HACE algunos años, estaba alojado yo en casa del rector de una parroquia del oeste, en la que posee propiedades una sociedad a la que pertenezco. Mi cometido era el de inspeccionar una parte de esas tierras, y en la primera mañana de mi visita, inmediatamente después del desayuno, nos fue anunciado que el carpintero del lugar y encargado general, John Hill, estaba dispuesto a acompañarnos. El rector preguntó qué parte de la parroquia visitaríamos en esa ocasión. Apareció el mapa de la comarca y, una vez señalado nuestro itinerario, puso él su dedo sobre un punto concreto.
—No olvides preguntar a John Hill —dijo el rector— acerca de este cercado cuando lleguen allí. Me gustaría saber qué les dice.
—¿Qué debe decirnos? —inquirí.
—No tengo la menor idea —dijo el rector—; en fin, no es que sea exactamente así, pero eso llenará nuestro tiempo hasta la hora de la comida. Y en ese momento le requirieron sus ocupaciones.
Nos pusimos en marcha; John Hill no es un hombre que vaya a guardarse cualquier tipo de información que posea, y es posible saber a través de él muchas cosas interesantes sobre la gente de la zona y su modo de hablar. Una palabra poco corriente, o alguna de la que piense que ha de resultar poco corriente para su interlocutor, la deletreará, por lo común, diciendo a-d-o-b-e, adobe, y cosas parecidas. Sin embargo, no es de interés para mi objetivo registrar la conversación previa a nuestra llegada al cercado de Martin. Ese trozo de tierra llama la atención, porque es una de las parcelas más pequeñas que alguien pueda llegar a ver: unas pocas yardas cuadradas, rodeadas por todos lados de seto vivo, y sin puerta ni acceso alguno. Se lo tomaría por el pequeño jardín de una casa de campo, abandonado hace tiempo, pero no está cerca del pueblo, y no tiene trazas de haber sido cultivado. En cambio, no está lejos de la carretera y forma parte de lo que allí se llama brezal, en otras palabras, un lugar alto donde pasta el ganado, recortado por prados más amplios.
—¿Por qué ha sido vallada así esta pequeña parcela? —pregunté, y John Hill (cuya respuesta no puedo transcribir con la exactitud con que querría hacerlo) contestó con soltura:
—Eso é lo que llamamo el cercao de Martin, señor; hay algo raro en este pedazo de tierra, señor; le dicen el cercao de Martin, señor, M-a-r-t-i-n, Martin. Usté perdone, pero, ¿le dijo el rector que me preguntara eso, señor?
—Sí, así es.
—Ah, ya decía yo, señor. Le estuve contando el caso la semana pasada y se mostró muy interesao. A lo que parece, allí está enterrao un asesino, señor, que se llamaba Martin. El viejo Samuel Saunders, que de joven vivió aquí, en lo que llamamo el Pueblo Sur, señor, contaba una historia muy larga de este asunto, del asesinato tremendo de una chica joven, señor. Le cortaron el pescuezo y la tiraron al agua aquí.
—¿Fue ahorcado por eso?
—Sí, señor, fue colgao aquí mismo, en la carretera, por lo que me han contao, el día de los Santos Inocentes, hace cientos de años, por sentencia del hombre al que le dicen el juez sanguinario: terriblemente cruel y sanguinario, me han dicho.
—¿Se llamaba Jeffreys? ¿No lo recuerda?
—Pudiese ser que fuera… Jeffreys… J-e-f… Jeffreys. Me parece que era, y lo que me ha contao muchas veces Mr. Saunders era acerca de cómo ese joven Martin, George Martin, fue atormentao por el espirito de la chica, antes de que se supiera su cruel acción.
—¿Cómo fue eso, lo sabe usted?
—No, señor, no sé exactamente cómo fue, pero por lo que he oído fue bien atormentao y también con justicia. El viejo Saunders contaba una historia de un aparador de aquí, de la Posada Nueva. Por lo que él decía, el espírito de la chica salió de ese aparador, pero no recuerdo cómo pasó.
Éste fue el conjunto de datos brindados por John Hill. Continuamos la inspección y, en su momento, referí lo oído al rector. Pudo mostrarme, en los libros de cuentas de la parroquia, que en 1684 se había pagado una horca y se había abierto una tumba al año siguiente, ambas destinadas a George Martin, pero fue incapaz de señalarme a alguien de la parroquia —ya Saunders había muerto— que estuviese en condiciones de arrojar luz sobre la historia.
Naturalmente, a mi regreso al mundo de las bibliotecas llevé a cabo una búsqueda en los lugares más evidentes. Parecía que no había informes sobre el juicio. Sin embargo, un periódico de la época, y uno o más boletines de noticias tenían alguna breve nota, por las que supe que, a causa de un prejuicio local contra el acusado (era descrito como un joven caballero de buena condición), la causa había sido vista en Londres y no en Exeter; que Jeffreys había sido el juez del caso y a muerte la sentencia, y que había habido ciertos «pasajes singulares» en las declaraciones testificales. Ninguna otra cosa surgió hasta septiembre de este año. Entonces, un amigo que me sabía interesado en Jeffreys me envió una página sacada del catálogo de una librería de viejo, donde se leía la siguiente entrada: Jeffreys, Juez: Interesante manuscrito antiguo de juicio por asesinato, y varios otros títulos, de lo que, para mi deleite, inferí que por muy pocos chelines llegaría a mi poder lo que parecía ser una transcripción taquigráfica literal del juicio de Martin. Telegrafié pidiendo el manuscrito y me lo enviaron. Era un volumen precariamente encuadernado, provisto de una portada escrita a mano con caligrafía del siglo XVIII, la misma que se había utilizado para agregar esta aclaración. «Mi padre, que tomara estas notas en la corte, me dijo que los amigos del acusado se habían interesado ante el juez Jeffreys para que no se publicara informe alguno; se había propuesto, pues, publicarlo él mismo, cuando llegaran tiempos mejores, y lo mostró al reverendo Mr. Glanvil, quien le alentó en su propósito con ahínco, pero la muerte sorprendió a ambos antes que lograran llevarlo a término.»
