I
VERUM usque in praesentem diem multa garriunt inter se Canonici de abscondito quodam istius Abbatis Thomae thesauro, quem saepe, quanquam adhuc incassum, quaesiverunt Steinfeldenses. Ipsum enim Thomam adhuc florida in aetate existentem ingentem auri massam circa monasterium defodisse perhibent; de quo multoties interrogatus ubi esset, cum risu respondere solitus erat: «Job, Johannest, et Zacharias vel vobis vel posteris indicabunt»; idemque aliquando adiicere se inventuris minime invisurum. Inter alia huius Abbatis opera, hoc memoria praecipue dignum iudico quod fenestram magnam in orientali parte alae australis in ecclesia sua imaginibus optime in vitro depictis impleverit: id quod et ipsius effigies et insignia ibidem posita demonstrant. Domum quoque Abbatialem fere totam restauravit: puteo in atrio ipsius effosso et lapidibus marmoreis pulchre caelatis exornato. Decessit autem, morte aliquantulum subitánea perculsus, aetatis suae anno LXXII, incarnationis vero Dominicae MDXXIX.
—Supongo que tendré que traducirlo —se dijo el anticuario en cuanto concluyó la transcripción de los renglones precedentes que había tomado de ese libro peculiar y excesivamente difuso, el Serturn Steinfeldense Norbertinum[1]. Bueno, da lo mismo que lo haga ahora o después.
Y, en consecuencia, la siguiente versión quedó redactada en poco tiempo.
«Hasta el presente día, se ha rumoreado mucho entre los canónigos acerca de la existencia de un cierto tesoro oculto del susodicho abad Thomas, que los de Steinfeld han buscado con frecuencia, aunque hasta ahora en vano. Se dice que Thomas, aún en la plenitud de su vida, ocultó una inmensa cantidad de oro en algún sitio del monasterio. Cuando le preguntaban —lo que sucedía a menudo— dónde se hallaba, respondía riéndose: “Job, Juan y Zacarías os lo dirán, a vosotros o a vuestros sucesores”. A veces añadía que no guardaría rencor alguno al que lo hallara. Entre otras obras emprendidas por este abad, mencionaré especialmente las imágenes, admirablemente pintadas en vidrio, que pueblan el gran ventanal del extremo oriental de la nave sur de la iglesia, que, a modo de testimonio, ostenta su efigie y sus armas. Además restauró casi íntegramente la morada del abad, en cuyo patio cavó un pozo que adornó con hermosos relieves en mármol. Murió de muerte algo repentina a los setenta y dos años de edad, en el Año del Señor de 1529.»
Lo siguiente que debía hacer el anticuario era localizar los vitrales de la iglesia abacial de Steinfeld. Poco después de la Revolución, una gran cantidad de vitrales pasó de las disueltas abadías de Alemania y Bélgica a nuestro país, y hoy adornan varias de nuestras iglesias parroquiales, catedrales y capillas privadas. La abadía de Steinfeld fue uno de los más pródigos de estos involuntarios proveedores de nuestro patrimonio artístico (cito el preámbulo, un tanto pomposo, del libro escrito por el anticuario) y la mayor parte de los vitrales de esa institución son identificables sin dificultad, ya por las múltiples inscripciones que mencionan su procedencia, ya por los temas, que representaban ciclos o narraciones bien definidos.
El pasaje con el que inicié mi relato había ofrecido otra pista al anticuario. En una capilla privada —no importa dónde— había visto tres enormes imágenes; cada una ocupaba la luz íntegra de un ventanal, y las tres eran sin duda obra de un solo artista. Ese artista, según lo delataba el estilo, había sido un alemán del siglo XVI, pero nadie había podido brindar datos más precisos. Las imágenes representaban —¿acaso el lector se asombrará de ello?— a JOB PATRIARCHA, JOHANNES EVANGELISTA, ZACHARIAS PROPHETA, y cada uno aferraba un libro o pergamino que exhibía una sentencia de sus respectivos escritos. El anticuario había advertido este detalle, y también, no sin asombro, que diferían de todos los textos de la Vulgata que había podido examinar. El pergamino en manos de Job rezaba: Auro est locus in quo absconditur (en lugar de conflatur)[2]; el libro de Juan decía: Habent in vestimentis suis scripturam quam nemo novit[3] (en lugar de in vestimento scriptum, tomando las palabras reemplazadas de otro versículo); y Zacarías: Super lapidem unum septem oculi sunt[4] (el único que presentaba un texto sin alteración).
