EL DIARIO DE MR. POYNTER

SIN duda, no hay mejor lugar de reunión para coleccionistas, libreros y bibliotecarios que el salón de ventas de una famosa firma londinense que se ocupa de la subasta de libros, y no sólo en el transcurso de un remate, sino —y notoriamente— cuando se efectúa una exposición previa a la venta. En uno de tales salones se iniciaron los asombrosos hechos que me refirió, hace pocos meses, la persona principalmente afectada por ellos, a saber, Mr. James Denton, Master of Arts, Fellow of the Society of Antiquaries, etcétera, quien vivió algún tiempo en Trinity Hall y, últimamente, en Rendcomb Manor, condado de Warwick.

Un día de primavera, no hace muchos años, hallábase en Londres por asuntos relacionados principalmente con el mobiliario de la casa que acababa de construir en Rendcomb. Quizás el lector sufra una decepción al enterarse de que Rendcomb Manor era de edificación reciente, pero, lamentablemente, nada puedo hacer para remediarlo. Hubo sin duda una antigua mansión con ese nombre, pero no se destacó por ser hermosa o interesante. Y aun en tal caso, ni una ni otra cualidad habrían sobrevivido al catastrófico incendio que la devastó dos años antes de la fecha de mi relato. Diré con satisfacción que cuanto de valioso había en ella fue rescatado, y que además estaba totalmente asegurada. Mr. Dentón, por lo tanto, pudo afrontar con relativa facilidad los gastos que suponía la construcción de un edificio nuevo y mucho más apto tanto para él como para su tía, que constituía todo su ménage.

Como estaba en Londres, con tiempo disponible, y no muy lejos del salón de ventas al que vagamente aludí, Mr. Denton decidió dedicar una hora a la posibilidad de encontrar, entre los manuscritos de la famosa colección Thomas, entonces en exposición, algo referente a la historia o topografía de la región del condado de Warwick donde estaba su casa.

En consecuencia, se dirigió allí, adquirió un catálogo y subió al salón de ventas, donde los libros —según es habitual— estaban expuestos en vitrinas o sobre largas mesas. Junto a los anaqueles, o sentadas alrededor de las mesas, pudo observar a varias personas, algunas de ellas conocidas. Saludó a varias, y luego se dedicó a examinar su catálogo y a anotar los libros que pudieran interesarle. Había progresado bastante a través de unos doscientos del total de quinientos lotes (de vez en cuando se incorporaba para retirar un volumen del anaquel y hojearlo superficialmente) cuando alguien le puso la mano sobre el hombro. Se volvió para comprobar que quien le interrumpía era uno de esos hombres inteligentes, con barba puntiaguda y camisa de franela, que con tanta prodigalidad produjo, creo yo, el último cuarto del siglo XIX.

No tengo la intención de reproducir íntegramente la conversación que mantuvieron. Básteme consignar que versó sobre todo acerca de conocidos comunes, por ejemplo el sobrino del amigo de Mr. Denton, casado hada poco y establecido en Chelsea o la cuñada del amigo de Mr. Denton, que había estado gravemente enferma y ahora estaba mejor, y de una pieza de porcelana que el amigo de Mr. Denton había adquirido meses atrás a un precio muy inferior a su valor. Acertadamente inferirá usted que tal conversación se redujo a un monólogo. Llegó el momento, sin embargo, en que el amigo razonó que Mr. Denton debía estar allí por algún motivo, y entonces preguntó:

—¿Busca algo en particular? No creo que haya mucho en este lote.

—Bueno, pensé que podría haber algunas colecciones del condado de Warwick, pero en el catálogo no veo nada bajo el nombre Warwick.

—No, aparentemente no —dijo su amigo—. De todos modos, creo haber visto algo así como un diario de Warwickshire. ¿Cómo se llamaba? ¿Drayton? ¿Potter? ¿Painter?… Empezaba con P o con D, estoy seguro —y hojeó rápidamente el catálogo—. Sí, aquí está. Poynter. Lote 486. A lo mejor le interesa. Creo que los libros están allá, sobre la mesa. Alguien los estuvo mirando. Bueno, debo irme. Adiós… vendrá a vernos ¿verdad? ¿Por qué no viene esta tarde? Tenemos un concierto a eso de las cuatro. Bueno, entonces será la próxima vez que venga a la ciudad.

