EL TRATADO MIDDOTH

A fines de una tarde de otoño, un hombre anciano, de rostro delgado y canosas y pobladas patillas, empujó la puerta giratoria que conduce al vestíbulo de una famosa biblioteca y, dirigiéndose a uno de los empleados, declaró que se creía autorizado para utilizar la biblioteca y preguntó si podía retirar un libro. Sí, siempre que estuviera en la nómina de los que gozan de tal privilegio. Él extrajo su tarjeta —Mr. John Eldred— y, una vez consultado el registro, recibió una respuesta favorable.

—Ahora, otra cosa —dijo él—. Hace mucho que no vengo y temo perderme en este edificio; además, pronto será la hora de cerrar y me hace daño andar apresurándome para subir y bajar escaleras. Aquí tengo el título del libro que necesito: ¿hay alguien que esté libre para ir a buscármelo?

Después de un instante de reflexión el portero le hizo señas a un joven que pasaba.

—Mr. Garrett —le dijo—, ¿dispone usted de un minuto para atender a este caballero?

—Con sumo placer —respondió Mr. Garrett, y recibió la ficha con el título que le alcanzaban—. Creo que podré encontrarlo; casualmente está en la sección que inspeccioné hace poco, pero consultaré el catálogo por si acaso. Supongo que usted necesita esta edición en particular, ¿no es así, señor?

—Sí, por favor; ésa, y no otra —dijo Mr. Eldred—. Se lo agradezco muchísimo.

—De ningún modo, señor, —respondió Mr. Garrett, y se apresuró a ir en busca del libro.

—Ya me parecía —se dijo a sí mismo, cuando su dedo, recorriendo las páginas del catálogo, se detuvo ante determinado título—. Talmud: Tratado Middoth, con el comentario de Nachmanides, Amsterdam, 1707, 11.334. Sección Hebreo, por supuesto. No es una tarea muy difícil.

Mr. Eldred, arrellanado en un sillón del vestíbulo, aguardó con ansiedad el regreso de su mensajero, y no ocultó su decepción al ver que Mr. Garrett bajaba las escaleras con las manos vacías.

—Lamento desilusionarlo, señor —dijo el joven—, pero el libro no está.

—¡Oh, caramba! —exclamó Mr. Eldred—. ¿De veras? ¿Está usted seguro de no equivocarse?

—Ya lo creo, señor; pero es posible, si espera usted un minuto, que le presente al caballero que lo retiró. No debe tardar en irse de la biblioteca, creo haberlo visto sacar ese libro de la estantería.

—¡Pero caramba! No lo reconocería, supongo. ¿Era un profesor o un estudiante?

—No sé: estoy seguro de que no era un profesor. Lo habría reconocido; pero a esta hora no hay muy buena iluminación en ese sector de la biblioteca, y no le pude ver el rostro. Yo diría que era un anciano caballero de baja estatura, quizá un clérigo, cubierto con una capa. Si usted aguarda, no tardaré en averiguar si él necesita el libro con mucha urgencia.

—No, no —dijo Mr. Eldred—. Yo no… no puedo esperar ahora, se lo agradezco, pero debo irme. Intentaré pasar de nuevo mañana, si puedo, y quizá usted haya averiguado quién era.

—Seguro, señor. Tendré el libro para usted si…

Pero Mr. Eldred ya se había marchado, a mayor velocidad de la que uno podía juzgar saludable para él.

Garrett disponía de un momento libre y pensó: «Volveré a ese sector para ver si puedo encontrar al viejo. Es casi seguro que pueda postergar la consulta del libro por unos pocos días. No creo que el otro lo necesite por mucho tiempo». De modo que se dirigió a la sección Hebreo. Pero cuando llegó allí no había nadie, y el volumen marcado 11.3.34 ocupaba su sitio en el anaquel. Para la autoestima de Garrett era ultrajante no haber satisfecho a un usuario sin que mediara razón alguna; le habría gustado, de no atentar así contra las normas de la biblioteca, bajar el libro al vestíbulo en ese mismo momento, para que estuviera disponible en cuanto apareciera Mr. Eldred. A la mañana siguiente, de todas maneras, éste le buscaría a él, de modo que le rogó al portero que le avisara llegado el momento. De hecho, se hallaba en el vestíbulo cuando vino Mr. Eldred, poco después de que abrieran la biblioteca, y cuando en el edificio no había casi nadie, salvo el personal.

—Lo siento mucho —le dijo—, no suelo cometer errores tan estúpidos con frecuencia, pero estaba seguro de que el anciano que vi sacaba precisamente ese libro y lo mantenía en la mano sin abrirlo, como suele hacer la gente, sabe usted, señor, que se propone retirar un libro y no meramente consultarlo. No obstante, iré arriba de inmediato y se lo traeré.

