VIBORG ocupa, entre las ciudades de Jutlandia, un lugar de merecida importancia. Es sede de un obispado, posee una hermosa catedral (aunque restaurada casi en su totalidad), un encantador parque, un lago de gran belleza y muchas cigüeñas. En sus cercanías hállanse Hald, considerado uno de los lugares más atractivos de Dinamarca, y Finderup, donde Marsk Stig asesinó al rey Erik Glipping, el día de Santa Cecilia del año 1286. Cuando en el siglo XVII abrieron su tumba, la calavera de Erik ostentaba, según dicen, las huellas de cincuenta y seis mazazos. Pero no es mi intención redactar una guía turística.
En Viborg hay excelentes hoteles; el Preisler y el Fénix se cuentan entre los mejores. Pero mi primo, el protagonista de este relato, se dirigió, la primera vez que visitó Viborg, al León de Oro. Jamás volvió a alojarse en ese lugar, y acaso las siguientes páginas expliquen por qué.
El León de Oro es uno de los pocos edificios de la ciudad que subsistieron al gran incendio de 1726, que prácticamente devastó la catedral, la Sognekirke, la Raadhuus y otras construcciones diversas, tan antiguas como interesantes. Trátase de un edificio de ladrillo rojo; es decir, el frente es de ladrillo, con altos gabletes almenados y una inscripción sobre la puerta principal, pero el patio en el que entran los vehículos es de madera y estuco de matices blancos y negros.
El sol declinaba cuando mi primo llegó al León de Oro, y sus últimos rayos destacaban nítidamente cada detalle de la imponente fachada. Le encantó el aspecto anticuado del lugar, y se prometió una estancia tan satisfactoria como entretenida en esa posada que poseía todas las características de un lugar típico de la vieja Jutlandia.
No eran los negocios —no, al menos, en el sentido vulgar que se adscribe a esa palabra— los que habían llevado a Mr. Anderson a Viborg. Realizaba ciertas investigaciones sobre la historia de la Iglesia en Dinamarca, y habíase enterado de que el Rigsarkiv[10] de Viborg conservaba algunos documentos (milagrosamente salvados del incendio) relativos a los últimos días del catolicismo romano en ese país. Proponíase, por lo tanto, dedicar un tiempo considerable —tal vez dos o tres semanas— al examen y copia de dichos documentos, y esperaba disponer, en el León de Oro, de una amplia habitación que le sirviera tanto de dormitorio como de estudio. Mr. Anderson expresó sus deseos al posadero y éste, tras meditar unos instantes, sugirió que la mejor forma de satisfacer al caballero sería, tal vez, que él mismo visitara los cuartos de mayor amplitud y escogiera el más conveniente. Mr. Anderson aprobó la idea.
El piso superior fue descartado en el acto; tantas escaleras impondrían un esfuerzo excesivo tras afrontar un día de trabajo; en el segundo piso, no había habitación de las dimensiones requeridas, pero en el primero había dos o tres cuartos que se adecuaban admirablemente, al menos en cuanto a tamaño, a las exigencias del huésped.
El posadero recomendó con fervor el número 17, pero Mr. Anderson recalcó que sus ventanas daban únicamente al muro ciego de la casa vecina, por lo cual debía ser muy oscuro durante la tarde. Prefería, por su parte, el número 12 y el número 14; ambos daban a la calle y conjugaban, por lo tanto, las ventajas de una iluminación adecuada con las de una vista agradable, ventajas que compensaban con creces el estrépito adicional.
Eligió, por fin, el cuarto número 12. Éste tenía, al igual que los cuartos vecinos, tres ventanas —todas en la misma pared— y sus dimensiones eran poco usuales: el techo era muy alto y su longitud llamaba la atención. Carecía, por supuesto, de chimenea, pero había en su lugar una antigua estufa de hierro forjado, sobre la que podía observarse un bajorrelieve que representaba a Abraham sacrificando a Isaac, con la inscripción 1 Bog Mose, Cap. 22 (es decir, Génesis 22). No había nada más digno de mención; el único cuadro interesante era un viejo grabado en colores de la ciudad, de alrededor de 1820.
