EN los libros antiguos, nada es más común que la descripción de las reuniones invernales, junto al fuego del hogar, en las que la anciana abuela narra a un corro de niños, suspendido en sus labios, cuento tras cuento de fantasmas y hadas, y llena a sus oyentes de un terror placentero. Pero nunca se nos hace saber qué relatos son esos. Por cierto que oímos hablar de espectros envueltos en sábanas, con ojos prominentes, y —más intrigante aún— de «Cabezas calvas y Huesos Sangrientos», (una expresión que el Diccionario Oxford testimonia por primera vez en 1550), pero el contexto de estas imágenes estremecedoras escapa a nuestro conocimiento.
Aquí hay, pues, un problema que desde hace tiempo atrás me obsesiona; pero no veo medios de darle una solución final. Las abuelas ancianas han desaparecido y, en Inglaterra, los recopiladores de folclore comenzaron su tarea demasiado tarde para conservar la mayoría de los relatos de aquellas viejecitas. Sin embargo, ese tipo de cosas no muere con facilidad, y la imaginación, trabajando sobre datos dispersos, puede reproducir el cuadro de una charla nocturna, tal como el de Conversaciones nocturnas, de Mrs. Marcet, o Diálogos sobre química de Joyce, y La filosofía de andar por casa hace una ciencia seria de algún otro escritor, obra destinada a desaparecer, ya que pretendía que el Error y la Superstición fuesen sustituto de la luz de la Utilidad y de la Verdad. Y los términos en que se pinte ese cuadro podrían ser éstos:
Charles: Papá, creo que ahora comprendo las propiedades de la palanca, después de tu gentil explicación del sábado; pero desde entonces estoy muy perplejo pensando en el péndulo, y me he preguntado por qué, cuando lo paras, el reloj no marcha ya más.
Padre: (¡Revoltoso, tú has estado tocando el reloj del salón! ¡Ahora verás! No, esto tiene que ser un comentario fuera de lugar, que alguien ha colado en el texto.) Bien, hijo mío, aunque no apruebo por completo tu idea de hacer, sin mi supervisión, experimentos que quizá perjudiquen la integridad de un instrumento científico valioso, trataré de explicarte lo mejor que pueda los principios del péndulo. Tráeme un trozo de cordel fuerte del cajón de mi escritorio, y dile a la cocinera que sea tan amable de facilitarte una de esas pesas que usa en la cocina.
Y hasta aquí hemos llegado.
¡Qué distinta será la escena en un hogar en el que no hayan penetrado todavía los rayos de la Ciencia! El dueño de la casa, un caballero, fatigado por una larga jornada de caza de codornices, repleto de comida y bebida, ronca a un lado de la chimenea. Su anciana madre está sentada frente a él, haciendo punto, y los niños (Charles y Fanny, no Harry y Lucy, quienes jamás lo hubiesen soportado) se apoyan en las rodillas de su abuela.
Abuela: Ahora, niños, tenéis que portaros muy bien y estaros callados, para que no despierte vuestro padre, que ya sabéis qué pasa cuando eso ocurre.
Charles: Sí, lo sé: se pondrá negro como un demonio y nos mandará a la cama.
Abuela: (deja la labor de punto y habla con severidad): ¿Qué es eso? ¿No te da vergüenza, Charles? Ésa no es forma de hablar. Iba a contaros un cuento, pero si dices esas cosas, no lo haré. (Gritos contenidos: «¡Oh, abuela!») ¡A callar, a callar! ¡Ahora sí que habéis despertado a vuestro padre!
El Caballero (la lengua pastosa): Oye, madre, si no puedes mantener callados a los críos…
Abuela: ¡Sí, John, sí! Es terrible. Acabo de decirles que si vuelven a alborotar, se irán a dormir.
El Caballero vuelve a dormirse.
