—SUPONGO que usted recibirá baratijas como ésta con bastante frecuencia —dijo Mr. Dillet, señalando con su bastón un objeto que más adelante describiré.
Cuando lo dijo, mintió y sabía que mentía. Era bastante improbable que Mr. Chittenden, pese a su reconocida habilidad para descubrir los tesoros más recónditos en media docena de condados, pudiera encontrar en los próximos veinte años de su vida, ni siquiera en toda su vida, un solo espécimen de semejante calidad. Se trataba de la artimaña de un coleccionista, y Mr. Chittenden lo advirtió de inmediato.
—¡Baratijas como ésta, Mr. Dillet! ¡Pero si es una pieza de museo!
—Bueno, supongo que hay museos que aceptarían cualquier cosa.
—Vi una, no tan buena como ésta, hace algunos años —dijo pensativamente Mr. Chittenden—. Pero no es probable que se ponga en venta; y me dijeron que existen algunas muy delicadas, construidas sobre el agua. No, Mr. Dillet, soy absolutamente sincero cuando le aseguro que si usted me diera plenos poderes para conseguirle algo fuera de lo común y de la mejor calidad posible, y usted sabe que yo tengo suficientes oportunidades para hacerlo, además de una reputación que mantener, bueno, sin duda, inmediatamente le mostraría esto, diciéndole: «Es exactamente lo que usted buscaba».
—¡Vaya discurso! —dijo Mr. Dillet, golpeando el piso con el bastón, a manera de irónico aplauso—. ¿Y cuánto piensa estafarle por esto al inocente cliente norteamericano?
—¡Oh, no pienso pedirle demasiado a ese cliente, sea norteamericano o no. Vea, el asunto es éste, Mr. Dillet; si yo supiera sólo un poco más sobre la antigüedad y procedencia…
—O sólo un poco menos —interrumpió Mr. Dillet.
—Veo que al señor le gustan las bromas. Pero como le decía, si supiera sólo un poco más sobre esta pieza (aunque cualquiera puede darse cuenta de que sin duda es genuina y, por otra parte, desde que la recibí, no he permitido a mis empleados ni siquiera que la toquen), indudablemente agregaría otro cero al precio establecido.
—Y cuál es: ¿veinticinco?
—Sí, siempre que lo multiplique por tres. Setenta y cinco es lo que pido.
—Y cincuenta lo que yo le ofrezco —dijo Mr. Dillet.
Por supuesto, se llegó a un acuerdo, que consistió en una suma equidistante entre las dos anteriores; no importa exactamente cuál, creo que sesenta guineas. Lo cierto es que a la media hora el objeto estaba cuidadosamente envuelto, y que una hora después Mr. Dillet ya se lo había llevado a su coche. Mr. Chittenden, con el cheque en la mano, le acompañó hasta la puerta, le despidió con amables sonrisas y regresó, sonriente aún, al salón donde su esposa servía el té. Se detuvo en la puerta…
—La vendí —dijo.
—¡Gracias a Dios! —dijo Mrs. Chittenden, dejando la tetera—. ¿A Mr. Dillet, no?
—Sí, a Mr. Dillet.
—Bueno, prefiero que haya sido a él y no a otro.
—¡Oh!, no sé, querida. No es mala persona, después de todo.
—Tal vez no, pero no creo que empeore demasiado por llevarse una pequeña sorpresa.
—Bueno, si así lo crees, supongo que está en vísperas de recibir una. De todos modos nosotros no la seguiremos padeciendo, y eso ya es algo.
Y Mr. y Mrs. Chittenden se dispusieron a tomar el té.
Ocupémonos ahora de Mr. Dillet y de su reciente adquisición. Ya habrán imaginado —gracias al título de este relato— de qué se trataba. Por mi parte, intentaré describirla lo mejor que pueda.
Apenas entraba en el coche, de modo que Mr. Dillet tuvo que sentarse con el conductor; además, debieron atravesar las calles con suma lentitud, pues, aunque se había tomado la precaución de rellenar con algodón todas las habitaciones de la casa de muñecas, era conveniente evitar las sacudidas para que no sufrieran daños los centenares de objetos minúsculos que las ocupaban; pese a las precauciones adoptadas, Mr. Dillet no veía el momento de dejarla en lugar seguro. Llegó, por fin, a su casa, y Collins, el mayordomo, acudió a recibirlo.