Un amargo desconcierto había acuciado a nuestro investigador al ver a los tres personajes reunidos en un mismo ventanal. No los unía ningún lazo de orden histórico, simbólico o doctrinal, y sospechó que acaso formaran parte de una extensa serie de profetas y apóstoles que cubriera, por ejemplo, las ventanas superiores de una iglesia de dimensiones notables. Pero el pasaje del Sertum, al revelar que los nombres de los personajes representados en el vitral hoy expuesto en la capilla de Lord D… habían sido constantemente mencionados por el abad Thomas von Eschenhausen de Steinfeld, y que dicho abad había erigido, acaso hacia 1520, un vitral pintado en la nave sur de la iglesia abacial, alteraba la situación. Pensar que las tres imágenes formaran parte de la ofrenda del abad Thomas no era una conjetura audaz, y para confirmarla o refutarla bastaba con examinar escrupulosamente el vitral. Y, como Mr. Somerton era hombre sin ocupaciones, inició sin demora su peregrinaje a la capilla. Su conjetura tuvo plena confirmación. No sólo la técnica y el estilo del vitral eran perfectamente adecuados al lugar y la época requeridos, sino que halló también en otro ventanal de la misma capilla, otro vitral, que habían adquirido junto con las tres imágenes y que lucía las armas del abad Thomas von Eschenhausen.
A intervalos, durante sus indagaciones, Mr. Somerton no había dejado de evocar los rumores sobre el tesoro oculto y, a medida que las vio satisfechas, juzgó cada vez más obvio que si algún sentido tenían las enigmáticas respuestas del abad, había que descubrirlo en el ventanal que él había instalado en la iglesia abacial. Era innegable, por lo demás, que cabía interpretar el primero de los singulares textos inscritos en el vitral como referencia a un tesoro oculto.
Consiguió, pues, con sumo cuidado, todo indicio o señal cuya eventual colaboración pudiera desentrañar el misterio que, a su juicio, el abad había propuesto a la posteridad y, de regreso a su casa solariega en Berkshire, consumió buena parte del aceite nocturno ante sus copias y bosquejos. Un día, dos o tres semanas más tarde, Mr. Somerton le anunció a su mayordomo que debía preparar tanto sus propias maletas como las de su amo, pues partían de viaje a un sitio adonde, por ahora, no los seguiremos.
Mr. Gregory, párroco de Parsbury, había resuelto, esa diáfana mañana de otoño, caminar hasta el portón antes del desayuno para recibir la correspondencia y gozar del aire fresco. Pudo satisfacer ambos propósitos. Aún no había respondido sino diez u once de las variadas preguntas formuladas por la límpida curiosidad de sus vástagos, que le acompañaban, cuando apareció el cartero; el bulto de esa mañana incluía una carta con estampilla y sello extranjeros (que en el acto fueron objeto de ávida disputa entre los jóvenes Gregory), remitida con una caligrafía cuya cultura era objetable, aunque no así su carácter inglés.
Cuando el párroco la abrió y buscó la firma, advirtió que la enviaba el servidor de confianza de su inestimable amigo y protector Mr. Somerton. Decía lo siguiente:
Muy Respetable Señor:
Como sufro mucha ansiedá por el Amo, le escribo para rogarle si Ud., Señor, no decearía tener la bondá de venirse por aquí. El Amo tuvo una gran comosión y está en cama. Nunca lo vi en este hestado pero después de todo no es hasombrarse y sólo usted puede darle una mano. El Amo dice que si e de mencionarlo el camino más corto es irse a Koblinza y de ai es un poco más. Espero haber sido claro, pero estoy muy confundido y con mucha ansiedá, y me siento muy débil por las noches. Si me permite la audasia, señor, será un placer ver una onrada cara británica entre tantas extranjeras.
Lo saluda, con toda diferencia
William Brown
P. D. —Es un pueblo, no una ciudá. Se llama Stinfeld.
Figúrese el lector los detalles del asombro, la confusión y los precipitados preparativos en que carta semejante había de sumergir a un apacible párroco de Berkshire, en el año de gracia de 1859. Sólo diré que ese mismo día tomó un tren a la ciudad, que logró reservar un camarote en el barco a Amberes y un asiento en el tren a Coblenza; tampoco presentó mayor dificultad el traslado desde ese lugar a Steinfeld.
Padezco, como narrador, la grave desventaja de no haber visitado jamás Steinfeld y de que ninguno de los protagonistas del episodio (de quienes derivo toda mi información) me haya brindado sino una idea vaga e imprecisa de su aspecto. Deduzco que es un sitio pequeño, con una enorme iglesia despojada de sus antiguos ornamentos; la rodea una variedad de edificios altos, más bien en ruinas, casi todos del siglo XVII; pues la abadía, al igual que casi todas las del continente europeo, fue reconstruida por sus moradores de esa época. No creí que valiera la pena gastar dinero en visitar el lugar, pues aunque quizá merezca un juicio más atento que el de Mr. Somerton y el de Mr. Gregory, por cierto hay muy poco, si es que hay algo, cuyo interés sea de primera magnitud… salvo, acaso, una cosa, que yo preferiría no ver.
La posada donde se alojaron el caballero y su sirviente es, o era, la única «posible» en la aldea. Hacia ella lo condujo el cochero contratado por Mr. Gregory, que al llegar halló a Mr. Brown esperando en la puerta. Mr. Brown, que en su Berkshire natal era un modelo de esa raza patilluda e impasible, que responde al nombre de servidor de confianza, vestía, en ese exilio atroz, un traje claro de tweed, y delataba ansiedad, furor, cualquier cosa salvo dominio de la situación. Su alivio al ver la «onrada cara británica» del párroco fue desmesurado, pero carecía de léxico para expresarlo. Sólo pudo decir:
—Bueno, estoy muy contento, se lo aseguro, señor, de verlo. Y también, señor, lo estará el amo.
