3

AQUEL DÍA nació el hijo de Narcissa, y a la mañana siguiente Simón llevó a Miss Jenny a la ciudad, la dejó delante de la oficina de telégrafos y mantuvo a los caballos alineados y, al mismo tiempo, gracias a leves y subrepticios tirones de las riendas, mascando el freno y agitando las crines con elegante desasosiego, mientras él, bajo la chistera inclinada y el voluminoso sobretodo, lograba de alguna manera contonearse sin moverse del asiento. Así lo encontró el doctor Peabody cuando apareció, calle adelante, bajo el sol de junio, con su desaseada chaqueta de alpaca y un periódico en la mano.

—Pareces una rana, Simón —dijo—. ¿Dónde está Miss Jenny?

—Sí, señor —asintió Simón—. Sí, señor. Están todas hinchadas y contentas. Ha llegado ya el nuevo amito. Sí, señor, ha llegado el nuevo amito y vuelven los viejos tiempos.

—¿Dónde está Miss Jenny? —repitió el doctor Peabody, dando síntomas de impaciencia.

—Está ahí dentro, mandando un telegrama a ese muchacho para que vuelva a casa que es donde tiene que estar.

El doctor Peabody se dio la vuelta y Simón se lo quedó mirando, un poco molesto por su apatía ante el acontecimiento.

—Se lo toma como si hubiera nacido un cualquiera —reflexionó Simón en voz alta, con despreciativa irritación—. No importa; vamos a hacer que se despierten todos. Sí, señor; pueden estar seguros de que volverá a ser como en los viejos tiempos. Igual que en la época del amo John, cuando nació el Coronel y los negros de las cabañas se reunieron delante de la casa para felicitar a la señora y al nuevo amito.

Y Simón vio cómo el doctor Peabody abría la puerta con entrepaños de cristal y se acercaba a Miss Jenny, que estaba delante del mostrador con el mensaje en la mano.

«Vuelve a casa a ver a tu hijo o haré que te detengan», decía el texto del telegrama, escrito con su letra firme y clara.

—Son más de diez palabras —le dijo Miss Jenny al empleado—, pero esta vez no tiene importancia. Esta vez vendrá: ya lo verá usted. O mandaré al sheriff tras él, tan cierto como que se llama Sartoris.

—Sí, señora —dijo el telegrafista. Al parecer le costaba trabajo leer el texto, y al cabo de un rato levantó la vista y estaba a punto de decir algo cuando Miss Jenny se dio cuenta de su confusión y repitió el mensaje con voz firme.

—Puede usted usar palabras más fuertes, si le parece adecuado —añadió.

—Sí, señora —dijo de nuevo el empleado y desapareció detrás de su escritorio. En seguida, con curiosidad e impaciencia que iban en aumento cada segundo que pasaba, Miss Jenny se inclinó sobre el mostrador con un dólar de plata en la mano y vio cómo el telegrafista contaba tres veces las palabras, presa de gran agitación.

—¿Qué sucede, joven? —preguntó—. El gobierno no prohíbe que se mencione a un niño de un día en un telegrama, ¿verdad? El empleado levantó la vista.

—No, señora, no hay ningún inconveniente —dijo por fin y ella le dio el dólar de plata. Y mientras él seguía sentado con la moneda en la mano y Miss Jenny lo miraba con creciente impaciencia, el doctor Peabody se acercó a ella y le tocó el brazo. —Ven conmigo, Jenny —dijo.

—Buenos días —respondió ella, volviéndose al oír su voz—. Vaya, ya era hora de que te dieras por enterado. Es el primer Sartoris al que llegas con un día de retraso en… ¿cuántos años, Loosh? Y tan pronto como ese cretino vuelva a casa, será otra vez igual que en los viejos tiempos, como dice Simón.

—Sí. Simón me lo ha dicho. Ven conmigo.

—Deja que me den el cambio —se volvió hacia el mostrador, donde el telegrafista seguía inmóvil con el impreso amarillo en una mano y la moneda en la otra—. ¿Qué pasa, joven? ¿Un dólar no es suficiente?

—Sí, señora —repitió el otro, mirando al doctor Peabody con ojos llenos de angustia.

