EL FRESNO

QUIEN haya viajado por el este de Inglaterra recordará sus innúmeras y pequeñas casas solariegas, reducidos, húmedos edificios de estilo italiano, rodeados por parques de un centenar de acres. En mí siempre han ejercido una intensa seducción: grisáceas empalizadas de roble, árboles dignificados por el tiempo, lagunas coronadas de juncos, el boscoso horizonte. Me complace, además, el pórtico con columnas, tal vez adherido a una casa de ladrillo rojo, estilo reina Ana, revestido con estuco para que participara del gusto «griego» de fines del siglo XVIII; en su interior, un vestíbulo con techo muy alto que dispone, por lo general, de su galería y su pequeño órgano. También me agrada la biblioteca, donde podemos hallar de todo: desde un salterio del siglo XIII hasta una de las primitivas ediciones in-quarto de Shakespeare. Me gustan, por supuesto, los cuadros; y quizá lo que más me deleita, ante todo, es imaginar cómo se vivía en esa casa en la época en que fue construida y en los dorados tiempos de la prosperidad de sus propietarios, y aun ahora, cuando, si bien el dinero no es tan abundante, los gustos son más variados y la vida ofrece idéntico interés. Ojalá tuviera una de esas casas, y suficiente dinero para mantenerla y en ella recibir modestamente a mis amigos.

Pero basta de digresiones. Quiero referir los insólitos acontecimientos que tuvieron lugar en una casa de esas que he intentado describir: Castringham Hall, en Suffolk. Creo que el edificio ha sido sometido a diversas reformas desde la época de mi anécdota, pero aún conserva, esencialmente, los rasgos a que aludí: pórtico italiano, una casa blanca y cuadrada, más antigua por dentro que por fuera, un parque con franjas boscosas y una laguna. La única característica que confería singularidad a la casa ha desaparecido. Al contemplarla desde el parque, uno veía a la derecha un fresno, alto y vetusto, que crecía a pocos pasos del muro y cuyas ramas casi abrazaban el edificio. Supongo que se alzaba allí desde que Castringham dejó de ser una fortaleza para convertirse —una vez rellenado el foso— en una morada isabelina. Lo cierto es que ya había alcanzado su plenitud hacia 1690.

Ese año, el distrito fue escenario de una serie de procesos por brujería. Pasará mucho tiempo, creo yo, antes de que logremos estimar con justicia la solidez (si es que la tenían) de las razones subyacentes en el universal temor a las brujas en épocas pretéritas. ¿Imaginaban los acusados que poseían insólitos poderes de alguna especie? ¿Disponían al menos, ya que no del poder, de la voluntad de perjudicar a sus semejantes? Las abundantes confesiones de que disponemos, ¿fueron arrancadas por la mera crueldad de los inquisidores? A mi juicio, tales preguntas aún carecen de respuesta apropiada, y el presente relato alimenta mis dudas. No puedo, en principio, descartarlo como mera invención. El lector juzgue por sí mismo.

Castringham contribuyó con una víctima a los autos de fe. Se llamaba Mrs. Mothersole y difería de las habituales brujas de aldea tanto por su posición económica cuanto por su influencia social. Distinguidos granjeros de la parroquia hicieron cuanto pudieron para salvarla. No sólo ofrecieron testimonios favorables, sino que demostraron honda consternación ante el veredicto del jurado.

Parece ser que lo que condenó a esta mujer fue la declaración del entonces propietario de Castringham Hall, Sir Matthew Fell. Éste alegó que en tres diferentes ocasiones la había sorprendido, desde su ventana, durante el plenilunio, mientras recogía ramitas «del fresno que hay junto a mi casa». Había trepado a las ramas, en camisón, y cortaba pequeños vástagos con un cuchillo de hoja singularmente curva mientras parecía hablar consigo misma. En cada una de las ocasiones, Sir Matthew había procurado capturar a la mujer, pero ésta siempre había sido alertada por algún ruido involuntario, y al llegar al jardín él no había visto sino una liebre que cruzaba el parque en dirección a la aldea.

La tercera noche se había esforzado por seguirla con la mayor prisa posible, y se había dirigido a la casa de Mrs. Mothersole; pero debió aguardar un buen cuarto de hora golpeando la puerta, hasta que al fin ella acudió, somnolienta y de mal humor, como si acabara de levantarse de la cama, y él no halló manera de explicar su visita.