Acercábase la hora de la cena; pero cuando Anderson, ya más animado gracias a su baño habitual, descendió las escaleras, faltaban aún unos minutos para que sonara la campanilla. Los dedicó a observar la nómina de huéspedes de la posada. Según es costumbre en Dinamarca, los nombres estaban expuestos en una amplia pizarra, dividida en casilleros cuya suma era análoga a la cantidad de habitaciones, cada uno con el número correspondiente y el nombre de su ocupante. Nada halló digno de excesivo interés. Habíanse registrado un abogado (o Sagförer), un alemán y algunos viajantes de Copenhague. El único detalle capaz de suscitar cierto asombro era la ausencia del número 13 en la lista de habitaciones, pero esto ya lo había observado Anderson en el resto de los hoteles que había visitado en Dinamarca. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si la supersticiosa oposición que suele provocar este número tendría tal difusión y vigencia como para convertirse en obstáculo de que un viajero se instalara en la habitación que lo exhibiera; decidió, por consiguiente, preguntarle al posadero si él o sus colegas en verdad se habían topado con muchos huéspedes que rehusaran ocupar el cuarto número 13.
Nada interesante podía contarme (yo registro los hechos tal como me los refirió) sobre lo ocurrido durante la cena; y el resto de la velada, que consagró a ordenar ropas, libros y papeles, también careció de toda trascendencia. Alrededor de las once, decidió irse a acostar, pero, al igual que a muchas otras personas en la actualidad, le era casi imposible dormir sin haber leído unas páginas; entonces recordó que el libro que venía leyendo en el tren, el único, en ese momento, que podía satisfacerlo, estaba en el bolsillo de su abrigo, colgado a la entrada del comedor.
Sólo un momento le llevó bajar y recobrarlo y, como los corredores no estaban a oscuras, poco le costó hallar el camino de regreso a su cuarto. Al menos así lo creyó; pero cuando llegó allí e hizo girar el picaporte, la puerta se negó a abrirse y pudo escuchar, en el interior de la habitación, pasos que se dirigían hacia la entrada. Por supuesto, se había confundido de cuarto. ¿Estaba el suyo a la derecha o a la izquierda? Miró el número: era el 13. El suyo, por lo tanto, debía hallarse a la izquierda y, en efecto, allí estaba. Ya en la cama, leyó como de costumbre un par de páginas, apagó la luz y se dispuso a dormir; sólo entonces se le ocurrió que, aunque en la pizarra del hotel no había ningún cuarto con el número 13, sí lo había, indudablemente, en el edificio. Deploró no haberlo ocupado él mismo. Quizá podría haberle hecho un favor al propietario ocupándolo y dándole a éste la oportunidad de contar que un distinguido caballero inglés había vivido en él durante tres semanas con gran complacencia. Aunque acaso lo utilizaran como habitación de servicio o algo por el estilo. Y además no era, con toda seguridad, tan amplio ni agradable como su propio cuarto. Observó entonces, con ojos a los que el sueño estaba a punto de cerrar, su habitación, sumida en la luz crepuscular que difundía el farol de la calle. Curioso efecto, sin duda, pensó; las habitaciones suelen parecer más amplias cuanto menos iluminadas están, pero ésta, por el contrario, parecía haber decrecido en longitud y aumentado proporcionalmente en altura. En fin, era más importante dormir que malgastar el tiempo en reflexiones inconsistentes; por lo tanto, se durmió.
Al día siguiente de su llegada, Anderson se dirigió al Rigsarkiv de Viborg. Lo recibieron, como es previsible en Dinamarca, con la mayor amabilidad, y pusieron a su disposición cuanto necesitaba. Le facilitaron documentos cuya cantidad e interés superaba sus expectativas. Había, además de los documentos oficiales, una carpeta con buena cantidad de cartas referentes al obispo Jörgen Friis, último obispo católico destacado en esa sede, que permitían vislumbrar muchos detalles divertidos y, por así decirlo, «íntimos», de la vida privada y el carácter de diversos personajes de la época. Abundaban las alusiones a cierta casa de la ciudad, propiedad del obispo, aunque éste no la ocupaba; su inquilino constituía, al parecer, un escándalo y un obstáculo para los partidarios de la Reforma. Era un oprobio para la ciudad —escribían sus adversarios— a causa de sus prácticas tan secretas como execrables, y había vendido su alma al diablo. ¿Qué mejor prueba de la tremenda corrupción e impiedad de la Iglesia de Babilonia que la protección que el propio obispo brindaba a esa víbora, a ese Troldmand[11] que se nutría de sangre? El obispo afrontaba con valor tales acusaciones: confirmaba su repudio a cuanto se vinculara a dichas prácticas secretas y solicitaba a sus adversarios que elevaran esos cargos al tribunal competente —por supuesto, el tribunal eclesiástico— a fin de que éste lo investigara de manera exhaustiva. Nadie había más ansioso que él de castigar a Mag. Nicolás Francken, si se probaba que en verdad era culpable de los delitos que se le imputaban.
