EL GRABADO

CREO que hace algún tiempo tuve el placer de contarle la historia de una aventura sucedida a un amigo mío llamado Dennistoun durante sus investigaciones en busca de objetos artísticos para el museo de Cambridge.

Mi amigo no habló mucho de sus experiencias al regresar a Inglaterra; pero fue imposible que no llegaran a conocerlas un buen número de sus amigos, entre los que se contaba cierto caballero que por entonces dirigía el museo de arte de otra universidad. Era lógico que la historia causara considerable impresión en la mente de un hombre cuya vocación se hallaba en una línea tan parecida a la de Dennistoun, y que se esforzara por obtener cualquier explicación del enigma que hiciera improbable tener que enfrentarse alguna vez en persona con un caso urgente tan perturbador. Hasta cierto punto le consolaba pensar que no se esperaba de él la adquisición de manuscritos antiguos, puesto que esa tarea correspondía a la Shelburnian Library, cuyos expertos podía, si así lo deseaban, escudriñar los más oscuros rincones del Continente con esa finalidad. Él se alegraba de ver por el momento limitado su interés a la ya insuperable colección de dibujos y grabados tipográficos ingleses propiedad de su museo. Sin embargo, como acabó viéndose a la larga, también un departamento tan casero y familiar como ése puede tener sus rincones oscuros, y a uno de ellos tuvo inesperadamente acceso Mr. Williams.

Todos los que se hayan interesado, aun de manera muy limitada, por la adquisición de representaciones topográficas saben de la existencia de un comerciante londinense cuya ayuda resulta indispensable para sus investigaciones. Mr. J. W. Britnell publica con mucha frecuencia admirables catálogos con un amplio y siempre renovado fondo de grabados, planos y antiguos apuntes de mansiones, iglesias y pueblos de Inglaterra y Gales. Esos catálogos constituían, por supuesto, el abecé de su disciplina para Mr. Williams; pero como su museo albergaba ya una enorme cantidad de representaciones topográficas, era un comprador más caracterizado por la regularidad de sus compras que por su número; y contaba con Mr. Britnell más para rellenar los vacíos en el cuerpo general de su colección, que por la esperanza de que le suministrara piezas fuera de lo común.

Ahora bien, en febrero del año pasado apareció en el museo, sobre el escritorio del Mr. Williams, un catálogo del establecimiento del Mr. Britnell acompañado de una comunicación mecanografiada del mismo propietario. Esta última decía lo siguiente:

Muy señor mío:

Nos permitimos llamar su atención sobre el n.º 978 del catálogo adjunto, que tendremos el placer de enviarle a prueba.

Sinceramente suyo,

J. W. Britnell.

Localizar el n.º 978 en el catálogo adjunto fue para Mr. Williams (como se hizo notar para sus adentros) cuestión de un momento, y en el lugar indicado encontró la siguiente anotación:

«978. —Desconocido. Interesante grabado a la manera oscura: vista de una mansión, principios del siglo XVIII. 37 por 25 centímetros; marco negro. 2 libras y 2 chelines».

No era nada especialmente llamativo y el precio parecía alto. Sin embargo, como Mr. Britnell, que conocía su negocio y a su cliente, parecía valorarlo mucho, Mr. Williams escribió una postal pidiendo que le enviaran el artículo a prueba, junto con otros grabados y apuntes que figuraban en el mismo catálogo. Y, sin grandes expectaciones, pasó a ocuparse de las tareas ordinarias de la jornada.

Los paquetes, de cualquier clase que sean, siempre llegan un día después de lo esperado, y el del Mr. Britnell no resultó, como creo que dice la frase, una excepción a la regla. El envío llegó al museo en el correo de la tarde del sábado, después de que Mr. Williams hubiera dado por terminada su jornada de trabajo, de manera que el conserje lo llevó a sus habitaciones en la universidad, con el fin de que no tuviera que esperar hasta el lunes para examinarlo y estuviera en condiciones de devolver de inmediato cualquier parte de su contenido que no quisiera conservar, y allí se lo encontró nuestro hombre al presentarse con un amigo para tomar el té.