El doctor Peabody extendió su voluminosa zarpa y se hizo cargo del mensaje y de la moneda.

—Ven conmigo, Jenny —dijo de nuevo.

Miss Jenny permaneció inmóvil un instante, con su vestido negro de seda y su bonete también negro colocado en el exacto centro de su pulcra cabeza, mirándolo con aquellos ojos suyos tan penetrantes que habían visto tantas cosas y lo habían hecho con tanta justeza. Después se dirigió hacia la puerta sin vacilar, salió a la calle y esperó a que el doctor Peabody se reuniera con ella. Tampoco vaciló su mano al coger el periódico doblado que él le ofrecía. AVIADOR DE MISSISSIPPI, decía en letras mayúsculas no demasiado grandes. Miss Jenny devolvió el periódico inmediatamente, se sacó de la cintura un pañuelito transparente y se limpió las puntas de los dedos.

—No necesito leerlo —dijo—. Cuando salen en los periódicos es sólo por una razón. Y ya sé que estaba en algún sitio donde no tenía por qué estar, haciendo algo que no era asunto suyo.

—Sí —dijo el doctor Peabody. Siguió a Miss Jenny hasta el coche y trató de ayudarla torpemente para que subiera.

—No me manosees, Loosh —dijo ella con voz cortante—. No soy una inválida.

Pero él le sujetó el codo con su mano enorme hasta que estuvo sentada y luego se quedó inmóvil en la acera, con la cabeza descubierta, mientras Simón extendía el guardapolvo de lino sobre las rodillas de Miss Jenny.

—Toma —dijo, tendiéndole el dólar de plata. Miss Jenny lo metió en el monedero, lo cerró con un chasquido y se limpió otra vez los dedos con el pañuelo.

—Bueno —dijo—, gracias a Dios éste es el último. Al menos, por una temporada. A casa, Simón.

Simón seguía sentado con su habitual magnificencia, pero dada la ocasión se relajó un poco.

—¿Cuándo vendrá usted a ver al nuevo amo, doctor?

—Pronto, Simón —contestó el otro.

Simón chasqueó la lengua y puso a los caballos en marcha con una barroca floritura, sin variar la inclinación del sombrero ni modificar la exacta posición del látigo. El doctor Peabody se quedó parado junto a la calzada, enorme como un tonel, con su raída chaqueta de alpaca, el sombrero en una mano y en la otra el periódico doblado y el impreso del telegrama sin mandar, hasta que la erguida espalda de Miss Jenny y su bonete se perdieron de vista.

Pero Bayard no fue el último. Una semana más tarde Simón apareció muerto en una cabaña de negros de la ciudad. Un instrumento romo manejado por manos anónimas le había destrozado la cabeza.

—¿En casa de quién? —preguntó Miss Jenny cuando le dieron la noticia por teléfono. De una mujer llamada Meloney Harris, le dijo la voz. Meloney… Mel… El rostro de Belle Mitchell cruzó fugazmente por su imaginación y en seguida recordó: la mulata del elegante delantal, la cofia almidonada y las esbeltas y relucientes pantorrillas que daba tanta prestancia a las fiestas de Belle y que se había despedido para abrir un salón de belleza. Miss Jenny dio las gracias y colgó el teléfono.

—El viejo réprobo —dijo, yéndose al despacho del viejo Bayard y sentándose—. De manera que eso fue lo que pasó con el dinero de la iglesia. Algo así me temía yo…

Se quedó un rato sentada, tan tiesa y erguida como siempre, con las manos sobre el regazo. «Bueno, aquél era el último», se dijo a sí misma. Aunque en realidad no podía decirse que fuera un Sartoris: Simón tenía al menos algo que se parecía a un motivo, mientras que los otros…

—Creo —dijo Miss Jenny, que no había pasado un día en la cama desde que cumpliera los cuarenta—, que voy a estar enferma una temporada.