Abuela: Bien, niños, ¿qué os había dicho yo? Tenéis que ser buenos y estaros tranquilos. Y os diré qué vamos a hacer: mañana iréis a coger grosellas, y si traéis a casa una buena cesta, os prepararé mermelada.
Charles: ¡Sí, abuela, haznos mermelada! Yo sé dónde están las mejores grosellas: hoy las he visto.
Abuela: ¿Dónde las has visto, Charles?
Charles: En ese sendero que sube hasta detrás de la cabaña de Collins.
Abuela (deja caer la labor): ¡Charles! Sea como sea, no te atrevas a coger ni una sola grosella en ese camino. ¿No sabes…? Pero, ¿cómo ibas a saber? Mira en lo que estoy pensando. En fin, recuerda lo que te he dicho.
Charles y Fanny: Pero ¿por qué, abuela? ¿Por qué no podemos coger grosellas allí?
Abuela: ¡Basta! ¡Basta! Está bien, os lo contaré, pero no debéis interrumpirme. Vamos a ver. Cuando yo era muy pequeña, ese sendero tenía mala fama, aunque ahora la gente no parece acordarse. Un día —vaya, por Dios, si lo recuerdo como si fuese hoy— le dije a mi pobrecita madre, a la hora de la cena —era una noche de verano—, le dije que había salido a pasear, y que había regresado bajando por ese camino, y le pregunté por qué había tantas matas de grosellas y de zarzas en un rincón de ese sendero. ¡Ah! ¡Cómo se puso! Me zamarreó y me dio una bofetada, y me dice: «Niña tonta, niña tonta, ¿no te he prohibido veinte veces que pusieras un pie en ese sendero? Y allá te vas, a pasearte por la noche». Siguió así un rato, y al final yo estaba demasiado asustada, de modo que no dije ni una palabra. Pero hice que comprendiera que ésa había sido la primera vez que le oía decir eso, y que no era más que la verdad. Entonces, por supuesto, sintió mucho haber sido tan brusca conmigo, y para remediarlo me contó toda la historia después de la cena. Desde entonces he vuelto a oírla a menudo, de labios de los viejos del pueblo, y tengo mis razones, además, para pensar que hay algo de cierto en ella.
»Bien, en el extremo más alejado de ese sendero —dejadme pensar, ¿está a la derecha o a la izquierda según se sube? A la izquierda—, veréis algunos pequeños arbustos y un suelo pedregoso, algo así como una vieja tapia derruida alrededor, y también veréis que por allí crecen unas matas de zarzamoras y grosellas, o al menos crecían antes, porque hace años que no voy por allí. Eso significa que en ese sitio hubo una cabaña, desde luego, y en esa cabaña, mucho antes de que naciera yo, vivía un hombre llamado Davis. He oído decir que no era vecino de esta parroquia, y es verdad que nadie de ese nombre ha vivido por aquí desde que yo recuerdo el lugar. Pero, sea como sea, aquel Mr. Davis vivía muy apartado, y rara vez iba a la taberna; tampoco trabajaba para ninguno de los granjeros, porque, al parecer, tenía bastante dinero propio para su sustento. Sin embargo, bajaba al pueblo los días de mercado, y recogía las cartas que para él hubiera en la estafeta, donde las dejaba el correo. Y un día regresó del mercado llevando consigo a un joven; él y ese joven vivieron juntos durante un tiempo largo; iban y venían juntos, y nadie sabía si el joven hacía las labores de la casa para Mr. Davis, o, si Mr. Davis era su maestro de algo. Me han dicho que se trataba de un joven pálido, feo, que tenía un aspecto insignificante. Pues bien, ¿qué pasaba con esos dos hombres? Desde luego que no puedo deciros ni la mitad de las tonterías que la gente se había metido en la cabeza al respecto, y nosotros sabemos, ¿verdad?, que no hay que hablar mal, cuando no estamos seguros de que todo eso sea cierto, ni aun en el caso de que esas personas hayan muerto, o se hayan marchado. Pero, como ya he dicho, estos dos siempre andaban juntos, mañana y tarde, arriba, por los prados, y abajo, por el bosque: en especial hacían regularmente, una vez al mes, un paseo hasta el lugar en el