Añadidas, aparecen las iniciales W. G., y se me advertía que la transcripción original pudo haber sido hecha por T. Gurney, quien figura citado con esas funciones en más de un juicio oficial de la época.
Eso fue todo lo que pude leer por mí mismo. Al cabo de poco tiempo supe de alguien capaz de descifrar la taquigrafía del siglo XVIII y, no hace mucho, una copia mecanografiada de todo el manuscrito llegó a mí. Los pasajes que aquí daré a conocer contribuyen a completar el esquema muy imperfecto que subsiste en los recuerdos de John Hill y, supongo, de una o dos personas más que viven en el escenario de los acontecimientos.
El informe comienza con una especie de prefacio, cuyo objetivo general es el de dar cuenta de que la versión no es la que fuera tomada en la corte, aun cuando se trata de un copia fidedigna, comparada con las notas de lo que se dijo; pero se afirma que el escribiente ha incluido algunas «circunstancias notables» que se habían dado a conocer durante el juicio, y ha elaborado esta versión fiel del conjunto a la espera de un momento favorable para publicarla; no obstante, no la había puesto en escritura corriente para evitar que pudiese caer en manos de personas no autorizadas, y que él, o su familia, se viesen privados del beneficio de ese trabajo.
A continuación comienza el informe:
Llegó a juicio el jueves 19 de noviembre este caso de Nuestro Soberano y Señor, el Rey, contra George Martin Esquire, de (me tomo la licencia de omitir los nombres de ciertos lugares), al Tribunal Superior de Jurisdicción Criminal y Traslados, en el Old Bailey[17], y el prisionero, que se hallaba en Newgate[18], fue llevado al banquillo.
Oficial de la Corona. George Martin, levantad vuestra mano —cosa que él hizo.
De inmediato fue leída la acusación, donde se establecía que el prisionero «sin temor de Dios ante los ojos, sino qué movido y seducido por el demonio, hacia el día 15 de mayo del trigésimo sexto año de Nuestro Soberano Señor, el Rey Carlos II, por la fuerza y con armas, en la parroquia antes mencionada, en la persona de Ann Clark, y contra ella, soltera, natural de ese mismo lugar, en la paz de Dios y de nuestro citado Soberano Señor Rey, que entonces y allí reinaban, con felonía y deliberación, y por la malicia antes aludida, cometió un ataque, con cierto cuchillo valuado en un penique, con el que cortó allí y entonces el cuello de la susodicha Ann Clark, de la cual herida la susodicha Ann Clark allí y entonces murió, y arrojó el cuerpo de la susodicha Ann Clark en cierta poza situada en la misma parroquia (y más cosas que no se relacionan con nuestro interés), contra la paz de Nuestro Soberano Señor el Rey, su corona y su dignidad.»
Entonces, el prisionero solicitó una copia de la acusación.
Presidente del Tribunal (Sir George Jeffreys). ¿Qué decís? Sin duda vos sabéis que eso no se permite nunca. Además, aquí tenemos la más clara acusación que yo haya oído jamás; no tenéis más que defenderos.
Acusado. Señoría, estimo que hay elementos de juicio que surgen de la acusación, y humildemente rogaría a la Corte que me asignara asistencia legal para considerarlos. Además, Señoría, creo que así se hizo en otro caso: fue autorizado el uso de una copia de la acusación.
P. del T. ¿Qué caso fue ése?
Acusado. En verdad, Señoría, he estado en prisión desde que llegué del Castillo de Exeter, y no me ha sido permitida comunicación con nadie, ni a nadie se autorizó para que me brindara asistencia.
P. del T. Pero, pregunto: ¿cuál ha sido el caso que habéis invocado?
Acusado. Mi señor, no puedo decir a su Señoría con exactitud el nombre del caso, peo tengo en mente que lo ha habido y con humildad quiero…
P. del T. Esto está fuera de lugar. Decid de qué caso se trata y os diremos si en él hay algo útil para vos. Que Dios os perdone, pero habréis de tener todo lo que la ley os concede; no obstante, esto está en contra de la legalidad y debemos continuar con el procedimiento de la corte.
Fiscal general (Sir Robert Sawyer). Señoría, rogamos en nombre del Rey que se le pida que haga declaraciones de culpabilidad o inocencia.
Oficial de la corona. ¿Sois culpable o inocente del asesinato del que habéis sido acusado?
Acusado. Señoría, humildemente pongo lo siguiente a consideración de la corte: si ahora me declaro inocente o culpable, ¿tendré después una oportunidad de recusar la acusación?
P. del T. Sí, sí, eso viene después del veredicto, os está reservado y también lo está que se os brinde asistencia legal, si es cuestión de derecho, pero lo que tenéis que hacer ahora es declararos inocente o culpable.
Después de algún breve intercambio de palabras con la corte (cosa extraña en el caso de una acusación tan clara), el reo se declaró inocente.
Oficial de la corona. Acusación establecida. ¿Cómo seréis juzgado?
Acusado. Por Dios y por mi pueblo.
Oficial de la corona. Dios os conceda un veredicto justo.
P. del T. Vaya, ¿cómo es esto? Aquí ha habido mucho alboroto acerca de si debíais o no ser juzgado en Exeter por vuestro pueblo, o ser traído aquí, a Londres, y ahora pedís ser juzgado por vuestro pueblo. ¿Hemos de enviaros de regreso a Exeter?
Acusado. Señoría, creía que ésa era la fórmula.