Anderson apenas tuvo tiempo, antes de que cerraran el archivo, para echar una ojeada fugaz a la carta siguiente, escrita por el jefe de los protestantes, Rasmus Nielsen, pero le bastó para darse una idea general de su contenido: los cristianos ya no se sujetaban a las decisiones de los obispos de Roma; el tribunal eclesiástico no era, por lo tanto, ni podía serlo, el más competente para dictaminar sobre una causa de tal gravedad e importancia.
Mr. Anderson abandonó el archivo acompañado por el anciano que lo dirigía, y mientras caminaban, la conversación giró, naturalmente, alrededor de los documentos previamente mencionados.
Herr Scavenius, el archivero de Viborg, si bien estaba muy informado respecto de los documentos que tenía a su cargo, no era especialista en los que abarcaban el período de la Reforma. Demostró, por esa razón, gran interés en los comentarios de Anderson. Examinaría con mucho interés, declaró, el artículo que Mr. Anderson se disponía a escribir basándose en tal documentación.
—En cuanto a esa casa del obispo Friis —agregó—, para mí resulta un gran enigma saber dónde pudo haber estado. He estudiado minuciosamente la topografía de la antigua Viborg, pero, por desgracia, en el viejo inventario de propiedades del obispo, confeccionado en 1560, y que conservamos casi en su totalidad en nuestro archivo, falta justo la parte correspondiente a los bienes que poseía en la ciudad. No importa. Tal vez algún día pueda encontrarla.
Tras un corto paseo —no recuerdo exactamente por dónde—, Anderson regresó al León de Oro, donde lo aguardaban su cena, su solitario y su cama. Ya en el corredor, recordó que había olvidado comentarle al posadero la omisión del cuarto número 13, pero decidió verificar si realmente existía una habitación con ese número antes de hacer cualquier alusión al respecto.
No tardó en hallar una respuesta. Allí estaba la puerta con su número pintado con toda claridad, y era evidente que alguien ocupaba el cuarto, pues al acercarse más pudo oír rumor de pasos y de voces —o tal vez fue una sola voz— en su interior. En cuanto se detuvo unos instantes para corroborar el número, el ruido de pasos cesó con brusquedad, al parecer muy cerca de la puerta, y Anderson, no sin asombro, creyó escuchar una respiración jadeante, propia de una persona presa de una fuerte excitación. Dirigióse a su cuarto y una vez más se sorprendió de encontrarlo mucho más pequeño de lo que le había parecido cuando lo eligió. Pero la leve decepción que esto le hacía sentir era fácil de subsanar: de así desearlo, podía mudarse a otro en el acto. Entre tanto necesitó algo —creo que un pañuelo— que había en su maleta, que un sirviente había colocado sobre un taburete, contra la pared, en el otro extremo del cuarto. Pero le aguardaba una sorpresa: la maleta había desaparecido. Sin duda, la había guardado algún sirviente en exceso solícito, después de haber puesto su contenido en el armario. Allí, sin embargo, no había nada. Comenzaba a preocuparse. Casi de inmediato desechó cualquier sospecha de robo, pues rara vez sucede tal cosa en Dinamarca; pero era indudable que alguien había cometido un estúpido error (lo cual ya no es tan raro) y decidió increpar seriamente a la stuepige. De todos modos, su necesidad no era tan urgente como para impedirle esperar hasta la mañana, así que resolvió no molestar a la servidumbre. Fue hasta la ventana —la de la derecha— y observó la calle desierta. Se enfrentó con la pared ciega de un alto edificio; no había transeúntes, la noche era oscura; nada, en fin, se ofrecía a su atención.
Como la luz estaba situada a sus espaldas, pudo observar su propia sombra, reflejada en la pared del edificio de enfrente. También veíase, a la izquierda, la sombra del ocupante del cuarto número 11, un hombre de barba, que se paseaba en mangas de camisa y al que sorprendió cepillándose el cabello, y luego poniéndose un camisón. A la derecha se distinguía la silueta del ocupante del cuarto número 13. Ésta, tal vez, fuera más interesante. Estaba, como Mr. Anderson, acodado en el alféizar de la ventana, y contemplaba la calle. Parecía un hombre alto y delgado… ¿o era quizá una mujer? De todos modos, la persona desconocida se cubría la cabeza con algo semejante a un velo antes de irse a la cama, y Anderson dedujo que debía tener en el cuarto una lámpara con pantalla roja, y que oscilaba mucho, pues el reflejo de una luz bermeja danzaba en la pared de enfrente. Asomóse para ver si podía descubrir algo, pero sólo pudo observar sobre el alféizar los pliegues de una tela clara, tal vez blanca.