Y eso fue precisamente lo que hizo. Se metió en la cama, donde yacía rodeada de almohadones, con una frívola cofia de encaje, y sin aceptar otra visita médica que la del doctor Peabody, que se presentó como amigo y no como profesional, y que estuvo con ella durante treinta minutos, haciendo gala de una timidez en proporción con su volumen, mientras Miss Jenny descargaba sobre él su malhumor de enferma y la indignación retrospectiva que le provocaba el fiasco del ungüento. Sin salir de la cama, Miss Jenny celebraba diarias asambleas con Isom y Elnora y en los momentos más inesperados descargaba su furia desde la ventana con juvenil vigor sobre Isom o Caspey que holgazaneaban en el patio.

El niño y la plácida y alegremente enturbantada montaña que supervisaba su horario, pasaban la mayor parte del día en la habitación de Miss Jenny y en seguida empezó a hacerlo Narcissa; y las tres permanecían extasiadas durante horas, en una especie de colectiva orgía de abnegación, mientras el objeto de sus desvelos digería durmiendo, se despertaba y volvía a llenarse la tripa para, acto seguido, echarse a dormir de nuevo.

—Es un Sartoris, no cabe duda —dijo Miss Jenny—, pero un modelo perfeccionado. No tiene ese aire salvaje de los otros. Creo que era el nombre. Bayard. Hemos hecho bien en ponerle Johnny.

—Sí —dijo Narcissa, contemplando a su hijo dormido con serena expresión.

Miss Jenny siguió en la cama hasta que se cumplió el plazo que ella misma había fijado. Decidió la fecha antes de encamarse y la respetó testarudamente, negándose incluso a levantarse para asistir al bautizo. Las tres semanas terminaron un domingo. Corrían ya los últimos días de junio y el aroma de los jazmines invadía la casa en continuas oleadas. Narcissa y la niñera, con un turbante todavía más llamativo que de ordinario, le habían traído al niño para que lo viera bañado, adornado, perfumado y cubierto con sus ropas dominicales, y más adelante les oyó salir en el coche de caballos, con lo que la casa quedó de nuevo en silencio. En las ventanas los visillos se movían suavemente y todos los apacibles aromas del verano llegaban junto con la brisa soleada; y también los sonidos: pájaros, un lejano campaneo dominical, y la voz de Elnora, un tanto en sordina por su reciente luto pero todavía sonora y dulce mientras su poseedora se afanaba en los preparativos de la comida. Elnora cantaba triste e interminablemente y sin palabras mientras se movía por la cocina, pero se quedó callada de repente al levantar la vista y ver a Miss Jenny, con aspecto un poco frágil, pero completamente vestida y tan erguida como siempre, en pie delante de la puerta.

—¡Miss Jenny! ¿Se ha vuelto loca? Vuélvase ahora mismo a la cama. Vamos, déjeme que la ayude —y Elnora cruzó la cocina, pero Miss Jenny vino hacia ella con paso firme.

—¿Dónde está Isom? —preguntó.

—En el establo. Pero usted vuélvase a la cama ahora mismo. Si no, se lo contaré a Miss Narcissa.

—Me he cansado de estar en la cama —dijo Miss Jenny—. Voy a ir a la ciudad. Llama a Isom.

Elnora siguió protestando, pero Miss Jenny insistió sin ceder un ápice. Elnora llamó a Isom desde la puerta y regresó sin abandonar por un momento sus ominosas advertencias. Isom se presentó en seguida.

—Toma —dijo Miss Jenny, entregándole las llaves—. Saca el coche.

Isom salió y Miss Jenny lo siguió más lentamente; Elnora la hubiera acompañado, llena de solicitud, pero Miss Jenny la obligó a retirarse a la cocina; y sin ayuda de nadie cruzó el patio y sé sentó en el coche junto a Isom.

—Y tú ya puedes conducir con cuidado —le dijo—, o me sentaré donde estás tú y lo haré yo misma.

Cuando llegaron a la ciudad, desde los esbeltos chapiteles que se alzaban entre los árboles contra las panzudas nubes de verano, las campanas de las iglesias tañían perezosamente. En las afueras de la ciudad Miss Jenny le indicó a Isom que torciera por un estrecho callejón; siguiéndolo llegaron en seguida frente a las puertas de hierro del cementerio.

—Quiero ver cómo está la tumba de Simón —explicó—. Hoy no voy a ir a la iglesia: ya llevo demasiado tiempo encerrada entre cuatro paredes.