que habéis visto esa antigua figura esculpida en la ladera de la colina; y también se supo que en verano, cuando hacían esas salidas, acampaban allí toda la noche, en ese mismo sitio o en algún otro cercano. Recuerdo que una vez mi padre —es decir vuestro bisabuelo— me dijo que había hablado sobre aquello con Mr. Davis (porque vivía en tierras del bisabuelo), y le había preguntado por qué le gustaba tanto ir a ese lugar, pero la respuesta fue sólo: “Oh, es un sitio magnífico, señor, y siempre me han atraído las antigüedades, y cuando él (se refería a su compañero) y yo estamos juntos allí, parece como si volvieran los tiempos idos”. Y mi padre respondió: “Vaya”, le dijo, “puede que eso le guste a usted, pero a mí no me gustaría nada encontrarme en un lugar como ése a medianoche”. Y Mr. Davis sonrió, y el joven, que había estado escuchando, dijo: “Nosotros no queremos compañía en esas ocasiones”, y mi padre contaba que no pudo por menos de pensar que Mr. Davis le había hecho una señal; el joven, como si quisiera corregir sus palabras, se apresuró a añadir: “Quiero decir que Mr. Davis y yo somos bastante compañía el uno para el otro, ¿no es verdad, señor? Y allí estamos, en el aire suave de la noche de verano, y se divisa toda la campiña de alrededor, bajo la luna, y se ve todo muy distinto de como es a la luz del día. Además, todos esos túmulos en la ladera…”»
Entonces Mr. Davis interrumpió al muchacho, como si estuviese enfadado, y dijo: «Sí, son emplazamientos antiguos, ¿verdad, señor? ¿Para qué cree usted que servirían?» Y mi padre respondió (vaya, pobre de mí, parece ridículo estar contando todo esto, pero en esa época se había disparado mi fantasía, y aunque quizá ahora resulte aburrido para vosotros, no lo puedo evitar: he de contároslo todo), en fin, que le dijo: «Ah, Mr. Davis, he oído decir que son tumbas y, como he tenido ocasión de cavar en alguna, sé que siempre ha habido huesos y cacharros tirados por allí. Pero de quiénes eran esas tumbas, eso no lo sé; la gente dice que los antiguos romanos estuvieron en estas tierras en otros tiempos, pero ignoro si enterraban de esa forma a sus muertos»: Mr. Davis sacudió la cabeza, pensativo, y respondió: «Vaya, a mí me parecen muy anteriores a los antiguos romanos, y se vestían de otra manera; al menos, según las pinturas, los romanos llevaban armaduras, pero, por lo que usted ha dicho, nunca ha encontrado una armadura, ¿verdad, señor?» Mi padre, bastante sorprendido, respondió: «No creo haber mencionado ninguna armadura, pero es verdad, no recuerdo haberlas encontrado jamás. Pero usted habla como si las hubiese visto, Mr. Davis». Entonces se echaron a reír los dos, Mr. Davis y el joven, y Mr. Davis dijo: «¿Verlas, señor? Sería muy difícil, después de todos estos años. No, no he visto armaduras, pero me gustaría muchísimo saber más cosas acerca de esas gentes, de los tiempos remotos, de lo que adoraban, y de todo eso». Mi padre dijo: «¿Lo que adoraban? Vaya, me atrevería a asegurar que adoraban al anciano de la colina». «¡Ah, seguro!», respondió Mr. Davis, «no tengo ninguna duda al respecto». Mi padre continuó hablando y les dijo lo que había oído y leído sobre los paganos y sus sacrificios, algo que tú aprenderás, Charles, cuando vayas al colegio y empieces tus latines. Ellos parecían, ambos, muy interesados; pero mi padre contaba que lo primero que le vino a la cabeza fue que la mayor parte de lo que les decía no era novedad para esos hombres. Resultó ser aquélla la única vez que habló tan largo rato con Mr. Davis, y en especial se le quedó grabado la frase del joven: nosotros no queremos compañía, porque en esos tiempos se hablaba mucho en las aldeas cercanas de que…, en fin, mi padre había deducido que la gente de por aquí evitaba a una vieja, a la que consideraban bruja.