Hubo otros testimonios menos sorprendentes e inusuales, que proporcionaron los lugareños, pero fue éste ante todo el que decidió la culpabilidad y la condena a muerte de Mrs. Mothersole. Fue colgada una semana después del juicio, con otros cinco o seis desdichados, en Bury St. Edmunds.

Sir Matthew Fell, por aquel entonces delegado judicial, presenció la ejecución. En una ingrata y lluviosa mañana de marzo, la carreta ascendió la áspera colina de hierba donde, en las afueras de Northgate, se alzaba el patíbulo. Si bien las otras víctimas parecían abrumadas o apáticas, Mrs. Mothersole afrontó la muerte, no menos que la vida, con un temperamento peculiar. Su «ponzoñosa rabia» —según consigna un cronista de la época— «influyó a tal punto en los espectadores (incluso en el verdugo) que todos cuantos la vieron afirmaron que era la encarnación viviente de un demonio feroz. No obstante, no opuso resistencia a los oficiales de la ley; se limitó a mirar a quienes echaron mano sobre ella con un odio tan penetrante y desdeñoso que (según uno de ellos luego me aseguró) sólo de recordarlo le carcomía el corazón aún seis meses más tarde».

Sin embargo, no consta que la víctima haya pronunciado sino estas palabras, al parecer insignificantes: «Habrá huéspedes en la mansión», que una y otra vez repitió en voz baja.

La presencia de ánimo de la mujer no dejó de impresionar a Sir Matthew. Habló al respecto con el vicario de la parroquia con quien emprendió el viaje de regreso una vez cumplida la sentencia. Sir Matthew no había ofrecido su testimonio de buena gana, pues la manía persecutoria contra las brujas no le afectaba especialmente, pero, tanto entonces como más tarde, sostuvo que no podía hacer otra declaración y que no había posibilidades de que se hubiera equivocado al presenciar los hechos. Aborrecía semejante expediente, pues era hombre amigo de andar en buenas relaciones con quienes le rodeaban, pero se había visto obligado a cumplir con un deber, y lo había hecho. Tales eran, al parecer, sus sentimientos, que el vicario elogió, como habría hecho cualquier hombre sensato.

Pocas semanas más tarde, en el plenilunio de mayo, el vicario y el caballero volvieron a encontrarse en el parque, y caminaron juntos hasta la mansión. Lady Fell acompañaba a su madre, que padecía una grave enfermedad, y Sir Matthew estaba solo en la casa; el vicario, Mr. Crome, no se opuso a cenar en Castringham.

Esa noche, la compañía de Sir Matthew no era especialmente grata. El curso del diálogo abarcó ante todo asuntos familiares y parroquiales, y quiso el destino que Sir Matthew dispusiera la redacción de un memorándum en que declaraba sus deseos y propósitos en cuanto a sus propiedades, que más tarde resultó ser de extrema utilidad.

Cuando Mr. Crome decidió emprender el regreso, a eso de las nueve y media, Sir Matthew y él dieron un paseo previo por el sendero de grava que discurre por detrás de la casa. Sólo un incidente sorprendió a Mr. Crome: estaban ante el fresno que ya he mencionado anteriormente, cuando Sir Matthew se detuvo y comentó:

—¿Qué es eso que sube y baja por la corteza del fresno? ¿Será una ardilla? A esta hora suelen estar en sus nidos.

El vicario vio a la movediza criatura, pero la luz de la luna no le permitió discernir su color. No obstante, el nítido perfil, que sólo percibió un instante, quedó impreso en su memoria, y habría jurado, según dijo, aunque pareciera una tontería, que, ardilla o no, la criatura tenía más de cuatro patas.

La momentánea visión, sin embargo, no los entretuvo mucho tiempo, y ambos se despidieron. Acaso se volvieran a ver, pero no fue sino hasta muchos años después.

Al día siguiente Sir Matthew Fell no salió de sus habitaciones a las seis de la mañana, según su costumbre, ni a las siete, ni aun a las ocho. Por lo tanto, la servidumbre se dirigió a los aposentos del caballero. Inútil demorarse en la minuciosa relación de sus ansiedades y sus perentorios golpes sobre la puerta. Al fin la abrieron, y hallaron a su amo muerto y ennegrecido, como habrá previsto el lector. Nadie advirtió en el momento señales de violencia, pero la ventana estaba abierta.