Hubo una pausa. Mr. Eldred se acercó a la entrada, leyó todos los avisos, consultó su reloj, se sentó y miró las escaleras, hizo cuanto suele hacer un hombre muy impaciente, hasta que transcurrieron unos veinte minutos. Por fin se dirigió al portero y preguntó si el sector de la biblioteca adonde había ido Mr. Garrett quedaba muy lejos.

—Bueno, precisamente eso me llamaba la atención, señor: él suele ser muy rápido; es probable que lo haya mandado llamar el bibliotecario, pero creo que en ese caso le habría dicho que usted estaba esperándole. Vamos a ver qué pasa; me comunicaré con él.

Y eso fue, en efecto, lo que hizo. A medida que recibía la respuesta su rostro se transformó, y formuló un par de preguntas suplementarias que le fueron contestadas con brevedad. Luego volvió a su mostrador y habló en voz más baja.

—Lamento informarle, señor, que algún inconveniente parece haberle ocurrido a Mr. Garrett. No estaba muy bien, parece, y el bibliotecario lo mandó a casa en un coche, por la otra salida. Algo así como un ataque, parece.

—¿De veras? ¿Quiere usted decir que alguien lo hirió?

—No, señor, ninguna violencia, sino, me parece, que ha sido un ataque, como se dice, de enfermedad. Mr. Garrett no es una persona de constitución muy fuerte. Pero en cuanto a su libro, señor, quizás usted pueda encontrarlo por su propia cuenta. Lamento que haya tenido inconvenientes dos veces seguidas…

—Eh… bueno, pero siento muchísimo que Mr. Garrett haya enfermado tan repentinamente mientras me hacía un favor. Creo que debo dejar el libro e ir a verlo a él. Supongo que usted podrá darme la dirección… ¡Ah!, y otra pregunta. ¿Vio usted si un anciano, quizás un clérigo, con… este… una capa negra, se marchó ayer de la biblioteca después de mí? Es posible que a lo mejor fuera un… es decir, que acaso esté parando… o mejor dicho, quizá yo lo conozca.

—Con capa negra, no, señor. Sólo dos caballeros se fueron después que se retiró usted, señor, y los dos eran jóvenes. Uno era Mr. Carter, que se llevó un libro de música, y otro un profesor, que se llevó un par de novelas. Eso fue todo, señor; después salí muy satisfecho a tomar el té. Gracias, señor, muy agradecido.

Mr. Eldred, aún preso de ansiedad, partió de inmediato al domicilio de Mr. Garrett, pero el joven todavía no estaba en condiciones de recibir visitas. Se hallaba mejor, pero la casera juzgaba que sin duda había recibido una intensa conmoción, y pensaba, según las prescripciones del médico, que sólo podría verlo al día siguiente. Mr. Eldred regresó a su hotel al caer la tarde, y temo que pasó una mala noche.

Al día siguiente pudo ver a Mr. Garrett. Éste, cuando se hallaba bien, era un joven alegre y de agradable aspecto. Ahora estaba pálido y trémulo, acurrucado en un sillón junto al fuego, y demostraba cierta propensión a vigilar la puerta. Sin embargo, si bien había visitantes a quienes no estaba dispuesto a recibir, Mr. Eldred no se contaba entre ellos.

—Soy yo, en realidad, quien le debe a usted una disculpa, y ya desesperaba de poder ofrecérsela, pues ignoraba su domicilio. Me alegro mucho de que haya venido. De veras lamento causar tantos problemas, pero, sabe usted, no podría haber previsto esto… este ataque que tuve.

—Por supuesto que no; pero vea, yo algo entiendo de medicina. Discúlpeme las preguntas: doy por supuesto que ya habrá recibido muy buenos consejos. ¿Acaso tuvo una caída?

—No. Caí al suelo… pero no desde un lugar alto. En realidad padecí una conmoción.

—O sea que algo lo sorprendió. ¿Fue algo que creyó ver?

—Creo que no se trata de creerlo. Sí, fue algo que vi. ¿Recuerda cuándo fue a la biblioteca por primera vez?

—Sí, por supuesto. Bueno, permítame suplicarle que no intente describirlo… no creo que sea bueno para su salud recordarlo.

—Pero ocurre que para mí sería un alivio contárselo a alguien como usted: quizá pueda darme una explicación. Sucedió cuando me dirigía a la sección donde está su libro…

—Por cierto, Mr. Garrett, se lo suplico; además, mi reloj me dice que me queda muy poco tiempo para hacer el equipaje y tomar el tren. No, ni una palabra más, quizá lo agite más de lo que usted imagina. Hay otra cosa que quería decirle. Me siento indirectamente responsable por este malestar y quisiera costear los gastos que…

Pero tal oferta fue rechazada en el acto. Mr. Eldred, sin insistir, se marchó casi de inmediato, pero no sin que Mr. Garrett le hubiese urgido a tomar nota del número de fichero del Tratado Middoth, que, según dijo, Mr. Eldred podía obtener cómodamente por su cuenta. Pero Mr. Eldred no reapareció en la biblioteca.