—¿Cómo está su amo Brown? —preguntó ávidamente Mr. Gregory.
—Creo que mejor, señor, gracias; pero lo pasó muy mal. Espero que, en fin, ahora pueda dormir un poco…
—¿Qué fue lo que ocurrió? No pude deducirlo de su carta. ¿Hubo algún accidente?
—Bueno, señor, no sé si debo… El amo insistió en que él mismo quería contárselo. Pero no se rompió ni un güeso… creo que deberíamos estar agradecidos por eso…
—¿Qué dice el médico? —preguntó Mr. Gregory.
Ya estaban ante la puerta del cuarto de Mr. Somerton y hablaban en voz baja. Mr. Gregory, que iba delante, buscaba el picaporte, razón por la cual rozó los paneles con los dedos. Un horrible alarido, que provino del interior del cuarto, se anticipó a la respuesta de Brown.
—¿Quién es, en el nombre de Dios? —oyeron—. ¿Es Brown?
—Si señor… soy yo, con Mr. Gregory —se apresuró a decir Brown, y le respondió un estentóreo gruñido de alivio.
Entraron en la habitación, cuya penumbra contrastaba con la tarde de sol, y Mr. Gregory observó con súbita lástima, las contracciones y lágrimas de temor que deformaban el rostro de su amigo, quien incorporándose bajo el dosel, le saludó con mano trémula.
—Mejor ahora que le veo, querido Gregory —fue la respuesta a la primera pregunta del párroco, y, por lo visto, era sincera.
Tras un diálogo de cinco minutos. Mr. Somerton —tal fue la ulterior declaración de Brown— ya era otro hombre. Pudo ingerir una cena más respetable y estuvo dispuesto a tolerar, en un lapso de veinticuatro horas, el viaje a Coblenza.
—Pero hay algo —dijo con un nuevo asomo de inquietud que perturbó a Mr. Gregory— que debo suplicarle que haga por mí, querido Gregory. No —prosiguió, depositando su mano sobre la de Gregory para impedir toda interrupción—, no me pregunte qué es, o por qué quiero que lo haga. Aún no puedo explicarlo; me perjudicaría, anularía todo el bien que me ha hecho al venir. Sólo le diré que no corre ningún riesgo, y que Brown, mañana, puede y ha de revelarle qué es. Sólo se trata de reintegrar… de guardar… algo. No; aún no puedo mencionarlo. ¿No le molesta llamar a Brown?
—Bien, Somerton —dijo Mr. Gregory mientras se dirigía a la puerta—. No pediré ninguna explicación hasta que usted lo crea conveniente. Y si esta pequeña diligencia es tan fácil como dice, no habrá problemas en que sea, tratándose de usted, lo primero que haga por la mañana.
—Ah, estaba seguro, mi querido Gregory; sabía que podía confiar en usted. Jamás podré expresarle mi gratitud. Mire, aquí está Brown, quiero hablar una palabra contigo.
—¿Conviene que me vaya? —preguntó Mr. Gregory.
—No por favor, en absoluto, Brown, lo primero que harás mañana por la mañana (sé que no le importa madrugar Gregory) es llevar al párroco a… allí, ya sabes —Brown, inquieto y solemne, asintió con un gesto—, y entre los dos devolverán eso a su lugar. No tienes por qué alarmarte; durante el día no hay ningún peligro. Sabes a qué me refiero. Está en el escalón, ya sabes, donde… donde lo pusimos —Brown tragó saliva con dificultad e, incapaz de hablar, se inclinó una y otra vez—, sí eso es todo. Sólo esto, mi querido Gregory. Si puede evitar interrogar a Brown al respecto, le estaré aún más agradecido. Mañana por la noche, a lo sumo, si todo va bien, creo que podré contárselo todo, del principio al fin. Ahora le deseo buenas noches. Brown se queda conmigo, duerme aquí; y yo, en su lugar, cerraría la puerta con llave. Sí, no olvide hacerlo. La gente de aquí lo prefiere, y… y es mejor. Buenas noches, buenas noches.
Así se despidieron, y si Mr. Gregory despertó un par de veces en mitad de la noche e imaginó que alguien raspaba la parte inferior de su puerta, era lo menos que podía sucederle a un hombre tranquilo súbitamente trasladado a una cama extraña e inmerso en un extraño misterio. Por cierto que hasta el fin de sus días creyó haber escuchado tales ruidos dos o tres veces entre la medianoche y el alba.
Se levantó con el sol y no tardó en salir en compañía de Brown. Aunque el servicio requerido por Mr. Somerton fuera curioso, no resultó difícil ni alarmante, y media hora después de haber salido de la posada habían terminado con él. Aún no diré de qué se trataba.
Más tarde, esa misma mañana, Mr. Somerton, casi recobrado por completo, pudo partir de Steinfeld; al anochecer de ese día —no recuerdo si en Coblenza o en una escala intermedia del viaje— ofreció la prometida explicación. Fue en presencia de Brown, aunque éste jamás reveló, y yo no me atrevería a hacer conjeturas, hasta qué punto logró comprender en qué consistía el problema.