Se fue. Mr. Denton miró su reloj y, con gran desconcierto, comprobó que apenas le quedaban unos minutos para recobrar su equipaje e ir a tomar el tren. Esos minutos bastaron para revelarle que había cuatro enormes volúmenes del diario, que éste se refería a los años próximos a 1710, y que en él parecía haber anotaciones de diversas especies. Valía la pena, al parecer, dejar una señal de veinticinco libras por él, lo cual pudo hacer, pues su agente habitual entró en el salón cuando él iba a retirarse.

Esa noche se reunió con su tía en su alojamiento provisional, una pequeña casa a escasos cientos de yardas de Rendcomb Manor. A la mañana siguiente, reanudaron una discusión que se había prolongado durante semanas, respecto al equipamiento de la nueva casa. Mr. Denton le expuso a su parienta el resultado de su visita a la ciudad: enumeró lo relativo a alfombras, sillas, armarios y porcelanas del dormitorio.

—Sí, querido —dijo su tía—, pero no me dices nada de la tela para las cortinas. ¿Fuiste a…?

Mr. Denton golpeó el suelo con el pie (¿qué otra cosa, en verdad, podía golpear?).

—¡Ah, caramba, caramba…! De eso me olvidé. De veras lo lamento. Iba hacia allí cuando pasé por Robins’s.

Su tía alzó ambas manos.

—¡Robins’s! Eso significa que recibiremos otra partida de libros viejos y horribles a un precio ultrajante. James, creo que ya que me tomo todas estas molestias por ti, deberías intentar acordarte del par de cosas que te encomendé especialmente. No es lo mismo que si te las pidiera para mí. No sé si crees que a mí me causa mucho placer, pero te aseguro que ése no es el caso, de ningún modo. No te imaginas cuántas reflexiones y problemas y preocupaciones me trae, y no tienes más que ir a las tiendas y encargar las cosas.

Mr. Denton intercaló un gemido de contricción.

—Oh, tía…

—Sí, muy bien, querido, no deseo hablar con rudeza, pero debes saber que todo esto es muy molesto: particularmente porque lo demora todo quién sabe hasta cuándo. Estamos a miércoles. Mañana vienen los Simpson, y no puedes dejar de atenderlos. El sábado tenemos invitados para jugar al tenis. Sí, por cierto dijiste que tú mismo los invitarías pero, por supuesto, tuve yo que redactar las tarjetas, y es ridículo, James, que pongas esa cara. De vez en cuando debemos ser corteses con nuestros vecinos: no te gustaría que comentaran que somos unos perfectos salvajes. ¿Qué iba diciendo? Bueno, el caso es que a esto iba: por lo menos hasta el jueves de la semana que viene no podrás ir a la ciudad, y hasta que no hayamos decidido la zaraza[6] es imposible resolver cualquier otra cosa.

Mr. Denton se aventuró a sugerir que, como ya estaban encargados la pintura y el empapelado, semejante observación era en exceso severa, pero su tía, por el momento no estaba dispuesta a admitirlo. No hubiera encontrado aceptable, por otra parte, ninguna otra propuesta que él le anticipara. No obstante, con el transcurso del día, su actitud se tornó menos rígida: examinó un poco a disgusto las muestras y listas de precios que había traído su sobrino, e incluso aprobó con entusiasmo ciertas elecciones.

En cuanto a él, estaba, como es natural, algo aturdido por no haber cumplido con su deber, pero más aún por la perspectiva de un tennis party, que, si bien hubiese sido una desgracia inevitable en agosto, no habría creído que fuera de temer en mayo. No obstante, el viernes por la mañana, tuvo la noticia de que era dueño, mediante la suma de 12 libras y 10 chelines, del diario manuscrito de Poynter, cuyos cuatro volúmenes lo alegraron todavía más con su llegada al día siguiente.