—Venga, Collins, y ayúdeme, pero con mucho cuidado. No hay que inclinarla. Está llena de objetos pequeños y debemos tratar de moverlos lo menos posible. Veamos, ¿dónde la pondremos? —y después de pensarlo un momento—: Por ahora lo mejor es llevarla a mi habitación. Sobre el escritorio; sí, será lo mejor.
La trasladaron —entre múltiples indicaciones y cuidados— al vasto dormitorio de Mr. Dillet, que daba a la calle. Tras desenvolverla, quitaron por completo la fachada y Mr. Dillet consagró una o dos horas a sacar el algodón y poner en orden el contenido de las habitaciones.
Cuando concluyó su aplicada y agradable tarea, fue evidente que habría sido difícil descubrir un ejemplar más perfecto y seductor de casa de muñecas construida según principios góticos de Strawberry Hill[13] que ese que ahora descansaba sobre el amplio escritorio de Mr. Dillet, iluminado por el sol de la tarde que penetraba oblicuamente por tres altos ventanales.
Tenía seis pies de largo, que incluían la capilla u oratorio y el establo, que se levantaban, respectivamente, a izquierda y derecha del cuerpo principal. Éste estaba construido, según dije, en estilo gótico: es decir, las ventanas tenían arcos apuntados y las coronaban lo que denominan bóvedas de ojiva, con ornamentos y pináculos como los que se ven en los doseles de las tumbas erigidas dentro de las iglesias. Absurdas torrecillas, cubiertas por cúpulas artesonadas, custodiaban los ángulos. La capilla tenía pináculos y contrafuertes, una campana en la torre y vitrales. Al quitar la fachada de la casa quedaban al descubierto cuatro amplias habitaciones —dormitorio, comedor, sala de estar y cocina— provistas con el mobiliario más completo y apropiado.
El establo de la derecha tenía dos pisos, con su correspondiente complemento de caballos, carruajes y palafreneros, y lo coronaba una cúpula gótica con su campana y su reloj.
La descripción de los objetos que poblaban la mansión —sartenes, sillas doradas, cuadros, alfombras, candelabros, camas, ropa blanca, vajilla, cristales y cubertería de plata— llevaría, naturalmente, páginas enteras, pero dejaré que la imaginación del lector se ocupe de ellos. Sólo diré que la base o plana que sustentaba la casa —que dejaba espacio suficiente para un tramo de escalones que conducían a la puerta principal y a una terraza parcialmente cercada por una baranda— poseía varios cajones de escasa profundidad, donde se apilaban con esmero juegos de cortinas bordadas, mudas de ropa para los pequeños habitantes y, en una palabra, todo lo necesario para realizar una infinita gama de variaciones tan deliciosas como absorbentes.
—Es la quintaesencia de Horace Walpole; sin duda tuvo algo que ver en su confección —murmuró Mr. Dillet mientras se arrodillaba frente a la casa con éxtasis reverente—. ¡Es simplemente maravilloso! Éste es, sin duda, mi día de suerte. Por la mañana, consigo vender por quinientas libras esa vitrina que nunca me importó, y después me apropio de esta belleza por una décima parte, a lo sumo, de lo que costaría en el centro de Londres. ¡Vaya, vaya! Casi temo que ocurra algo que contrarreste tanta buena suerte. De todos modos, echemos un vistazo a los ocupantes.
Y se dedicó, en efecto, a ponerlos en fila delante de él. Nuevamente se me presenta una buena oportunidad —que muchos sin duda aprovecharían— para realizar un inventario de las diversas indumentarias; yo soy incapaz de hacerlo.
Alineados frente a Mr. Dillet quedaron un caballero y una dama, con atuendos de raso azul y brocado respectivamente, dos niños (varón y hembra), la cocinera, la niñera, un lacayo y los sirvientes de las caballerizas (dos postillones, un cochero y dos palafreneros).