Al escuchar el eco de unos pasos que se acercaban por la calle, el número 13 pareció advertir que estaba expuesto a miradas indiscretas, pues con gran prontitud y rapidez se retiró de la ventana y su luz roja se desvaneció. Anderson, que había estado fumando un cigarrillo, dejó la colilla sobre el alféizar y se fue a dormir.
A la mañana siguiente lo despertó la stuepige, que le traía agua caliente y demás utensilios para el aseo personal. Anderson se incorporó, y luego de meditar muy bien sus palabras, dijo en el danés más correcto que pudo articular:
—No debió tocar mi maleta. ¿Dónde está?
Como suele suceder, la doncella se echó a reír y salió del cuarto sin aclararle nada.
Anderson, bastante irritado, se sentó en la cama, ya dispuesto a volver a llamarla; súbitamente se contuvo al fijar la mirada en el extremo opuesto de la habitación. Allí estaba su maleta, sobre el taburete, en el lugar exacto en que había visto que la dejaba el sirviente, al entrar al cuarto por primera vez. Fue, por cierto, un rudo golpe para un hombre que siempre se ufanaba de su agudo poder de observación. No intentó explicarse por qué no la había visto la noche anterior; a fin de cuentas, era obvio que ahora estaba allí.
Pero la luz del día no sólo le permitió ver la maleta, sino percibir las verdaderas proporciones del cuarto con sus tres ventanas, y comprobar que, después de todo, había hecho una elección acertada. Mientras terminaba de vestirse, se dirigió a la ventana del medio para ver cómo estaba el tiempo. Y aquí se llevó una segunda sorpresa. Su distracción, la noche anterior, sin duda había llegado al colmo. Habría podido jurar que había fumado un cigarrillo asomado a la última ventana de la derecha, antes de irse a dormir, pero ahora descubría la colilla sobre el alféizar de la ventana del medio.
Salió de su habitación para ir a desayunar. Estaba retrasado, pero el número 13 lo estaba aún más: su calzado —un par de botas de hombre— todavía estaba junto a la puerta. Por lo tanto, el número 13 era un hombre, no una mujer. En ese instante miró el número de la puerta: era el 14. Sin duda había pasado junto al número 13 sin advertirlo. Tres errores estúpidos en solo doce horas eran demasiados para un espíritu metódico y amante de la precisión, de modo que volvió sobre sus pasos para asegurarse. El cuarto vecino al número 14 era el número 12, el suyo. No existía en absoluto un cuarto número 13.
Tras consagrar unos minutos al detallado examen de cuanto había comido y bebido en las últimas veinticuatro horas, Anderson optó por olvidarse del asunto. Si empezaban a fallarle la vista o el cerebro, ya tendría muchas oportunidades para comprobarlo, si no era obvio que estaba siendo objeto de un curioso experimento. De cualquier modo, convenía estar alerta ante el desarrollo de los acontecimientos.
Durante el día, Anderson prosiguió el examen de la correspondencia episcopal que ya he mencionado. Para su decepción, descubrió que estaba incompleta. Sólo pudo hallar una carta más relacionada con el asunto de Mag. Nicolás Francken. La redactaba el obispo Jörgen Friis, quien la dirigía a Rasmus Nielsen. Decía así:
»Pese a que de ningún modo podemos aceptar vuestras declaraciones acerca de nuestro tribunal, y a que estaremos dispuestos a combatiros, si fuera necesario, hasta el último de los extremos en esa vuestra opinión, no obstante ello, dado que nuestro leal y bienamado Mag. Nicolás Francken, a quien habéis osado acusar con cargos tan falsos cuanto maliciosos, nos ha sido repentinamente arrebatado, es evidente que, por esta vez, el caso queda cerrado. Mas en cuanto a vuestras declaraciones, en las que aseveráis que el Apóstol y Evangelista San Juan, en su divino Apocalipsis, alude a la Sacra Iglesia Romana con el símbolo de la Mujer Escarlata, sabed que…», etcétera.
A pesar de sus investigaciones, Anderson no pudo encontrar ninguna respuesta a esa carta ni dato alguno sobre la forma en que fue «arrebatado» el casus belli. Sólo pudo suponer que Francken había padecido una muerte súbita; y, como sólo mediaban dos días entre la carta de Nielsen —redactada, evidentemente, cuando Francken aún vivía— y la del obispo, cabía sospechar que tal muerte había sido por completo inesperada.
