FUE, según creo, en septiembre de 1811 cuando una silla de posta llegó a las puertas de Aswarby Hall, en el corazón de Lincolnshire. En cuanto el carruaje se detuvo descendió su único pasajero, un niño, que manifestó una intensa curiosidad durante los breves instantes que transcurrieron entre el sonar de la campanilla y el abrirse de la puerta principal. Erguíase ante él una casa de ladrillo rojo, alta y cuadrada, construida en la época de la reina Ana, a la que habían añadido un pórtico de pilares de piedra, en el más puro estilo clásico de 1790. Tenía muchas ventanas, altas y estrechas, con pequeños paneles de cristal y gruesos marcos de madera blanca. Coronaba el frente un tímpano con una ventana circular, y galerías con curiosos ventanales, sostenidas por columnatas, comunicaban las alas del edificio con el cuerpo principal. Dichas alas estaban destinadas a los establos y dependencias de servicio, y cada una de ellas culminaba en una cúpula ornamental con una veleta dorada.
La luz del atardecer hería la fachada y convertía cada ventana en una hoguera. Un vasto parque extendíase frente a la residencia cubierto de robles y orlado de abetos que se destacaban contra el cielo. A lo lejos, los árboles casi ocultaban el capitel de una iglesia, en Cuya veleta dorada reverberaba la luz del sol, y cuyo reloj daba las seis, mientras el viento difundía el dulce tañido de las campanas. El niño, mientras esperaba que le abrieran la puerta, gozaba de la sensación placentera —aunque no desprovista de cierta melancolía, típica de una tarde otoñal— que transmitía el conjunto.
La silla de posta lo había traído desde Warwickshire, donde, hacía unos seis meses, había quedado huérfano, para que se estableciera en Aswarby, gracias a la generosa invitación de su anciano primo, Mr. Abney. Nadie esperaba esta invitación, puesto que cuantos conocían a Mr. Abney lo consideraban algo así como un austero eremita, en cuya metódica vida la llegada de un niño introduciría un elemento nuevo y al parecer incongruente. Nadie, en realidad, sabía mucho sobre las ocupaciones o el carácter de Mr. Abney. Alguien había escuchado un comentario del profesor de griego de Cambridge, según el cual nadie poseía mayor información sobre las creencias religiosas de los últimos paganos que el propietario de Aswarby. Su biblioteca, por cierto, congregaba cuanto volumen existente en aquella hubiera sobre los Misterios, los poemas órficos, el culto de Mitra y los neoplatónicos. En el hall, embaldosado en mármol, se levantaba una delicada escultura de Mitra matando a un toro, importada del Levante a elevado precio. Mr. Abney había enviado una descripción de la misma al Gentleman’s Magazine, y había escrito una serie de interesantes artículos sobre las supersticiones de los romanos del Bajo Imperio para el Critical Museum. Juzgabáselo, en fin, un hombre consagrado a sus libros, y más sorprendía a sus vecinos el que hubiera sabido algo sobre su primo huérfano, Stephen Elliott, que su oferta de alojarlo en Aswarby Hall.
Pero, al margen de lo que esperaban sus vecinos, lo cierto es que Mr. Abney —el alto, delgado, austero Mr. Abney— parecía dispuesto a ofrecer a su joven primo una amable recepción. En cuanto se abrió la puerta principal, el anfitrión se apresuró a abandonar su estudio, frotándose las manos con deleite.
—¿Cómo estás, muchacho? ¿Cómo estás? ¿Qué edad tienes? —dijo—. Espero que el viaje no te haya cansado tanto como para hacerte perder el apetito.
—No, gracias señor —respondió el joven Elliott—. Estoy muy bien.
—¡Eres un buen muchacho! —dijo Mr. Abney—. ¿Y cuántos años tienes?
Parecía un poco raro, en verdad, que repitiera dos veces la misma pregunta en los primeros dos minutos del encuentro.
—Pronto cumpliré los doce años, señor —dijo Stephen.
—¿Y cuándo es tu cumpleaños, querido? El once de septiembre, ¿verdad? Muy bien, muy bien. ¿Dentro de casi un año, entonces? Me gusta, bueno, me gusta asentar esos datos en mi libro. ¿Seguro que doce años? ¿Seguro?
—Sí, señor, completamente seguro.
—¡Bueno, bueno! Llévelo a la habitación de Mrs. Bunch, Parkes, y que tome su té, su cena, lo que sea…
—Sí, señor —asintió el grave Mr. Parkes, y condujo a Stephen a un sector más subalterno de la casa.