¿Alguien más? Sí, posiblemente.
Una de las camas del dormitorio tenía las cortinas completamente cerradas; a través de ellas Mr. Dillet tanteó con el dedo. Lo retiró en el acto, pues tuvo la sensación de haber palpado algo que se movía o, tal vez más exactamente, que poseía cierta elasticidad provista de un extraño hálito vital. Descorrió entonces las cortinas, que se deslizaron suavemente sobre sus varillas, y sacó de la cama a un anciano de cabellos blancos, vestido con un largo camisón de lino y un gorro de dormir, para ponerlo junto a los demás. Con él completó la fila.
Se acercaba la hora de la cena, de modo que Mr. Dillet colocó apresuradamente a la dama y a los niños en la sala de estar, al caballero en el comedor, a los sirvientes en la cocina y los establos y al anciano en su cama. Luego se retiró a su vestidor; nada sabremos de él hasta eso de las once de la noche.
Tenía la excéntrica costumbre de dormir rodeado por algunos de los tesoros de su colección. El amplio cuarto, donde ya lo hemos visto, era su dormitorio —el baño, el armario y todos los adminículos de tocador estaban en un espacioso cuarto contiguo—, pero su cama de dosel, también una valiosa pieza de colección, se alzaba en la amplia habitación donde solía escribir, leer e incluso recibir visitas. Esa noche se acostó en ella, plenamente satisfecho.
No había ningún reloj de péndulo en las cercanías, ni en las escaleras, ni en el establo, ni siquiera en la lejana torre de la iglesia, y sin embargo es indudable que Mr. Dillet fue arrancado de su placentero sueño por el sonido de una campana que daba la una.
Recibió tal sorpresa que le obligó a permanecer, estupefacto y jadeante, unos minutos en la cama, y luego a sentarse.
No se le ocurrió preguntarse, hasta que llegó la mañana, por qué la casa de muñecas —pese a que no había ninguna luz en la habitación— se destacaba sobre el escritorio con nítida claridad. La evidencia le superó. Creyó hallarse frente a una gran mansión de piedra blanca, iluminada de pleno por la luna estival; tal vez lo separara de ella un cuarto de milla, pero podía distinguir cada detalle con la precisión de una fotografía; la rodeaban árboles que se erguían entre la capilla y la casa. Creyó percibir el fresco aroma de las noches de septiembre. Escuchó, desde los establos, estrépito de pisadas y entrechocar de arneses. Comprobó, con un último sobresalto, que sobre la casa no se extendía el techo dorado de su propio dormitorio, sino el profundo azul de un cielo nocturno.
Había luces, y más de una, en las ventanas; de inmediato advirtió que no se hallaba ante una casa de cuatro habitaciones cuya fachada podía sacarse, sino junto a una mansión con múltiples cuartos y escaleras, ante una auténtica casa, aunque parecía verla por el extremo opuesto de un telescopio. «Quieres mostrarme algo», murmuró, y se dispuso a observar con atención las ventanas iluminadas. Deberían haber estado cerradas, o con las cortinas corridas, pensó, por lo menos así suele suceder en situaciones normales; pero en ese caso particular, nada le impedía ver lo que ocurría dentro de las habitaciones.
Había dos cuartos iluminados; uno en la planta baja, a la derecha de la puerta principal; el otro en el primer piso, hacia la izquierda. Una luz diáfana surgía del primero, el otro permanecía casi en penumbra. El del piso bajo era el comedor: la mesa estaba puesta, pero la cena parecía haber concluido, sólo quedaban el vino y algunas copas. Sólo estaban allí el hombre de raso azul y la mujer con traje de brocado; hablaban animadamente, sentados muy juntos frente a la mesa, acodados sobre ella; a cada momento se interrumpían, al parecer, para escuchar. Una vez él se levantó, llegó hasta la ventana y, después de abrirla, se asomó con actitud atenta. Sobre el aparador, junto a un candelabro de plata, había una palmatoria encendida. El hombre se alejó de la ventana y, al parecer, también del comedor; la mujer permaneció allí, con la palmatoria en la mano, sin dejar de escuchar. Tenía la expresión de quien lucha con todas sus fuerzas para ocultar el pánico que amenaza invadirla. Acuñábase tal expresión en un rostro maligno cuyos inexpresivos rasgos sólo revelaban astucia. El hombre regresó y le dio un objeto pequeño: luego de recibirlo, ella salió apresuradamente de la habitación. También él desapareció, pero sólo por unos minutos. Se abrió la puerta principal; él salió y se detuvo en lo alto de la escalinata, mientras observaba a uno y otro lado; luego alzó la mirada hacia la habitación del primer piso, todavía iluminada, y elevó el puño con un gesto de amenaza.