El único objeto que me interesa de este relato era el grabado a la manera oscura, más bien grande, enmarcada en negro, cuya breve descripción en el catálogo de Mr. Britnell ya he citado. Será necesario dar algunos detalles más, aunque no cabe esperar que esas indicaciones reproduzcan ante ustedes aquella obra con la claridad con que yo la tengo presente ante mis ojos. Un duplicado casi exacto puede verse en la actualidad en un buen número de salones de posadas antiguas, o en los pasillos de tranquilas mansiones rurales. Era un grabado a la manera oscura más bien insignificante, y una manera oscura (porque también se los llama así) insignificante es, quizá, la peor forma conocida de grabado. Aquélla presentaba una vista frontal completa de una mansión no muy grande del siglo pasado, con tres hileras de ventanas corrientes de guillotina y obra de almohadillado rústico, un antepecho con bolas o jarrones en las esquinas y un pequeño pórtico en el centro. A ambos lados había árboles, y delante una considerable extensión de césped. La inscripción «A. W. F. sculpsit» estaba grabada en el estrecho margen; no había nada más escrito. La pieza, en su conjunto, daba la impresión de ser una obra de aficionado. Qué se proponía Mr. Britnell poniendo un precio de 2 libras y 2 chelines a semejante grabado era algo que sobrepasaba la capacidad imaginativa de Mr. Williams, que dio la vuelta a la manera oscura con una considerable dosis de desprecio; en la parte posterior había una etiqueta, a la que se había arrancado la mitad de la izquierda. Todo lo que quedaba era el final de dos líneas de escritura: en la primera aparecían las letras… ngley Hall; y en la segunda, … ssex.

Quizá mereciese la pena identificar el sitio representado, algo que Williams podía lograr sin dificultad con la ayuda de un diccionario geográfico; después devolvería el grabado a Mr. Britnell, con algunas observaciones negativas sobre la valoración hecha por su proveedor.

Williams encendió las velas, porque había oscurecido ya, hizo té, se lo ofreció al amigo con el que había estado jugando al golf (porque creo que las autoridades de la universidad sobre la que escribo practican ese deporte como distracción) y ambos lo tomaron acompañándolo con una conversación que las personas que juegan al golf se imaginarán sin la menor dificultad pero con la que un escritor responsable no tiene por qué abrumar a las personas ajenas a ese deporte.

La conclusión a la que llegaron fue que determinados golpes podrían haber sido mejores, y que en determinados momentos cruciales ninguno de los dos jugadores había dispuesto de ese mínimo de suerte que cualquier ser humano tiene derecho a esperar. Fue después cuando el amigo —llamémoslo profesor Binks—, cogió el grabado enmarcado y dijo:

—¿Qué sitio es éste, Williams?

—Eso es precisamente lo que voy a tratar de averiguar —respondió su interlocutor, dirigiéndose a la estantería en busca del diccionario geográfico—. Mira detrás. Se trata de una casa cuyo nombre termina en ngley, en Sussex o en Essex. Falta la mitad, como puedes ver. ¿Tú no lo conocerás, por casualidad?

—Imagino que te lo ha enviado ese tal Britnell, ¿no es así? —dijo Binks—. ¿Es para el museo?

—Imagino que lo compraría si costara cinco chelines —dijo Williams—; pero por alguna misteriosa razón pide dos guineas. No se me alcanza el motivo. Es un grabado muy malo, y ni siquiera hay figuras para darle un poco de vida.

—No creo que valga dos guineas —respondió Binks—; pero no me parece tan malo como dices. La luz de la luna está bastante conseguida; y yo hubiera dicho que hay figuras, o por lo menos una figura, justo en la esquina, en primer plano.

—Déjame ver —intervino Williams—. Sí, es cierto que la luz está conseguida de manera bastante inteligente. ¿Y esa figura de la que hablas? ¡Ah, sí! Sólo la cabeza, muy en primer plano.

Y efectivamente allí estaba —poco más que una mancha negra en el borde del grabado— la cabeza de un hombre o una mujer, tapada casi por completo, de espaldas al espectador y mirando hacia la casa.