Charles: ¿Qué quiere decir eso de evitar a una vieja a la que consideraban bruja, abuela? ¿Existen ahora las brujas?
Abuela: ¡No, no, cariño! Vaya, ¿por qué me habré desviado tanto del tema? No, no, eso es otra cosa. Lo que iba a decir es que la gente de las aldeas vecinas creía que se celebraban ciertas reuniones nocturnas en esa colina, donde está esculpido el viejo, y que los que asistían a ellas no hacían nada bueno. Pero no me interrumpáis ahora, que ya es tarde. Pues bien, creo que fue durante unos tres años que Mr. Davis y su joven compañero vivieron juntos; después, un buen día, ocurrió algo horrible. No sé si está bien que os lo cuente (Exclamaciones de «¡Sí, abuela, cuéntanos, cuéntanos!», etcétera). Pero tenéis que prometerme que no os vais a asustar y que no gritaréis a estas horas de la noche. («¡No, no vamos a gritar, no!»). Una mañana, muy temprano, hacia la segunda mitad del año, me parece que fue en septiembre, uno de los leñadores tuvo que ir a trabajar al refugio del bosque, justo cuando empezaba a amanecer; y en el lugar en que crecían unos robles grandes y aislados, en una especie de claro, en medio del bosque, vio a cierta distancia, entre la niebla, algo blanco que parecía ser un hombre; pensó en seguir o no adelante, pero se decidió a continuar el camino, y al acercarse comprobó que era un hombre, y más aún, que era el joven acompañante de Mr. Davis: vestido estaba con una especie de túnica blanca, y colgado por el cuello de una rama del mayor de los robles, muerto, y bien muerto; bajo sus pies, en tierra, había un hacha en medio de un charco de sangre. ¡Qué espectáculo terrible para el que llegase a ese lugar tan apartado! Aquel pobre hombre estuvo a punto de perder la razón: dejó caer las cosas que llevaba consigo, y corrió sin parar hasta la vicaría, donde despertó a todos y les contó lo que había visto. El anciano Mr. White, que era vicario por entonces, le envió en busca de dos o tres de los hombres más destacados, el herrero y los guardianes de la iglesia, y otros más, mientras se vestía, y todos juntos subieron hasta aquel horrendo lugar con un caballo, para recoger el cadáver y llevarlo a la cabaña. Cuando llegaron allí, las cosas estaban tal como el leñador había dicho, pero para todos fue una sorpresa terrible ver la vestimenta del cadáver, y en especial para Mr. White, que pensó que lo que llevaba aquel joven era una especie de remedo de las sobrepellices de la iglesia, sólo que, según dijo a mi padre, parecía de otra época. Y cuando se acercaron para bajar el cuerpo del roble, vieron que tenía alrededor del cuello una cadena de metal y, colgado, un adorno similar a una rueda; era una pieza muy antigua, dijeron.