Por la tarde, Anderson hizo una breve visita a Hald, y tomó el té en Baekkelund; aunque se hallaba algo nervioso, no advirtió el menor indicio de alteración en la vista o en el cerebro, que sus experiencias anteriores le habían hecho temer.
Durante la cena, se encontró sentado frente al posadero.
—¿Por qué razón —inquirió, después de cambiar algunas frases sin importancia— no existe, en la mayoría de los hoteles de este país, un cuarto número 13? Por lo que veo, lo mismo sucede aquí.
Al posadero pareció divertirle la pregunta.
—Es curioso que usted lo haya notado. A decir verdad, yo mismo me lo pregunté más de una vez. Un hombre instruido, me dije, no debe compartir tales supersticiones. Yo me eduqué aquí, en la escuela secundaria de Viborg, y nuestro viejo maestro siempre se oponía a esas creencias. Hace muchos años que murió; era un hombre maravilloso, tan hábil con las manos como con la cabeza. Recuerdo a mis compañeros, un día en que nevaba…
Y se sumió en evocaciones.
—Entonces, ¿cree usted que no hay ninguna razón válida para omitir el número 13? —insistió Anderson.
—Por supuesto. Bueno, fíjese usted, a mí me inició en el oficio mi pobre padre. Primero tuvo un hotel en Aarhuus, y luego, cuando nacimos nosotros, se trasladó aquí, a Viborg, su ciudad natal, y dirigió el Fénix hasta su muerte. Eso fue en 1876. Entonces yo hice mis primeras armas como hotelero, en Silkeborg, y sólo hace dos años que compré esta casa.
Abundó luego en detalles sobre las condiciones del establecimiento en el momento de tomarlo a su cargo.
—Y cuando usted vino aquí, ¿había un cuarto número 13?
—No, precisamente iba a decírselo. Usted sabe, en un sitio como éste, tenemos que trabajar sobre todo con viajantes de comercio. Y no se le ocurra a usted instalarlos en una habitación con el número 13. Antes preferirían dormir en la calle. A mí me importa un comino el número de las habitaciones, y a menudo se lo he dicho, pero ellos se aferran a la idea de que les trae mala suerte. Son capaces de contar cientos de historias sobre viajantes que han dormido en una habitación número 13 y que nunca han vuelto a ser los mismos, o que han perdido los mejores clientes, o que… bueno, cosas así… —concluyó el posadero, tras buscar en vano una frase más gráfica.
—Entonces, ¿para qué usa usted el cuarto número 13? —preguntó Anderson, y sintió al decirlo una desmesurada ansiedad, que excedía a la importancia de su pregunta.
—¿El cuarto número 13? ¿Pero no acabo de decirle que no hay ningún cuarto con ese número en esta posada? Pensé que ya se había dado cuenta; además, si lo hubiera, estaría exactamente al lado del suyo.
—Sí, claro; lo que pasa es que… En realidad, anoche creí ver una puerta con el número 13 en ese pasillo, y estoy casi seguro de no haberme equivocado, pues también la había visto anteanoche.
Naturalmente, Herr Kristensen, tal como Anderson lo esperaba, se echó a reír, y repitió una y mil veces que en esta posada no había ni jamás había habido, una habitación número 13.
Anderson sintió cierto alivio ante la seguridad que le ofrecía esta respuesta, aunque sus dudas aún persistían. Entonces decidió que la única manera de resolver definitivamente el problema era invitar al posadero, esa noche, a su habitación. Algunas fotografías de ciudades inglesas que había traído consigo y un buen cigarro le proporcionaron la excusa apropiada.
Herr Kristensen, halagado por la invitación, la aceptó con entusiasmo. Acordaron reunirse a eso de las diez, pero Mr. Anderson se retiró en ese momento, porque debía escribir unas cartas. Aunque le avergonzara admitirlo, era innegable que la existencia —o la inexistencia— de ese dichoso cuarto número 13 comenzaba a inquietarlo, a tal punto que, para volver a su habitación, lo hizo dando un rodeo, para no tener que pasar junto a la puerta —o el lugar que correspondía a la puerta— del número 13. Al entrar inspeccionó rápidamente su habitación, pero nada advirtió capaz de suscitar equívocos, salvo esa sensación, imprecisa y perentoria, de que era más pequeña que de costumbre. Ya no debía preocuparse por su maleta: él mismo la había vaciado y puesto bajo la cama. No sin esfuerzo logró olvidarse del número 13 y se puso a escribir.