P. del T. Y lo es, hombre. He hablado así sólo por hacer una broma. Bien, que se tome juramento a los miembros del tribunal.
Se tomó el juramento. Omito los nombres. No hubo oposición por parte del acusado porque, como él dijo, no conocía a ninguna de las personas convocadas. A continuación el reo pidió que se le concediera el uso de pluma, tinta y papel, a lo que el presidente del tribunal replicó: «Bien, bien, en nombre de Dios, que se le facilite todo eso.» De inmediato se entregó al jurado el alegato habitual y el caso fue abierto por el consejero adjunto del Rey, Mr. Dolben.
Tras esto, habló el fiscal general.
—Con la venia de Vuestra Señoría y la de los señores del jurado, estoy a cargo del caso del Rey contra el reo que comparece en el banquillo. Habéis oído que está acusado de asesinato cometido en la persona de una joven. De crímenes como éste quizá podéis pensar que no son poco comunes y, por cierto, siento decirlo, en estos tiempos, casi no existe hecho tan bárbaro o antinatural del que no tengamos ejemplos cotidianos. Pero debo confesar que, en este asesinato que se imputa al acusado, hay rasgos particulares que lo caracterizan como lo que espero que pocas veces, si alguno lo ha sido, se haya perpetrado en tierras inglesas. Pues, como hemos de demostrarlo, la persona asesinada era una pobre muchacha campesina (en tanto que el prisionero es persona de posición acomodada) y, además de ello, era una joven a quien la Providencia no había otorgado el uso pleno de su intelecto, sino que se trataba de un ser de esos a los que por lo común se llama inocentes o simples; por tanto, un alma a la que se supondría que un caballero de la calidad del acusado más bien tendría que ignorar o, de haber advertido su existencia, ser movido a compadecer su condición desgraciada, antes que alzar la mano contra ella de la forma tan horrenda y bárbara en que os demostraremos que lo hizo.
»Ahora, comenzaremos por el principio, y os haremos conocer el asunto por su orden: hacia Navidad del año pasado, o sea el de 1683, cuando este caballero, Mr. Martin, acababa de llegar desde la Universidad de Cambridge de regreso a su pueblo natal, algunos de sus vecinos —a fin de brindarle muestras de la gentileza de que eran capaces (dado que su familia es una de las que gozan de buena posición en la comarca)—, le llevaron aquí y allí para que presenciase sus celebraciones navideñas, de modo que estuvo él cabalgando de un lado a otro, de una casa a otra, y en ocasiones, cuando el punto de destino estaba alejado, o por alguna otra razón (como la de la inseguridad de los caminos), se veía obligado a pasar la noche en una posada. Así fue que, un día o dos después de Navidad, había llegado él a la aldea en que esa joven vivía con sus padres, y se había alojado en el albergue del lugar, llamado Posada Nueva que es, según me he informado, una casa de buena reputación. Habían organizado allí un baile entre las gentes de la aldea, y Ann Clark fue llevada a la fiesta por su hermana mayor, al parecer para que se entretuviera mirando; pero dado que, como he dicho, era de entendimiento débil y, además de ello, poco agraciada de aspecto, no resultaba fácil que tomase parte activa en el baile; de modo que no había más que estarse de pie en un rincón. El prisionero que comparece en el banquillo, al verla, hemos de suponer que por vía de broma, le pidió que bailara con él. Y a pesar de lo que su hermana y otras personas pudieran decirle para advertirle y disuadir a la joven…
P. del T. Por favor, señor fiscal, no hemos venido aquí a escuchar cuentos de fiestas navideñas que se celebran en las tabernas. No querría interrumpiros, pero sin duda tendréis para exponer asuntos de más peso que éste. Casi me atrevo a asegurar que a continuación nos diréis hasta el título de la pieza que bailaron allí.
Fiscal. Señoría, no tenemos intención de distraer a la corte con lo que no es pertinente, pero consideramos que corresponde dar a conocer cómo comenzó esta relación inadecuada; en cuanto a la pieza en cuestión, creo, por cierto, que a través de nuestras pruebas se verá que aun eso tiene una incidencia en este asunto.
P. del T. Proseguid, proseguid, en nombre de Dios, pero dispensadnos de todo lo que no sea pertinente.
Fiscal. Sin duda, Señoría, me atendré al caso. Pero, caballeros, tras haberos dado, como me lo parece, noticia suficiente acerca de ese primer contacto entre la víctima y el prisionero, abreviaré el relato diciendo que desde ese momento en adelante hubo frecuentes encuentros entre ambos, porque llenaba de ilusión a la joven el hecho de haber entrado en relación (así se lo figuraba) con un pretendiente tan envidiable y, dado que él tenía la costumbre de pasar al menos una vez a la semana por la calle en que ella vivía, la joven estaba siempre aguardándole; y parece ser que habían establecido una señal: él silbaba la melodía que habían bailado en la taberna; según me han informado, se trata de una pieza muy popular en esa región, que tiene un estribillo: «Señora, ¿querríais pasear, querríais conversar conmigo?».
P. del T. Oh, sí, la recuerdo, era conocida en mi pueblo, en Shropshire. ¿Verdad que es algo así? (aquí su señoría silbó una parte del tema, cosa muy poco propia y que se podía considerar contraria a la dignidad de la corte, Y así, al parecer, lo advirtió él mismo, porque dijo): —Pero esto está fuera de lugar, y creo que es la primera vez que hemos tenido piezas de baile en esta corte. La mayor parte de los bailes a los que hemos dado ocasión se han celebrado en Tyburn[19]. (Mirando al reo, que parecía muy alterado.) Decíais que la pieza era importante para vuestro caso, señor fiscal y, por mi vida, que creo que Mr. Martin concuerda en eso con vos. ¿Qué os sucede hombre? ¡Miráis como el actor que ve un fantasma!