William Garrett recibió ese día otra visita, un joven de su edad y colega de la biblioteca, un tal George Earle, Earle era uno de los que había hallado a Garrett cuando éste yacía sin sentido en el suelo de la «sección» o cubículo (que daba al corredor central de una vasta galería) donde estaban los libros hebreos, y Earle, naturalmente, estaba muy inquieto por el estado de su amigo. Apenas cerraron la biblioteca acudió a su alojamiento.

—Bueno —dijo, después de hablar de otros temas—, no sé qué es lo que te hizo mal, pero me da la impresión de que hay algo raro en la atmósfera de la biblioteca. Antes de encontrarte, venía por la galería con Davis, y le pregunté si no sentía un olor a moho, que no podía ser saludable. Si uno convive mucho tiempo con semejante olor, y te aseguro que era realmente insoportable, debe meterse en el organismo y perjudicarlo de algún modo, ¿no te parece?

Garrett meneó la cabeza.

—Estoy de acuerdo en lo que dices del olor… pero no se percibe siempre, aunque lo he advertido en los dos últimos días… una especie de olor a polvo, penetrante y poco natural. Pero no… no fue eso lo que me afectó. Fue algo que vi. Y quiero contártelo. Fui a la sección Hebrea para buscar un libro que me había pedido un hombre que esperaba abajo. El día anterior, con ese mismo libro, había cometido un error. Lo había ido a buscar para la misma persona, y estuve seguro de ver a un anciano sacerdote, envuelto en una capa, que lo sacaba. Le dije al hombre que habían retirado el libro, y él se fue para regresar al día siguiente. Entonces volví, por si el clérigo estaba dispuesto a dejármelo: no había ningún clérigo, y el libro se hallaba en el estante. Bueno, ayer, como te decía, fui de nuevo. Esta vez, bueno… eran las diez de la mañana, como recordarás, y ese lugar estaba más iluminado que nunca; allí estaba el clérigo otra vez, de espaldas a mí, mirando los libros del estante que yo necesitaba. Había dejado el sombrero sobre la mesa, y era calvo. Esperé un instante, mirándolo con cierta atención. Te digo que tenía una calva muy desagradable. Me parecía seca, terrosa, y las hebras de cabello que le quedaban eran similares a una telaraña. Bueno, hice un poco de ruido a propósito, tosí y moví los pies. Se volvió y me mostró el rostro, que yo jamás había visto. Te aseguro que no me equivoco. Aunque, por una u otra razón, no pude apreciar la parte inferior de la cara, vi la parte superior, y era absolutamente seca, con los ojos muy hundidos, y sobre éstos, desde las cejas hasta los pómulos, había espesas telarañas. Como suele decirse, fue demasiado para mí, y ya no recuerdo nada más.

Las explicaciones que Earle dio de tal fenómeno no son de mayor interés; en todo caso, no lograron convencer a Garrett de que él no había visto lo que había visto.

Antes de que William Garrett regresara a su trabajo, el bibliotecario insistió en que se tomara una semana de reposo y que cambiara de ambiente. A los pocos días, por lo tanto, Garrett estaba en la estación, con su maleta, y buscaba un compartimiento para fumadores en el cual viajar hasta Burnstow-on-Sea, donde jamás había estado. Descubrió uno que le pareció el indicado. Pero al acercarse vio, frente a la puerta, una figura tan semejante a la de su ingrato recuerdo que, vencido por la náusea y casi sin saber qué hacía, abrió la puerta del compartimiento más próximo y se precipitó en él como si la muerte estuviera pisándole los talones. El tren se puso en marcha; debía haberlo dominado una extrema debilidad, pues lo que percibió a continuación fue el aroma de un frasco que le aplicaban en la nariz. Su médico era una encantadora anciana, quien, junto con su hija, era el único pasajero que había en el vagón.

A no ser por tal circunstancia, difícilmente hubiese entablado conversación con sus compañeras de viaje. Pero, dada la situación, los agradecimientos, las preguntas y los comentarios generales fueron inevitables; y Garrett, antes de que el viaje culminara, no sólo contaba con un médico, sino con alguien que lo alojara, pues Mrs. Simpson alquilaba habitaciones en Burnstow cuyas características, al parecer, las hacían harto convenientes. En esa época del año no había nadie en el lugar, de modo que Garrett compartió con frecuencia la compañía de madre e hija, que juzgaba más que aceptable. Trabó con ellas una relación tan favorable que a la tercera noche de su estancia lo invitaron a pasar la velada en su salón privado.

La charla reveló que Garrett trabajaba en una biblioteca.

—Ah, las bibliotecas son lugares muy acogedores —comentó Mrs. Simpson, dejando su labor con un suspiro—, pero lo cierto es que a mí los libros me han jugado una mala pasada o, al menos, uno de ellos.

—Bueno, los libros son mi medio de vida, Mrs. Simpson, y lamentaría pronunciar una palabra en contra de ellos: siento enterarme de que le hayan causado algún daño.