Uno de los sirvientes fue a buscar al párroco, quien a su vez le encomendó que avisara al funcionario de justicia. Mr. Crome se apresuró a llegar a la mansión, y una vez allí lo condujeron al cuarto en el que se hallaba el cadáver. Nos ha legado, entre sus papeles, ciertas notas que revelan la autenticidad del respeto y la congoja suscitados por el destino de Sir Matthew; consta también este pasaje, que he de transcribir por la luz que arroja sobré los hechos, así como sobre las creencias comunes en la época:

«No había el menor vestigio de que la entrada a la cámara hubiese sido forzada: mas el ventanal estaba abierto, lo cual respondía al hábito que mi pobre amigo solía observar en esta estación. Cada noche solía tomar cerveza de un recipiente de plata cuya capacidad era de una pinta, pero esa noche no lo había bebido. Examinó esa bebida el médico de Bury, un tal Mr. Hodgkins, quien no obstante no descubrió, según luego declaró bajo juramento ante el investigador judicial, que en él hubiese materia ponzoñosa alguna. Pues era natural que, hallándose el cadáver negro e hinchado, comentaran los vecinos que fuese obra del veneno. El cuerpo yacía en la cama en tal extremo desorden y tan contorsionado como para fundamentar la conjetura de que mi noble protector y amigo hubiese expirado entre agudos dolores y agonías. Y lo que careció de toda explicación, y delata, a mi juicio, algún hórrido y artero designio por parte de quienes perpetraron este bárbaro asesinato, fue esto: las mujeres a quienes se había confiado la preparación y layado del cadáver, ambas personas contristadas y dignamente reputadas en su dolorosa profesión acudieron a mí con gran pena y consternación tanto de cuerpo cuanto del espíritu, declarando, lo que fue confirmado en el primer examen, que apenas habían tocado el pecho del cadáver con las manos desnudas, habían padecido un agudo escozor y dolor en las palmas, que al poco tiempo, al igual que sus antebrazos, se hincharon con tal desmesura, sin que menguara el dolor, que durante muchas semanas, según luego se comprobó, debieron deponer el ejercicio de su profesión, sin que hubiese, no obstante, marca alguna sobre la piel.

»Ante tal declaración, mandé llamar al médico, que aún estaba en la casa, e hicimos un escrupuloso examen mediante el auxilio de una pequeña lente de cristal de aumento para comprobar en qué condiciones hallábase la piel en esta parte del cuerpo: pero nada descubrimos con el instrumento que tuviera importancia, salvo un par de pinchazos o perforaciones, y entonces llegamos a la conclusión de que eran los sitios por donde pudo ser introducido el veneno, recordando el anillo del Papa Borgia, así como otros famosos especímenes del horrible arte de los envenenadores italianos de la época reciente.

»Eso es todo en cuanto a los indicios presentados por el cadáver. En cuanto a lo que yo pueda añadir, se trata únicamente de un experimento personal mío que la posteridad juzgará si encierra valor alguno. Había, en la mesa junto a la cama, una Biblia de reducido tamaño, a la cual mi amigo —tan puntual en materia de menor urgencia cuanto en ésta, de extrema gravedad— acudía cada noche y cada mañana para leer un fragmento. Y al tomarla —no sin tributar una lágrima a quien del estudio de este pobre reflejo pasaba ahora a la contemplación de su magnífico original— vino a mi pensamiento, como suele suceder en esos instantes de impotencia en que nos aferramos a cualquier destello que nos prometa la luz, la idea de intentar esa práctica supersticiosa, antigua y por muchos ejercida, que consiste en escoger al azar pasajes de las Sagradas Escrituras, de la cual tenemos un buen ejemplo, y muy comentado, en el caso de su difunta y Sagrada Majestad el Santo Mártir, nuestro Rey Carlos y mi Lord Falkland. Fuerza es admitir que mi intento me prestó poca ayuda: hago constar, sin embargo, los resultados, para que pueda inquirirse la causa y origen de estos hechos atroces, pues acaso señalen la verdadera causa del daño a una inteligencia más lúcida que la mía.

»Hice, por tanto, tres intentos abriendo el libro y señalando con mi dedo ciertas palabras: lo cual dio en el primer caso estas palabras, de Lucas 13: 7, Córtalo; en el segundo, Isaías 13: 20, Nunca más será habitada; y en el tercero, Job 39: 30, Sus vástagos sorberán la sangre.»