La simple idea de su defección le produjo cierto regocijo, como el de un niño que decide hacer novillos.

El terreno donde se daba sepultura a los negros estaba situado más allá del cementerio propiamente dicho, e Isom llevó a Miss Jenny hasta la tumba de Simón. La sociedad funeraria a la que pertenecía se había encargado de todo lo concerniente al entierro, y al cabo de tres semanas el montículo de tierra estaba todavía cubierto de coronas amontonadas que habían perdido todas las flores, dejando una masa de malolientes tallos descarnados sobre los armazones de alambre herrumbroso. Elnora, o alguien, había estado allí antes que Miss Jenny y la tumba estaba rodeada de meticulosas hileras de chillones fragmentos de loza y de cristales de colores.

—Habrá que ponerle una lápida —dijo Miss Jenny en voz alta y, al volverse, vio que Isom se estaba subiendo a un árbol, alrededor del cual dos tordos alboroteaban en alarmados círculos—. ¡Isom!

—Diga, señora —contestó Isom, dejándose caer al suelo, mientras los pájaros lo amenazaban con una final explosión de histéricos insultos. Entraron en la sección de los blancos y pasaron junto a losas de mármol con nombres que Miss Jenny conocía bien y con fechas grabadas en desnuda simplicidad sobre la piedra imperturbable. De cuando en cuando las lápidas estaban adornadas con urnas y palomas simbólicas y rodeadas de verde césped muy cuidado, que se destacaba contra el mármol blanco, el cielo azul entreverado de nubes y los oscuros cedros entre los que las palomas se arrullaban, interminablemente reiterativas. Aquí y allá brillantes flores sin marchitar yacían en inesperados estallidos de color contra la monotonía de verde y blanco; y muy pronto John Sartoris alzó su espada de piedra y su gesto melodramático entre un grupo de cedros. Un poco más allá empezaba una brusca escarpadura que descendía hasta el valle.

La tumba del joven Bayard era también una masa informe de flores marchitas, y Miss Jenny hizo que Isom las quitara y se las fuera llevando. Los albañiles se disponían a colocar el reborde y la lápida misma descansaba allí al lado, protegida con una lona. Miss Jenny alzó la cubierta y leyó la nítida inscripción recién grabada: Bayard Sartoris. 16 de marzo de 1893 - 5 de junio de 1920. Así era mejor. Simplicidad: sin ningún Sartoris que pudiera inventar frases altisonantes. Ni siquiera eran capaces de estar enterrados sin contonearse y fanfarronear. Junto a la tumba había una segunda lápida; igual que la otra, excepto en la inscripción. Pero el estilo de los Sartoris estaba allí, a pesar de la conspicua ausencia de tumba que la acompañara, de manera que resultaba algo así como un grito jactancioso en una iglesia vacía. Y sin embargo dentro había algo más, como si el alegre y desenfrenado espíritu del que había rechazado a fuerza de risas gran parte de su pomposa y excesivamente solemne herencia de vanagloria, consiguiera —aunque sus huesos yacieran en una tumba anónima al otro lado del mar— quitarle también rigidez más allá de la muerte al gesto arrogante con que los otros se despidieran de él:

TENIENTE JOHN SARTORIS, R.A.F.

Muerto en acción de guerra, 19 de julio de 1918

«Lo coloqué sobre las alas de las águilas para traerlo hasta Mí.»

Una débil brisa recorrió los cedros como un profundo suspiro y las ramas se movieron suavemente bajo su impulso. Más allá de las espaciadas lápidas de mármol las palomas se arrullaban interminablemente. Isom regresó a por otra brazada de flores marchitas y desapareció con ella.