—De todas formas —dijo—, aunque tiene más mérito de lo que pensaba, no me puedo gastar dos guineas del dinero del museo por un grabado de una casa desconocida.

El profesor Binks tenía que atender a sus ocupaciones y se marchó en seguida; y casi hasta la hora de la cena Williams se consagró al vano intento de identificar la propiedad representada en el grabado. «Si hubieran dejado la vocal delante de ng, habría sido mucho más fácil», pensó; «pero tal como está el nombre puede ser cualquier cosa desde Guestingley a Langley, y hay muchos más nombres que terminan así de lo que yo creía; además este estúpido diccionario no tiene un índice de terminaciones».

En la residencia universitaria de Mr. Williams la cena era a las siete. No hay por qué detenerse en ella; tanto más cuanto que nuestro hombre se encontró con tres colegas que habían estado jugando al golf por la tarde, y de un lado a otro de la mesa se cruzaron animadamente frases que no nos conciernen: simples frases relacionadas con el golf, me apresuro a explicar.

Imagino que, después de cenar, Williams pasó una hora o algo más en la llamada sala común. Más avanzada la velada varios de los comensales se retiraron a las habitaciones del protagonista de nuestro relato, y estoy casi seguro de que se jugó al whist y se fumó. Durante una pausa en esas operaciones Williams cogió de la mesa la manera oscura sin mirarla, y se la pasó a una persona algo interesada en arte, explicándole de dónde procedía y los restantes detalles que ya conocemos.

El caballero aludido la cogió distraídamente, la contempló y luego dijo con tono de cierto interés:

—Es un excelente trabajo, Williams; tiene todo el ambiente del período romántico. La luz, en mi opinión, está admirablemente utilizada y la figura, aunque es más bien demasiado grotesca, tiene mucha fuerza.

—¿Verdad que sí? —respondió Williams, que estaba en aquel momento ocupado sirviendo whisky con soda a algunos de los presentes, y no le era posible cruzar la habitación para ver de nuevo el grabado.

Para entonces se había hecho ya muy tarde y los visitantes se estaban marchando. Después de quedarse solo, Williams tuvo aún que escribir una carta o dos y terminar algunas tareas inconclusas. Finalmente, algo después de la medianoche, estuvo ya en condiciones de acostarse, y apagó la lámpara después de encender la palmatoria del dormitorio. El cuadro estaba boca arriba, sobre la mesa donde lo había dejado el último visitante que lo contemplara, y atrajo su atención mientras apagaba la lámpara. Lo que vio hizo que casi dejara caer la vela, y ahora confiesa que si se hubiera quedado a oscuras en aquel momento le habría dado un ataque. Pero, como eso no sucedió, tuvo la suficiente presencia de ánimo para dejar la palmatoria sobre la mesa y examinar con calma el grabado. Era indudable; absolutamente imposible, desde luego, pero totalmente cierto. En mitad del césped delante de la casa desconocida había una figura, que no se hallaba allí a las cinco de la tarde, arrastrándose a cuatro patas en dirección a la casa y cubierta con una extraña vestidura negra con una cruz blanca en la espalda.

Ignoro cuál es la línea ideal de actuación en una situación de esta índole. Sólo puedo contarles lo que hizo el señor Williams. Cogió el grabado por una esquina y lo llevó, pasillo adelante a un segundo grupo de habitaciones que también ocupaba. Una vez allí lo encerró bajo llave en un cajón, cerró las puertas de los dos conjuntos de habitaciones y se acostó; pero antes redactó y firmó una descripción del extraordinario cambio que se había producido en el grabado desde que llegara a su poder.

Williams tardó en quedarse dormido; pero resultaba consolador pensar que la constatación del extraño comportamiento del grabado no dependía únicamente de su testimonio. Evidentemente la persona que lo había contemplado la noche anterior había visto lo mismo prácticamente, porque de lo contrario Williams quizá tuviera la tentación de creer que algo terrible les estaba sucediendo a sus ojos o a su mente. Como esa posibilidad quedaba afortunadamente excluida, había dos cuestiones que tendría que resolver por la mañana. En primer lugar era necesario examinar el cuadro con gran cuidado y llamar a un testigo con ese fin, y también hacer un decidido esfuerzo para averiguar la identidad de la casa representada. Por consiguiente, pediría a su vecino Nisbet que desayunara con él y a continuación emplearía la mañana en repasar el diccionario geográfico.