He aquí el relato de Mr. Somerton.
«—Ambos saben, en principio, que emprendí este viaje con el objeto de satisfacer una inquietud suscitada por un viejo vitral de la capilla privada de Lord D…
Bien, el punto de partida de todo fue un pasaje de un viejo libro al que les ruego presten atención.
Y, al llegar a este punto, Mr. Somerton les mostró el texto que el lector ya conoce.
—En mi segunda visita a la capilla —prosiguió—, mi propósito consistía en tomar nota de cuanta cifra, letra, corte con diamante y aun marcas aparentemente accidentales pudiera descubrir sobre el vidrio. El primer punto al que me dediqué fue al de las inscripciones. No me cabía duda de que la primera de ellas, la de Job («Hay un lugar donde se oculta el oro»), con sus deliberada alteración, debía referirse al tesoro escondido; así que me demoré con cierta confianza en la siguiente, la de san Juan: «Lucen en su vestimenta una escritura que ningún varón conoce». Ustedes se preguntarán, naturalmente, si había alguna inscripción en los mantos de las imágenes. No descubrí ninguna; cada uno de los tres mantos terminaba en un amplio borde negro, que formaba en el ventanal un trazo conspicuo y más bien desagradable. Confesaré mi confusión, y de no haber mediado una feliz casualidad creo que habría abandonado la búsqueda en el mismo punto en que lo hicieron los canónigos de Steinfeld. Pero sucedió que había gran cantidad de polvo sobre la superficie del vitral, y Lord D…, que entró por casualidad, vio mis manos ennegrecidas y amablemente insistió en que trajeran un plumero para limpiarlo. Supongo que el plumero debía tener alguna prominencia áspera, pues, al pasar sobre el borde de uno de los mantos, advertí que abría un largo surco, que en el acto reveló una mancha amarilla. Le pedí al sirviente que suspendiera un segundo su tarea y subí a la escalera para hacer un examen. Allí estaba, sin lugar a dudas, la mancha amarilla, y lo que había saltado era un grueso pigmento negro, aplicado evidentemente con una brocha después de procesado el vitral, que, por tanto, podría rasparse sin causar ningún perjuicio. Raspé, pues, y seguro que no lo creerán —no, cometo una injusticia, ya lo habrán adivinado—: hallé, bajo el pigmento negro, dos o tres letras mayúsculas nítidamente dibujadas con tintura sobre un fondo más claro. Por supuesto, apenas pude contener mi satisfacción.
»Le comuniqué a Lord D… que había descubierto una inscripción que creía interesante, y le rogué que me permitiera limpiarla por completo. No opuso objeción alguna, me dijo que hiciera lo que considerara conveniente, y luego, como tenía un compromiso, que, tengo que declararlo, sirvió para mi alivio, debió dejarme a solas. Me puse a trabajar en el acto y la tarea no me deparó dificultades. El pigmento, ya disuelto por el curso del tiempo, saltó casi al primer roce, y creo que no me llevó siguiera una par de horas limpiar los tres bordes negros. Cada imagen exhibía, como anunciaba la inscripción, “una escritura que ningún varón conocía”.
»Este descubrimiento, por supuesto, me confirmó que no seguía una pista falsa. Ahora bien, ¿cuál era la inscripción? Mientras limpiaba el vidrio me esforcé por no leer nada, reservándome ese placer para cuando lo tuviera todo a la vista. Y cuando lo tuve, querido Gregory, te aseguro que casi rompo a llorar, abrumado por la decepción. Lo que tenía ante mí era un conjunto de letras tan desordenadas como si las hubiese mezclado dentro de un sombrero.
Helo aquí:
Job. DREVICIOPEDMOOMSMVIVLISLCAVIBASBATAOVT
S. Juan. RDIIEAMRLESIPVSPODSEEIRSETTAAESGIAVNNR
Zacarías. FTEEAILNQDPVAIVMTLEEATTOHIOONVMCAAT.H.Q.E.
»Pese a mi primer desconcierto, mi confusión no perduró. Casi en el acto advertí que me enfrentaba con una suerte de clave o criptograma; y reflexioné que, dada su temprana fecha, debía ser de una especie bastante simple. De modo que transcribí las letras con la más minuciosa atención. Surgió, entretanto, otro indicio que confirmó mi creencia en un texto cifrado. Después de copiar las letras del manto de Job las conté, para asegurarme de que no faltaba ninguna. Eran treinta y ocho; y al concluir la revisión percibí una raspadura, ejecutada con una punta filosa en el extremo del manto. Era simplemente el número XXXVIII en cifras romanas. Para abreviar, diré que había una indicación similar, por así llamarla, en cada una de las otras claves; quedaba claro, a mi juicio, que el artesano había recibido órdenes estrictas del abad Thomas en cuanto a la inscripción, y se había esmerado en verterla correctamente.