Sus vecinos no le perturbaron. Sólo se escuchaba, de vez en cuando, el gemido de una puerta y el estrépito de un par de botas arrojadas al pasillo, o bien el canturreo de algún viajante que lo recorría. Afuera, de cuando en cuando, algún carro atravesaba la calle mal empedrada, o bien resonaban los pasos veloces de algún transeúnte.
Anderson concluyó sus cartas, pidió un whisky con soda y se dirigió hacia la ventana para observar la pared de enfrente y las sombras reflejadas sobre ella.
Si mal no recordaba, ocupaba el cuarto número 14 un abogado, persona seria y formal, que apenas hablaba durante las comidas, pues por lo general se limitaba a examinar una pila de papeles que colocaba junto a su plato. Pero, al parecer, tenía el hábito de dar libre curso a sus instintos cuando se encontraba a solas. No cabía, si no, otra explicación para la danza que ejecutaba en ese momento. Pues la sombra de la pared demostraba, con toda claridad, que estaba bailando. Una y otra vez su delgada silueta se acercaba a la ventana, agitaba los brazos y elevaba, con asombrosa agilidad, una de sus macilentas piernas. Debía estar descalzo, y sin duda el piso era de gran solidez, pues ningún ruido revelaba sus movimientos. El Sagförer Herr Anders Jensen, bailando a las diez de la noche en un cuarto de hotel, parecía tema adecuado para una pintura histórica de gran estilo; y Anderson, al igual que Emily en Los misterios de Udolfo[12], comenzó a «ordenar sus ideas en los siguientes versos»:
A mi hotel al regresar,
A eso de la hora diez,
Percibe en mí un malestar
El camarero esta vez.
Indiferente, la puerta
Cierro, y tiro el calzado,
Desoyendo las reyertas
Que en mis vecinos alertas
Mi feroz danza despierta.
Pues como la ley conozco,
De sus comentarios hoscos
Me río con desenfado.
Si el posadero no hubiese llamado a la puerta, sin duda el lector tendría ahora ante sus ojos un poema harto más extenso. A juzgar por la expresión de asombro que reveló al entrar en la habitación, Herr Kristensen hallábase sorprendido —al igual que Anderson en anteriores ocasiones— por algo inusual en el aspecto del cuarto. Pero obvió todo comentario. Demostró vivo interés en las fotografías de Anderson, y éstas le sirvieron de excusa para múltiples digresiones autobiográficas. Habría sido improbable, tal vez, que la conversación se encauzara hacia el cuarto número 13 si el abogado, súbitamente, no se hubiese puesto a cantar, y de un modo tal que no podía dejar dudas a nadie de que estaba absolutamente borracho o completamente loco. Su voz, aguda y estridente, parecía cascada, como si no la hubiese empleado en mucho tiempo. Elevábase a increíbles alturas, para luego terminar en un ronco y desgarrado gemido, como el del viento invernal en el cañón de una chimenea, o el de un órgano al que le faltara el aire. Ante sonido tan aterrador, Anderson no dudó de que, de haber estado solo, se habría precipitado en busca de refugio y compañía al cuarto de algún viajante vecino.
El posadero, boquiabierto, se desplomó sobre la silla.
—No entiendo nada —dijo al fin, secándose el sudor de la frente—. Es aterrador. Ya lo había escuchado antes, pero creía que se trataba de un gato.
—¿Estará loco? —preguntó Anderson.
—Seguramente. ¡Pero qué pena! Es tan buen cliente, y le va tan bien con los negocios, según dicen. Y pensar que tiene mujer e hijos que mantener…
En ese momento alguien golpeó la puerta con impaciencia e irrumpió sin aguardar respuesta. Era el abogado, en bata y con el cabello en desorden; y parecía enfurecido.
—Perdón, señor —comenzó—, pero le agradecería que dejara de…
Se interrumpió, estupefacto, pues no cabía duda de que ninguno de los presentes era responsable del alboroto. Luego de una breve pausa, el salvaje alarido se repitió con redoblada estridencia.
—Pero, en nombre del Cielo, ¿qué significa esto? —exclamó el abogado—. ¿De dónde viene? ¿Qué es? ¿O me estoy volviendo loco?
—Sin duda viene de su cuarto, Herr Jensen. ¿No habrá un gato o algún otro animal atrapado en la chimenea?
No bien lo hubo dicho, Anderson comprendió lo absurdo de su explicación; pero todo era preferible a guardar un silencio que taladraría ese gemido atroz, o a contemplar el lívido rostro del posadero, que se aferraba, temblando, a los brazos del sillón.