Nisbet no tenía ningún compromiso y se presentó a eso de las nueve y media. Su anfitrión no había terminado aún de vestirse, siento decirlo, a aquella hora tan avanzada. Durante el desayuno Williams no dijo nada acerca del grabado a la manera oscura, excepto que deseaba conocer la opinión de Nisbet sobre una posible adquisición para el museo. Pero todas las personas que estén familiarizadas con la vida universitaria pueden imaginarse por sí mismas los muchos agradables temas sobre los que la conversación de dos miembros del claustro de Canterbury College puede extenderse durante un desayuno dominical. Prácticamente ningún tema dejó de tocarse, desde el golf hasta el tenis. Sin embargo resulta necesario explicar que Williams estaba francamente preocupado; porque, como es lógico, todo su interés se centraba en el extrañísimo grabado que reposaba, boca abajo, en un cajón de la habitación frontera.

Finalmente ambos profesores encendieron su pipa matutina, y llegó el momento que Williams había estado esperando. Embargado por una considerable emoción —que casi podría calificarse de trémula— cruzó el pasillo, abrió el cajón, sacó el grabado —siempre vuelto al revés—, volvió a toda velocidad y se lo entregó a Nisbet.

—Ahora —dijo—, quiero que me digas exactamente lo que ves en ese cuadro. Descríbelo, si no te importa, con todo detalle. Después te diré por qué.

—De acuerdo —dijo Nisbet—; tengo delante una vista de una casa de campo, supongo que inglesa, a la luz de la luna.

—¿A la luz de la luna? ¿Estás seguro de eso?

—Completamente. Parece tratarse de luna menguante, si quieres que sea más preciso, y hay nubes en el cielo.

—De acuerdo. Sigue. Juraría —añadió Williams en un aparte— que no había luna la primera vez que lo miré.

—Bueno, no hay mucho más que decir —continuó Nisbet—. La casa tiene una…, dos…, tres hileras de ventanas, con cinco en cada una, excepto la primera, donde hay un pórtico en lugar de la central y…

—Pero, ¿qué me dices de las figuras? —le interrumpió Williams, muy interesado.

—No hay ninguna —dijo Nisbet—; pero…

—¡Cómo! ¿Ninguna figura en el césped delante de la casa?

—Nada en absoluto.

—¿Estás dispuesto a jurarlo?

—Claro que sí. Pero hay algo más.

—¿Qué?

—Una de las ventanas del piso bajo, a la izquierda de la puerta, está abierta.

—¿Abierta? ¡Cielo santo! Debe de haber entrado —dijo Williams, con gran emoción; y se apresuró a situarse detrás del sofá donde se sentaba Nisbet para apoderarse del grabado y comprobar sus afirmaciones personalmente.

Era exactamente como su colega había dicho. No había ninguna figura y sí una ventana abierta. Williams, después de un momento de sorpresa que le dejó sin habla, se dirigió a su mesa de despacho y escribió durante unos minutos. Luego presentó dos papeles a Nisbet, le pidió primero que firmara uno —su propia descripción del cuadro, que ustedes acaban de oír— y luego que leyera el otro: la declaración de Williams escrita la noche precedente.

—¿Qué puede querer decir todo esto? —preguntó Nisbet.

—Ésa es precisamente la cuestión —respondió Williams—. De todas formas hay una cosa que debo hacer…, más bien tres, ahora que lo pienso. Tengo que averiguar qué es exactamente lo que vio Garwood (su visitante de la noche anterior); luego fotografiar el grabado antes de que siga adelante; y además tengo que descubrir de qué sitio se trata.