»Bueno, imaginarán, después de tal hallazgo, con qué detenimiento recorrí toda la superficie del vidrio en busca de otra clave. No desdeñé, por supuesto la inscripción de Zacarías (“Sobre una piedra hay siete ojos”), pero no tarde en concluir que ésta debía referirse a alguna marca en una piedra que sólo podría descubrir in situ, donde se ocultara el tesoro. Hice, en pocas palabras, cuantas anotaciones, copias y bosquejos me fue posible, y luego regresé a Parsbury para intentar el desciframiento con tranquilidad. ¡Oh, los tormentos que padecí! Al principio me creí muy sagaz, porque juzgué que la hallaría en uno de, los viejos tratados sobre escritura secreta. La Steganogaphia de Joachim Trithemius, que fue contemporáneo del abad Thomas, parecía particularmente prometedora; me hice con ella, pues, y con la Cryptographya de Selenius, el De Augmentis Scientiarum de Bacon, y otras obras. De nada valieron. Intenté aplicar el principio de la “letra más frecuente”, primero con base latina y luego alemana. Tampoco sirvió, y no estoy seguro de si era o no aplicable. Regresé, por fin, al vitral, y releí mis anotaciones, esperando, casi contra toda esperanza, que el mismo abad me hubiese suministrado la clave necesaria. Nada pude inferir del color o del diseño de los ropajes. No había fondos de paisaje con objetos secundarios; nada había en los palios. El único recurso posible parecía residir en la actitud de las imágenes “Job”, leí: “el pergamino en la mano izquierda, el índice de la mano derecha tendido hacia arriba Juan: aferra su libro con la mano izquierda; bendice con la mano derecha, con dos dedos. Zacarías: pergamino en la mano izquierda; tiende la mano derecha hacia arriba, como Job, pero apunta con tres dedos”. En otras palabras, reflexioné, Job extiende un dedo, Juan dos, Zacarías, tres. ¿No habrá implícito un código numérico? Mi querido Gregory —dijo Mr. Somerton, apoyando la mano en la rodilla de su amigo—, ésa era la clave. Al principio no advertí en qué consistía, pero al cabo de un par de instantes la desentrañé. Después de la primera letra de la inscripción, uno omite una letra, después de la siguiente omite dos, y después tres. Ahora mira el resultado que obtuve. Puse en versalitas las letras que configuran palabras:
DREVICIOPEDMOOMSMVIVLISLCAVIBAS
BATAOVT
RDIIEAMRLESIPVSPODSEEIRSETTAAESGI
AVNNR
FTEEAILNQDPVAIVMTLEEATTOHIOONVM
CAAT.H.Q.E.
»¿Lo ve? Decem millia auri reposita sunt in puteo in at… (Hay diez mil piezas de oro en un pozo en…), y sigue una palabra incompleta que comienza con at. Hasta aquí perfecto. Apliqué el mismo sistema a las letras restantes; pero no dio resultado, e imaginé que acaso los puntos que siguen a las tres últimas letras indicaban algún cambio en el procedimiento. Luego pensé: “¿No había ninguna alusión a un pozo en la historia del abad Thoms, en el Sertum?” Sí, la había; él había cavado un puteus in atrio (un pozo en el atrio). Allí estaba, por supuesto, mi palabra: atrio. El próximo paso consistió en transcribir las otras letras de la inscripción, omitiendo las ya utilizadas. Obtuve lo que ves en esta tarjeta:
RVIIOPDOOSMVVISCAVBSTBTAOTDOIEAM
LSIVSPDEERSETAEGIANRFEEALQDV
AIMLEATTHOOVMCA.H.Q.E.
»Ahora bien, yo no sabía cuáles eran las tres primeras letras requeridas, es decir rio para completar la palabra atrio; y, como verás, éstas están entre las primeras cinco letras requeridas, es decir, rio, para completar la palabra; pero no tardé en advertir que cada letra alternada debía emplearse al continuar la lectura de la inscripción. Puede resolverlo usted mismo; el resultado, si reinicia cada ronda con lo que le queda, es éste:
rio domus abbatialis de Steinfeld a me, Thoma, qui possui custodem super ea. Gare à qui la touche.
O sea que el secreto era:
Hay diez mil piezas de oro en un pozo del atrio de la casa del abad de Steinfeld, cuyo constructor soy yo, Thomas, que ha puesto un guardián en ellas. Gare a qui la touche!
»Diré que estas últimas palabras eran un lema adoptado por el abad. Lo descubrí junto a sus armas en otro vitral de la capilla de Lord D…, y el religioso se las ingenió para incluirlo en su criptograma, aunque no concuerda gramaticalmente.
»Y bien, querido Gregory, ¿a qué tentación no hubiera cedido cualquier ser humano en mi lugar? ¿Quién podría haber evitado partir, tal y como yo lo hice, hacia Steinfeld y rastrear el secreto, literalmente, hasta su fuente? Creo que nadie. Yo al menos no puede, y así, no necesito aclarárselo, me hallé en Steinfeld apenas me lo permitieron los recursos de la civilización, y me instalé en la posada que usted conoce. Le diré que no estuve del todo libre de presentimientos: temía la decepción o bien el peligro. Siempre quedaba la posibilidad de que el pozo del abad hubiera sido íntegramente destruido, o que alguien, ignorante de los criptogramas, pero ayudado por la suerte, hubiese tropezado con el tesoro antes que yo. Y además, —aquí su voz tembló en forma notoria—, no me avergonzará confesar que el significado de esas palabras relativas al guardián del tesoro me impedían estar del todo tranquilo. Pero, si me disculpa, no volveré a comentar ese particular hasta… hasta el momento necesario.