Ya iba siendo hora de mirar por esa segunda ventana. Mr. Dillet entrevió una cama con dosel, una enfermera o sirvienta recostada en su sillón —profundamente dormida, sin duda— y un anciano acostado en la cama; éste estaba despierto, y tanto sus gestos convulsivos como el golpeteo de sus dedos denunciaban su ansiedad. Se abrió una puerta y el reflejo de una luz hirió el techo; inmediatamente entró la muerte. Puso la palmatoria sobre una mesa, y acercándose al fuego, despertó a la enfermera. Traía una botella de vino de formas delicadas y antiguas, ya destapada. La enfermera la tomó y vertió un poco del contenido en un pequeño recipiente de plata, le agregó especias y azúcar de unos tarros que había sobre la mesa, y lo puso a calentar. El anciano, mientras tanto, llamó con débiles señas a la mujer; ésta se acercó con una sonrisa, le aferró la muñeca como para tomarle el pulso y esbozó una mueca de consternación. Él la miró con avidez, y luego, señalando la puerta, le dijo algo. La mujer asintió e hizo lo mismo que antes había hecho el hombre: abrió las persianas y escuchó, con ademán tal vez exagerado; a continuación, dirigiéndose al anciano, meneó la cabeza, y éste pareció suspirar.
Del recipiente, mientras tanto, brotaba vapor; la enfermera lo vertió en una pequeña taza de plata con dos asas y lo llevó a la cama. El anciano quiso rechazarlo, pero la mujer y la enfermera, inclinándose sobre él, intentaron obligarlo a beber. Al fin pareció ceder, pues ambas mujeres, ayudándolo a erguirse, acercaron el brebaje a sus labios. Sorbió la mayor parte, y lo volvieron a acostar. La mujer le deseó buenas noches y abandonó el cuarto, llevándose la taza, la botella y el recipiente de plata. La enfermera volvió a su sillón y se produjo un intervalo de profundo silencio.
El anciano, de pronto, se incorporó y acaso profirió un grito, pues la enfermera saltó de inmediato del sillón y avanzó hacia la cama. El aspecto del anciano era lamentable y atroz: la cara enrojecida, con tintes violáceos, los ojos fulgurantes, con una mirada fija y ausente, ambas manos agarrotadas sobre el corazón, los labios cubiertos de espuma.
La enfermera lo dejó solo un momento; corrió hacia la puerta, la abrió de par en par y, al parecer, pidió ayuda a gritos; de inmediato regresó junto a él y, febrilmente intentó calmarlo, recostarlo, en fin, hacer algo. Pero cuando la mujer, su marido y varios sirvientes irrumpieron en la habitación, con rostros aterrados, el anciano se desprendió de las manos de la enfermera y se desplomó sobre la cama; su rostro, antes convulso por estertores de ira y agonía, se distendió y reposó en calma.
Minutos más tarde, las luces de desplazaron hacia la izquierda de la casa, para mostrar un carruaje con hachones encendidos que se detenía frente a la puerta. Un hombre con peluca blanca, vestido de negro, descendió de él con agilidad, y subió rápidamente los escalones, llevando un pequeño cofre de cuero. Lo recibieron el hombre y su esposa; ella estrujaba un pañuelo entre las manos, él parecía esforzarse por conservar la serenidad. Acompañaron al recién llegado hasta el comedor, donde éste, dejando el cofre con papeles sobre una mesa, escuchó, con la contrariedad pintada en el rostro, cuanto tenían que decirle. Asintió varias veces mientras escuchaba, agitó ligeramente las manos, rechazando al parecer la invitación a quedarse a cenar y dormir esa noche y, en pocos minutos, descendió con lentitud las escaleras para introducirse en el carruaje y alejarse por donde había venido. El hombre vestido de azul lo observaba desde lo alto de las escaleras; su ancho y pálido rostro se dilató gradualmente en una repulsiva sonrisa. La oscuridad cubrió la escena al desaparecer las, luces del carruaje.