—Yo mismo me encargo de la fotografía —dijo Nisbet—, y voy a hacerlo en seguida. Pero, a decir verdad, tiene todo el aspecto de que estamos asistiendo a las diferentes etapas de una tragedia. La pregunta es, ¿ha sucedido ya o está todavía por producirse? Has de averiguar de qué casa se trata. Sí —dijo, contemplando de nuevo el grabado—; creo que estás en lo cierto: ha entrado ya. Y si no estoy equivocado, en alguna de las habitaciones superiores debe de estar pasando algo muy poco agradable.

—Ya sé lo que voy a hacer —dijo Williams—. Llevaré el grabado al viejo Green (el miembro de más edad del claustro de profesores, tesorero durante muchos años). Es muy probable que conozca la casa. Tenemos propiedades en Essex y Sussex, y debe de haberse pateado muy a fondo los dos condados en su época.

—Es muy posible que lo sepa —dijo Nisbet—; pero antes déjame que haga la fotografía. Aunque, ahora que lo pienso, me parece que Green no está hoy en la Universidad. Anoche no cenó con nosotros y creo haberle oído decir que se marchaba fuera.

—Es cierto —dijo Williams—; sé que ha ido a Brighton. Bueno, mientras haces la fotografía, iré a ver a Garwood para conseguir su declaración, y tú no pierdas de vista el grabado mientras estoy fuera. Empiezo a pensar que dos guineas no es un precio exorbitante.

Regresó al cabo de muy poco tiempo y trajo consigo a Mr. Garwood. Según la declaración de este último, la figura, cuando él la vio, se había separado del borde del cuadro, pero sin avanzar mucho sobre el césped. Recordaba una marca blanca en la parte posterior de su vestimenta, pero no estaba seguro de que fuera una cruz. A continuación se redactó un documento en ese sentido, que Garwood firmó; después Nisbet procedió a fotografiar el grabado.

—¿Qué te propones hacer ahora? —preguntó—; ¿vas a pasarte todo el día vigilándolo?

—No; creo que no —respondió Williams—. Tengo el convencimiento de que estamos destinados a presenciarlo todo. Piensa que desde que yo lo vi anoche hasta esta mañana ha habido tiempo para que sucedieran muchísimas cosas, pero la criatura no ha hecho más que entrar en la casa. Podría perfectamente haber acabado todo, y que la figura hubiera regresado a su lugar de origen; pero el hecho de que la ventana esté abierta, debe de querer decir, en mi opinión, que aún sigue ahí. De manera que no me preocupa dejar de mirarlo. Además, tengo la idea de que no va a cambiar mucho, o más bien nada, durante el día. Podemos salir a dar un paseo a primera hora de la tarde y regresar para el té o cuando empiece a oscurecer. Voy a dejar el grabado encima de la mesa y cerraré la puerta con llave. Podrá entrar mi criado, pero nadie más.

Los tres estuvieron de acuerdo en que aquél era un buen plan; y, además, si pasaban la tarde juntos era menos probable que hablaran del asunto con otras personas; porque cualquier rumor sobre lo que estaba sucediendo con el grabado serviría para que se les echara encima toda la Sociedad Fantasmológica.

De manera que podemos darles a los tres un respiro hasta las cinco.

A esa hora, poco más o menos, Williams y sus dos colegas empezaron a subir la escalera de Williams. Al principio les molestó un tanto ver que la puerta de sus habitaciones no estaba cerrada, pero en seguida recordaron que los domingos los criados se presentaban para pedir instrucciones alrededor de una hora antes que los días de entresemana. Sin embargo les aguardaba una sorpresa. Lo primero que vieron fue el grabado apoyado contra un montón de libros encima de la mesa, tal como lo habían dejado, y lo siguiente fue al criado de Williams, sentado frente a él, contemplándolo con horror no disimulado. ¿Cómo era posible una cosa así? Mr. Filcher (no me he inventado el apellido[8]) era un servidor muy prestigioso que solventaba las dudas sobre criterios de etiqueta tanto en su residencia universitaria como en otras próximas, y nada más contrario a su habitual manera de comportarse que verse sorprendido ocupando el asiento de su señor, o dar la impresión de fijarse de manera especial en sus muebles o en sus cuadros. De hecho, él mismo pareció darse cuenta, porque se sobresaltó violentamente cuando los vio entrar en la habitación, y se puso en pie haciendo un gran esfuerzo. Luego dijo:

—Le ruego que me perdone, Mr. Williams, por haberme tomado la libertad de sentarme.