Como el sábado por la mañana se vio obligado a llevar a Mr. y a Mrs. Simpson a dar un paseo en automóvil, y por la tarde a recibir a sus huéspedes y vecinos, no pudo abrir el paquete hasta el sábado por la noche cuando sus invitados se retiraron a dormir. Sólo entonces comprobó el hecho, que hasta el momento apenas sospechara, de que realmente había adquirido el diario de Mr. William Poynter, Squire de Acrington (distante unas cuatro millas de su propia parroquia), el mismo Poynter que durante un tiempo fue miembro del círculo de anticuarios de Oxford, cuyo centro era Thomas Hearne y con el cual en última instancia el propio Hearne parece haber reñido, episodio nada extraordinario en la carrera de este hombre excelente. Tal como ocurre con las colecciones del propio Hearne, el diario de Poynter contenía múltiples notas sobre libros impresos, descripciones de monedas y otras antigüedades que habían llamado su atención, borradores de cartas sobre estos asuntos, además de la crónica de sucesos cotidianos. La descripción ofrecida por el catálogo de ventas no había bastado para darle a Mr. Denton una idea exacta del interés que parecía tener el libro, y se quedó leyendo el primero de los cuatro volúmenes hasta horas harto censurables.

El domingo por la mañana, al regresar de la iglesia, su tía entró en el estudio y olvidó lo que venía a decirle al ver los cuatro volúmenes in-quarto, con cubiertas de cuero marrón, que yacían sobre la mesa.

—¿Qué es eso? —dijo con suspicacia—. ¿Son nuevos, no? ¡Oh!, ¿y por esto te has olvidado de mis cortinas? Habráse visto ¡Qué despropósito! ¿Cuánto pagaste por ellos, me gustaría saber? ¿Más de diez libras? James, es realmente escandaloso. En fin, si cuentas con dinero para derrochar en esas cosas, no puede haber razón alguna para que no te suscribas (y generosamente suscrito) a mi Liga contra la Vivisección. En serio, James, me enfadaré de veras si no… ¿Quién dices que los escribió? ¿El viejo Mr. Poynter, de Acrington? Bueno, por supuesto que es interesante reunir viejos documentos de esta vecindad. ¡Pero diez libras!

Recogió uno de los volúmenes —no el que había leído su sobrino— y lo abrió al azar, dejándolo caer en el acto en cuanto un ciempiés emergió de entre las páginas. Mr. Dentón lo recogió con una sofocada interjección.

—¡Pobre libro! Creo que no eres muy amable con Mr. Poynter.

—¿De veras, querido? Que él me perdone, pero sabes que no puedo soportar a esas horribles criaturas. Déjame ver si le causé algún daño.

—No, creo que todo está bien; pero mira lo que hay donde lo has abierto…

—¡Oh, caramba!, ¡qué interesante! Despréndelo, James, y déjame verlo.

Tratábase de un trozo de tela casi idéntico en tamaño a la página, sujeto a ella mediante un anticuado alfiler. James lo separó y se lo alcanzó a su tía, volviendo a pinchar el alfiler en la página.

Ahora bien, no sé exactamente de qué tela se trataba, pero tenía impreso un dibujo cuyo trazado fascinó a Miss Denton. Ésta se manifestó embelesada, lo apoyó contra la pared, persuadió a James a hacer lo mismo para poder contemplarlo de lejos, luego lo inspeccionó y culminó su examen con enfáticos elogios al buen gusto del anciano Mr. Poynter, que había tenido la feliz idea de preservar esa muestra en su diario.

—El diseño es encantador y admirable —exclamó ella—. Mira, James, qué deliciosas ondas entretejen estas líneas. La hacen a una acordarse del cabello, ¿no? Y esos lazos a intervalos. Dan el tono exacto de color que se requiere. Me pregunto…

—Iba a decir —interrumpió James con deferencia—: me pregunto si nos costará mucho hacerlo copiar para nuestras cortinas.

—¿Copiar? ¿Y cómo lo vas a hacer copiar, James?

—Bueno, ignoro los detalles, pero supongo que se trata de un diseño impreso, y que se podría sacar un molde en madera o metal.

—¡Oh!, pero es realmente una idea magnífica, James. Casi me inclino a alégrame de tu… de que te olvidaras de la zaraza el miércoles. Prometo olvidarlo todo y perdonarte si haces copiar este diseño adorable. Nadie tendrá nada semejante, y no lo olvides, James, no permitiremos que se venda a otras personas. Ahora debo irme, y me olvidé por completo de lo que te venía a decir; no importa, ya me acordaré.