Acusado. Señoría, me sorprende oír los datos triviales, las tonterías que se aportan contra mí.
P. del T. Bien, bien, al señor fiscal compete demostrar si son o no triviales. Pero debo deciros que, si él no aduce nada peor que lo expuesto, no tenéis mucho motivo de asombro. ¿No será que hay algo más en el fondo? Pero proseguid, señor fiscal.
Fiscal. Señoría, caballeros del jurado, todo lo que hemos sometido a vuestra consideración hasta ahora podréis muy razonablemente verlo como cosa que tiene apariencia de trivialidad. Y, sin duda alguna, si el asunto no hubiese ido más allá de la burla hecha por un joven caballero de buena familia a una pobrecita simple, todo habría estado bien. Pero prosigamos. Podremos afirmar que después de tres o cuatro semanas, el acusado estableció relación con una joven señorita de ese pueblo, una dama que, en todo sentido, correspondía a su posición, y parecía haber surgido un entendimiento tal, que las apariencias prometían a este hombre una vida feliz y honesta. Sin embargo, al cabo de no mucho tiempo se supone que esa joven señorita, sabedora de la broma que se comentaba en la comarca acerca del prisionero y de Ann Clark, consideró que no sólo había comportamiento impropio por parte del pretendiente, sino desmedro para ella misma en que él tolerase que su nombre fuera motivo de hablillas entre los parroquianos de las tabernas; y así, sin dilaciones, con el consentimiento de sus padres, la distinguida joven hizo saber al reo que el compromiso entre ambos había llegado a un punto final. Os demostraremos que al tener conocimiento de esta noticia, el acusado se llenó de honda ira contra Ann Clark, por considerar que era ella la causa de su desventura (aunque bien se veía que nadie sino él mismo debía responder por ello), y que hizo uso de muchas expresiones ultrajantes y profirió amenazas contra la inocente y que, más tarde, en un encuentro con la muchacha, abusó de ella y también le propinó algunos latigazos, pero ella, que no era más que una pobrecita niña, no pudo ser apartada de su apego hacia él, sino que iba a su encuentro a menudo, dando testimonio, con gestos y palabras entrecortadas, del afecto que le tenía, hasta el punto de convertirse —como él lo dijo— en un verdadero azote de su vida. Con todo, como las actividades que por entonces desarrollaba le obligaran a frecuentar las cercanías de la casa en que la víctima vivía, no le era posible (y de buen grado creeríamos que lo hubiera hecho en caso contrario) evitar el cruzarse con ella de cuando en cuando. También demostraremos que éste era el estado de las cosas hasta el 15 de mayo del presente año. En ese día, mientras según era su costumbre atravesaba a caballo la aldea y veía a la muchacha, el acusado, en lugar de pasar de largo a su lado, como lo había hecho en los últimos tiempos, se detuvo, le dijo algunas palabras, ante las cuales ella pareció extraordinariamente complacida, y se marchó. Tras aquel día, no se pudo hallar a Ann Clark en sitio alguno, a pesar de la búsqueda estricta que de ella se hizo. En la siguiente ocasión en que el acusado pasó por el lugar, los familiares de la joven le preguntaron si sabía algo del paradero de ella, cosa a la que respondió con una negativa absoluta. La familia le expresó su temor de que, perdidos sus pocos sentidos por las atenciones que él le había dispensado, pudiera la joven haber incurrido en algún acto temerario contra su propia vida, recordándole cuántas y frecuentes veces ellos le habían suplicado que desistiera de poner sus ojos en la muchacha, temerosos de las desdichas que de eso pudieran derivarse, aunque también de aquello se había reído él. A pesar de ese comportamiento frívolo, fue visible en el reo, por esos días, un cambio en el aspecto y actitud, y se dijo de él que parecía un hombre preocupado. Y he aquí que hemos llegado al pasaje que no osaríamos recomendar a vuestra atención, pero que se nos revela como algo fundado en la verdad, y apoyado por testimonios dignos de crédito. A nuestro juicio, caballeros, brinda esto un buen ejemplo de la venganza que Dios toma del asesino, y de como Él pide cuentas por la sangre del inocente.
(Aquí hizo una pausa el señor fiscal, y revolvió sus papeles: y fue tal cosa digna de atención, para mí y para otros muchos, porque no era hombre que se confundiera con facilidad.)
P. del T. Pues bien, señor fiscal, ¿cuál es vuestro caso?
Fiscal. Señoría, es bien extraño y, en verdad, de todos los casos en que he intervenido, no puedo traer a mi mente uno similar a éste. Pero para ser breves, caballeros, os presentaremos el testimonio de que Ann Clark fue vista después de ese 15 de mayo y de que, en el momento en que así fue vista, no era posible que se tratara de un ser viviente.
(Aquí hubo comentarios y risas del público y la corte pidió silencio; cuando por fin éste se hizo):
P. del T. Bien, señor fiscal, podríais guardaros este cuento hasta dentro de una semana; para entonces será Navidad y os resultaría posible aterrar a vuestras cocineras con el (a estas palabras el público volvió a reír, y también lo hizo el reo, al parecer). Por Dios, hombre, ¡qué parloteo es el que estáis soltando: fantasmas, bailes de Navidad y amigos de taberna, y aquí está en juego la vida de una persona! (Al reo): —Y a vos, señor, debo haceros saber que no hay mucho motivo para que os mostréis tan ufano. No os han traído aquí para eso y, si conozco al señor fiscal, tiene él más cosas en su legajo de las que haya mostrado hasta ahora. Proseguid, señor fiscal. Tal vez no tendría que haber hablado con tanta rudeza, aunque debéis reconocer que vuestra exposición es un tanto peregrina.