—Quizá Mr. Garrett pueda ayudarnos a resolver nuestro enigma, madre —adujo Miss Simpson.

—No quiero comprometer a Mr. Garrett en una búsqueda que acaso lleve una vida, querida, ni incomodarlo con nuestros problemas personales.

—Pero si usted cree que existe una mínima probabilidad de que les sea útil, Mrs. Simpson, le encarezco que me diga cuál es ese enigma. Si se trata de aclarar algo con respecto a un libro, como usted comprenderá mi situación es inmejorable para el caso.

—Sí, comprendo, pero lo peor es que ignoramos el nombre del libro.

—¿Y no saben de qué se trata?

—No, tampoco.

—Sólo que creemos que no está escrito en inglés, madre… lo cual no es una pista muy valiosa.

—Bien, Mr. Garrett —dijo Mrs. Simpson que aún no había retomado su labor y contemplaba pensativamente el fuego—. Le contaré la historia. ¿Le puedo pedir, por favor, que no se la revele a nadie? Gracias. Es ésta. Yo tenía un anciano tío, un tal Dr. Rant. Es posible que usted haya oído hablar de él. No porque fuera un hombre eminente, sino por el curioso modo en que dispuso que lo sepultaran.

—Creo haber visto el nombre en alguna guía turística.

—Puede ser —dijo Miss Simpson—. ¡Qué hombre más espantoso! Dejó instrucciones según las cuales debían ponerlo, sentado ante una mesa con su ropa habitual, en un recinto de ladrillos que había construido bajo tierra en un predio vecino a su casa. La gente de la zona, por supuesto, afirma haberlo visto por allí, con su vieja capa negra.

—Bueno, querida —prosiguió Mrs. Simpson—, no sé mucho al respecto, pero el hecho es que murió hace más de veinte años. Era clérigo, aunque por cierto no imagino cómo llegó a serlo. Pero no ejerció durante los últimos años de su vida, lo que me parece bien; vivía en su propia finca, una hermosa propiedad no muy lejos de aquí. No tenía esposa ni familia; sólo una sobrina, o sea yo, y un sobrino, pero no tenía particular predilección por ninguno de los dos… y, dicho sea de paso, por nadie en general. En todo caso, mi primo le gustaba más que yo, pues John se le parecía mucho más por su temperamento y (temo que debo declararlo) por sus mezquindades. Habría sido diferente si yo hubiese sido soltera; pero era casada, lo que no era de su agrado. Muy bien: ahí estaba él con su finca y una buena suma de dinero, según supimos, a su completa disposición, y se suponía que nosotros (mi primo y yo) lo heredaríamos, a su muerte, por partes iguales. Un invierno, hace más de veinte años, según decía, enfermó, y me mandaron llamar para cuidarlo. Entonces aún vivía mi marido, pero el viejo no quería saber nada de él. Al llegar a la casa, vi que mi primo se alejaba de ella en un cabriolé y, por lo que noté, de muy buen ánimo. Entré e hice lo que pude por mi tío, pero no tardé en advertir que ésa sería su última enfermedad; también él lo sabía. El día anterior a su muerte me hizo sentar junto a él todo el tiempo, y vi que había algo, y probablemente algo desagradable, que tenía intención de revelarme y que postergaba tanto como sus fuerzas se lo permitían, temo que con el expreso propósito de mantenerme intrigada. Aunque al fin me lo confesó:

»—Mary —me dijo—, Mary, hice testamento a favor de John: él es dueño de todo, Mary.

»Bueno, por supuesto que fue una amarga sorpresa, pues nosotros (mi marido y yo) no éramos gente adinerada, y si él hubiese podido vivir más holgadamente, creo que su existencia se habría prolongado. Pero poco o nada le dije a mi tío, salvo que tenía el derecho de actuar según su voluntad: en parte porque no se me ocurría nada que decirle, y en parte porque estaba segura de que aún había más; lo había, en efecto.

»—Pero, Mary —me dijo—, John no me gusta mucho, y redacté otro testamento a tu favor. Tú puedes ser dueña de todo. Sólo que debes hallar el testamento, ¿entiendes? Y no tengo ninguna intención de revelarte dónde está.

»Luego comenzó a reírse, y yo aguardé, pues una vez más estuve segura de que él no había concluido.

»—Así me gusta —dijo después de un rato—, espera, y te diré tanto como a John. Pero déjame recordarte que no podrás acudir a la ley con lo que te diga, pues no dispondrás de ninguna prueba salvo tu propia palabra y creo que John es el menos adecuado para oficiar de testigo, llegado el caso. Estupendo, pues, eso queda aclarado. Ahora bien, se me ocurrió no redactar ese testamento de un modo ordinario, de manera que lo escribí en un libro, Mary, en un libro. Y hay varios miles de libros en esta casa. Pero cálmate, no te tomes la molestia de revisarlos, pues no es uno de ellos. Está muy bien guardado en otro lugar: un lugar donde John puede ir y descubrirlo cualquier día, con sólo enterarse, y tú no. Es un buen testamento: está firmado y testificado como corresponde, aunque no creo que a los testigos los descubras muy pronto.

