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EN ENERO Miss Jenny recibió una postal de Bayard echada al correo en Tampico; un mes después, desde la Ciudad de México, llegó un telegrama pidiendo dinero. Y aquella fue su última indicación de que pensara seguir en un sitio determinado el tiempo suficiente para poder comunicarse con él, aunque de cuando en cuando indicara dónde había estado mediante llamativas postales, acompañadas de unas cuantas palabras en el estilo sombrío y brutal que le era característico. En abril la tarjeta llegó desde Río, y después hubo un intervalo durante el cual parecía haber desaparecido por completo. Miss Jenny y Narcissa pasaron tranquilamente en casa aquella temporada, mientras los días giraban en torno al niño que había de nacer y al que Miss Jenny había decidido llamar John.

Miss Jenny opinaba que el viejo Bayard se había burlado de todos ellos, cometiendo un delito de lesa majestad contra sus antepasados y contra el trágico hechizo del sino familiar, al morir, como ella decía, de «dentro a fuera». Había adquirido así a sus ojos cierta condición de apestado, y como el joven Bayard estaba más o menos en cuarentena, ni carne ni pescado, le dio por hablar más y más acerca de John. Poco después de la muerte del viejo Bayard, en una repentina fiebre de merodear por la casa y de revolverla de arriba abajo, fiebre que ella denominaba limpieza invernal, encontró entre los recuerdos de la madre de John una miniatura de éste, hecha por un pintor de Nueva Orleans cuando John y Bayard tenían ocho años. Miss Jenny recordaba que había dos, una de cada hermano, y le parecía recordar que las había guardado cuando murió su madre. Pero la otra miniatura no consiguió encontrarla. De manera que encargó a Simón que pusiera orden en el revoltijo que ella había organizado y bajó las escaleras con la miniatura; Narcissa y ella se pusieron juntas a examinarla en el «despacho».

El pelo, incluso en aquella fecha tan temprana, tenía ya hermosos reflejos leonados y John lo llevaba más bien largo.

—Recuerdo cómo volvieron a casa el primer día de escuela —dijo Miss Jenny—. Sangraban los dos como cerdos porque se habían peleado con otros chicos que los acusaban de parecer niñas. Su madre los lavó y los besuqueó, pero estaban demasiado ocupados presumiendo delante de Simon y de Bayard de la carnicería que habían organizado para que les importara. «Tendrías que ver a los otros», repetía Johnny todo el tiempo. El viejo Bayard montó en cólera, por supuesto; dijo que era una vergüenza mandar a un chico a la escuela con rizos cayéndole por la espalda, y finalmente consiguió amedrentar a la pobre mujer para que diera su consentimiento y Simón les cortara el pelo. Y, ¿sabes lo que pasó entonces? Ninguno de los dos permitió que le tocaran la cabeza. Parece que aún tenían que dar una lección a unos cuantos y obligar a toda la escuela a reconocer que podían llevar el pelo hasta los pies si les apetecía hacerlo. Imagino que lo consiguieron, porque al cabo de dos o tres días más de volver a casa ensangrentados ya no trajeron nuevas heridas y le dejaron a Simón que les cortase el pelo, mientras su madre lloraba, sentada en la sala de visitas detrás del piano. Y ya no se volvió a hablar del asunto mientras fueron al colegio aquí. Ignoro las razones que encontraron para seguir peleándose con la gente cuando se fueron a estudiar fuera, pero lo cierto es que lo hicieron. Ése fue el motivo de que tuviéramos que separarlos cuando estaban en Virginia y de que mandáramos a Johnny a Princeton. Creo que echaron a suertes quién de los dos tendría que marcharse y después de que Johnny perdiera solían verse en Nueva York una vez al mes o algo parecido. En el escritorio de mi sobrino encontré unas cartas que el jefe de policía de Nueva York escribió a los profesores de Princeton y de Virginia pidiéndoles que no permitieran ir allí ni a Bayard ni a Johnny y que luego las universidades nos enviaron a nosotros. Y en una ocasión Bayard tuvo que pagar mil quinientos dólares por algo que le hicieron a un policía o a un camarero o a alguien por el estilo.