Podemos prescindir de ulteriores citas de los documentos de Mr. Crome. Sir Matthew Fell fue oportunamente inhumado, y su sermón fúnebre, que Mr. Crome pronunció el siguiente domingo, fue impreso con el título: «La Vía Oculta; o, el Peligro que amenaza a Inglaterra y las Maléficas Maniobras del Anticristo», en el que el vicario expone su punto de vista, compartido con casi toda la vecindad, es decir, que Sir Matthew había sido víctima del recrudecimiento de las maquinaciones papistas.

Su hijo, el segundo Sir Matthew, heredó el título y las propiedades. Así culmina el primer acto de la tragedia de Castringham. Cabe mencionar, aunque el hecho no es asombroso, que el nuevo baronet no ocupó el aposento donde había muerto su padre. En rigor, mientras él vivió no lo ocupó nadie, salvo algún visitante ocasional. Murió en 1735, y no sé de ningún hecho digno de mención que haya afectado a ese período, salvo la tenaz mortalidad padecida por el ganado y los animales en general, que con el tiempo reveló una leve tendencia a agudizarse.

Quienes se interesen en los detalles del caso hallarán un registro estadístico en una carta de 1772, dirigida al Gentleman’s Magazine, que extrae los hechos de la documentación del mismo baronet. Este puso fin al problema mediante un sencillo expediente: durante la noche encerró a todas las bestias en establos y no dejó ovejas en el parque, pues había advertido que nada les ocurría a los animales que pernoctaban en un lugar cerrado. Desde entonces, el mal no afectó sino a las aves y animales silvestres. Pero nadie ha registrado los síntomas con exactitud, y como la vigilancia nocturna resultó absolutamente infructuosa, no me demoraré en lo que los granjeros de Suffolk denominaron la «peste de Castringham».

Como decía, el segundo Sir Matthew falleció en 1735, y oportunamente le sucedió su hijo, Sir Richard. Fue él quien decidió instalar el gran reclinatorio para su familia en el ala norte de la iglesia parroquial. Sus pretenciosas exigencias demandaron ciertos cambios en ese sector no consagrado del edificio, que afectaron a diversas tumbas. Contábase entre ellas la de Mrs. Mothersole, cuya situación se conocía con exactitud gracias a una indicación que Mr. Crome había consignado en los planos de la iglesia y el camposanto.

La exhumación de la famosa bruja, aún recordada por unos pocos, suscitó cierto interés en la aldea. Y el asombro, e incluso la inquietud, cundieron cuando se descubrió que en el ataúd, que estaba intacto, no había vestigio alguno: ni cadáver ni huesos ni polvo. Se trataba, por cierto, de un fenómeno curioso, pues en la época en que la sepultaron no existían los ladrones de cadáveres y difícilmente se conciba otro motivo racional para robarlos que no sea el de destinarlos a la sala de disección.

Dicho incidente revivió por un tiempo todas las historias sobre los procesos de brujería y las fechorías de las brujas que habían dormido un sueño de cuarenta años, y Sir Richard ordenó que el ataúd fuera incinerado, medida que se cumplió con todo rigor aunque muchos la juzgaron desatinada.

Lo cierto es que Sir Richard era un molesto innovador. Anteriormente, Castringham Hall había sido una sobria mansión de ladrillo rojo; pero Sir Richard, conocedor de Italia y contaminado por las modas italianas, decidió (pues era más acaudalado que sus predecesores) dejar un palacio italiano donde había encontrado una casa inglesa. La piedra y el estuco enmascararon el ladrillo; apáticos mármoles romanos poblaron la entrada y los jardines; una reproducción del templo de la Sibila de Tívoli se irguió en la margen opuesta de la laguna; Castringham asumió un aspecto enteramente nuevo y, confesémoslo, menos acogedor. Pero fue objeto de admiración y modelo que imitaron, en años posteriores, muchos propietarios de la vecindad.

Una mañana de 1754, Sir Richard despertó tras padecer una pésima noche. Había soplado viento, y aun cuando la chimenea había ardido con persistencia, hacía tanto frío que debió reavivar el fuego. Además, se había producido en la ventana cierto golpeteo que no hubiese permitido dormir en paz a hombre alguno. Ese día, por otra parte, se esperaba la visita de diversos y eminentes huéspedes que desearían emprender una partida de caza, y el mal que aún afectaba a su salvajina últimamente había sido tan devastador que Sir Richard temía por su reputación. Pero lo que más le molestaba era su noche insomne. Por cierto que no volvería a dormir en esa habitación.