»Aún guardé silencio; si hubiese esbozado el mínimo movimiento, habría sido para aferrar a ese viejo miserable y sacudirlo. Él se reía para sus adentros, y al final dijo:

»—Bueno, bueno, veo que lo has tomado con calma, y como quiero que los dos empecéis en igualdad de condiciones, y John tiene cierta ventaja, pues puede ir a donde está el libro, te diré un par de cosas que a él no le dije. El testamento está en inglés, pero, si alguna vez llegas a verlo, no te darás cuenta de ello. Ésa es una, y la otra es que cuando yo muera hallarás un sobre dirigido a ti sobre mi escritorio, y en su interior algo que podría ayudarte en la búsqueda, si tienes suficiente ingenio.

»Murió pocas horas más tarde, y si bien apelé a John Eldred por ese motivo…»

—¿John Eldred? Discúlpeme, Mrs. Simpson… creo conocer a un tal John Eldred. ¿Qué aspecto tiene?

—Hará diez años que lo vi por última vez. Hoy sería un hombre delgado, algo más que maduro, y a menos que se las haya afeitado, tendría las mejillas cubiertas por pobladas…

—… patillas. Sí, ése es el hombre.

—¿Dónde lo conoció usted, Mr. Garrett?

—No creo poder recordarlo —mintió Garrett—, en algún lugar público tal vez. Pero usted no había concluido la historia.

—En realidad no tengo mucho que añadir, salvo que John Eldred, por supuesto, jamás prestó atención a mis cartas y ha gozado de la finca a partir de entonces, mientras que mi hija y yo hemos debido dedicarnos al hospedaje en esta región, el cual, debo decir, no resultó tan ingrato como yo temía.

—Pero en cuanto al sobre…

—¡Ah, es cierto! Bueno, ése es nuestro enigma. Alcánzale a Mr. Garrett el papel que hay en mi escritorio.

Tratábase de una pequeña tarjeta, que sólo tenía cinco cifras, sin ninguna separación: 11334.

Mr. Garrett reflexionó, y sus ojos se iluminaron. Súbitamente hizo una mueca y preguntó:

—¿Supone que Mr. Eldred dispone de alguna pista que no tenga usted, con respecto al título del libro?

—A veces creo que sí, y por lo siguiente: mi tío debió de hacer testamento muy poco antes de morir, creo que eso fue lo que él mismo dijo, y se deshizo del libro casi de inmediato. Pero todos sus libros estaban escrupulosamente catalogados; John tiene el catálogo, y puso especial cuidado en que ningún libro, de la especie que fuera, fuese vendido, con el objeto de que no saliera de la casa. Yo sé que él suele frecuentar libreros y bibliotecas, así que imagino que ha de haber descubierto qué libros faltan de la biblioteca de mi tío, de los que están registrados en el catálogo, y debe andar en su busca.

—Entiendo, entiendo —dijo Mr. Garrett y se sumió en sus reflexiones.

Al día siguiente recibió una carta que, según le explicó con gran aflicción a Mrs. Simpson, hacía imprescindible que interrumpiera su permanencia en Burnstow.

Aunque deploraba dejarlas (y no menos deploraban ellas su partida) presentía el comienzo de una crisis de suma importancia para Mrs. (y, ¿debemos aclararlo?, para Miss) Simpson.

Durante el viaje en tren Garrett se sentía intranquilo y excitado. Se esforzó por recordar si la signatura del libro que había solicitado Mr. Eldred tenía alguna relación con las cifras consignadas en la tarjeta de Mrs. Simpson. Pero, consternado, advirtió que la conmoción sufrida la semana anterior lo había afectado a tal punto que no podía recordar nada en cuanto al título o naturaleza del volumen, o aun del sector donde lo había buscado. Y, sin embargo, los otros sectores de la biblioteca perduraban en su memoria con toda nitidez.

Había otro detalle (y al recordarlo dio un furioso golpe en el piso): al principio había vacilado —y luego se había olvidado—, en preguntarle a Mrs. Simpson el nombre del lugar donde vivía Eldred. Eso, al menos, podría preguntárselo por carta.

Por lo menos, las cifras del papel le brindaban una pista. Si se referían a una signatura de la biblioteca, sólo cabía una cantidad restringida de interpretaciones: 1.13.34, 11.33.4 ó 11.3.34. Le bastarían unos minutos para comprobarlo, y si faltaba alguno de esos volúmenes, contaba con todos los medios para localizarlo. Emprendió la tarea en el acto, aunque tuvo que dedicar algunos minutos a explicarle a la casera de su alojamiento y a sus colegas por qué había regresado tan pronto. El 1.13.34 estaba en su lugar y no contenía ningún texto extraño. Al aproximarse al Sector 11, en la misma galería, recibió el impacto de su ingrato recuerdo. Pero debía proseguir. Después de inspeccionar el 11.33.4 (que fue el primero que halló, y que era un libro totalmente nuevo), recorrió con los ojos los in-quarto de la signatura 11.3. Halló el hueco que temía: faltaba el 34. Se aseguró de que el volumen no había sido mal colocado, y luego se dirigió al vestíbulo.