Miss Jenny siguió hablando, pero Narcissa no la escuchaba. Examinaba el rostro pintado en la miniatura. La cara y los ojos que la contemplaban eran los de un niño y también los de Bayard, pero ya podía verse en ellos, en lugar de la sombría arrogancia que Narcissa había llegado a conocer tan bien, una especie de sincera espontaneidad, cálida, fácil y generosa; y mientras Narcissa tenía en la mano el pequeño óvalo y los serenos ojos azules la miraban tranquilamente y todo el rostro, entre los rizos leonados, con su piel tersa y su boca de niño, irradiaba algo que era a la vez, alegre e indomeñable, comprendió, como nunca lo había hecho antes, la trágica ceguera del acontecer humano. Y mientras permanecía inmóvil con el medallón en la mano y Miss Jenny creía que lo estaba contemplando, lo que Narcissa hacía era acunar al niño que llevaba en el seno con toda la enfebrecida constancia de su naturaleza: era como si ya pudiera discernir la oscura forma plateada de la fatalidad, que también la afectaba a ella, inmóvil junto a su silla, esperando su oportunidad. «No, no», susurró Narcissa, protestando apasionadamente, rodeando a su hijo con oleada tras oleada de la fortaleza que brotaba en su interior con tanta abundancia a medida que los días se acumulaban, llenando sus murallas de invencibles guarniciones. Se alegró incluso de que Miss Jenny le hubiera mostrado el retrato: ahora estaba prevenida además de pertrechada.

Mientras tanto Miss Jenny hablaba del niño que iba a nacer llamándolo Johnny y recordaba al mismo tiempo anécdotas de la infancia del otro John, hasta que Narcissa se dio cuenta de que Miss Jenny los mezclaba a los dos; con una especie de sobresalto comprendió que Miss Jenny se hacía vieja; que, finalmente, hasta su indomable corazón empezaba a cansarse. Fue una sorpresa porque Narcissa nunca había asociado a Miss Jenny con la senilidad; ella, tan frugal y tan erguida y tan brusca y tan independiente y tan amable; cuidando de una casa que no era la suya y a la que había sido transplantada cuando sus propias raíces en otro lugar muy distante, donde las costumbres y los modales y hasta el clima mismo eran diferentes, habían sido cercenadas de manera violenta; llevándola con incansable eficiencia, sin otra ayuda que un negro decrépito tan irresponsable como un niño.

Porque llevar la casa la llevaba, exactamente igual que si el viejo Bayard y su nieto estuvieran todavía allí. Pero, de noche, cuando se sentaban delante del fuego en el despacho a medida que el año seguía su curso, y les llegaba el aire nocturno embalsamado con el aroma de las acacias y el canto de los sinsontes y con toda la renovada y eterna malicia de la primavera; y cuando por fin incluso Miss Jenny reconoció que ya no necesitaban el fuego; cuando en estas ocasiones Miss Jenny tomaba la palabra, Narcissa se daba cuenta de que no hablaba de los días lejanos de su adolescencia ni de Jeb Stuart con su fajín carmesí, su bayo cubierto de guirnaldas y su mandolina, sino de una época que no iba más allá de la infancia de Bayard y de John, como si su vida se estuviera cerrando hacia el pasado y no hacia el futuro, al igual que un carrete que se rebobina.