Mrs. Bunch era la persona más cálida y humana que Stephen había conocido hasta entonces en Aswarby. Lo hizo sentir como en su casa; al cuarto de hora ya eran grandes amigos, y continuaron siéndolo siempre. Mrs. Bunch había nacido en las inmediaciones, unos cincuenta y cinco años antes de la llegada de Stephen, y hacía unos veinte años que vivía en esa casa. Por lo tanto, si alguien podía estar al tanto de cuanto sucedía en la residencia o en el distrito, ese alguien era ella, que de ningún modo se negaba a transmitir su información.
Había, por cierto, cantidad de cosas sobre Aswarby Hall y sus parques que Stephen, de carácter aventurero e inquisitivo, deseaba que le explicaran.
—¿Quién construyó el templo que está al final de la avenida de laureles? ¿Quién era el anciano cuyo retrato cuelga sobre la escalera, sentado ante una mesa y apoyando la mano en una calavera?
Tales preguntas, y otras similares, hallaban minuciosa aclaración gracias a la prodigiosa capacidad de Mrs. Bunch. Las había, no obstante, que encontraban respuestas menos satisfactorias.
Una tarde de noviembre, Stephen estaba sentado junto al fuego en la habitación del ama de llaves y reflexionaba sobre cuanto le rodeaba.
—¿Mr. Abney es un hombre bueno? ¿Irá al paraíso? —preguntó de pronto, con esa peculiar confianza que los niños depositan en sus mayores para que solucionen ciertos problemas cuyo arbitrio, se supone, incumbe a otros tribunales.
—¿Si es bueno? ¡Que Dios lo bendiga! —exclamó Mrs. Bunch—. ¡El señor es la mejor persona que conozco! ¿Nunca le hablé del pequeño que recogió en la calle, como quien dice, hace siete años? ¿Ni de la niña, dos años después de que yo entrara a su servicio?
—No, cuénteme, por favor, Mrs. Bunch, y ahora mismo.
—Bueno —repuso Mrs. Bunch—, de la pequeña no me acuerdo mucho. Sé que el señor la trajo consigo al volver de uno de sus paseos y le ordenó a Mrs. Ellis, que por aquel entonces era el ama de llaves, que le diese todo lo que necesitara. La pobrecita no tenía a nadie en el mundo (así me lo dijo ella misma) y vivió aquí unas tres semanas. Luego, a lo mejor porque tenía en las venas algo de sangre gitana, o vaya uno a saber por qué, desapareció una mañana antes de que nos despertáramos, y desde entonces nadie encontró el menor rastro de ella. El señor se preocupó muchísimo e hizo dragar todas las lagunas, pero para mí que se fue con los gitanos porque la noche que desapareció oímos canciones cerca de la casa, durante casi una hora, y Parkes afirma que los escuchó gritar toda esa tarde en el bosque. Pobrecita; era una niña muy rara, tan callada y arisca; pero yo me llevaba muy bien con ella. Parecía tan dócil… es sorprendente.
—¿Y qué pasó con el muchacho? —preguntó Stephen.
—¡Ah, pobrecito! —contestó Mrs. Bunch—. Era extranjero. Jevanny, se llamaba. Llegó un día de invierno, tocando un organillo. El señor lo llamó y le hizo muchas preguntas: que de dónde venía, que cuál era su edad, que cómo había viajado, que dónde estaban sus parientes; todo con la mayor de las ternuras. Pero pasó lo mismo que con la niña. Son gente un poco huraña, estos extranjeros, creo yo… Desapareció una mañana, igual que la pequeña. Por qué se fue y qué se hizo de él fue lo que nos preguntamos durante más de un año. Además, ni siquiera se llevó su organillo. Allí está, sobre ese estante.
Stephen dedicó el resto de la tarde a interrogar a Mrs. Bunch sobre otras cosas y a tratar de arrancar algún sonido al organillo.
Esa noche tuvo un sueño muy curioso. Al final del corredor del piso alto, donde se encontraba su dormitorio, había un viejo cuarto de baño en desuso. Se lo mantenía cerrado, pero la parte superior de la puerta tenía un panel de cristal y, puesto que las cortinas de muselina que solían taparlo ya habían desaparecido, se podía distinguir, al mirar a través del cristal, una bañera de plomo fijada a la pared de la derecha, con la cabecera hacia esa ventana.
La noche a que aludo, Stephen Elliott creyó encontrarse ante el panel de cristal. La luna iluminaba el cuarto de baño y él pudo ver una imagen en la bañera.