—No tengo nada que perdonarle. Robert —protestó el interpelado—. Precisamente tenía intención de preguntarle en algún momento su opinión sobre ese grabado.

—Verá usted, señor, no es que yo me imagine que mi opinión tiene tanto valor como la suya, pero no es el tipo de cuadro que yo colgaría donde mi hija pequeña pudiera verlo.

—No lo haría usted, ¿verdad, Robert? ¿Y por qué no?

—No lo haría, no señor. Y no lo haría porque recuerdo que una vez la pobre niña vio una Biblia con ilustraciones que no eran ni la mitad de impresionantes y después tuvimos que quedarnos levantados para hacerle compañía durante tres o cuatro noches, aunque le parezca a usted mentira; y si llegara a ver ese esqueleto, o lo que sea que hay ahí, llevándose al pobre bebé, le daría un ataque. Ya saben ustedes lo que pasa con los niños; lo nerviosos que se ponen con cualquier pequeñez y todo eso. Pero lo que yo digo es que no me parece un cuadro para dejarlo por ahí, no señor; no para dejarlo por lo menos donde alguien esté expuesto a darse un susto si se lo encuentra. ¿Va a querer el señor alguna otra cosa más esta noche? Muchas gracias.

Y con esas palabras aquel hombre excelente se dispuso a continuar su ronda por los otros apartamentos de la residencia, y pueden estar ustedes seguros de que los caballeros que dejó detrás no tardaron mucho tiempo en reunirse en torno al grabado. Allí seguía la casa, bajo la luna menguante y las nubes arrastradas por el viento. La ventana abierta estaba cerrada, y una vez más había una figura sobre el césped, pero esta vez no se arrastraba cautelosamente sobre manos y rodillas. Ahora iba erguida y avanzaba de prisa, con largas zancadas, hacia la parte delantera del cuadro. La luna quedaba atrás, y el ropaje negro le caía por delante de la cara, de manera que era muy poco lo que podía verse, aunque lo bastante como para que los espectadores agradecieran sinceramente que no se distinguiera más que una frente semejante a una blanca cúpula y unos cuantos cabellos dispersos. Llevaba la cabeza inclinada, y los brazos apretaban un objeto que podía distinguirse con dificultad y reconocerse como un niño, aunque era imposible decir si vivo o muerto. Sólo las piernas de la aparición se veían con claridad, y eran horriblemente flacas.

Desde las cinco hasta las siete los tres compañeros vigilaron el grabado por turnos, pero no sufrió ningún cambio. Finalmente estuvieron de acuerdo en que podían marcharse durante un rato, regresar después de la cena y esperar los acontecimientos.

Cuando volvieron a reunirse, cosa que hicieron lo antes posible, el grabado seguía allí pero la figura había desaparecido, y la casa permanecía en calma bajo los rayos de la luna. No cabía hacer otra cosa que dedicar la velada a la consulta de diccionarios geográficos y guías. Finalmente la suerte sonrió a Williams, y quizá se lo merecía. A las once y media de la noche leyó las siguientes líneas de la Guía de Essex, cuyo autor es Murray:

«Veinticinco kilómetros, Anningley. La iglesia fue un edificio interesante de época normanda, pero sufrió una amplia reconstrucción al estilo clásico en el siglo pasado. Contiene las tumbas de la familia Francis, cuya mansión, Anningley Hall, una sólida casa del período de la reina Ana, con un parque de unas cuarenta hectáreas, se alza inmediatamente detrás del cementerio de la iglesia. La familia se ha extinguido, dado que el último heredero desapareció misteriosamente siendo aún niño, en el año 1802. Su padre, el señor Arthur Francis, era conocido en la zona como artista aficionado de mucho talento y autor de grabados a la manera oscura. Después de la desaparición de su hijo vivió en la mansión familiar en completo aislamiento, y se le encontró muerto en su estudio en el tercer aniversario de la catástrofe, cuando acababa de terminar una manera oscura representando la casa, de la que actualmente es muy difícil encontrar ejemplares impresos».