»En cuanto tuvimos una oportunidad, Brown y yo exploramos el lugar. Yo, naturalmente, había manifestado interés en las ruinas de la abadía, y no pudimos evitar una visita a la iglesia, pese a mi ansiedad por acudir a otra parte. De todos modos, sí me interesaba observar los ventanales donde había estado el vitral, especialmente el del extremo oriental de la nave sur. Me asombró hallar, en las luces de las tracerías, algunos fragmentos y signos heráldicos: allí estaba el escudo del abad Thomas, y una pequeña imagen con un pergamino, cuya inscripción Oculos habent, et non videbunt (“Tienen ojos y no verán”) era, a mi juicio, una alusión del abad a sus canónigos.
»Pero por supuesto, el objetivo principal consistía en hallar la casa del abad. Por lo que sé, en la construcción de un monasterio no hay reglas establecidas para la residencia del abad; no puede predecirse, como de la capilla, que estará sobre el ala oriental del claustro, o, como del dormitorio, que se comunicará con un crucero del templo. Juzgué que si formulaba excesivas preguntas podía despertar el latente recuerdo del tesoro, de modo que intenté descubrirla por mis propios medios. No fue una búsqueda difícil o prolongada. Ese atrio triangular al sudeste del templo, cercado por ruinas desiertas y afeado por la maleza, que vio esta mañana, era el lugar en cuestión. Y con no poca satisfacción comprobé que estaba abandonado, que no distaba mucho de la posada y que no era observable desde edificios vecinos habitados; sólo había parques y huertos en los declives al este de la iglesia. Y le diré que aquellas hermosas piedras destacaban con un perfecto resplandor en el brumoso crepúsculo que tuvimos el martes.
»¿Y en cuanto al pozo? Es usted testigo de que no podía haber dudas al respecto. Es en verdad algo notable. El brocal creo que es de mármol italiano, y el tallado, según pensé, también ha de ser italiano. Había relieves, no sé si recuerda, de Eleazar y Rebeca, y de Jacob abriendo el pozo para Raquel, y de otros temas similares; pero, supongo que para distraer toda sospecha, el abad se abstuvo escrupulosamente de sus inscripciones cínicas y alusivas.
»Examiné en detalle toda la construcción: cuadrada, con una entrada lateral cubierta por una arcada, con una polea para la cuerda, evidentemente aún en buenas condiciones, pues la habían utilizado hasta hacía sesenta años, o quizá menos, si bien no en forma reciente. Quedaba por averiguar la profundidad y el modo de internarse. La profundidad, calculo, era de unos sesenta a setenta pies; y en cuanto al otro punto, de veras parecía que el abad hubiera deseado conducir a los buscadores a las puertas mismas de su arca, pues, según usted mismo ha visto, había enormes bloques de piedra hincados en la mampostería que formaban una escalera regular que descendía por el interior del pozo.
»Parecía demasiado bueno para ser verdad. Sospeché una trampa: acaso los peldaños de piedra cedieran apenas los agobiara un peso; pero probé una buena parte de ellos con mi propio cuerpo y con mi bastón, y todos parecían, y estaban, perfectamente firmes. Decidí, por supuesto, que Brown y yo intentaríamos explorarlo esa misma noche.
»Estaba bien equipado. Conociendo la clase de lugar que iba a explorar, había traído suficiente cantidad de cuerda y de correas para rodear mi cuerpo, de barras para aferrarse, así como de linternas y bujías y palancas, todo ello oculto en un maletín, para no despertar sospechas. Verifiqué la longitud de mi cuerda, así como el buen estado de la polea para el balde, y luego nos fuimos a cenar.
»Mantuve un breve y cauto diálogo con el posadero y le sugerí que no se asombrara si a eso de las nueve de la noche me veía salir con mi sirviente, pues deseaba —(¡Dios me perdone!)— hacer un boceto de la abadía a la luz de la luna. No formulé ninguna pregunta acerca del pozo, y no es probable que ahora las formule. Creo saber tanto al respecto como el que más en Steinfeld. Al menos —y todo su cuerpo sufrió un brusco temblor— no me interesa saber nada más.
»Llegamos ahora al desenlace, y aunque aborrezco recordarlo, estoy seguro, Gregory, de que será mucho mejor para mí evocarlo tal como sucedió. Brown y yo partimos con nuestro maletín a eso de las nueve, sin llamar la atención, pues nos las compusimos para deslizamos, por la parte trasera de la posada, hasta un callejón que nos condujo al confín de la aldea. En cinco minutos llegamos al pozo y durante un rato nos sentamos en el brocal para asegurarnos de que nadie nos seguía o espiaba. Sólo oímos unos caballos que pastaban hacia el este, en la ladera. Actuábamos sin ser observados, y la pletórica luna llena nos brindaba luz suficiente como para que aseguráramos bien la cuerda en la polea. Luego ceñí la correa de cuero alrededor de mi cuerpo, bajo las axilas. Sujetamos el extremo de la cuerda, con toda firmeza, en un anillo de la piedra labrada. Brown tomó la linterna encendida y me siguió; yo tenía una barra. Y así iniciamos un lento descenso, tanteando cada escalón antes de pisarlo, y examinando los muros en busca de alguna piedra que estuviese marcada.