Vio algo cuya descripción me recuerda lo que yo mismo tuve ocasión de observar en las famosas criptas de la iglesia de Saint Michan, en Dublín, que poseen la atroz característica de preservar los cadáveres de la descomposición durante siglos. Una figura increíblemente delgada y patética, de un color entre terroso y plomizo, envuelta en algo similar a una mortaja, en cuyo lívido rostro los labios se curvaban en una sonrisa débil y espantosa; convulsivamente, apretaba las manos sobre el corazón.
De sus labios, mientras Stephen la miraba, pareció brotar un gemido distante y casi inaudible, y sus brazos comenzaron a agitarse. El terror hizo retroceder a Stephen, que despertó para comprobar que, en efecto, estaba de pie sobre el helado piso de madera del pasillo, bajo la luz de la luna. Con una audacia poco común en un niño de su edad, se acercó a la puerta del baño para verificar si la figura de su sueño realmente estaba allí. Nada vio, y regresó luego a su cama.
Su relato, a la mañana siguiente, impresionó tanto a Mrs. Bunch que volvió a colocar de inmediato la cortina de muselina sobre la puerta del baño. Mr. Abney, por su parte, demostró vivo interés cuando Stephen le confió sus experiencias durante el desayuno, e hizo anotaciones en lo que él llamaba «su libro».
Se acercaba el equinoccio de primavera y Mr. Abney, que no cesaba de recordárselo a su primo, añadía que los antiguos siempre habían juzgado esa época muy crítica para los jóvenes; le recomendaba, por lo tanto, que se cuidara mucho y cerrara la ventana de su dormitorio por las noches; Censorinus, decía, proporcionaba valiosos datos sobre ese tema. En esos días, tuvieron lugar dos incidentes que preocuparon a Stephen.
El primero ocurrió después de una noche harto inquieta y opresiva, aunque él no pudo recordar, al día siguiente, ningún sueño en particular.
Esa tarde Mrs. Bunch arreglaba la camisa de dormir de Stephen.
—¡Por Dios, señorito Stephen! —estalló de pronto más bien irritada—. ¿Cómo puede destrozar así su camisa? ¿No ve el trabajo que tiene que tomarse esta pobre sirvienta, cosiendo y remendando por su culpa?
La prenda, en efecto, presentaba desgarrones y roturas al parecer injustificables, que sin duda requerirían, para ser reparados, una aguja muy hábil. Sólo se encontraban en el lado izquierdo del pecho; se trataba de estrías paralelas, de unas seis pulgadas de longitud, y algunas habían perforado la tela. Stephen ignoraba por completo su origen; estaba seguro, dijo, de que no se encontraban allí la noche anterior.
—Pero, Mrs. Bunch —agregó—, son exactamente iguales a los arañazos que tiene la puerta de mi dormitorio, en la parte de afuera. ¡Y estoy seguro de que nunca tuve nada que ver con ellos!
Mrs. Bunch le miró sorprendida; luego tomó una vela, abandonó la habitación y subió las escaleras. Regresó a los pocos minutos.
—Bueno, señorito Stephen —dijo—. No puedo explicarme quién pudo hacer esas marcas y arañazos. Están demasiado altas para un perro o un gato, y mucho más para una rata; parecen hechas por las uñas de un chino, como solía contarnos mi tío, el traficante de té, cuando éramos niñas. Si yo fuera usted, mi querido señorito Stephen, no le diría nada al amo; me limitaría a echar la llave a la puerta al irme a la cama.
—Siempre lo hago, Mrs. Bunch, en cuanto rezo mis oraciones.
—¡Así me gusta, muchacho! Reza tus oraciones y nadie podrá hacerte daño.
Nada más dijo Mrs. Bunch y, hasta la hora de acostarse, se dedicó a arreglar la camisa destrozada, tarea que sólo interrumpía para sumirse en hondas reflexiones. Esto sucedió la noche de un viernes, en marzo de 1812.
La tarde siguiente, la habitual pareja formada por Stephen y Mrs. Bunch se amplió con la súbita presencia de Mr. Parkes, el mayordomo, que normalmente se mantenía aparte en sus propios dominios. No vio a Stephen; demostraba desconcierto y fue más locuaz que de costumbre.
—¡El amo debería subirse su propio vino si quiere tomarlo por la noche! —fue lo primero que dijo—. No pienso hacerlo más que a la luz del día, Mrs. Bunch. No sé qué sucede; quizá sean ratas o el viento que se filtra en la bodega, pero ya no soy joven y no puedo soportarlo como antes.
—Bueno, Mr. Parkes, usted sabe que es muy sorprendente que haya ratas aquí nada menos, en Aswarby.