Y mientras Narcissa la escuchaba, otra vez serena, sintiéndose segura al abrigo de sus prevenidos bastiones, no podía por menos de admirar más que nunca aquel espíritu indomable que, nacido en un cuerpo de mujer en una familia de imprudentes e irreflexivos varones, sin otro propósito discernible que el de cuidar de ellos hasta el momento de su temprana y violenta muerte, y esto durante un período de la historia en el que su esposo y sus hermanos habían perecido gracias a los mismos inútiles infortunios del acontecer humano; período en el que Miss Jenny había visto desaparecer los fundamentos de su vida (como una pesadilla resistente a la vigila y al sueño) de la tierra donde sus antepasados dormían confiando en la integridad de la raza humana, y había presenciado cómo sus propias raíces eran violentamente arrancadas de aquel suelo; época durante la cual los hombres mismos, a pesar de su testaruda y despreciativa temeridad, se hubieran quejado amargamente si su participación hubiera sido igualmente pasiva y si la catástrofe final hubiera tenido que retrasarse indefinidamente. Y Narcissa pensó en cuánto más era merecedora de respeto la gallardía de quien nunca había bajado su lanza ante enemigos que ninguna espada era capaz de alcanzar, la firmeza sin quejas de aquellas mujeres que nadie había cantado (ni tampoco, ay, llorado), que la pomposa e inútil fascinación de los hombres que las eclipsaban. «Y ahora está tratando de convertirme en una de ellas; y hacer de mi hijo otro meteoro que brille en el cielo por un momento y luego desaparezca».

Pero Narcissa había vuelto a serenarse y sus días se iban centrando cada vez más en el próximo acontecimiento, de manera que la voz de Miss Jenny era sólo un sonido que la confortaba pero sin valor o significado especial. Todas las semanas recibía una extravagante carta de Horace, noblemente humorística: ella la leía también con tranquila indiferencia: los fragmentos que era capaz de descifrar, claro está. Siempre le había parecido difícil el estilo de Horace, y algunas de las cosas que lograba descifrar tampoco significaban nada para ella. Pero sabía que aquello entraba en las previsiones de Horace.

Luego la primavera se impuso definitivamente. Los típicos altercados entre Miss Jenny e Isom recomenzaron su violento aunque inofensivo ciclo en el jardín. Sacaron del sótano los bulbos de los tulipanes y los plantaron con ayuda de Narcissa; escardaron los otros arriates y quitaron sus coberturas invernales a las rosas y a los jazmines transplantados. Narcissa se llegó en coche hasta la ciudad; vio los primeros junquillos en el césped ahora desierto de su casa, que habían florecido como si Horace todavía estuviera allí, y le mandó una caja a su hermano; más adelante, también le mandó otra de narcisos. Para cuando florecieron los gladiolos ella ya no salía de casa, excepto a última hora de la tarde, cuando se paseaba con Miss Jenny entre plantas florecidas, sinsontes y petirrojos tardíos en las zonas del jardín donde las largas avenidas del reacio sol vespertino buscaban apoyo, y Miss Jenny seguía hablando de Johnny, confundiendo al que aún no había nacido con el ya muerto.

A primeros de junio Bayard escribió pidiendo dinero desde San Francisco, donde por fin había conseguido que le robaran. Miss Jenny se lo envió. También le mandó un telegrama con «Vuelve a casa» sin decírselo a Narcissa.

—Ahora aparecerá cualquier día —comentó con ella—. Ya verás como sí. Aunque sólo sea para tenernos intranquilas durante una temporada.

Como una semana después todavía no había vuelto, Miss Jenny le mandó un telegrama nocturno. Pero cuando se transmitió el cable, Bayard estaba en Chicago, y cuando llegó a San Francisco, él se hallaba entre saxófonos, señoras muy maquilladas y maridos cincuentones en una mesa llena de vasos vacíos, ceniza de cigarros y licor derramado, en compañía de una muchacha y de dos hombres. Uno de ellos llevaba un traje de sarga, con unas alas sobre el pecho que indicaban su condición de piloto del ejército. El otro era un hombre rechoncho, vestido con ropa muy gastada, de sienes grises y mirada ardiente, de visionario. La chica era una criatura delgada y alta —se diría que toda ella eran piernas—, con una agresiva boca muy roja, unos ojos muy fríos y un traje de noche a la última moda; cuando los otros dos hombres cruzaron el salón para hablar con Bayard ella le estaba engatusando, con deliberación apenas disimulada, para que bebiera más. El aviador y ella bailaban ahora juntos y de cuando en cuando la muchacha miraba hacia donde Bayard seguía bebiendo mientras el hombre mal vestido hablaba con él.