En tanto, habían enviado a un muchacho a casa de Mr. Davis, para ver si él estaba allí; porque, desde luego, no dejaban de tener alguna sospecha. Mr. White dijo que debían mandar a llamar al alguacil de la parroquia vecina, y enviar recado a otro juez (él mismo era juez, también), de modo que todos corrían de aquí para allá. Pero mi padre, como solía ocurrir, estaba fuera de casa esa noche: de lo contrario hubiesen acudido a él, antes que a los demás. O sea que acomodaron el cadáver sobre el lomo del caballo, y se decía que tuvieron que hacer toda clase de esfuerzos para impedir que la bestia huyera, desde el momento mismo en que se hallaron a la vista del árbol, porque parecía haber enloquecido de terror. Sin embargo, lograron vendarle los ojos y conducir al caballo a través del bosque y hasta la calle del pueblo; allí, junto al gran árbol donde se amarran los caballos, encontraron a un grupo de mujeres, y en el medio, blanco como el papel, estaba el muchacho al que habían enviado a casa de Mr. Davis; ni una palabra pudieron sacarle, ni buena ni mala. Es decir que comprendieron que todavía faltaba lo peor, y subieron por el sendero en dirección a la cabaña de Mr. Davis. Cuando llegaron a las cercanías, el caballo pareció enloquecer otra vez de pánico, quería retroceder, relinchaba y daba coces; el hombre que lo conducía estuvo a punto de perder la vida y el cadáver cayó del lomo del animal. Entonces Mr. White les encomendó que se lo llevaran de allí tan pronto como fuese posible, y entre varios transportaron el cuerpo a la sala de la cabaña, porque la puerta estaba abierta. Al instante vieron lo que había aterrado tanto al pobre chico, y comprendieron por qué el animal se había encabritado, pues ya se sabe que los caballos no soportan el olor de la sangre de un muerto.
Había una larga mesa en la sala, de longitud mayor que la talla de un hombre, y sobre ella yacía el cuerpo de Mr. Davis. Sus ojos estaban vendados con un trozo de tela de lino, tenía las manos atadas a la espalda, y los pies también estaban sujetos con otra tira de tela. Pero lo horrible era que el pecho descubierto mostraba el esternón partido de arriba abajo de un hachazo. ¡Oh, era espantoso aquello! Todos estuvieron a punto de desmayarse, de ponerse malos, y se vieron obligados a ir a tomar el aire fresco. Incluso Mr. White, que era lo que se podría llamar un hombre duro, estaba abatido y tuvo que fortalecerse diciendo una oración en el jardín.
Por fin, acomodaron el otro cadáver en el salón, lo mejor que les fue posible, y revisaron la casa para ver si podían descubrir de qué manera se había producido semejante desgracia. En los armarios hallaron una cantidad de hierbas y frascos llenos de licores y, cuando personas entendidas en la materia los estudiaron, se supo que algunos de esos licores eran pócimas para dormir a la gente. Pocas dudas les quedaban acerca de que el joven perverso había puesto alguno de esos líquidos en la bebida de Mr. Davis, y que luego le había atacado con los resultados vistos y que, tras todo eso, el dolor por su acción abominable había hecho presa en él y le había llevado a eliminarse.
»No sé si podríais comprender todos los asuntos legales que deben solucionar el juez pesquisidor y los magistrados; pero hubo mucho movimiento de gente por uno o dos días, y después los vecinos de la parroquia se reunieron y acordaron que no podían consentir que esos dos fuesen enterrados en el cementerio de la iglesia, junto a personas cristianas; porque he de deciros que en los cajones y en los armarios de la cabaña se encontraron papeles que Mr. White y otras personas letradas leyeron; y todos ellos firmaron un documento, que decía que aquellos hombres eran culpables de haber incurrido a sabiendas en un espantoso pecado de idolatría; y temían que en las cercanías hubiese quienes no estuvieran libres de semejante perversión, y les instaban a arrepentirse, a fin de que no cayese sobre ellos también ese mismo destino horrendo que había tocado a estos hombres. Después quemaron aquellos papeles. De modo que Mr. White coincidió con sus feligreses y una noche, a hora tardía, doce hombres escogidos fueron con él a aquella casa maldita, llevaron consigo dos ataúdes bastos, hechos para la ocasión, y dos trozos de tela negra; abajo, en el cruce de camino, donde se gira para ir a Bascombe y Wilcombe, había otros hombres aguardando con antorchas, junto a una fosa que habían cavado; llegada de los contornos, una muchedumbre se había congregado allí.