—Imposible —repuso el abogado—. Imposible. No tengo chimenea. Si vine a este cuarto es porque estaba seguro de que el ruido salía de aquí. Provenía, sin duda, del cuarto vecino al mío.
—¿No había ninguna puerta entre su habitación y la mía? —inquirió ávidamente Anderson.
—No, señor —respondió Herr Jensen con sequedad—. Por lo menos, no la había esta mañana.
—¡Ah! —dijo Anderson—. ¿Y esta noche?
—No estoy seguro —vaciló el abogado.
De pronto, la voz que cantaba o gemía en el cuarto vecino se apagó hasta transformarse en una risa sofocada, casi un gruñido, que hizo estremecer a los tres hombres. Luego, reinó un absoluto silencio.
—Y bien, ¿qué tiene usted que decir, Herr Kristensen? —lo increpó el abogado—. ¿Qué significa todo esto?
—¡Por Dios! —respondió Kristensen—. ¿Qué quiere que le diga? Yo tampoco entiendo nada. ¡Ojalá no tenga que volver a escuchar un sonido así en toda mi vida!
—Lo mismo digo —respondió Herr Jensen, y murmuró luego ciertas palabras en las que Anderson creyó reconocer —aunque no podía asegurarlo— la última frase del Salterio, «Omnis spiritus laudet Dominum».
—Pero debemos hacer algo —adujo Anderson—. ¿Por qué no vamos los tres a revisar el cuarto de al lado?
—¡Pero si es el de Herr Jensen! —gimió el posadero—. ¿De qué servirá, si él acaba de venir de allí?
—Ya no estoy tan seguro —dijo Jensen—. Creo que este caballero tiene razón; tenemos que ir a ver.
Las únicas armas defensivas de que disponían eran un bastón y un paraguas; con ellas, la expedición se aventuró en el pasillo, no sin cierto temor. Imperaba en el corredor un silencio total, aunque por debajo de la puerta vecina filtrábase un hilo de luz. Anderson y el abogado se acercaron a ella. Jensen, tras hacer girar el picaporte, la acometió con violencia. Fue en vano: la puerta no cedió.
—Herr Kristensen —dijo Jensen—. Será mejor que llame a varios de sus empleados, los más fornidos que tenga. Debemos aclarar esto cuanto antes.
El posadero asintió y se alejó presuroso, muy satisfecho de abandonar el campo de operaciones. Jensen y Anderson permanecieron en el corredor, mirando la puerta.
—No hay duda, es el número 13 —dijo el segundo.
—Sí, ahí está la puerta de mi cuarto, allá la del suyo —repuso Jensen.
—Mi habitación tiene tres ventanas durante el día —comentó Anderson, ahogando con dificultad una risita nerviosa.
—¡Por Dios, también la mía! —contestó el abogado, volviéndose hacia Anderson. Al hacerlo, quedó de espaldas a la puerta. Ésta, en ese momento, se entreabrió, y de ella surgió un brazo cuya mano intentó clavársele en el hombro; harapos raídos y amarillentos lo cubrían, y la piel, lo poco que de ella se veía, estaba erizada de largos pelos grises.
Anderson apenas tuvo tiempo de apartar a Jensen a un lado, mientras profería un grito que aunaba la repulsión y el terror. La puerta volvió a cerrarse y escucharon una risa ahogada en el interior del cuarto.
Jensen nada había visto, pero cuando Anderson, apresuradamente, le refirió lo ocurrido, mostró gran agitación y sugirió que abandonaran la empresa en el acto para encerrarse en uno de los dos cuartos.
Pero en ese momento irrumpieron el dueño de la posada y dos robustos sirvientes, los tres muy serios y consternados. Jensen los recibió con un torrente de explicaciones, las cuales, por cierto, no resultaron estimulantes.
Los hombres depusieron las barras que habían traído y anunciaron, lisa y llanamente, que no estaban dispuestos a arriesgar el pellejo en ese antro diabólico. El posadero estaba cada vez más nervioso e indeciso: no ignoraba que, de no afrontar el peligro, se arruinaría la posada, pero tampoco estaba excesivamente resuelto a afrontarlo por sí mismo.
Por suerte, Anderson halló un medio para reanimar a esa tropa desmoralizada.
—¿Dónde está el tan mentado coraje danés? El enemigo no es un alemán y, aunque lo fuera, somos cinco contra uno.