Pero Mr. Dillet siguió acostado en su cama; suponía —y no estaba equivocado— que algo más habría de suceder. Al poco tiempo se iluminó la fachada de la casa aunque de diferente forma. Había luces en otras ventanas: una provenía de lo alto de la casa y la otra de la hilera de vitrales que adornaban la capilla. No es fácil explicar cómo hizo Mr. Dillet para mirar a través de estas últimas, pero lo cierto es que lo hizo. El interior de la capilla estaba tan minuciosamente amueblado como el resto de la casa, con diminutos almohadones rojos sobre los bancos, un sitial para el coro en estilo gótico, su galería oeste y su órgano con pináculos tallados y tubos de oro. En el centro del piso, embaldosado en blanco y negro, se erguía una tarima; altos candelabros ardían sobre sus ángulos. Sobre la tarima había un féretro cubierto con un paño de terciopelo negro.
De pronto los pliegues del paño mortuorio parecieron moverse, uno de sus bordes se elevó y comenzó a deslizarse hacia atrás; por fin el paño cayó y dejó al descubierto el féretro negro, con sus asas de plata y su inscripción. Uno de los altos candelabros se inclinó y terminó por caerse. Mejor apartarnos e imitar a Mr. Dillet, quien rápidamente se volvió para mirar por la ventana iluminada del primer piso, donde se encontraban un niño y una niña en sus cunas; cerca de ellas se alzaba una cama con dosel para la niñera. Ésta no estaba en ese momento, pero sí los padres, vestidos de luto, aunque su proceder no revelaba síntoma alguno de desdicha. Se reían, por el contrario, y hablaban animadamente, ya entre sí o con alguno de los niños, y volvían a reír cuando éstos contestaban. El padre salió de puntillas llevándose una túnica blanca que colgaba de un perchero cercano a la puerta. Cerró la puerta a sus espaldas.
A los pocos minutos ésta se abrió con lentitud, para dar paso a una cabeza embozada. Una figura encorvada y siniestra se dirigió hacia las cunas; de pronto se detuvo, alzó los brazos y surgió, por supuesto, el padre, que reía a carcajadas. Los niños temblaban aterrorizados; el chico se había tapado por completo con las sábanas y la niña había saltado de la cama para refugiarse en brazos de su madre. Al instante los padres procuraron consolarlos; los alzaron y acariciaron, levantaron la túnica blanca para mostrarles que no encerraba peligro alguno, y otras cosas por el estilo; por último, acostaron a los niños y se retiraron del cuarto, despidiéndose con gestos amables y tranquilizadores. En ese momento entró la niñera y la luz no tardó en apagarse.
Impermutable, Mr. Dillet siguió observando.
Una luz distinta de las anteriores —no era la de una lámpara ni la de una vela—, una luz pálida e imprecisa, comenzó a filtrarse por el marco de la puerta, en el fondo de la habitación. A Mr. Dillet no le agradaba recordar lo que vio entrar en el cuarto; cree que podría describirlo como algo semejante a una rana, pero del tamaño de un hombre y con escasos cabellos blancos sobre la cabeza, que permaneció junto a las cunas, aunque sólo por unos minutos. Alcanzaron a escucharse, casi en el acto —débiles, como si llegaran de muy lejos, y sin embargo, infinitamente aterradores— una serie de gritos.
Hubo señales de gran agitación en el interior de la casa: luces que se encendían y apagaban, puertas que se abrían y cerraban con violencia, siluetas que desfilaban apresuradamente detrás de las ventanas. El reloj de la torre del establo dio la una, y nuevamente reinó la oscuridad.