»En voz baja conté los escalones a medida que descendíamos, y ya había contado treinta y ocho antes de advertir una irregularidad en la superficie del muro. Tampoco aquí había marca alguna, y pensé, en mi desconcierto, si el criptograma del abad no sería sino una elaborada burla. A los cuarenta y nueve peldaños cesaba la escalera. Con honda consternación volví sobre mis pasos, y cuando llegué al escalón número treinta y ocho —Brown, con la linterna, estaba uno o dos escalones más arriba— examiné la pequeña irregularidad con sumo detenimiento: pero no había ni vestigios de una señal.
»Advertí entonces que la textura de la superficie parecía más tersa que la del resto, o al menos diferente. Acaso fuera de cemento y no de piedra. Le asesté un buen golpe con mi barra de hierro. Hubo un sonido resueltamente hueco, aunque quizá eso se debiera a que estábamos en el interior del pozo. Pero hubo más. Un trozo de cemento cayó a mis pies, y vi marcas en la piedra que cubría. Había descubierto la pista propuesta por el abad, querido Gregory; aún ahora pienso en ello con cierta vanidad. Pocos golpes más y saqué todo el cemento; vi entonces una losa de piedra de unos dos pies cuadrados, sobre la que habían grabado una cruz. Nueva decepción, que sólo duro un instante. Fuiste tú, Brown, quien me infundió nuevo ánimo mediante una observación casual. Dijiste, si mal no recuerdo:
»—¡Qué cruz tan rara!; parece un montón de ojos.
»Te arrebaté la linterna y vi, con inexpresable placer, que la cruz estaba compuesta de siete ojos, cuatro en línea vertical, tres en línea horizontal. La última inscripción del ventanal quedaba explicada del modo previsto por mí. Ésta era la piedra con siete ojos. Hasta ahora todos los datos suministrados por el abad eran exactos, y al pensar en ello, se duplicaron mis ansiedades con respecto al guardián. Pero no iba a retroceder en ese momento.
»Sin darme tiempo a reflexionar, limpié con la barra el cemento que cubría el borde de la lápida, que luego golpeé en el costado derecho. Se movió en el acto, y advertí que no era sino una losa delgada y liviana, que yo mismo podía levantar y que servía de entrada a una cavidad. La levanté, pues, sin romperla, y la dejé sobre el escalón, pues acaso fuera importante para nosotros volver a ponerla en su sitio. Luego aguardé varios minutos en el escalón inmediato superior. No sé por qué, creo que para ver si no surgía alto espantoso. Nada ocurrió. Encendí una bujía y con toda cautela la metí en la cavidad, con la intención de comprobar la pestilencia del aire y ver qué había dentro. Había cierta pestilencia que por poco extingue la llama, pero ésta no tardó en arder con regularidad. La cavidad se extendía hacia adentro y hacia los costados de la abertura, y pude ver ciertos objetos redondos que quizá fueran sacos. ¿A qué esperar? Miré al interior de la cavidad. Nada había junto a la abertura. Metí el brazo y tanteé con lentitud a la derecha…
»Dame una copa de coñac, Brown. Continúo en seguida, Gregory…
»Bueno, tanteé a la derecha, y mis dedos palparon algo áspero, que parecía… sí, más o menos como cuero; estaba húmedo, y evidentemente era parte de algo pesado y consistente. De momento no había nada alarmante. Creció mi audacia e introduje ambas manos tanto como pude, lo arrastré hacia mí y se desplazó. Era pesado, pero lo movía con inesperada facilidad. Mientras lo atraía hacia la abertura, golpeé la bujía con el codo izquierdo y la apagué. Tenía el objeto casi frente a mí y comencé a sacarlo. Entonces Brown profirió un alarido brutal y se precipitó escaleras arriba con la linterna. Ya le contará él mismo por qué lo hizo. En medio de mi asombro, le busqué con la mirada, y le vi detenerse un instante allá arriba y luego retroceder unos pasos. Luego oí que decía en voz baja: “Está bien, señor”, y seguí arrastrando el enorme saco, en esa penumbra total. Éste vaciló un instante en el borde de la cavidad, luego se deslizó hacia mi pecho y me rodeó el cuello con sus brazos.