Meditó al respecto durante el desayuno, y luego emprendió un examen sistemático de cada uno de los aposentos para decidir cuál era el más conveniente a sus propósitos. Tardó mucho en decidirse. Uno tenía una ventana orientada al este, otro una ventana orientada al norte; los servidores siempre pasarían por aquella puerta, y no le gustaba la cama de ese lado. No; quería un cuarto que diera al poniente, de modo que el sol no lo despertara temprano, y al que no perturbaran los trajines de la casa. El ama de llaves no tenía nada que ofrecerle.

—Pero Sir Richard, sabéis que sólo hay un cuarto de la casa que reúna esas condiciones.

—¿Y cuál es?

—El de Sir Matthew… la Cámara Occidental.

—Pues bien. Que trasladen mis cosas, pues allí he de dormir esta noche. ¿Por dónde es? Por aquí, seguro.

Y se precipitó hacia allí.

—Oh, Sir Richard, pero nadie ha dormido allí en cuarenta años. Jamás se oreó el cuarto desde que murió Sir Matthew.

Y mientras hablaba, se apresuró a seguirlo.

—Vamos, Mrs. Chiddock, abra la puerta. Al menos quiero ver la habitación.

Entraron en ella y, en efecto, la atmósfera era densa e irrespirable. Sir Richard se acercó al ventanal y con gran impaciencia, según era su costumbre, abrió los viejos postigos. Pues a este extremo de la casa apenas lo habían alterado las innovaciones, ya que estaba muy apartado y además lo ocultaba el enorme fresno.

—Muy bien, Mrs. Chiddock, encárguese de que se renueve el aire y de que traigan mis muebles. Que el obispo de Kilmore duerma en mi antiguo cuarto.

—Por favor, Sir Richard —interrumpió otra voz—, ¿podéis concederme una breve entrevista?

Sir Richard, al volverse, vio a un hombre vestido de negro que lo saludaba desde el vano de la puerta.

—Os suplico que perdonéis mi intromisión, Sir Richard. Acaso ni os acordéis de mí. Mi nombre es William Crome y mi abuelo fue vicario de la parroquia en tiempos de vuestro abuelo.

—Pues bien señor —dijo Sir Richard—, el apellido Crome siempre es bienvenido en Castringham. Me alegra renovar una amistad que perduró a través de dos generaciones. ¿En qué puedo serviros? Pues vuestra hora de llegar, así como vuestro aspecto, si no me equivoco, revelan cierta urgencia.

—No os equivocáis, señor. Vengo de Norwich y me dirijo apresuradamente a Bury St. Edmunds; hice un alto en el camino aquí para entregaros ciertos papeles que hallé al revisar los escritos que dejó mi abuelo a su muerte. Creo que podéis descubrir, entre ellos, cosas de interés para vuestra familia.

—Os lo agradezco, Mr. Crome y si me acompañáis a beber un vaso de vino en el despacho, podemos darle un primer vistazo a esos papeles. Usted, Mrs. Chiddock, encárguese del cuarto como le he dicho… Sí, en efecto, aquí murió mi abuelo… Sí, acaso ese árbol haga que el lugar sea un poco húmedo… No; basta, no quiero más objeciones, por favor. Cumpla las órdenes que le impartí. Seguidme, señor.

Fueron al despacho. La documentación que había traído el joven Mr. Crome —recientemente incorporado al Clare Hall de la Universidad de Cambridge, debo aclarar, razón por la que llevaba una respetable edición de Polieno— incluía, entre otras cosas, las notas redactadas por el vicario en ocasión de la muerte de Sir Matthew Fell. Por vez primera se enfrentó Sir Richard con las enigmáticas Sortes Biblicae que ya conoce el lector. Le divirtieron bastante.

—Bueno, —comentó—, la Biblia de mi abuelo dio al menos un consejo prudente: Córtalo. Si se refiere al fresno, puede estar tranquilo porque le haré caso. Jamás vi peor nido de catarros y calenturas.