Una vez que su tía se retiró, James Denton dedicó unos pocos minutos a un examen más escrupuloso del diseño. Le asombraba el impacto que éste había causado en Miss Denton. A él no le parecía tan bonito o peculiar. Sin duda era apropiado para un cortinaje: caía en bandas verticales que, al parecer, debían converger en la parte superior. Miss Denton no se equivocaba al compararlas con ondas —casi parecían rizos— de cabello. En fin, lo más importante era descubrir, mediante guías comerciales, qué empresa podía dedicarse a la reproducción de un viejo diseño de ese tipo. No me demoraré en los pormenores del caso: Mr. Denton confeccionó una lista de firmas probables y fijó un día para visitarlas con su muestra.

Sus dos primeras visitas fueron infructuosas: pero a la tercera va la vencida. La firma de Bermondsey, que era tercera en su lista, se dedicaba a ese tipo de trabajos. Las pruebas que fueron capaces de presentar justificaban que se les encomendara el trabajo. «Nuestro Mr. Cattell» lo aceptó con un fervoroso interés personal.

—Créame, señor, es realmente conmovedora la cantidad de tejidos medievales de este tipo, de veras encantador, que pasa inadvertido en muchas de nuestras casas solariegas y que corre, estoy seguro, el peligro de ser desechado como basura. ¿Cómo dice Shakespeare…?, insignificantes bagatelas. Ah, como yo digo, él siempre tiene la palabra exacta. Shakespeare, quiero decir, aunque bien sé que no todos comparten conmigo esa opinión. El otro día tuve una especie de altercado con un caballero, un hombre con título también, y creo que me dijo haber escrito algo sobre el particular, y por casualidad yo cité algo relativo a Hércules y la tela pintada. Caramba, no vea usted qué alboroto. Pero en cuanto a ésta, que usted tan amablemente nos confía, es un trabajo que haremos con auténtico entusiasmo, intentando dedicarle nuestras mejores habilidades. Lo que un hombre hizo, según le observaba hace sólo unas semanas a otro estimado cliente, otro hombre lo puede hacer, y en tres o cuatro semanas, si todo marcha bien, esperamos ofrecerle la prueba concluyente de ello, señor. Anote la dirección, por favor, Mr. Higgins.

Tal fue el curso general de las observaciones de Mr. Cattell en su primera entrevista con Mr. Denton. Cerca de un mes más tarde, notificado de que ya había muestras a su disposición, éste volvió a verlo y tuvo, al parecer, razones para estar satisfecho con la fidelidad de reproducción del diseño. En la parte superior había sido terminado de acuerdo con la indicación que antes mencioné, de modo que las bandas verticales se unían. Aún había que hacer algo para imitar el color del original. No les importunaré con las sugerencias de orden técnico que hizo Mr. Cattell, quien además deslizó ciertas observaciones vagamente adversas acerca de que el diseño podría tener aceptación general.

—¿Dice usted que no desea que este modelo se le suministre a nadie, salvo amigos personales de usted que exhiban su propia autorización, señor? Pues así se hará. Comprendo su deseo de exclusividad: le da cierto sabor al hallazgo, ¿no? Lo que es de todos, se dice, no es de nadie.

—¿Cree usted que sería popular si fuera fácil de conseguir? —preguntó Mr. Denton.

—Lo veo difícil, señor —dijo Cattell, aferrándose reflexivamente la barbilla—. Lo veo muy difícil. No creo que tuviera aceptación: el hombre que preparó la matriz no lo aceptó muy bien, ¿no es cierto, Mr. Higgins?

—¿Le pareció una tarea difícil?

—No fue eso lo que dijo, señor; pero el hecho es que el temperamento artístico (y nuestros hombres son artistas, y no menos que cualquiera de los que el mundo así denomina), ese temperamento, como le decía, suele tener rechazos y preferencias difícilmente explicables, y éste fue un ejemplo. Las dos o tres veces que fui a inspeccionar la marcha de su trabajo pude entender lo que me decía, pues le conozco los hábitos, pero no percibí entonces ni ahora verdadero disgusto por lo que yo llamaría algo exquisito. Parecía —dijo Mr. Cattell, fijando los ojos en Mr. Denton— que el hombre oliera algo casi maligno en ese diseño.