Los hombres que entraron en la cabaña lo hicieron sin quitarse el sombrero; cuatro de ellos cogieron los dos cadáveres, los depositaron en los ataúdes y los cubrieron con las telas negras; nadie dijo ni una sola palabra, sino que marcharon camino abajo y arrojaron la carga en la fosa, que cubrieron con piedras y tierra. Entonces Mr. White habló a la gente que se había reunido. Mi padre estuvo allí, porque había regresado al conocer las noticias; dijo que jamás olvidaría el clima extraño de ese espectáculo, iluminado por la luz de las antorchas y con esos dos bultos negros amontonados en el fondo del hoyo, sin un sonido humano, como no fuera el gemido de algún niño o el sollozo de miedo de alguna mujer. Cuando Mr. White dejó de hablar, todos se alejaron; quedaban atrás aquellas dos cosas negras.
Cuentan que todavía hoy los caballos no gustan de ese sitio, y he oído que hubo una especie de niebla o una luz suspendida sobre el lugar durante mucho tiempo, pero no sé si es cierto. Lo que sí sé es que, al día siguiente, los negocios llevaron a mi padre a cruzar por el nacimiento del sendero, y vio tres o cuatro pequeños grupos de gente detenida en distintos puntos del camino, al parecer preocupados todos por algo; cabalgó hacia ellos y preguntó qué ocurría. Algunos se le acercaron para decirle: «¡Oh, señor, es la sangre! ¡Vea la sangre!», y no paraban de repetirlo. De modo que bajó del caballo y se lo mostraron: en cuatro lugares, me parece que era, vio grandes manchas en la senda, pero apenas pudo advertir que allí hubiese sangre, porque las manchas estaban cubiertas casi por completo de moscas negras, que no volaban ni se movían en tierra. Esa sangre era la que había caído del cuerpo de Mr. Davis mientras le conducían sendero abajo. Mi padre no soportaba la idea de no hacer más que cerciorarse de la presencia de las repugnantes manchas, y le dijo a uno de los hombres que estaban allí: «De prisa, coge una cesta o una carretilla llena de tierra limpia del patio de la iglesia y tráela para echarla encima; te esperaré aquí hasta que regreses». El hombre volvió prontamente, y le acompañaba el sacristán, con una pala y la tierra en una carretilla; la dejaron junto a la primera mancha y se aprestaron a tirar tierra por encima; tan pronto como lo hicieron, ¿qué creéis que sucedió?: las moscas posadas sobre la sangre se elevaron por el aire como una especie de nube sólida y volaron por el sendero hasta la cabaña, y el sacristán (que también era uno de los secretarios de la parroquia) se quedó estupefacto, miró las moscas y comentó a mi padre: «Señor de las moscas», y ya no habló más. Otro tanto ocurrió en los otros sitios, en todos y cada uno.
Charles: ¿Pero qué quiso decir, abuela?
Abuela: Mira, cariño, acuérdate de preguntárselo a Mr. Lucas, cuando vayas a tu clase de mañana. Ahora no puedo explicártelo: ya hace rato que tendríais que estar en la cama. De inmediato mi padre decidió que nadie iba a vivir en aquella cabaña, ni usar las cosas que en ella había; de modo que, aunque era una de sus propiedades más bonitas, hizo saber en el pueblo que la iba a echar abajo, y que quien quisiese podía llevar una tea para quemarla; y eso fue lo que se hizo. Prepararon un montón de leña en la sala y abrieron la paja del techo, para que cogiera bien el fuego; después la encendieron. Como no había ladrillos, aparte de la chimenea y el horno, en instantes el fuego acabó con todo. Me parece recordar haber visto la chimenea, cuando yo era niña, pero terminó por caer a tierra.