El despacho contenía los libros de la familia, que no eran demasiados, pues aún estaba pendiente el envío de una colección que Sir Richard había obtenido en Italia, así como la edificación de un cuarto adecuado donde colocarlos.

Sir Richard levantó los ojos de los papeles y miró a los estantes donde se alineaban los libros.

—Quién sabe —dijo— si el viejo profeta aún estará allí. Me parece verlo.

Atravesó la habitación y tomó una vieja Biblia que ostentaba en su guarda la siguiente inscripción: «A Matthew Fell, de su amante madrina, Anne Aldous, 2 de septiembre de 1659».

—No estaría mal intentarlo una vez más, Mr. Crome. Apuesto a que en las Crónicas conseguimos un par de nombres. A ver… ¿qué es esto? «Por la mañana me buscarás y yo no estaré». ¡Bien, bien! Supongo que vuestro abuelo habría hallado aquí un hermoso presagio, ¿no? ¡Basta de profetas! Son todo cuentos. Ahora bien, Mr. Crome, os estoy infinitamente agradecido por los documentos. Temo que estéis impaciente por retiraros. Por favor… servíos otra copa.

Sir Richard se despidió del joven con sinceros ofrecimientos de hospitalidad, pues los modales de Crome le habían causado una impresión favorable.

Por la tarde llegaron los huéspedes: el obispo de Kilmore, Lady Mary Hervey, Sir William Kentfield, etcétera. Té a las cinco, vino, naipes, la cena, y luego todos se retiran a sus cuartos.

A la mañana siguiente, Sir Richard rehusó salir de caza con los demás y conversó con el obispo de Kilmore. Este prelado, contrariando el hábito de muchos obispos irlandeses de su época, había visitado su sede y, de hecho, había residido un tiempo considerable en ella. Esa mañana, mientras ambos paseaban por la terraza y comentaban los cambios y mejoras de la mansión, el obispo dijo, señalando la ventana de la Cámara Occidental:

—Ninguno de mis feligreses de Irlanda ocuparía ese cuarto, Sir Richard.

—¿Debido a qué, eminencia? En realidad, es el mío.

—Bueno, los campesinos de Irlanda sostienen que trae muy mala suerte dormir cerca de un fresno, y usted tiene un hermoso ejemplar a un par de yardas de la ventana. Quizá —prosiguió el obispo con una sonrisa— ya os haya ofrecido una pequeña demostración, pues no se os ve, permitidme que os lo diga, tan descansado como vuestros amigos quisieran.

—Es verdad, eminencia, que por esa u otra razón, no pude dormir entre las doce y las cuatro. Pero mañana haré derribar ese árbol, para que nunca más se hable del asunto.

—Aplaudo vuestra decisión. No puede ser saludable respirar el aire que pasa, por así decirlo, a través de todo ese follaje.

—Dice bien vuestra señoría. Aunque anoche no abrí la ventana. Fue el ruido lo que me impidió dormir. Las ramas que golpeaban contra el cristal, con toda seguridad.

—Me parece difícil, Sir Richard. Lo podéis ver muy bien desde aquí. Ninguna de las ramas más próximas puede rozar el ventanal a menos que haya tormenta, y anoche no tuvimos ninguna, que yo sepa. Están a un pie de distancia de los cristales.

—Es cierto, eminencia. Entonces no me explico qué era ese golpeteo… y el polvo del antepecho estaba cubierto de marcas y surcos.

Al fin convinieron en que las ratas debían haber trepado por la hiedra; fue el obispo quien lo sugirió, con gran sobresalto de Sir Richard.

Transcurrió el día plácidamente y llegó la noche, y todos se retiraron a sus habitaciones, deseándole a Sir Richard una noche más favorable.

Henos aquí en el cuarto del propietario, mientras él yace a oscuras en su lecho. El cuarto está sobre la cocina, y la noche afuera es cálida y serena, de modo que la ventana está abierta.

Una luz incierta se proyecta sobre la cama, donde hay una extraña agitación; parece como si Sir Richard moviera la cabeza de un lado a otro, con celeridad pero casi sin hacer ruido. Y hasta podemos creer, tan engañosa es la semipenumbra, que tiene varias cabezas, pardas y redondas, que se levantan y descienden y hasta le caen sobre el pecho. Atroz ilusión. ¿No es más que eso? Veamos: algo cae de la cama con un sonido blando, como si fuera un gatito, y en un segundo salta por la ventana; otro, cuatro en total, y luego renace la calma.