—¿En serio? ¿Eso dijo? Yo, por mi parte, no veo en él nada siniestro.

—Tampoco yo, señor. De hecho eso fue lo que le dije. «Vamos, Gatwick», le dije, «¿qué te pasa? ¿A qué se debe tu prejuicio… pues no lo puedo llamar de otro modo?» Pero no, no me dio ninguna explicación. Y debí contentarme, como ahora, con un encogimiento de hombros y un cui bono. De todos modos, aquí la tiene.

Y así volvieron al aspecto técnico del asunto. La búsqueda de los colores para el fondo, el borde y los lazos era por cierto la cuestión más ardua, y requirió múltiples y mutuos envíos del diseño original y de las nuevas muestras. Durante parte de agosto y septiembre, los Denton estuvieron ausentes de Rendcomb Manor. Sólo en octubre contaron con cantidad suficiente de tela como para confeccionar las cortinas de los tres o cuatro dormitorios en que iban a colgarlas.

En la festividad de Simón y Judas, tía y sobrino regresaron de una breve visita para hallarlo todo concluido, y quedaron muy satisfechos del efecto general. Las nuevas cortinas, en particular, eran admirablemente adecuadas al ambiente. Cuando Mr. Denton, al vestirse para la cena, tomó posesión de su cuarto, en el que la tela colgaba en profusión, se felicitó una y otra vez de la suerte que le había inducido a olvidarse del encargo de su tía y que había puesto en sus manos este medio tan eficaz de enmendar su error. El diseño era, según él mismo comentó durante la cena, muy sosegado, sin ser monótono. Y Miss Denton —cuyo cuarto, dicho sea de paso, no gozaba de tales cortinajes— estuvo muy dispuesta a darle la razón.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, él redujo un poco —muy levemente— sus elogios.

—Sólo una cosa lamento —declaró—: que hayamos permitido que unieran las bandas verticales en la parte superior. Creo que hubiera sido mejor dejarlas así.

—¿Cómo? —dijo interrogativamente su tía.

—Sí. Anoche, mientras leía en la cama, no pude dejar de mirarlas. Es decir, no podía evitar echarles una ojeada de vez en cuando. Tenía la sensación de que alguien me miraba desde detrás de las cortinas, donde debía estar el borde, y creo que eso se debía a la unión de las bandas en la parte de arriba. Aparte de eso, lo único que me molestó fue el viento.

—¡Vaya! Creí que había sido una noche totalmente tranquila.

—A lo mejor sólo fue en esa ala de la casa, pero bastaba para agitar mis cortinas y hacerlas crujir más de lo que yo hubiera deseado.

Esa noche recibieron la visita de un amigo soltero de James Denton, que se alojó en un cuarto en el mismo piso que su anfitrión, aunque al final de un largo pasillo en cuya mitad había una puerta forrada de bayeta roja, puesta allí para interceptar las corrientes y amortiguar el ruido.

Los tres se habían retirado. Miss Denton mucho antes que ambos hombres, los cuales se despidieron a las once. James Denton, que aún no tenía sueño, se sentó en un sillón y se puso a leer. Dormitó y luego despertó, y recordó que su spaniel marrón, que solía dormir en su cuarto, no había subido con él. Luego pensó que se había equivocado, pues al dejar caer el brazo a un costado del sillón, a pocas pulgadas del suelo, creyó rozar una superficie velluda; estiró entonces el brazo en esa dirección y le pareció palpar algo redondo. Pero la sensación que le inspiró, y más aún el hecho de que a su caricia no respondiera movimiento alguno, sino una enfática quietud, lo incitó a mirar por encima del brazo del sillón. Lo que había tocado se irguió frente a él. Mantenía la postura de alguien que hubiere estado reptando durante mucho tiempo sobre el vientre, y tenía, por lo que él luego recordó, aspecto humano. Pero en el rostro que ahora se alzaba a escasas pulgadas del suyo no podía discernirse rasgo alguno, sólo pelos. Era tan amorfo, espantoso y amenazador que Mr. Denton se vio obligado a saltar de su sillón y a precipitarse fuera del cuarto, profiriendo aterrados gemidos; y no cabe duda de que lo más apropiado era escapar. Mientras empujaba la puerta de bayeta que dividía el pasillo y —olvidando que se abría hacia su lado— la golpeaba con todas sus fuerzas, sintió, que algo le rozaba la espalda cada vez con más fuerza, como si la mano (o lo que fuera, acaso algo peor que una mano) se materializara a medida que se concentraba la furia del perseguidor. Entonces recordó el truco de la puerta, la abrió, la cerró a sus espaldas, llegó al cuarto de su amigo, y eso es todo lo que necesitamos saber.

