apartadas especialmente, la mayoría de las cuales he revisado varias veces, y sé que hay un sobre que dice Bosque de Betton, pero como no existía ya el Bosque de Betton, nunca pensé que mereciera la pena abrirlo y nunca lo hice. Pero lo haremos ahora.
—Antes de que lo haga —le dije (todavía me sentía poco propenso a hablar, pero creía que era el momento oportuno para referírselo)—, será mejor que le confíe que creo que Mitchell tenía razón al dudar que la tala del Bosque haya puesto las cosas en su sitio —y le relaté lo que usted ya ha oído: ni que decir tiene que Philipson estaba interesado.
—¿Todavía está allí? —comentó—. Es asombroso. Mire, ¿por qué no viene conmigo ahora hasta allí, para ver qué pasa?
—No haré semejante cosa —respondí—, y si usted conociera esa sensación estaría muy dispuesto a caminar diez millas en dirección contraria. Ni hablar de eso. Abra su sobre y veamos qué sacó en limpio su padre.
Así lo hizo y me leyó las tres o cuatro cuartillas de anotaciones que en el sobre había. Al comienzo, un epígrafe tomado de Glenfinlas de Scott, me pareció muy bien elegido:
«Por donde anda, dicen, el fantasma que estremece con sus gritos».
A continuación estaban las notas de su charla con la madre de Mitchell, de la que sólo extraigo lo siguiente: «Le pregunté si le parecía haber visto, alguna vez, algo que explicara los sonidos que había oído. La mujer me respondió que no más de una vez, durante la más negra de las noches en que hubo de atravesar el Bosque; en tal ocasión, se obligó a mirar hacia atrás, ya que de los arbustos surgía un ruido de roces y pensó que veía a alguien, cubierto de andrajos, con los brazos tendidos hacia adelante, acercándose a toda prisa, y al verlo se echó a correr a lo largo de la valla, y la ropa se le hizo hilas al pasar por encima de ella.»
Después había ido a ver a otras dos personas a las que encontró muy remisas a hablar. Entre otras cosas, parecían pensar que aquello proyectaba cierto descrédito sobre la parroquia. Sin embargo, logró convencer a una de esas personas, Mrs. Emma Frost, para que relatara lo que su madre le había contado. «Se dice que era una dama noble, casada dos veces, y su primer marido era conocido como Brown, o quizá fuese Bryan (“Sí, había unos Bryan en Betton Court antes de que llegara a posesión de mi familia”, apuntó Philipson), y ella movió los mojones que limitaban el campo: lo menos grave que hizo fue apoderarse de una buena parte de los mejores pastaderos de la parroquia de Betton, que por derecho pertenecían a dos niños que no tenían quien velara por ellos, y dicen que con los años esa señora fue de mal en peor, hizo papeles falsos para ganar miles de libras en Londres, y se probó ante la justicia que eran falsos, y tendría que haber sido juzgada, y condenada a muerte quizá, sólo que huyó en ese momento. Pero nadie puede evitar la maldición que cae sobre quien quita de su sitio los mojones que marcan una propiedad, o sea que nos figuramos que no puede marcharse de Betton, si antes alguien no los coge y los pone otra vez en su sitio».
Al final del escrito había una nota al respecto. «Siento mucho no haber hallado ninguna noticia acerca de los antiguos propietarios de los campos limítrofes con el Bosque. No dudo en decir que si pudiera descubrir a sus herederos, haría todo lo que estuviese en mi mano para indemnizarles por el perjuicio que se les causara en años ya lejanos; porque es innegable que el Bosque se encuentra extrañamente perturbado tal como cuentan las personas del lugar. En mi actual ignorancia tanto de la superficie de las tierras apropiadas de modo avieso, como de los propietarios legales, estoy reducido a mantener nota aparte de los beneficios derivados de esa parte de la finca, y mi práctica ha sido la de entregar la suma que representaría el rendimiento anual de unos cinco acres al beneficio común de la parroquia y a fines caritativos; y espero que los que se hagan cargo después de mí continúen con esta práctica».
Hasta aquí las notas de Mr. Philipson padre. Para los que, como yo mismo, son lectores de Juicios Oficiales habrá bastado para aclarar la situación. Recordarán que entre los años 1678 y 1684, Lady Ivy, antes Theodosia Bryan, fue alternativamente Demandante y Demandada en una serie de juicios, en los que trataba de hacer reconocer el carácter legal de sus denuncias contra el deán y el capítulo de St. Paul, motivadas por la posesión de una parcela muy valiosa de Shadwell; que en el último de esos juicios, presidido por el juez Jeffreys, se probó en forma fehaciente que las pruebas en que ella basaba su pretensión eran falsas y habían sido producto de maniobras ordenadas por ella; que, después de que se la hubiese acusado públicamente de perjurio y falsedad, esta mujer desapareció por completo, y tan por completo, por cierto, que ningún experto ha sido capaz de decirme jamás qué fue de ella.
¿No sugiere este relato que todavía se la oye en la escena de una de sus hazañas más antiguas y de mayor éxito?
* *
—Esto —dijo mi amigo, mientras doblaba sus papeles— es una relación fidedigna de mi única experiencia extraordinaria. Y ahora…
Pero yo tenía tantas preguntas que hacerle, como por ejemplo si su amigo había logrado descubrir al verdadero propietario de las tierras, si había hecho algo con respecto a la valla, si los sonidos seguían oyéndose todavía hoy, cuáles eran el título y fecha exactos del opúsculo, etcétera, que la hora de ir a acostarnos llegó y pasó, sin que él tuviese ocasión de volver a las páginas del suplemento literario de The Times.
[Gracias a las investigaciones de Sir John Fox, en su libro El juicio de Lady Ivie (Oxford, 1929), ahora tenemos la certeza de que mi heroína murió en su cama en 1695, tras haber sido absuelta —sabe el cielo por qué— de la acusación de falsedad, de la que sin duda era culpable.]