Por la mañana me buscarás, y yo no estaré.

¡Sir Richard, al igual que Sir Matthew, muerto y ennegrecido sobre la cama!

Un lívido y mudo grupo de huéspedes y de servidores se congregó bajo la ventana apenas se difundió la noticia. Envenenadores italianos emisarios del Papa, la pestilencia del aire: estas y otras razones esgrimieron, y el obispo de Kilmore contemplaba el árbol, en la horquilla de cuyas ramas más bajas se acurrucaba un gato, que observaba el hueco que los años habían roído en el tronco. Miraba con sumo interés algo que había dentro del árbol.

Súbitamente se incorporó y hurgó en el agujero. Entonces cedió el borde y el gato resbaló; el estrépito de la caída atrajo la atención de todos.

Casi todos nosotros sabemos que un gato puede gritar; pero pocos de nosotros, espero, hemos escuchado un alarido tan espantoso como el que surgió del tronco del inmenso fresno. Hubo dos o tres chillidos —los testigos no recuerdan con exactitud— y luego un ruido leve y sofocado, como de lucha o agitación. Pero Lady Mary Hervey se desmayó en el acto, y el ama de llaves se cubrió los oídos y huyó hasta desplomarse en la terraza.

Quedaron el obispo de Kilmore y Sir William Kentfield. Pero, si bien no se trataba sino del aullido de un gato, estaban intimidados, y sólo después de tragar saliva con dificultad una o dos veces, Sir William pudo decir:

—Hay en este árbol algo más de lo que vemos, eminencia. Lo averiguaré de inmediato.

No hubo oposición. Trajeron una escalera y uno de los jardineros subió para observar la cavidad; sólo pudo percibir vagas señales de que algo se movía. Buscaron un farol para introducirlo mediante una cuerda.

—Debemos llegar hasta el fondo. Por mi vida, eminencia, que aquí yace el secreto de esas muertes terribles.

El jardinero volvió a subir con el farol y con suma cautela lo introdujo en la cavidad. En cuanto se inclinó todos vieron el reflejo de la luz amarillenta en su rostro, y también las contorsiones de incrédulo terror y repulsión que lo deformaron antes de que el hombre profiriera un atroz alarido y se cayera de la escalera (a cuyo pie, por suerte, dos hombres lo atajaron), mientras el farol se precipitaba al interior del fresno.

El jardinero se desvaneció, y pasó un tiempo antes de que pudiera pronunciar palabra.

Pero les aguardaba otro espectáculo. El farol debía haberse quebrado en el fondo, donde acaso había hojas secas y otros elementos combustibles, pues no tardó en brotar una espesa humareda a la que siguieron las llamas, que de inmediato se propagaron por todo el fresno.

Los presentes formaron un círculo a cierta distancia, y Sir William y el obispo enviaron hombres en busca de armas y herramientas, pues no cabía duda de que la criatura que utilizaba el árbol como madriguera se vería obligada a salir.

Así fue. Primero, en la horquilla, vieron surgir un cuerpo redondo, cubierto de llamas del tamaño de una cabeza humana, que se irguió y luego cayó hacia atrás. Esto se repitió cinco o seis veces. Luego, una esfera similar saltó al aire y cayó sobre la hierba, donde quedó rígida al instante. El obispo se acercó tanto como su audacia se lo permitió: lo que vio eran los restos de una araña enorme, venosa y chamuscada. A medida que avanzaba el fuego, surgieron más cuerpos tan espantosos como éste, todos ellos cubiertos por un vello grisáceo.

El fresno ardió durante todo el día, y hasta que cayó destrozado permanecieron los hombres frente a él; de vez en cuando, debían dar muerte a los monstruos que vomitaba. Cuando no apareció ninguno más, se acercaron con prudencia y examinaron las raíces del árbol.

«Descubrieron —narra el obispo de Kilmore— debajo de él una cavidad circular en la tierra, donde yacían dos o tres cadáveres de esas criaturas, sin duda sofocadas por el humo; y, lo que más me llamó la atención, había en un costado de esta madriguera, del lado de la pared, un esqueleto de ser humano, los huesos cubiertos por la piel reseca, con vestigios de cabello negro, que según quienes lo examinaron, era sin duda el cadáver de una mujer muerta, por lo visto, hacía unos cincuenta años.»