»Querido Gregory, le digo la pura verdad. Creo que ahora conozco el extremo del horror y repugnancia que un hombre puede tolerar sin perder la razón. Apenas puedo presentarle la experiencia en sus términos más elementales. Percibí un penetrante olor a moho, y un helado rostro apretado contra el mío, rozándolo con lentitud, y varios (no sé cuántos) brazos o piernas o tentáculos o algo que se aferraban a mi cuerpo. Aullé, según Brown, como una bestia feroz, y caí hacia atrás desde el escalón en que estaba, mientras la criatura, supongo, resbalaba hacia ese mismo escalón. Providencialmente la correa que me rodeaba se mantuvo firme. Brown no perdió la cabeza, y contó con fuerza suficiente para elevarme y sacarme de allí con prontitud. No sé exactamente cómo se las arregló, y no creo que él pueda explicarlo. Creo que se las ingenió para ocultar nuestras herramientas en el edificio desierto más próximo y con dificultad me llevó a la posada. Mi estado no me permitía dar explicaciones y Brown no sabe alemán; pero a la mañana siguiente le conté a la gente del lugar cierta historia de que me había caído en las ruinas de la abadía o algo así, y supongo que la creyeron. Y ahora, antes de proseguir, me gustaría que conociera cuáles fueron las experiencias de Brown durante esos pocos minutos. Cuéntale al párroco, Brown, lo que me referiste.»
—Bueno, señor —dijo Brown, en voz baja y nerviosa—, todo pasó así. Resulta que el amo estaba muy ocupado frente a ese agujero, y yo le sostenía la linterna y miraba, cuando entonces oí algo que caía al agua desde arriba, me dio la impresión. Entonces miro, y veo una cabeza que nos está observando. Supongo que dije algo, y entonces alcé la luz y corrí escaleras arriba, y mi luz le dio justo en la cara. ¡Si alguna vez vi un rostro maligno, señor, fue ése! Un viejo, con la cara muy arrugada, y me pareció que se reía. Y subí los escalones casi tan rápido como se lo cuento, y cuando salí no había nadie afuera ni tampoco ningún rastro. Tiempo para irse no tuvo, menos tratándose de un viejo, y me aseguré bien de que no se hubiera escondido junto al pozo o algo por el estilo. Después escuché que el amo daba un grito horrible y le vi colgando de la soga, y entonces, como dice el amo, no sé cómo hice para levantarlo.
—¿Lo oye, Gregory? —dijo Mr. Somerton—. Ahora bien, ¿se le ocurre alguna explicación del incidente?
—Todo el asunto es tan siniestro y anormal que debo confesar que me desconcierta por completo; pero lo que se me ocurre es que quizá… bueno, que la persona que había tendido la trampa acaso hubiese acudido a presenciar el éxito de su plan.
—Exactamente, Gregory, exactamente. No se me ocurre otra cosa… probable, diría, si tal palabra tuviese cabida en algún sitio de mi relato. Creo que debe haber sido el abad… En fin, no tengo mucho más que contarle. Pasé una noche atroz, con Brown sentado cerca de mí. No mejoré al día siguiente; no podía levantarme; no disponía de médicos; de conseguir alguno, dudo que hubiera podido hacer algo. Le dije a Brown que le escribiera a usted, y soporté otra noche terrible. Y además, Gregory (de esto estoy seguro, y creo que me afectó aún más que lo anterior, pues duró más tiempo), alguien o algo permaneció vigilante junto a mi puerta durante toda la noche. Casi creo que eran dos. No lo digo sólo por los débiles ruidos que cada tanto oía en la penumbra, sino por ese olor… ese espantoso olor a moho. Yo me había deshecho de todo lo que llevaba puesto en esa primera noche y se lo había entregado a Brown, quien, según creo, lo había quemado en la estufa de su cuarto; y el olor, sin embargo, persistía con tanta intensidad como en el pozo; y, lo que es más, procedía de detrás de la puerta. Pero apenas despuntó el alba se disipó, y también cesaron los ruidos, lo cual me convenció de que esos seres eran criaturas de las tinieblas, que no podían tolerar la luz del día; y llegué al convencimiento de que si alguien podía devolver la lápida a su sitio, perderían su poder hasta que otro la retirara de nuevo. Para conseguirlo, tenía que esperar que viniera usted. No podía, por supuesto, enviar a Brown a hacerlo por sí solo, y menos podía pedirle a nadie del lugar que cumpliera la tarea. En fin, ésa es toda mi historia; si no la cree nada puedo hacer. Pero me da la impresión de que sí.
—En verdad —dijo Mr. Gregory—, no veo otra alternativa. ¡Debo creerla! Vi el pozo y la lápida con mis propios ojos, y creo haber visto los sacos o alguna otra cosa en la cavidad. Y, para ser franco con usted, Somerton, creo que anoche también vigilaron mi puerta.
—Me atrevo a creer que sí, Gregory; pero, gracias al cielo, todo ha concluido. ¿Tiene, de paso, algo más que contarme con respecto a su visita a ese espantoso lugar?
—Muy poco —fue la respuesta—. Brown y yo reintegramos la piedra a su sitio sin dificultad, y él la aseguró con los hierros y cuñas que usted le mandó adquirir. Luego cubrimos la superficie con lodo, de manera que tuviera el mismo aspecto que el resto del muro. Advertí un detalle en el relieve del brocal, que supongo que a usted se le escapó. Se trataba de una forma horrible y grotesca (más parecida a un sapo que a otra cosa), a cuyo lado había una inscripción con estas palabras: Depositum custudi[5].