La lápida del viejo Bayard también era simple, habiendo nacido como lo había hecho demasiado tarde para una guerra y demasiado pronto para la siguiente. Miss Jenny pensó en la mala pasada que Ellos le habían jugado al no darle oportunidades de fanfarronear y negándole el privilegio de que lo enterraran otros hombres dispuestos a inventar su parte alícuota de vanagloria. Los cedros casi ocultaban por completo las tumbas de su hijo John y de su mujer. La luz del sol les llegaba sólo de manera intermitente, marcando las lápidas con breves ráfagas moteadas; hubiera costado bastante trabajo descifrar la inscripción. Pero Miss Jenny no ignoraba su contenido, acorde con la inscripción y el ejemplo de aquel que los dominaba a todos y que dotaba a todo el cementerio, consagrado en teoría al descanso de gente muy fatigada, de una retumbante solemnidad que tenía tan poco que ver con su concreta mortalidad como la encuadernación de un libro con la temporalidad de sus personajes, y donde las lápidas de las mujeres que los Sartoris habían conseguido atraer a sus arrogantes órbitas, a pesar de sus pomposas referencias genealógicas, resultaban ser tan modestas y quedaban tan eclipsadas como los cantos de las alondras bajo el nido de un águila.

La efigie de John Sartoris se alzaba sobre un pedestal de piedra; llevaba levita, la cabeza descubierta y adelantaba ligeramente una pierna mientras la mano izquierda descansaba apenas sobre el pilar que tenía al lado. Su rostro estaba un poco levantado, con el gesto de altanera arrogancia que se repetía con fatídica fidelidad generación tras generación; de espaldas al mundo y contemplando, con ojos esculpidos en la piedra, el valle que recorría su ferrocarril, las inmutables colinas azules y, más allá, los baluartes de la eternidad misma. El pedestal y la efigie tenían manchas producidas por la lluvia, el calor del sol y el gotear de las ramas de los cedros; pero las letras de rasgos rotundos, aunque desfiguradas por el moho, resultaban todavía fácilmente descifrables:

CORONEL JOHN SARTORIS, C.S.A.[22]

1823 1876
Soldado, Estadista, Ciudadano del Mundo.

Vivió para esclarecer a los hombres
murió a causa de la ingratitud humana

Detente aquí, hijo del dolor; acuérdate de la muerte.

Esta inscripción causó considerable indignación entre los familiares del homicida, que llegó a concretarse en una protesta oficial. Pero al acatar la opinión de los otros, el viejo Bayard se había vengado cumplidamente: hizo que se borrara a golpes de escoplo la frase «Murió a causa de la ingratitud humana» y añadió debajo: «Cayó a manos de Redlaw el4 de agosto de 1876».

Miss Jenny, una delgada silueta muy erguida, vestida de negro y con el pequeño bonete también negro, colocado como siempre en el centro de su pulcra cabeza, se quedó allí durante un rato meditando. El viento pasaba entre los cedros dando profundos suspiros y, con la constancia de una pulsación, el triste y desesperanzado arrullo de las palomas llegaba hasta ella a través del aire soleado. Isom regresó a por la última brazada de flores muertas y mirando más allá del panorama de mármol, donde empezaban a alargarse las sombras del mediodía, Miss Jenny se fijó en un grupo de niños que, en silencio y un poco envarados dentro de sus galas dominicales, jugaban entre los tranquilos muertos. Bien; era ya el último, reunido por fin en cónclave solemne en torno a los ecos de sus arrogantes anhelos, mientras sus restos se pudrían plácidamente bajo los paganos símbolos de su vanagloria y bajo los gestos esculpidos sobre la piedra duradera que la representaban; y Miss Jenny recordó algo que Narcissa había dicho una vez sobre un mundo sin hombres y se preguntó si sería allí donde existiesen pacíficas avenidas y casas con techumbre de paz; y no supo qué responder.

Isom regresó y cuando Miss Jenny se daba la vuelta para irse, el doctor Peabody la llamó. Estaba vestido como de costumbre, con sus desastrados pantalones de velarte, su chaqueta de alpaca llena de brillos y su jipijapa flexible y lo acompañaba su hijo.

—Hola, muchacho —dijo Miss Jenny, estrechando la mano del joven Loosh.