»Lo que me queda por contar es la parte final. Por supuesto que durante mucho tiempo la gente afirmaba que se podía ver a Mr. Davis y al joven merodeando por aquellos lugares, uno solo por el bosque, y los dos por donde había estado la cabaña, o paseando juntos por el sendero, sobre todo en la primavera y en el otoño. Yo no digo nada de eso, aunque si estuviésemos seguros de que existen los fantasmas, tendríamos que pensar que personas como esos dos hombres no pueden descansar en paz. Lo que sí puedo decir es que una tarde del mes de marzo, poco antes de que vuestro abuelo y yo nos casáramos, habíamos salido juntos para dar un largo paseo por los bosques; cogimos flores y charlamos, como suelen hacerlo los jóvenes durante su noviazgo; y tan embobados íbamos el uno en el otro, que no advertimos por dónde andábamos. De pronto yo solté un grito, y vuestro abuelo me preguntó qué ocurría. Lo ocurrido era que había sentido una punzada aguda en el dorso de mi mano; la levanté, vi una cosa negra en ella, le di con la otra mano y la maté. Cuando se la hice ver, él, que era hombre muy observador de esas cosas, me dijo: “Vaya, nunca antes había visto una mosca como ésta”. Aunque a mí no me pareció demasiado fuera de lo corriente, no tuve dudas de que él llevaba razón.
»Después reparamos en el lugar y, mira por dónde, estábamos en el mismo sendero, justo frente al sitio en que se había alzado la cabaña; como llegué a saber más tarde, allí exactamente los hombres habían apoyado los ataúdes por un instante, mientras los sacaban por la verja del jardín. Estad bien seguros de que nos alejamos a toda prisa; al menos, y porque me llevé un susto tremendo al darme cuenta de que estaba en ese lugar, obligué a vuestro abuelo a que se apresurara, aunque de ser por él, se habría quedado rondando, por curiosidad, si yo se lo hubiese consentido. Nunca sabré si en ese sitio había algo más de lo que se veía: quizá en parte me afectara el veneno de la picadura de esa mosca horrible, y es que me encontraba muy rara, porque, ¡ay, cómo se me habían hinchado el brazo y la mano! ¡Tendríais que haberlo visto! ¡Me da miedo deciros cómo se me habían puesto! ¡Y qué dolor! Nada de lo que mi madre me aplicó tuvo ningún efecto y, hasta que nuestra vieja criada logró persuadirla de que llamase al anciano curandero de Bascombe para que me viniese a ver, no tuve ningún alivio. Pero ese hombre parecía saberlo todo al respecto, y aseguró que no era yo la primera que hubiese sido atacada. “Cuando el sol esté recuperando sus fuerzas”, dijo, “cuando se halle en la cúspide de ellas, cuando comience a perder la energía, y cuando esté en su punto más débil, el que marche por ese sendero hará mejor en cuidar de sí mismo”. Pero no quiso explicarnos qué era lo que había atado a mi brazo, ni qué palabras había dicho sobre él. Poco después estuve curada, pero desde entonces he sabido muchas veces de personas que padecían tanto como yo había sufrido. En estos últimos años ya no ocurre sino muy de cuando en cuando; puede que esas cosas vayan desapareciendo con el curso de los años.
»Por esta razón, Charles, te he dicho que no quiero que cojas grosellas, ni que las comas si son de ese sendero; así que ya lo sabéis: me figuro que no querréis pasar por nada de eso. ¡Vamos! A la cama ahora mismo. ¿Qué tienes Fanny? ¿Una luz en tu cuarto? ¡Pero cómo se te ocurre semejante cosa! A desvestirse de inmediato y a rezar. Si vuestro padre no me necesita cuando despierte, puede que suba a darte las buenas noches. Y tú, Charles, ten presente que si oigo cualquier cosa que hagas para asustar a tu hermana pequeña mientras subís a vuestros cuartos, se lo diré a tu padre sin más, y ya sabes lo que te ocurrió la vez pasada.
La puerta se cierra; la abuela, tras escuchar con atención durante un minuto o dos, retoma su labor de punto. El caballero continúa adormilado.