Fiscal. Nadie lo sabe mejor que yo, Señoría; pero le daré fin cambiando de frente. Os demostraré, caballeros, que el cuerpo de Ann Clark fue hallado en el mes de junio, en una poza, y que ella había sido degollada; que un cuchillo perteneciente al prisionero fue hallado en esa misma poza; que él hizo esfuerzos para recuperar del agua dicho cuchillo; que la investigación del juez pesquisidor dio lugar a un veredicto contra el acusado que comparece en el banquillo y que, por tanto, él tendría que haber sido sometido a juicio en Exeter, pero que, presentada una súplica a su favor, en vista de que no se podía hallar un jurado imparcial para él en su propio pueblo, se le concedió esta singular merced de un juicio aquí, en Londres. Y ahora continuaremos, haciendo comparecer a nuestro testigo.
Se probó así la existencia de la relación entre el reo y Ann Clark, y también la de la investigación del juez pesquisidor. Paso por alto esta parte del juicio, ya que no presenta nada de especial interés.
El siguiente testigo fue Sara Arscott.
Fiscal. ¿Cuál es vuestra ocupación?
S. Sirvo en la Posada Nueva de…
Fiscal. ¿Conocéis al prisionero que está en el banquillo?
S. Sí; a menudo iba a nuestra casa después de la primera vez que estuvo allí para las Navidades del año pasado.
Fiscal. ¿Conocíais a Ann Clark?
S. Sí, muy bien.
Fiscal. Servíos decirnos qué aspecto tenía ella.
S. Era una muchacha muy baja y gruesa: no sé qué otra cosa os podría decir.
Fiscal. ¿Era bien parecida?
S. No, no lo era en lo más mínimo: era poco agraciada, ¡pobrecilla! Tenía una carota gorda, una gran papada colgante, y un color tan feo como el de un escuerzo.
P. del T. ¿Qué es eso, señora? ¿A qué decís que se parecía?
S. Señoría, os pido disculpas; cierta vez oí al señorito Martin diciendo que ella tenía la cara de un escuerzo; y así era.
P. del T. ¿Es eso lo que habéis dicho? ¿Podéis traducirme eso, señor fiscal?
Fiscal. Señoría, infiero que esa palabra es la que se usa en las zonas rurales para referirse a los batracios.
P. del T. ¡Oh, un sapo! Bien, adelante.
Fiscal. ¿Podéis relatar al tribunal lo que entre vos y el acusado que está en el banquillo sucedió en el pasado mes de mayo?
S. Fue así, señor. Serían sobre la nueve de la noche después de aquella en que Ann ya no volvió a casa, y me ocupaba de mis labores en la posada; el único parroquiano era Thomas Snell, y hacía un tiempo horrible. El señorito Martin entró, pidió una copa y yo, por hacer una broma, le dije: «Señorito, ¿venís en busca de vuestra novia?»; él se arrojó contra mí, que ya deseaba no haber dicho esas palabras. Me quedé muy asombrada, porque estábamos acostumbrados a bromear con él acerca de ella.
P. del T. ¿Quién es ella?
S. Ann Clark, Señoría. Aún no habíamos sabido las nuevas del compromiso del señorito con una joven señorita de otro pueblo, porque en tal caso yo habría tenido mejores modales. De modo que no le dije más, pero como estaba un poco enfadada, me puse a cantar, para mí misma por decir así, la canción que ellos bailaron cuando se conocieron, porque pensé que eso iba a picarle. Era la misma que silbaba él cuanto venía calle abajo; la he oído muchas veces: «Señora, ¿querríais pasear, querríais conversar conmigo?» Y entonces caí en la cuenta de que tenía que ir a buscar algo a la cocina. Así que fui por eso que necesitaba, y todo el tiempo seguí cantando, ya un poco más alto y con algún descaro. Y cuando estaba allí, me pareció de pronto que oía a alguien respondiendo desde fuera de la casa, pero no estaba segura, porque el ruido del viento era muy fuerte. Así que dejo de cantar, y entonces lo oigo con toda claridad: «Sí, señor, pasearé, conversaré con vos», y reconocí en esa voz la de Ann Clark.
Fiscal. ¿Cómo sabéis que era la voz de esa joven?
S. No podía equivocarme. Ann tenía una voz horrible, una especie de graznido, sobre todo cuando trataba de cantar. Y nadie en el pueblo era capaz de imitarla, aunque muchos habían procurado hacerlo. Así que al oírla, me alegré, porque todos estábamos deseosos de saber qué le había pasado, porque, aunque ella era una tonta, tenía muy buena disposición y un trato dulce; y dije para mí, «¡qué niña ésta! ¿O sea que estás de vuelta, pues?» y corrí a la taberna y le dije al señorito Martin, al pasar, «señorito, ya está de vuelta vuestra novia, ¿la hago entrar?» y sin más fui a abrir la puerta; pero el señorito Martin me cogió del brazo, y me pareció que estaba fuera de juicio, o poco menos. «¡Detente mujer, en el nombre de Dios!», me dice, y no sé cuántas cosas más, que era un puro temblor. Yo me enfadé y le dije: «¡Qué! ¿No os alegráis de que esa pobrecilla haya aparecido?», y llamé a Tilomas Snell y le dije: «Si el señorito no me suelta, abre la puerta tú y hazla pasar». De modo que Thomas Snell fue y abrió la puerta, con lo que el viento se metió adentro y apagó las dos velas que daban toda la luz que teníamos. El señorito Martin dejó de sujetarme, creo que se cayó al suelo, pero estábamos enteramente a oscuras, y pasaron uno o dos minutos antes que yo encendiese una luz otra vez; mientras buscaba las cerillas, no estoy muy segura, pero oí pasos que sonaban sobre el suelo, y de lo que estoy segura es de que oí que la puerta del aparador grande de la taberna se abría y se cerraba. Entonces, al encender otra vez la vela, vi al señorito Martin sentado en un banco, todo pálido y sudoroso, como si se hubiese desmayado, con los brazos caídos a los costados; yo iba a acudir en su ayuda, pero justo entonces me pasó bajo los ojos algo que parecía un trozo de vestido cogido en la puerta del aparador, y me volvió a la cabeza eso de que había oído cómo se cerraba esa puerta. Así que pensé que tal vez alguien hubiese entrado al apagarse la luz y se hubiese escondido en el aparador. De modo que me acerqué y eché una mirada; allí había un trozo de capa de lana negra y, justo por debajo, otro pedazo de tela marrón de un vestido: los dos en la parte de abajo, como si la persona que llevaba esa ropa estuviese acurrucada dentro.