El hijo del doctor Peabody tenía una cara de huesos prominentes, toscamente moldeados, una recia pelambrera de cabellos negros que crecían muy rectos, ojos castaños y tranquilos y una boca muy grande; y la fealdad de sus facciones no conseguía ocultar que era una persona íntegra, amable y con sentido del humor. Además era huesudo, vestía como si la ropa que llevaba no fuera suya y con sus manos —grandes y también huesudas— realizaba delicadas operaciones quirúrgicas con la precisión de un cazador que despelleja una ardilla y con la celeridad de un prestidigitador. Vivía en Nueva York, donde trabajaba con un cirujano famoso en todo el país, y una vez al año, o a veces dos, pasaba treinta y seis horas en el tren, hacía compañía a su padre durante otras veinte (durante las cuales paseaban por la ciudad o recorrían los campos en la calesa escorada del doctor durante las horas de luz y luego se sentaban en la veranda o delante del fuego toda la noche), cogía de nuevo el tren y al cabo de noventa y dos horas estaba otra vez en su clínica. Tenía treinta años y era el único hijo de la mujer que el doctor Peabody había cortejado durante catorce años antes de poder casarse con ella. El noviazgo tuvo lugar en los días en que el doctor Peabody medicinaba y amputaba a todo el condado en calesa; a menudo, cuando después de un año de separación, Peabody recorría cuarenta millas para verla, salían a buscarlo al camino y tenía que desviarse para asistir a un parto o recomponer un miembro roto, enviándole tan sólo un mensaje apresuradamente garrapateado para aliviar la espera de otro año.

—Así que has vuelto otra vez a casa —comentó Miss Jenny.

—Sí, señora. Y a usted la encuentro tan activa y tan guapa como siempre.

—Jenny tiene demasiado mal genio para terminar de otra manera que secándose y dejando que se la lleve el viento —dijo el doctor Peabody.

—Recordarás que nunca te he permitido que me atiendas cuando no estoy bien —replicó ella—. Imagino que te irás corriendo en el próximo tren —le preguntó al joven Loosh.

—Así es, mucho me temo. Todavía no tengo derecho a tomarme unas vacaciones.

—Bueno, como sigas así, tendrás que pasarlas en algún asilo de ancianos. ¿Por qué no os venís a casa a comer y así tu hijo podría ver al niño?

—Me gustaría mucho —contestó el joven Loosh—, pero como me falta tiempo para hacer todas las cosas que quisiera, he decidido no hacer ninguna. Además, tengo que pasarme la tarde pescando —añadió.

—Sí —intervino su padre—, y destrozando excelente pescado con un cortaplumas para ver qué lo hace funcionar. Déjame que te cuente lo que ha hecho esta mañana: agarró el perro al que Abe le pegó un tiro el invierno pasado, le abrió la pata y le rehizo los ligamentos tan deprisa que no sólo Abe no se enteró de lo que estaba pasando sino que el mismo perro no se dio cuenta hasta que ya era demasiado tarde para aullar. Pero te olvidaste de ahondar un poco más para ver si tenía alma —añadió, dirigiéndose a su hijo.

—Tú no estás seguro de que no la tenga —dijo el joven Loosh, sin inmutarse—. El doctor Straud ha estado experimentando con la electricidad; cree que el alma…

—Bobadas —le interrumpió Miss Jenny—. Loosh, será mejor que consigas un tarro del ungüento de Will Falls para que se lo lleve a su doctor. Bueno —alzó los ojos para ver dónde estaba el sol—, será mejor que me vaya. ¿Estáis seguros de que no queréis venir a comer?

—No, muchas gracias —contestó el joven Loosh.

—Lo he traído para enseñarle tu colección —dijo su padre—. No sabía que tuviéramos aspecto de estar tan hambrientos.

—Mi colección está a vuestro servicio —contestó Miss Jenny. Echó a andar y ellos se quedaron quietos mirándola hasta que su pulcra espalda se perdió de vista más allá de los cedros.

—Y ahora hay ya otro más —dijo el joven Loosh como reflexionando en voz alta—. Otro más que crecerá y tendrá en vilo a toda la familia hasta que finalmente haga lo que todos esperan de él. Bueno, quizá la sangre de los Benbow consiga frenarlo de alguna manera. Son gente tranquila; esa chica, por ejemplo, y Horace hasta cierto punto… Y no tendrá más que mujeres que lo eduquen…

Su padre lanzó un gruñido:

—Pero también tiene la sangre de los Sartoris.