Sólo una vez más volvió a disiparse, para mostrar la fachada de la casa. Al pie de las escalinatas, veíanse dos filas formadas por figuras de negro que sostenían antorchas encendidas. A continuación, más figuras, también de negro, descendieron con un pequeño féretro, y después con otro. Ambas filas avanzaron en silencio hacia la izquierda, escoltando los féretros con sus antorchas.
Las horas de la noche siguieron transcurriendo aunque, le pareció a Mr. Dillet, jamás habían sido tan largas. Cambió lentamente de posición hasta volver a acostarse, pero no pudo conciliar el sueño. En las primeras horas de la mañana mandó llamar al médico.
El médico diagnosticó una perturbación nerviosa y recomendó como paliativo el aire del mar. Así, el obediente Mr. Dillet emprendió un sereno viaje a la costa oriental.
Una de las primeras personas que encontró frente al mar fue Mr. Chittenden; al parecer, también a su esposa le habían recomendado un cambio de aire.
Mr. Chittenden, al verlo, le observó con recelo y, por cierto, no sin razones.
—Bueno, no me asombra verlo un poco alterado, Mr. Dillet. ¿Cómo? Está bien, sí, sin duda sería más exacto decir terriblemente alterado, más aún si tengo en cuenta lo que mi esposa y yo llegamos a sentir. Pero, a su entender, ¿qué debía hacer yo? Una de las dos cosas: o bien tirar a la basura una pieza de colección tan perfecta, o bien decirles a mis dientes: «Bueno, señor, voy a venderle la puesta en escena de un antiguo drama palaciego, con vida propia y real, cuya función empieza regularmente a la una de la mañana». En tal caso, ¿qué me habría contestado usted? Sabe muy bien lo que hubiese ocurrido: dos jueces de paz en la trastienda, los pobres Mr. y Mrs. Chittenden en marcha hacia el Asilo del Condado y todos los vecinos en la calle comentando: «¡Ah!, ya decía yo que eso tenía que terminar así. ¡También, con lo que bebía ese hombre!», y yo a un paso, o digamos a dos, de ser el más sobrio de los mortales, como bien sabe usted. Apreciará que era una situación realmente difícil. ¿Qué? ¿Me la quiere devolver? ¿Y piensa usted que voy a aceptarla? No, tengo otra solución. Le devolveré su dinero, salvo las diez libras que me costó, y después arrégleselas como pueda.
Más tarde, en lo que despectivamente se llama la «sala de fumadores» del hotel, prosiguió este diálogo, con la más absoluta reserva.
—¿Qué sabe usted de ella, en realidad? ¿De dónde vino?
—Francamente, Mr. Dillet, no lo sé. Por supuesto, salió de la buhardilla de una casa de campo, pero de cuál, que lo adivine otro. Lo único que puede agregar es esto; creo que no ha de estar muy lejos de aquí. No tengo la menor idea de a qué distancia o en qué dirección, sólo me baso en suposiciones. El hombre al que se la compré no era uno de mis proveedores habituales y jamás volví a verlo, pero creo que ésta era su zona de trabajó y eso es todo lo que puedo decirle. Pero hay algo que le quiero preguntar, algo que casi literalmente me enferma. Me pregunto si ese hombre (supongo que también usted lo vio llegar en su carruaje) será el médico. ¿A usted qué le parece? Mi esposa cree que sí, pero yo estoy convencido de que era un abogado, porque traía papeles, y uno, ése que sacó del cofre, estaba lacrado.
—Estoy de acuerdo —dijo Mr. Dillet—. Pensándolo bien, creo que debía ser el testamento del anciano, ya preparado para que lo firmaran.
—¡Es justamente lo que pensaba! —dijo Mr. Chittenden—. Y sin duda ese testamento no mencionaba para nada a la pareja, ¿no es cierto? ¡Bueno, bueno! He recibido una muy buena lección, eso sí. Nunca compraré otra casa de muñecas, ni siquiera desperdiciaré dinero en cuadros. En cuanto a eso de andar envenenando al abuelo… bueno, yo me conozco, nunca me tentó demasiado. Vive y deja vivir: ése ha sido el lema de toda mi vida, y todavía lo encuentro muy apropiado.