Fiscal. ¿Qué pensasteis que era aquello?
S. Lo tomé por un vestido de mujer.
Fiscal. ¿Podéis sugerir a quién pertenecía? ¿Conocíais a alguien que llevara un vestido como ése?
S. Era una tela ordinaria, por lo que pude ver. He visto a muchas mujeres que llevan ese tipo de ropa en nuestra parroquia.
Fiscal. ¿Se parecía al vestido de Ann Clark?
S. Ella solía llevar un vestido como ése; pero yo no podría decir bajo juramento que era el vestido de Ann.
Fiscal. ¿Hicisteis alguna otra observación al respecto?
S. Me fijé en que parecía estar muy mojado: pero es que hacía muy malo afuera.
P. del T. ¿Lo tocasteis, señora?
S. No, Señoría, me daba repelús tocarlo.
P. del T. ¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Sois tan aprensiva que os desagrada tocar un vestido mojado?
S. Por cierto, Señoría, que no puedo deciros con exactitud por qué; sólo que había algo repugnante y amenazador en esa tela.
P. del T. Bien, proseguid.
S. Entonces volví a llamar a Thomas Snell, y le pedí que se acercara y cogiese a la persona que fuese a salir cuando yo abriera la puerta del aparador, y le digo: «porque hay una mujer escondida dentro, y quiero saber qué busca». Y en eso, el señorito Martin soltó un sollozo o un grito, y salió corriendo de la taberna, hacia la oscuridad, y yo sentí que la puerta del armario se abría desde dentro, mientras yo la sujetaba por fuera, y Thomas Snell me echó una mano, pero aunque procuramos mantenerla cerrada con todas nuestras fuerzas, se abrió con violencia hacia nosotros y nos caímos al suelo.
P. del T. Y, decid, ¿qué salió de allí? ¿Un ratón?
S. No, Señoría, era más grande que un ratón, pero no pude ver qué era; se deslizó muy rápidamente por el suelo y salió por la puerta.
P. del T. Veamos, veamos, ¿qué aspecto tenía? ¿Se trataba de una persona?
S. Señoría, no puedo decir lo que era, pero corría muy cerca del suelo y tenía un color oscuro. Los dos estábamos asustados, Thomas Snell y yo, pero nos dimos toda la prisa que pudimos para correr hasta la puerta, que había quedado de par en par. Y miramos hacia afuera, pero estaba oscuro y no pudimos ver nada.
P. del T. ¿No había huellas sobre el suelo? ¿Qué clase de suelo tenéis allí?
S. Son losas cubiertas de arena, Señoría, y había un rastro de pisadas húmedas, pero no pudimos aclararnos, ni Thomas Snell ni yo; como ya os he dicho, hacía una noche horrible.
P. del T. Bien, por mi parte —aunque es bien extraño lo que la testigo cuenta—, no veo qué podéis hacer con este testimonio.
Fiscal. Señoría, hemos citado a la testigo para ilustraros acerca del comportamiento sospechoso del prisionero tras la desaparición de la víctima; y pedimos al jurado que tome esto en consideración, como así también lo de la voz que se oyó fuera de la taberna.
Después el prisionero hizo algunas preguntas no muy importantes, y se citó al siguiente testigo, Thomas Snell, que prestó declaraciones en el mismo sentido que Mrs. Arscott y agregó lo siguiente:
Fiscal. ¿Pasó algo entre vos y el acusado durante el tiempo en que Mrs. Arscott se hallaba fuera de la taberna?
Th. Yo tenía unas hojas en mi bolsillo.
Fiscal. ¿Hojas de qué?
Th. Hojas de tabaco, señor, y me sentía con ganas de fumar una pipa. De modo que busqué una pipa sobre la repisa de la chimenea, y como ahí estaban las hojas, y en vista de que por un descuido me había dejado mi cuchillo en casa, y además no me quedan muchos dientes para morderlas, como su Señoría o cualquier otro bien pueden observar con sus propios ojos…
P. del T. ¿Pero qué dice este hombre? ¡Al grano, amigo! ¿Creéis que estamos sentados aquí para observar vuestros dientes?
Th. No, Señoría, ni yo lo quiero ni vos debéis hacerlo. ¡Dios no lo permita! Sé que Sus Señorías tienen mejores ocupaciones y mejores dientes, no lo pondría yo en duda.
P. del T. ¡Santo Dios, qué hombre éste! Sí, yo tengo mejores dientes, y así lo comprobaréis si no os atenéis al caso.
Th. Pido perdón humildemente, Señoría, pero así estaba la cosa. Y sin segundas, me tomé el atrevimiento de pedir al señorito Martin que me prestara su cuchillo para cortar mi tabaco. Él lo buscó primero en un bolsillo y después en otro, y no lo podía encontrar. Y yo digo: «¿Qué? ¿Habéis perdido vuestro cuchillo, señorito?» Él se pone de pie y busca otra vez, y se sienta, y qué gemido soltó entonces. «¡Dios mío!», dice, «si lo habré dejado allí». Y le digo: «Pero señorito, parece que no está allí. Si le hubieseis puesto precio», le digo, «podríais haberlo reclamado». Pero estaba sentado ahí, se cogió la cabeza con las manos y parecía que no escuchaba lo que yo le decía. Y entonces fue que Mrs. Arscott volvió de la cocina.