—¿Salió el 11.3.34? ¿Recuerda el número?

—¿Recordar el número? ¿Por quién me toma, Mr. Garrett? Vea, ahí tiene las tarjetas; revíselas usted mismo, ya que tiene el día libre.

—Bueno, ¿entonces volvió a venir un tal Mr. Eldred? Ese caballero que estuvo el día en que enfermé. ¡Vamos! Debería recordarlo.

—¿Qué se piensa? Por supuesto que lo recuerdo: no, no anduvo por aquí desde que usted salió con permiso. Aunque… veamos. Roberts se acordará. Roberts, ¿te acuerdas del apellido Eldred?

—Claro —dijo Roberts—. Ese que mandó un chelín como adelanto por el franqueo de su encargo, y ojalá todos hicieran así.

—¿Es decir, que le han enviado libros a Mr. Eldred? ¡Vamos, hablen! ¿Le enviaron alguno?

—Bueno, mire, Mr. Garrett: si un caballero envía su tarjeta como corresponde y el secretario dice que este libro puede salir y en la nota uno ya tiene la dirección para el encargo y le mandan una suma de dinero suficiente para cubrir los gastos de ferrocarril, ¿qué hubiera hecho usted, Mr. Garrett, si puedo atreverme a preguntárselo? ¿Se hubiese usted tomado o no la molestia de mandarlo o hubiese tirado el papel debajo del mostrador y…?

—Actuó usted con toda corrección, Hodgson, por supuesto… con toda corrección. Sólo quiero pedirle que por favor me facilite la tarjeta que envió Mr. Eldred, para averiguar su domicilio.

—Naturalmente, Mr. Garrett; mientras no me importunen para informarme que no conozco mi deber, estoy dispuesto a facilitar lo que sea, mientras esté dentro de mis posibilidades. La tarjeta está allí, en el archivo. J. Eldred, 11.3.34. Título de la obra: T-a-l-m… bueno, ahí la tiene, haga lo que quiera con ella… no es una novela, estoy casi seguro. Y aquí está la nota de Mr. Eldred donde pide el libro en cuestión, que, por lo que veo, él considera indispensable.

—Gracias, gracias. ¿Pero la dirección? No hay ninguna en la nota.

—Ah, cierto; a ver… espere, Mr. Garrett, la tengo. Bueno, esa nota vino dentro de la caja, que estaba preparada con mucho cuidado para evitar inconvenientes, lista para ser devuelta con el libro en su interior; y si algún error cometí en todo este asunto es el hecho de que me olvidé de registrar la dirección en mi libreta, ésta que ve usted. Seguro que tuve buenas razones para no registrarla, pero, en fin, ahora no tengo tiempo, y seguro que usted tampoco, para averiguar cuáles fueron. Y… no, Mr. Garrett, no las conservo en mi memoria, si no para qué voy a hacer anotaciones en mi libreta… usted ve, es una libreta ordinaria, nada más, donde asiento todos los nombres y direcciones cuando me parece conveniente.

—Es una medida admirable, sin duda… pero… bueno, muchas gracias. ¿Cuándo salió el encargo?

—A las diez y media, esta mañana.

—Oh, bien; y ahora es apenas la una.

Garrett fue arriba, sumido en sus cavilaciones. ¿Cómo conseguir ese domicilio? Un telegrama a Mrs. Simpson: pero podía perder un tren si aguardaba la respuesta. Sí, había otra posibilidad. Ella había dicho que Eldred vivía en la finca de su tío. En tal caso, él podía hallar el lugar asentado en el libro de donaciones, que, como ahora conocía el título de la obra, no tardaría en verificar. No tardó, en efecto, en acudir al registro y, como sabía que el viejo había muerto hacía más de veinte años, le dio un amplio margen y retrocedió hasta 1870. Había una sola anotación posible: «1875, 14 de agosto, Talmud: Tractatus Middoth cum comm. R. Nachmanidae, Amstelod, 1707; donado por J. Rant, doctor en teología, de Bretfield Manor».

Una guía de localidades indicaba que Bretfield se hallaba a tres millas de una pequeña estación de la línea principal. Ahora correspondía preguntarle al portero si el nombre inscrito en el encargo era algo así como Bretfield.

—No, nada parecido. Ahora que usted lo menciona, Mr. Garrett, era algo como Bradfield o Brudfielt, pero nada parecido a ese nombre que dice usted.