Satisfecho con estos elevados sentimientos, Mr. Chittenden se retiró a sus habitaciones. Al día siguiente, Mr. Dillet se dirigió a una institución local, donde esperaba hallar alguna clave del enigma que lo absorbía. Ansiosamente examinó un amplio archivo de las publicaciones de la Sociedad de Canterbury y York sobre los Registros Parroquiales del distrito. Ninguno de los grabados que colgaban junto a las escaleras o en los pasillos se parecía en nada a la casa que había protagonizado su pesadilla. Desconsolado, se encontró al fin en una habitación secundaria, contemplando una polvorienta reproducción de una iglesia encerrada en una caja de cristal, también polvorienta. Reproducción de la iglesia de San Esteban, Coxham. Gentileza de J. Merewether, de Ilbridge House, 1877 Obra de su antepasado James Merewether, muerto en 1786. Algo en el estilo le recordó con nitidez su noche de horror. Se dirigió hacia un mapa que ya había observado y averiguó que Ilbridge House se hallaba en el distrito de Coxham. Coxham era una de las parroquias cuyo nombre había retenido al echar una mirada al archivo de registros impresos, y no le tomó mucho tiempo descubrir, entre éstos, el acta de inhumación de Roger Milford, de 76 años, fechada el 11 de septiembre de 1757, y las de Roger y Elizabeth Merewether, de 9 y 7 años, del 19 del mismo mes. Valía la pena seguir esta pista, aunque fuera tan frágil, y por la tarde se encaminó a Coxham. En el extremo este de la nave norte de la iglesia, se alzaba la capilla de los Milford, y en el muro norte se hallaban las lápidas conmemorativas de los miembros de esa familia; a Roger, el mayor, le atribuían todas las cualidades que adornan «al Padre, al Magistrado y al Hombre»; la lápida recordatoria había sido erigida por su devota hija Elizabeth, «quien no sobrevivió mucho a la muerte de su padre, tan preocupado por su felicidad, y a la de sus dos gentiles niños». Esta última frase era obviamente un añadido a la inscripción original.
Una lápida posterior recordaba a James Merewether, esposo de Elizabeth, «quien en los albores de su vida había practicado, no sin éxito, aquellas artes que, de haber preservado en su ejercicio, le hubiesen procurado, según la opinión de los jueces más competentes, el título de Vitruvio británico; pero quien, abrumado por la decisión divina que le privó de su amante esposa y de su encantadora descendencia, pasó su juventud y vejez en un sitio retirado aunque digno. Su agradecido sobrino y heredero consiente que su piadosa aflicción se manifieste en esta breve síntesis de tan excelsas virtudes».
Más lacónicamente se recordaba a los niños, ambos muertos en la noche del 12 se septiembre.
Mr. Dillet tuvo la seguridad de que en Ilbridge House había descubierto el escenario de su drama. Tal vez en alguna antigua carpeta de bocetos, acaso en algún viejo grabado, pueda hallar más apropiadas evidencias. Pero la Ilbridge House actual no es la que él buscaba; es una construcción isabelina de la década de los cuarenta, ladrillo rojo, ángulos y ornamentos de piedra. A un cuarto de milla, en una depresión del parque, cercadas por viejos árboles estrangulados por la hiedra y cuyas ramas semejan la cornamenta de un ciervo, sofocadas por la maleza, se yerguen las ruinas de una terraza. Aún perduran ocasionales balaustres de piedra y, cubiertas de hierbas y ortigas, se elevan varias piedras en las que subsisten las huellas de toscos bajorrelieves. Allí se habría levantado —según alguien le informó a Mr. Dillet— una casa mucho más antigua.
Mientras Mr. Dillet se alejaba del lugar, el reloj de la mansión dejó oír las cuatro; Mr. Dillet se detuvo, tapándose los oídos. No era la primera vez que escuchaba el tañido de esa campana.
A la espera de una oferta desde la otra orilla del Atlántico, la casa de muñecas aún permanece, cuidadosamente envuelta, en un desván, sobre las caballerizas de Mr. Dillet, en el mismo lugar donde Collins la colocó el día en que Mr. Dillet partió en busca del aire del mar[14].