La referencia parecía exacta y, efectivamente, el señor Green, al regresar, identificó inmediatamente la casa como Anningley Hall.

—¿Existe alguna explicación de la figura? —fue la pregunta que lógicamente le hizo Williams.

—No tengo ninguna seguridad, como puede usted comprender. Lo que solía contarse allí, la primera vez que visité la zona, antes de venir a instalarme aquí, era únicamente esto: que el viejo Francis estaba muy en contra de los cazadores furtivos, y siempre que tenía la oportunidad expulsaba de sus propiedades a los sospechosos, hasta que poco a poco se libró de todos menos uno. Los terratenientes podían hacer entonces muchas cosas que ahora no se atreverían ni a pensar. Bien, pues el individuo que quedaba era lo que suele encontrarse con mucha frecuencia en esa región del país…, el último vástago de una familia muy antigua. Creo que sus antepasados fueron los señores de la mansión en otros tiempos. Recuerdo que en mi parroquia sucedió exactamente lo mismo.

—Vaya, como el individuo de Teresa de Urbervilles —apunto Williams.

—Supongo que sí, aunque no es un libro que vaya de acuerdo con mis gustos. Pero Aquel sujeto estaba en condiciones de mostrar una hilera de tumbas en la iglesia que pertenecían a sus antepasados, y todo eso le había agriado un tanto el carácter; pero Francis, según cuentan, nunca lograba atraparle (siempre se mantenía en el límite de lo ilegal), hasta que una noche los guardas lo encontraron en un bosque, justo en el límite de la propiedad. Todavía podría enseñarles el sitio; está junto a unas tierras que pertenecían a un tío mío. Como ya se imaginan ustedes, hubo una pelea, y el individuo del que estoy hablando, Gawdy (así era como se llamaba, efectivamente, Gawdy; estaba seguro de que me acordaría, Gawdy), tuvo la mala suerte ¡pobre desgraciado! de matar de un tiro a un guardabosques. Bueno, eso es lo que Francis quería; eso y un jurado de acusación (ya saben ustedes cómo funcionaban entonces), y al pobre Gawdy lo colgaron en menos que canta un gallo; a mí me enseñaron el sitio donde está enterrado, en el lado norte de la iglesia; ya saben cómo se hacen las cosas en esa parte del mundo: a los que ahorcan o se quitan la vida los entierran en ese lado. Y lo que se creía por entonces era que algún amigo de Gawdy (no alguien de su familia, porque no le quedaba ningún pariente, ¡pobre diablo!, él era el último de su linaje: spes ultima gentis, por así decirlo) debió planear apoderarse del chico de Francis y acabar también con su linaje. No estoy seguro, claro; es una cosa bastante fuera de lo corriente para que se le ocurra a un cazador furtivo de Essex, pero, si me lo preguntan ustedes, les diré que ahora parece que el viejo Gawdy se las apañó para hacer personalmente el trabajo. ¡Brrr! ¡No me gusta nada pensar en ello! ¡Un poco de whisky, Williams!

Williams comunicó los hechos a Dennistoun quien, a su vez, los transmitió a un grupo heterogéneo, uno de cuyos componentes era yo, y otro el catedrático saduceo de ofiología. Siento tener que decir que este último, al preguntarle su opinión sobre la historia, dijo únicamente: «¡Bah! Esos tipos de Bridgeford son capaces de contar cualquier cosa», comentario que recibió la acogida que se merecía.

Sólo me queda añadir que el grabado se encuentra actualmente en el museo Ashleiano; que ha sido tratado con el propósito de descubrir la posible utilización de tinta simpática, sin ningún resultado positivo; que Mr. Britnell no sabía nada de aquella historia, aunque estaba seguro de que el cuadro se salía de lo corriente; y que, a pesar de que ha sido vigilado con gran atención, no se sabe que haya vuelto a experimentar ningún cambio.