Hasta allí, perfecto. Ahora, un horario. Podía tomar un tren en veinte minutos, y el viaje llevaría más de dos horas. Era la única oportunidad, pero no podía perderla. Y alcanzó el tren.

Si en su último viaje se había sentido nervioso, en este nuevo que realizaba, prácticamente se puso frenético. ¿Qué podría decirle a Eldred en caso de encontrarlo? ¿Que habían descubierto que el libro era una rareza y que debía devolverlo? Una falsedad evidente. ¿O que suponían que contenía importantes notas manuscritas? Eldred, por supuesto, le mostraría el libro, del cual ya habría arrancado la página. Acaso hallara rastros de la mutilación (un borde de la guarda desgarrada, probablemente) pero, en tal caso, ¿quién podría objetar lo que por cierto alegaría Eldred, que también él había advertido y deplorado el destrozo? Parecía una persecución sin esperanzas. La única oportunidad era ésta: el libro había salido de la biblioteca a las 10.30, era, por tanto, improbable que lo hubiesen despachado en el primer tren, a las 11.20; si contaba con esa garantía, quizá tuviera la suerte de llegar al mismo tiempo que el encargo y tramar alguna historia que indujera a Eldred a entregárselo.

Al caer la tarde, descendió en el andén de la estación que, como la mayoría de las estaciones rurales, observaba un silencio poco natural. Aguardó a que se alejara el par de pasajeros que descendió con él y luego le preguntó al jefe de estación si Mr. Eldred vivía en las inmediaciones.

—Sí, muy cerca de aquí, me parece. Creo que va a pasar por aquí para recoger un envío —y le preguntó al mozo de cordel—: ¿Hoy ya pasó una vez por ese asunto, no es verdad, Bob?

—Sí, señor, así es. Y parecía pensar que yo tenía la culpa de que no hubiese llegado a las dos. De todos modos, aquí lo tengo —y el hombre exhibió un paquete cuadrado, al que Garrett echó una rápida mirada que le aseguró que contenía cuanto a él le interesaba en ese instante.

—¿Bretfield, señor? Sí… a unas tres millas. Si uno toma el atajo que atraviesa estos tres predios, el trayecto se reduce en media milla. Mire: ahí viene el cochecito de Mr. Eldred.

Apareció un vehículo con dos hombres; Garrett, al cruzar la parte trasera de la estación, reconoció en el acto a uno de ellos. El hecho de que condujera Eldred de algún modo lo favorecía, pues lo más probable era que no abriera el paquete en presencia de su sirviente. Por otra parte, no tardaría en llegar a su casa, y a menos que Garrett llegara unos minutos antes, todo concluiría. Debía apresurarse; su atajo lo guió por uno de los lados de un triángulo, mientras que el cochecito debía recorrer los otros dos, y además había que contar con una leve demora en la estación; Garrett recorría el tercer predio cuando oyó el cercano rechinar de las ruedas. Había avanzado cuanto le era posible, pero la velocidad del cochecito lo indujo a desesperar de su propósito: a ese ritmo, sin duda llegarían a la casa diez minutos antes que él, y diez minutos eran más que suficientes para que Mr. Eldred cumpliera su propósito.

En ese preciso instante la suerte sufrió un vuelco. En la quietud del anochecer, cada sonido se destacaba con nitidez. Jamás sonido alguno provocó tanto alivio como el que percibió Garrett: el cochecito se había detenido. Hubo un intercambio de palabras; luego el vehículo prosiguió su marcha. Garrett, presa de extrema ansiedad, pudo verlo atravesar el portillo (cerca del cual él estaba oculto) conducido por el sirviente y sin Eldred en su interior; dedujo que Eldred lo seguía a pie. Acechó desde atrás del elevado seto que había junto al portillo que conducía al camino y vio pasar esa enjuta silueta, que se apresuraba con el paquete debajo del brazo, mientras hurgaba en los bolsillos. Al cruzar el portillo, algo se le cayó sobre la hierba, pero con un sonido tan leve que Eldred no lo advirtió. Garrett aguardó un instante, cruzó el portillo, saltó al camino y lo recogió: una caja de fósforos. Eldred avanzaba y, entretanto, sus brazos hacían apresurados movimientos difíciles de interpretar a la sombra de los árboles que custodiaban el camino. Pero Garrett, al seguirlo con cautela, halló las claves de esos movimientos: un trozo de cuerda y la envoltura del paquete colgaban del seto, pero Eldred había querido arrojarlos por encima.