Miss Jenny llegó a casa con aire fatigado. Narcissa la riñó y consiguió convencerla para que se echara un poco después de comer. De manera que estuvo adormilada mientras la tarde soñolienta seguía su curso, y al despertarse las sombras se alargaban ya y del piso bajo llegó el sonido del piano tocado en sordina. «He dormido toda la tarde», se dijo Miss Jenny con un vago sentimiento de consternación, pero siguió tumbada durante un rato mientras los visillos ondeaban suavemente sobre las ventanas y las notas del piano le llegaban mezcladas con el aroma de los jazmines y los parloteos de los gorriones en las moreras del patio trasero. Luego se levantó, cruzó el pasillo y entró en el cuarto de Narcissa, donde el niño descansaba en su cuna; junto a él la niñera daba cabezadas plácidamente. Miss Jenny salió de puntillas, bajó las escaleras, entró en la sala y sacó su silla de detrás del piano. Narcissa dejó de tocar.

—¿Ha descansado? —preguntó—. No debiera usted haber salido esta mañana.

—Bobadas —replicó Miss Jenny—. Siempre me sienta bien ver a todos esos locos pomposos con sus inscripciones en mármol y todo lo demás. Gracias a Dios ninguno de ellos conseguirá que sufra por él. Imagino que el Señor sabe Lo que se hace pero tengo que decir que, algunas veces… Toca algo.

Narcissa obedeció, posando suavemente las manos sobre el teclado, y Miss Jenny estuvo escuchando durante algún tiempo. La tarde siguió su curso imperceptiblemente; en el cuarto, las sombras se fueron marcando cada vez más. Fuera, los gorriones charlaban, chillones, en espesas bandadas. Desde el jardín les llegaba el aroma de los jazmines con la persistencia de una respiración, y muy pronto Miss Jenny se animó y empezó a hablar del niño. Narcissa siguió tocando, mientras su vestido blanco con una cinta negra en la cintura resultaba vagamente luminoso en la penumbra de la sala de visitas. El perfume de los jazmines seguía llegándoles, insistente; los gorriones ya se habían callado y Miss Jenny continuaba hablando en el crepúsculo del pequeño Johnny. Narcissa tocaba con absorto desinterés, como si no estuviera escuchando. Luego, sin dejar de tocar y sin volver la cabeza, dijo:

—No se llama John. Se llama Benbow Sartoris.

—¿Cómo?

—Se llama Benbow Sartoris —repitió Narcissa.

Miss Jenny se quedó muy quieta durante un momento. En la habitación vecina se oía moverse a Elnora, poniendo la mesa para cenar.

—¿Y crees que eso servirá de algo? —preguntó Miss Jenny—. ¿Crees que a los Sartoris se les puede cambiar con un nombre?

La música siguió fluyendo en la oscuridad llena de fantasmas de cosas viejas tan seductoras como desastrosas. Y si tenían el encanto suficiente, habría un Sartoris en ellas y en ese caso el desastre estaba asegurado. Peones. Pero el Jugador y la partida que juega… Aunque está claro que necesita un nombre para Sus peones. Pero quizá sea Sartoris el nombre del juego mismo: un juego pasado de moda y disputado con peones tallados demasiado tarde y utilizando un modelo demasiado viejo, del que el Jugador mismo está ya un poco cansado. Porque se evoca la muerte al pronunciar ese nombre y está cargado de romántica fatalidad, como flámulas plateadas alejándose a la puesta del sol, o como un agonizante resonar de trompetas en el camino hacia Ronces valles.

—¿Crees de verdad —insistió Miss Jenny—, que porque su nombre sea Benbow ese niño dejará de ser un Sartoris y un sinvergüenza y un loco?

Narcissa siguió tocando como si no escuchara. Luego volvió la cabeza y, sin dejar de pulsar el teclado, sonrió a Miss Jenny tranquila, ensoñadoramente, con serena y afectuosa indiferencia. Más allá de la pulcra cabeza de Miss Jenny, ya casi fundida con la oscuridad, los visillos permanecían inmóviles; y más allá de la ventana, el anochecer, madre adoptiva de la quietud y de la paz, era un calmoso sueño de color violeta.