Preguntado sobre si había oído una voz cantando fuera de la casa, respondió «no», pero la puerta que daba a la cocina estaba cerrada y el viento soplaba con mucha fuerza; no obstante, afirma que nadie podía confundir la voz de Ann Clark.
Entonces, fue llamado a declarar un niño, William Reddaway, de unos trece años de edad; tras las preguntas habituales, hechas por el Presidente del Tribunal, quedó claro que conocía el alcance de un juramento. De modo que lo prestó. Su declaración se refería a lo sucedido más o menos una semana después.
Fiscal. Bien, pequeño, no tengas ningún temor: nada te ocurrirá, si dices la verdad.
P. del T. Sí, si dices la verdad. Pero recuerda, niño, que estás en presencia del gran Dios de los cielos y de la tierra, que posee las llaves del infierno, y de nosotros, que somos representantes del rey y tenemos las llaves de Newgate; y recuerda también que está en juego la vida de un hombre; y que si dices una mentira, y por esa causa él tiene un mal fin, no has de ser nada más que su asesino. De modo que di la verdad.
Fiscal. Di al jurado lo que sabes, explícalo. ¿Dónde estabas la noche del 23 de mayo pasado?
P. del T. ¡Vaya! ¿Qué sabe un niño como éste de fechas? ¿Sabes de que día se trata, muchacho?
W. Sí, Señoría, era el día antes de nuestra fiesta, y yo iba a gastarme seis peniques en ella, y ese día cae un mes antes del Día de la Mitad del Verano.
Miembro del jurado. Señoría, no podemos oír lo que dice.
P. del T. Dice que recuerda el día porque es la víspera de la fiesta del pueblo y que tenía medio chelín para gastarse. Subidlo a esa mesa. Bien, niño, ¿y dónde estabas tú ese día?
W. Guardando las vacas en el brezal, Señoría.
Pero, dado que el niño se expresaba en un lenguaje rústico, su Señoría no era capaz de comprenderle por completo, de modo que preguntó si había alguien que pudiese servir como intérprete, y se le dijo que se hallaba presente en la sala el pastor de la parroquia, a quien se tomó juramento, y así continuó la declaración del testigo. El muchacho dijo:
—Yo estaba en el brezal sobre las seis, sentado detrás de unas matas de retama, cerca de una poza; y llegó el acusado con muchas precauciones, mirando a su alrededor, con algo así como una pértiga larga en la mano, y se estuvo quieto un buen rato, como si quisiera escuchar algo, y después empezó a remover el agua con la pértiga. Como yo estaba muy cerca del agua —a cinco yardas o menos—, oí como si la pértiga diera contra algo que hizo el ruido de una cosa que se revuelve en el fango, y el acusado dejó caer el palo y él mismo se arrojó al suelo, y rodó de un modo muy raro, tapándose las orejas con las manos, y después de un rato se enderezó y se marchó a rastras.
Preguntado sobre si había mantenido alguna comunicación con el acusado, respondió.
—Sí; un día o dos antes, el prisionero, que había oído decir que yo iba al brezal a menudo, me preguntó si había visto un cuchillo por allí y me dijo que me daría seis peniques si lo encontraba. Y le dije que no había visto nada de eso, pero que preguntaría. Entonces me dijo que me daría seis peniques para que no dijera nada, y así lo hizo.
P. del T. ¿Y fueron esos seis peniques los que tenías para gastarte en la fiesta del pueblo?
W. Así es, Señoría, si no disponéis otra cosa.
Preguntado sobre si había observado algo particular con respecto a la poza, dijo:
—No, como no fuese que había empezado a tener muy mal olor y las vacas no querían beber allí desde varios días antes.
Preguntado sobre si alguna vez había visto juntos al reo y a Ann Clark, comenzó a llorar con fuerza, y pasó un largo rato antes que pudieran hacerle hablar en forma inteligible. Por fin, el pastor de la parroquia, Mr. Matthews, logró calmarle y, formulada otra vez la pregunta, dijo que había visto a Ann Clark esperando en el brezal a que el acusado pasara a cierta distancia, varias veces desde las últimas Navidades.
Fiscal. ¿La has visto de cerca, puedes asegurar que era ella?
W. Sí, estoy seguro.
N. del T. ¿Por qué estás tan seguro, hijo?
W. Porque estaba allí brincando y batiendo los brazos como un ganso (al que denominó con un vocablo típico de los campesinos, pero el pastor explicó que se trataba de un ganso). Y, además, ella tenía una figura que no podía confundirse con la de ninguna otra persona.
Fiscal. ¿Cuándo la viste por última vez?
El testigo comenzó a llorar de nuevo y se abrazó a Mr. Matthews, quien le rogó que no se asustara. Por último, el niño continuó con su relato: un día antes de la fiesta del pueblo (que era la misma tarde de la que había hablado al principio), cuando el reo se marchó, en momentos en que caía la noche y él estaba muy ansioso de volver a casa, pero temeroso de moverse —no fuera cosa que el acusado le viese— se quedó durante unos minutos detrás de las matas, mirando la poza; vio que algo negro se alzaba del agua, salía por el borde de la poza más alejado del sitio en que estaba él, y subía por la orilla. Cuando la figura llegó arriba, donde podía verla dibujada contra el cielo, advirtió que se detenía, batía los brazos de arriba abajo, y después corría a toda velocidad en la misma dirección que había tomado el prisionero. A la severa y estricta pregunta sobre quién pensaba que podía ser esa figura, respondió bajo juramento que tenía que tratarse de Ann Clark.