Ahora Eldred caminaba con lentitud, y era evidente que había abierto el libro y que estaba hojeándolo. Se detuvo, obviamente molesto por la falta de luz. Garrett se deslizó por una abertura y se mantuvo al acecho. Eldred, que escrutaba apresuradamente los alrededores, tomó asiento en un tronco caído junto al camino y acercó el libro a los ojos. Súbitamente lo depositó, aún abierto, sobre las rodillas y hurgó en todos sus bolsillos: la búsqueda, por cierto, fue en vano, lo cual lo enardeció. «Ahora los fósforos te vendrían bien», pensó Garrett. Eldred se había apoderado de una hoja y la arrancaba cuidadosamente, cuando sucedieron dos cosas. Primero, algo negro pareció caer sobre la hoja blanca y cubrirla, y luego, cuando el asombrado Eldred se volvió para mirar a sus espaldas, una pequeña forma oscura pareció irrumpir en la penumbra, con dos brazos que tendieron un manto de tinieblas sobre el rostro de Eldred, cubriéndole la cabeza y el cuello. Aunque éste agitaba las piernas y los brazos con frenesí, no se oyó sonido alguno. Luego se interrumpió todo movimiento. Eldred estaba solo. Había caído detrás del tronco. El libro yacía sobre el camino. Garrett, disipadas su furia y suspicacia al presenciar una lucha tan espantosa, salió y pidió ayuda a gritos, y también lo hizo, para su enorme alivio, un labriego que surgió de un predio vecino. Ambos se inclinaron sobre Eldred y lo examinaron, pero de nada valía, pues estaba indudablemente muerto.

—¡Pobre hombre! —le dijo Garrett al labriego—. ¿Qué cree usted que le pasó?

—Yo no estaba ni a doscientas yardas —dijo el hombre—, cuando vi que Mr. Eldred se ponía a leer su libro, y me parece que tuvo algún ataque… se le ennegreció la cara.

—Exacto —dijo Garrett—. ¿No vio a nadie cerca de él? ¿No habrá sido homicidio?

—No es posible… nadie pudo huir sin que usted o yo lo viéramos.

—Eso es lo que pensé. Bueno, pidamos ayuda. Llamemos al médico y a la policía; y será mejor que les dé a ellos este libro.

Era obvio que el caso exigía una investigación, y también que Garrett debería permanecer en Bretfield para prestar declaración. La pericia médica demostró que, si bien se había hallado un poco de polvo negro en el rostro y la boca del occiso, la causa de su muerte no era la asfixia, sino un ataque a su débil corazón. Surgió el libro fatídico, un respetable in-quarto impreso totalmente en hebreo, y cuyo aspecto difícilmente apasionaría ni siquiera a los más entusiastas.

—Dice usted, Mr. Garrett, que el occiso, en el momento previo a su ataque, parecía querer arrancar una hoja de este libro.

—Sí; creo que una de las guardas.

—Una de ellas está parcialmente desgarrada. Está escrita en hebreo. ¿Quiere inspeccionarla, por favor?

—También hay tres nombres en inglés, señor, y una fecha. Pero lamento declarar que no sé leer los caracteres.

—Gracias. Los nombres parecen firmas. Son: John Rant, Walter Gibson y James Frost, y la fecha es 20 de julio de 1875. ¿Conoce alguien estos nombres?

El párroco, que se hallaba presente, declaró que el tío del occiso, a quien éste había heredado, se llamaba Rant.

Cuando le alcanzaron el libro, meneó la cabeza con asombro.

—Pero esto no se parece al hebreo que yo aprendí.

—¿Está usted seguro de que es hebreo?

—¿Qué? Sí… supongo… No, querido señor, tiene usted razón… es decir, su sugerencia es muy acertada. Por supuesto… no es hebreo, de ningún modo. Es inglés, y se trata de un testamento.

Llevó pocos minutos comprobar que se trataba, para mayor precisión, del testamento del Dr. John Rant, que cedía la totalidad de sus bienes, cuyo último poseedor había sido John Eldred, a Mrs. Mary Simpson. Semejante documento justificaba, por cierto, la conmoción sufrida por Mr. Eldred. En cuanto a la mutilación parcial de esa hoja, el fiscal señaló que no tenía mayor sentido demorarse en especulaciones cuya exactitud jamás podría comprobarse.

El Tratado Middoth, naturalmente, pasó a manos del fiscal para ulteriores investigaciones, y Mr. Garrett le explicó, en forma privada, la historia y los hechos según sus propios conocimientos e inferencias.

Regresó a su trabajo al día siguiente, y mientras se dirigía a la estación pasó frente al sitio donde había muerto Mr. Eldred. No hubiera podido irse sin contemplarlo una vez más, aunque al recordar lo que había visto no pudo evitar, aun en esa mañana diáfana, un brusco estremecimiento. Caminó, no sin recelos, detrás del tronco caído. Vio algo oscuro que por un instante lo sobresaltó, pero comprobó que apenas se movía. Miró más de cerca y advirtió que se trataba de una espesa y sombría masa de telarañas; y, en cuanto la rozó cautelosamente con su bastón, varias enormes arañas surgieron y se perdieron en la hierba.

No requiere mayor imaginación conjeturar los pasos seguidos por William Garrett, desde su empleo en una gran biblioteca hasta su actual situación como futuro propietario de Bretfield Manor, hoy propiedad de su suegra, Mrs. Mary Simpson.