Es curioso que, durante todo el tiempo que había pasado desde que compró el diario de Poynter, James Denton no hubiera buscado ninguna explicación a la presencia de la tela hallada entre sus páginas. Había leído el manuscrito sin descubrir ninguna alusión, y había llegado a la conclusión de que no había nada que decir. Pero, al abandonar Rendcomb Manor (sin saber si era para siempre), como naturalmente insistió en hacer después de experimentar los horrores que he intentado describir, se llevó el diario consigo. En su alojamiento frente al mar examinó con mayor cuidado el sitio de donde había sacado la tela. Lo que recordaba haber sospechado resultó ser cierto. Había dos o tres páginas pegadas, pero estaban escritas, como podía apreciarse mirándolas al trasluz. No fue difícil despegarlas al vapor, pues la pasta había perdido buena parte de su fuerza; contenían observaciones acerca del diseño.

La anotación era de 1707.

«El anciano Mr. Casbury, de Acrington, hablóme hoy del joven Sir Everard Charlett, a quien recordaba como estudiante de la Universidad, y a quien creía de la misma familia que el Dr. Arthur Charlett, actualmente uno de sus rectores. El tal Charlett era un caballero joven y bien parecido, aunque irremediablemente ateo y un gran vividor, como entonces llamaban a los grandes bebedores, y por lo que sé, siguen haciéndolo hoy. Sus extravagancias no pasaron inadvertidas, y le valieron diversas amonestaciones; y de haberse conocido la historia completa de sus libertinajes, sin duda lo habrían expulsado de la Universidad, a menos que se hubiesen manipulado intereses en su favor, tal como sospechaba Mr. Casbury. Era un joven de gran belleza y solía usar su propio cabello, el cual era muy abundante, por lo cual y a causa de su vida disoluta, se ganó el apelativo de Absalón, con el que solía vanagloriarse de haber abreviado los días del viejo David, refiriéndose a su padre, Sir Job Charlett, un anciano y digno caballero.

»Díjome Mr. Casbury que no recuerda el año en que murió Sir Everard Charlett, pero que fue en 1692 o 1693. Murió súbitamente en octubre. [Se omiten varias líneas que describen sus hábitos desagradables y los delitos que se le imputan.] Habiéndolo visto tan animoso la noche anterior, Mr. Casbury se enteró con asombro de su muerte. Lo hallaron en el foso de la ciudad, y según decían, le habían arrancado el cuero cabelludo. Casi todas las campanas de Oxford tañeron por él, pues era un noble, y fue sepultado a la noche siguiente en el ala este de San Pedro. Pero dos años más tarde, como su sucesor decidiera trasladarlo a su propiedad rural, se dijo que el ataúd, al romperse por accidente, reveló estar repleto de Pelo: lo cual suena a fábula, aunque creo que constan precedentes, como en la Historia de Staffordshire del Dr. Plot.

»Al ser desocupados sus aposentos, Mr. Casbury se quedó con parte de sus cortinajes, los cuales, según se decía, había diseñado expresamente este Charlett en homenaje a su Cabello, dándole al Hombre que los preparó un rizo que le sirviese de modelo, y el fragmento que adjunto aquí fue parte de los mismos, cedido a mí por Mr. Casbury. Según dijo él creía que existía alguna sutileza en el dibujo, pero jamás la había descubierto por sí mismo ni deseaba meditar sobre ello.»

El dinero que costaron las cortinas bien pudo arrojarse al fuego, tal como lo fueron éstas. El comentario de Mr. Cattell cuando oyó esta historia adoptó la forma de una cita de Shakespeare. Usted, creo, la adivinará sin dificultad. Comenzaba con las palabras: «Hay más cosas…»