—Me da miedo —le decía la chica al aviador.

El hombre mal vestido hablaba haciendo grandes esfuerzos para dominar su excitación, usando dos servilletas dobladas hasta formar tiras muy finas para ilustrar algo, y su voz se alzaba, ronca e insistente, contra el insensato pandemonio de las trompetas y de la batería. Bayard le había escuchado a medias, mirándolo fríamente, pero ahora contemplaba algo o alguien que atraía su atención al otro extremo del local y dejaba que su interlocutor hablara sin hacerle caso. Bebía whisky y soda todo el tiempo, con una botella al alcance de la mano. Sus movimientos no le traicionaban apenas, pero su rostro tenía una palidez cadavérica y estaba francamente borracho; y la muchacha, que lo miraba de cuando en cuando desde la pista de baile, le estaba diciendo a su pareja:

—Estoy asustada, te lo aseguro. Cielo santo, no sabía ya qué hacer cuando tú y tu amigo os acercasteis a nuestra mesa. Prométeme que no te irás y nos dejarás solos.

—¿Asustada tú? —repitió el aviador con tono de incredulidad, aunque también él volviera la cabeza para contemplar el rostro pálido y arrogante de Bayard—. Me parece que sabes defenderte sola.

—No lo conoces —replicó la chica, apretándole la mano y pegando su cuerpo, que temblaba, al de él; y aunque el aviador respondió tensando el brazo y bajando un poco la mano sobre la espalda de la muchacha, lo hizo protegido por la densa multitud que los rodeaba y con muchas precauciones.

—Sepárate, hermanita —dijo en seguida—: está mirando hacia aquí. Hace dos años le vi saltarle los dientes a un capitán australiano que trató de hablar con una chica que estaba con él en un bar de Londres —siguieron bailando hasta que la orquesta quedó en el lado opuesto del salón—. ¿De qué tienes miedo? No es un salvaje: te tratará bien si no haces tonterías. Es un tipo excelente. Lo conozco desde hace mucho tiempo y lo he visto en sitios donde no quedaba más remedio que hacerlo bien, créeme.

—No lo conoces —repitió ella—. Me…

La música cesó de repente; en la mesa vecina se alzó la voz del hombre pobremente trajeado.

—… si pudiera conseguir que uno de esos pilotos que se asustan de su propia sombra… —su voz quedó otra vez sumergida en la avalancha de ruidos: voces de borrachos, agudas risas de mujer y correr de sillas, pero mientras se acercaban a la mesa, el hombre del traje raído aún hablaba insistentemente con gestos contenidos, mientras Bayard no dejaba de mirar hacia el otro lado del salón, pendiente de algo que atraía su atención, y llevándose el vaso a la boca a intervalos regulares. La muchacha apretó el brazo a su pareja.

—Tienes que ayudarme a conseguir que pierda el conocimiento —le suplicó, hablando muy deprisa—. Te aseguro que me da miedo marcharme con él.

—¿Tirar a Sartoris debajo de la mesa? No ha nacido el hombre ni tampoco la mujer. No sabes lo que dices, guapa —luego, sorprendido ante la sinceridad de la otra, añadió—: Dime, ¿qué demonios ha hecho para asustarte así?

—No lo sé. Pero puede hacer cualquier cosa. Le tiró una botella a un guardia de tráfico cuando veníamos para aquí. Tienes que…

—Cierra la boca —le ordenó él.

El hombre mal vestido dejó de hablar y levantó la vista con gesto impaciente. Bayard seguía mirando hacia el otro lado del salón.

—Hermano político allí —dijo, hablando lenta y cuidadosamente—. No se habla con la familia. Está enfadado con nosotros. Le quitamos la mujer.

Los otros se volvieron y miraron.

—¿Dónde? —preguntó el aviador. Luego llamó a un camarero—. ¡Eh, Jack!

—Ese pájaro con un brillante como un faro —dijo Bayard—. Buena persona. No puedo ir a saludarlo. Quizá me pegara. Pero no tengo nada contra él.

El aviador volvió a mirar.