Tal exhortación instigó a ambos sirvientes y a Jensen, que juntos embistieron la puerta.
—¡Un momento! —los contuvo Anderson—. No pierdan la cabeza. Usted, Herr Kristensen, quédese aquí con la lámpara, y que uno de ustedes rompa la puerta, pero no entren cuando ceda.
Los hombres asintieron, y el más joven avanzó hacia la puerta; alzó la barra de hierro y asestó un rotundo golpe al panel superior. El resultado fue muy distinto del que esperaban. No escucharon el seco crujido de la madera, sino un ruido sordo y opaco, como el que produce el golpe contra un muro sólido. El hombre dejó caer la herramienta con un grito de dolor, y comenzó a frotarse el codo. Todos se volvieron hacia él; Anderson, luego miró nuevamente hacia la puerta. Ésta había desaparecido; allí sólo había la pared del pasillo, cuyo revoque revelaba el ostensible destrozo infligido por la barra. El número 13 había dejado de existir.
Todos, por un instante, permanecieron inmóviles ante la pared desnuda. Desde el patio trasero llegó el canto de un gallo, y cuando Anderson volvió la cabeza vislumbró, en el fondo del extenso pasillo, a través del ventanal, las primeras luces del alba.
—Tal vez —insinuó el posadero— los señores preferirán otro cuarto para esta noche… ¿uno con dos camas, quizá?
Ni Jensen ni Anderson rehusaron. Después de la reciente experiencia, preferían permanecer juntos; por la misma razón decidieron que, cuando cada uno de ellos se dirigiera a su cuarto para recoger lo que necesitaba para el resto de la noche, el otro lo acompañaría con una vela. Ambos comprobaron que los dos cuartos —el número 12 y el número 14— tenían de nuevo tres ventanas.
A la mañana siguiente, los expedicionarios se reunieron en el cuarto número 12. El posadero, como es natural, no deseaba la intervención de extraños, pero también tenía sumo interés en que el misterio se aclarase lo antes posible. Por lo tanto, había convencido a los dos sirvientes de que desempeñaran la función de carpinteros. Movieron los muebles y, tras arrancar varios tablones, dejaron al descubierto la superficie del piso más cercano al número 14.
El lector, por supuesto, supondrá que descubrieron un esqueleto (digamos, por ejemplo, el de Mag. Nicolas Francken). No fue así. Sólo encontraron, entre las vigas que sostenían el piso, una pequeña caja de cobre, que contenía un pergamino cuidadosamente plegado, donde había escritas unas veinte líneas. Tanto Anderson como Jensen —quien se reveló como un discreto paleógrafo— se entusiasmaron con este descubrimiento, que prometía facilitar la clave de tan extraordinarios fenómenos.
Tengo en mi poder un ejemplar de una obra de astrología que no he leído jamás. Luce como portada una xilografía de Hans Sebald Beham, que representa un grupo de sabios reunidos en torno de una mesa. Tal vez este detalle permita que los especialistas lo reconozcan. Ahora no lo tengo al alcance de la mano, y no puedo recordar su título; pero sus guardas están cubiertas por una escritura que —pese a que hace diez años que tengo el volumen— aún no he podido descifrar; no he podido establecer en qué sentido debería leerse, y mucho menos a qué lengua pertenecen tales caracteres. Anderson y Jensen, tras someter a prolongado examen el documento hallado en la caja de cobre, no llegaron a mejores conclusiones.
Después de dos días de análisis minucioso, Jensen, que era el más audaz, arriesgó la hipótesis de que estuviera escrito en latín o en danés antiguo.
Anderson renunció a cualquier otra conjetura y se limitó a donar —de muy buen grado, por cierto— la caja y el pergamino al museo de la Sociedad Histórica de Viborg.
Escuché este relato de sus propios labios, unos meses después, en un bosque próximo a Upsala, después de una visita a la biblioteca, donde nos habíamos, o mejor dicho, donde me había burlado del contrato por el cual Daniel Salthenius (más tarde profesor de hebreo en Könisberg) vendía su alma al diablo. Anderson, en verdad, no parecía muy divertido.
—¡Qué muchacho más estúpido! —exclamó, refiriéndose a Salthenius, que al cometer tal imprudencia aún era estudiante—. No se debe invocar a quien no se conoce.
Y cuando yo sugerí las interpretaciones habituales, se limitó a encogerse de hombros con un gruñido. Esa misma tarde me contó el episodio que acabo de referir, pero rehusó sacar conclusiones y se negó a opinar sobre las que yo intenté extraer por mi cuenta.