—No lo niego, Mrs. Bunch; y para serle franco, varias veces escuché a los hombres del astillero contar historias sobre una rata que podía hablar. Nunca las creí antes, pero esta noche, si me hubiese rebajado a apoyar la oreja sobre la puerta de la celda más distante, estoy seguro de que habría oído lo que decían.
—¡Oh, Mr. Parkes, qué son esas fantasías! ¡Nada menos que ratas… y conversando en nuestra bodega!
—Está bien, Mrs. Bunch, no quiero discutir con usted; pero igual le diré que si usted se decide a ir hasta la celda más distante y a apoyar la oreja sobre la puerta, comprobará que tengo razón.
—¡Pero qué tonterías, Mr. Parkes! ¡Y para colmo las dice delante de un chico! ¿No ve que va a asustar tanto al señorito Stephen que le va a enloquecer?
—¡Qué! ¿El señorito Stephen? —exclamó Parkers, que de pronto reparó en la presencia del niño—. El señorito Stephen sabe muy bien cuándo bromeo con usted, Mrs. Bunch.
En efecto, el señorito Stephen lo sabía demasiado bien como para creer que Mr. Parkes hubiese tenido intenciones de gastar una broma. Se sentía interesado, no muy placenteramente, en el asunto; pero en vano interrogó al mayordomo para que le detallara sus experiencias en la bodega.
Así llegamos al 24 de marzo de 1812. Fue un día de extrañas experiencias para Stephen: un día ventoso y turbulento, que colmaba la casa y los parques con una vaga impresión de desasosiego. Mientras, desde el seto, contemplaba el parque, le pareció que un infatigable cortejo de seres invisibles se deslizaba junto a él, arrastrados por el viento hacia un paraje desconocido, debatiéndose en vano por aferrarse a algo que impidiera su vuelo y los reintegrara al mundo de los vivos, del que habían formado parte. Después del almuerzo, Mr. Abney le dijo:
—Stephen, hijo mío, ¿podrás arreglártelas para venir esta noche a mi estudio, alrededor de las once? Hasta entonces estaré ocupado, y quisiera mostrarte algo relacionado con tu futuro, algo que es muy importante que conozcas. No debes mencionarle nada a Mrs. Bunch ni a ninguna persona de la casa; y será mejor que te retires a tu cuarto a la hora de costumbre.
Una nueva emoción se agregaba a la vida de Stephen: estar levantado hasta las once, oportunidad que él de ningún modo dejaría escapar. Esa noche, al subir las escaleras, miró por la puerta de la biblioteca y vio un brasero —que, según recordaba, siempre estaba en un rincón de la habitación— colocado junto al fuego; había sobre la mesa un copón de plata, lleno de vino y cerca de él unas hojas escritas. Mr. Abney arrojaba en el brasero incienso que extraía de una caja de plata, redonda, y no pareció notar la presencia de Stephen.
El viento se había calmado; era una apacible noche de plenilunio. Alrededor de las diez, Stephen miraba por la ventana abierta de su dormitorio. Pese a la serenidad de la noche, los enigmáticos pobladores de esos bosques distantes, bañados por la luna, aún no se habían sosegado. De vez en cuando extraños chillidos, como de criaturas errantes y desesperadas, perforaban la atmósfera circundante. Tal vez fueran los gritos de lechuzas o aves acuáticas, aunque no guardaban semejanza con ningún sonido. ¿Acaso se acercaban? Pronto resonaron en la orilla más próxima a la laguna, y pocos minutos después parecían conmover los arbustos. Luego cesaron; pero, cuando Stephen iba a cerrar la ventana y proseguir la lectura de Robinson Crusoe, vio de pronto, en el sendero de grava que se extendía entre la casa y los parques, dos figuras: al parecer, un muchacho y una niña. Permanecían juntos, con los ojos elevados hacia las ventanas. Algo en el aspecto de la niña le recordó irresistiblemente su sueño de la figura en el baño. El muchacho le inspiraba un profundo terror.