A continuación fue llamado a prestar declaración el amo del niño, quien dijo que el chico había regresado muy tarde aquella noche, que había recibido un buen regaño por ello, y que lo había visto muy alterado, pero no pudo explicar el motivo.
Fiscal. Señoría, hemos presentado nuestras pruebas en nombre del Rey.
De inmediato su Señoría, el Presidente del Tribunal, instó al reo a defenderse, cosa que él hizo, aunque no muy prolongadamente y con unas maneras vacilantes, diciendo que esperaba que el jurado no le condenara a muerte por las declaraciones de un grupo de campesinos y niños que eran capaces de creer cualquier cuento tonto; que ese juicio le había producido muchos contratiempos; aquí le interrumpió el Presidente del Tribunal, diciéndole que había gozado de un favor muy especial cuando no se había celebrado el juicio en Exeter, a lo que el prisionero asintió y corrigió sus palabras, explicando que, desde que fuera llevado a Londres, no se habían tomado precauciones para que él no se viese interrumpido o perturbado. Ante lo cual el Presidente del Tribunal ordenó que se citara al alguacil y le interrogó acerca de la salvaguarda del prisionero, pero sin hallar nada de particular, excepto que el alguacil declaró que un guardia le había comunicado que habían visto una persona junto a la puerta, o subiendo las escaleras hacía allí, si bien no había posibilidad de que esa persona se introdujese en la cárcel. Y al posterior interrogatorio acerca de la clase de persona de que podía tratarse, el alguacil respondió que no se hallaba en condiciones de hablar sino por lo que le habían contado, algo que no estaba permitido hacer. Al preguntar al reo si se refería a eso, contestó que no, que nada sabía él de ese hecho, pero que era muy duro que a un hombre no se le permitiera estar en paz cuando se hallaba en juego su vida. Sin embargo, se observó con cuánta prisa había dado una respuesta negativa. De modo que el reo ya no dijo más y no aportó otros testimonios. A continuación el Fiscal general habló al jurado. [De lo que él dijo hay transcripción completa y, si el espacio lo permite, extractaré los pasajes en que alude a la alegada aparición de la víctima: cita algunas autoridades de tiempos antiguos, como De cura pro mortuis gerenda, de san Agustín (un libro de referencia acerca de fenómenos sobrenaturales, favorito de los autores de otras épocas), y también cita algunos casos que pueden ser consultados en las obras de Glanvil, aunque estén mejor tratados en las de Lang. Sin embargo, no nos dice acerca de esos casos mucho más de lo que se pueda hallar ya impreso.]
El Presidente del Tribunal resumió entonces las pruebas para el jurado. Su discurso, una vez más, no contiene nada que me parezca digno de cita; pero, naturalmente, se mostró impresionado por el carácter singular de las declaraciones, y aseguró que nunca había oído cosas tales en todos sus años de experiencia; pero que en la ley no había nada que dejara de lado esa clase de cosas, y que los miembros del jurado debían considerar si creían o no en aquellos testimonios.
Tras una breve deliberación, el jurado declaró culpable al prisionero.
De inmediato, se preguntó a éste si tenía algo que decir que pudiese demorar la sentencia, y adujo que su nombre estaba mal escrito en la acusación, ya que lo estaba con i, cuando debía serlo con y. Pero la alegación fue desechada por improcedente, y el Fiscal, además, afirmó que podía aportar pruebas para demostrar que el reo mismo, algunas veces, había escrito su apellido tal como figuraba en la acusación. Como el prisionero no tuviese nada más que aducir, se le leyó la sentencia de muerte: una vez encadenado, se le colgaría de una horca cerca del sitio en que fuera cometido el crimen, y la ejecución tendría lugar el día 28 de diciembre próximo, es decir, el Día de Inocentes.
A todo esto, en visible estado de desesperación, el prisionero cambió de actitud para suplicar a su Señoría que se permitiera a sus familiares verle durante el breve tiempo de vida que le restaba.
P. del T. Accedo de todo corazón, siempre que sea en presencia del guardia. También Ann Clark está autorizada a visitaros, en lo que a mí respecta.
Ante esas palabras, el prisionero estalló y dijo a su Señoría que no usara tales palabras con él, y su Señoría, muy airado, le respondió que no abrigaba consideración para las manos de cualquier hombre que fuese un cobarde y sangriento asesino sin los redaños necesarios para hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. «Y espero en Dios», dijo, «que ella esté con vos noche y día, hasta que llegue vuestro fin». El prisionero fue llevado fuera de la sala y, mientras pude verle, iba como desvanecido. La corte se disolvió.
No puedo por menos de observar que el prisionero; en todo el transcurso del juicio parecía estar más incómodo de lo que es corriente aun en casos de pena capital; que, por ejemplo, miraba con atención hacia el público y a menudo se volvía en un movimiento brusco; como si alguien le hubiese hablado al oído. También era muy notable en este juicio el silencio que guardaban los asistentes, y además (aunque ello pudiera ser tan sólo un hecho natural, dada la época del año), también lo eran la penumbra y oscuridad que había en la sala, a la que hubieron de llevar luces no mucho después de las dos de la tarde, a pesar de que no había niebla en la ciudad.
No carecía de interés lo que oí tiempo más tarde de labios de unos jóvenes músicos que habían hecho una presentación en la aldea de la que hablo: una acogida muy fría fue la que se dispensó a la canción mencionada en este relato, «Señora, ¿queréis pasear?» En una conversación que sostuvieron a la mañana siguiente con algunas personas del lugar se vino a advertir que esa canción era mirada con una repugnancia invencible; no era así, según creían, en la zona norte del pueblo, pero ellos consideraban que traía mala suerte. Sin embargo, nadie tenía ni siquiera la sombra de una idea de por qué se pensaba aquello.