La niña permaneció quieta, casi sonriente, con los brazos cruzados sobre el pecho; el muchacho —delgado, cabellos negros, las ropas desgarradas— alzó las manos con un gesto amenazador, como si lo dominara un ansia voraz e implacable. La luna iluminó sus manos, casi transparentes, y Stephen advirtió que las uñas, que la luz atravesaba, eran espantosamente largas. Al elevar los brazos, puso al descubierto un espectáculo terrorífico; mostró una negra y profunda herida que le partía el costado izquierdo del pecho; y Stephen percibió —en su cerebro más que en sus oídos— uno de esos ávidos y desolados alaridos que durante el atardecer habían resonado en los bosques de Aswarby. La terrible pareja se deslizó de inmediato, sobre la grava, suave y silenciosamente, mientras él la observaba. Presa de un indecible terror, decidió tomar la vela y descender hasta el estudio de Mr. Abney, pues ya casi era la hora acordada para el encuentro. El estudio o biblioteca comunicaba con el hall de entrada, y Stephen, urgido por el temor, no tardó en llegar. Pero entrar no fue tan fácil como suponía. La puerta no estaba cerrada; de ello estaba seguro, pues la llave se encontraba en la parte de afuera, como de costumbre; pero sus insistentes golpes no obtuvieron respuesta. Mr. Abney estaba ocupado: se escuchaba su voz. Pero, ¿por qué intentaba gritar?, ¿y por qué el grito se estrangulaba en su garganta? ¿Acaso también él había visto a los misteriosos niños? Prevaleció al fin un profundo silencio y la puerta cedió ante los frenéticos y aterrados golpes de Stephen.
Sobre el escritorio de Mr. Abney se hallaron ciertos papeles gracias a los cuales Stephen Elliott pudo aclarar —cuando tuvo edad suficiente para entenderlos— todo lo ocurrido. Transcribo los párrafos más importantes:
«Los antiguos (acerca de cuya sabiduría en estos asuntos tengo suficiente experiencia como para confiar plenamente en sus afirmaciones) creían con firmeza que, mediante la realización de ciertas operaciones —de naturaleza harto bestial, desde el punto de vista de nosotros, los hombres modernos—, se puede alcanzar una extraordinaria expansión de las facultades del espíritu. Por ejemplo: mediante la absorción de las personalidades de cierto número de semejantes, un individuo puede obtener un ascendiente total sobre aquellas categorías de seres espirituales que dominan las fuerzas primordiales del universo.
»Regístrase que Simón el Mago era capaz de volar, de volverse invisible o de asumir la forma que escogiera, gracias a la mediación del alma de un muchacho al cual —para apelar a la injuriosa expresión adoptada por el autor de las Clementine Recognitions— él había “asesinado”. Además, los escritos de Hermes Trismegisto explican con minucioso detalle que los mismos felices resultados pueden obtenerse mediante la absorción de los corazones de por lo menos tres seres humanos, todos ellos menores de veintiún años. Dediqué la mayor parte de los últimos veinte años a comprobar la veracidad de esta fórmula; elegí como corpora vilia de mis experimentos a personas que pudiesen desaparecer sin que su ausencia llamara la atención. Di el primer paso eliminando a una tal Phoebe Stanley, una niña de origen gitano, el 24 de marzo de 1792. El siguiente, suprimiendo a un muchacho vagabundo, un italiano llamado Giovanni Paoli, la noche del 23 de marzo de 1805. La última “víctima” —para recurrir a un vocablo que repugna en alto grado a mis sentimientos— será mi primo, Stephen Elliott, hoy, 24 de marzo de 1812.
»La mejor forma de conseguir una absorción adecuada es extraer el corazón del sujeto aún con vida, reducirlo a cenizas y mezclar dichas cenizas con cerca de una pinta de vino rojo, preferiblemente oporto. Será conveniente ocultar muy bien los restos de por lo menos los dos primeros sujetos: un cuarto de baño en desuso o una bodega se prestan perfectamente para tal propósito. Acaso se experimenten ciertas molestias, suscitadas por la parte psíquica de dichos sujetos, a la que el habla popular dignifica con el nombre de fantasmas. Pero el hombre de temperamento filosófico (el único adecuado para llevar a cabo el experimento) dará escasa importancia a los débiles esfuerzos que esas criaturas hagan por vengarse. Contemplo con viva satisfacción la existencia libre y prolongada que el experimento, de tener éxito, ha de conferirme; no sólo me colocará más allá de la así llamada justicia de los hombres, sino que eliminará casi por completo hasta la perspectiva de la muerte misma.»
Encontraron a Mr. Abney en su silla, con la cabeza hacia atrás y una expresión de furia, miedo e intolerable dolor pintada en el rostro. Un profundo tajo le laceraba el pecho, dejando el corazón al descubierto. No había sangre en sus manos, y el largo cuchillo que yacía sobre la mesa estaba perfectamente limpio. Acaso un gato montés, enfurecido, había causado las heridas. La ventana del estudio estaba abierta y, en opinión del funcionario judicial, Mr. Abney habría hallado la muerte por obra de algún animal salvaje. Pero el examen de los papeles que acabo de citar condujo a Stephen a una conclusión harto diversa.