—Parece su abuela —dijo. Llamó otra vez al camarero y luego se dirigió a la muchacha—: ¿Otro cóctel? —cogió la botella, se llenó el vaso y extendiendo la mano llenó también el de Bayard; después se volvió hacia el del traje gastado—: ¿Dónde está su vaso?

El otro hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Mire —cogió otra vez las servilletas—. La angulación de los planos aumenta en razón directa a la presión del aire, hasta un cierto límite. Ahora bien, lo que yo quiero averiguar…

—A otro perro con ese hueso, compañero —le interrumpió el aviador—. ¿Cómo quiere que nos interese un avión que funciona con aire? ¡Camarero!

Bayard contemplaba sombríamente al hombre del traje raído.

—¿No bebes? —dijo la muchacha, y tocó al aviador por debajo de la mesa.

—No —replicó Bayard—. ¿Por qué no vuelas tú en ese cacharro, Monaghan?

—¿Yo? —el aviador dejó el vaso en la mesa—. No estoy tan loco. Me licencio el mes que viene —levantó otra vez el vaso—. Brindo por un final feliz —dijo—. Y que no quede ni una gota.

—De acuerdo —asintió Bayard, sin tocar el vaso. Su rostro, rígido e intensamente pálido, se había convertido de nuevo en una máscara metálica.

—Le digo que no hay ningún peligro, con tal de que no supere la velocidad que ya le indicaré —dijo el hombre mal trajeado—. He hecho pruebas poniendo pesos en las alas, he comprobado la fuerza ascensional y revisado todas las cifras; lo que tiene usted que hacer…

—¿No vas a beber con nosotros? —insistió la muchacha.

—Claro que lo hará —dijo el aviador—. ¿Te acuerdas de la noche en Amiens cuando aquel gigante irlandés, Comyn, organizó una de mil demonios en el Cloche-Clos, silbando en la puerta con un pito de la policía militar?

El hombre mal trajeado estaba entre los dos, alisando encima de la mesa las servilletas dobladas. En seguida rompió otra vez a hablar, con voz enronquecida y beligerante, dominada por un intenso sentimiento de frustración:

—He trabajado como un esclavo, he mendigado y he pedido dinero prestado y ahora, cuando ya tengo el avión y un inspector del gobierno, no consigo que ninguno de ustedes le haga una prueba. Un batallón entero de pilotos, que cobran como si estuvieran en activo por sentarse en las terrazas de los hoteles, consumiendo una botella tras otra. ¡Los pilotos del Ejército Expedicionario, siempre hablando de lo valientes que son! No me extraña que no pudieran impedir que los alemanes…

—Cállese —le dijo Bayard sin pasión, pronunciando cuidadosamente todas las sílabas.

—No bebes —repitió la muchacha—. ¿No quieres acompañarnos?

Alzó el vaso de Bayard, se lo llevó a los labios y luego se lo presentó. Al cogerlo, Bayard le tomó la mano y la retuvo en la suya. Pero le interesaba más la persona que veía al otro lado del salón.

—No hermano político —dijo—. Marido político. No. Marido político del hermano de mi mujer. Su mujer era la amiga del hermano de mi mujer. Ahora ya está casada con él. Se ha puesto gorda. Este otro ha tenido suerte.

—¿De qué demonios estás hablando? —quiso saber el aviador—. Venga, vamos a echarnos un trago.

La muchacha se apartó de Bayard todo lo que le permitía la longitud de su brazo. Con la mano libre alzó el vaso y le dirigió una breve y aterrorizada sonrisa llena de coquetería. Bayard siguió sujetándole la muñeca y mientras la chica lo miraba con los ojos muy abiertos empezó a tirar de ella hacia él.

—Suéltame —susurró la muchacha—. No hagas eso —y dejando el vaso trató de soltarse con la otra mano.

El hombre del traje raído cavilaba sobre sus dobladas servilletas; el aviador concentraba toda su atención en la bebida que tenía enfrente.

—No hagas eso —musitó de nuevo la muchacha. Con el cuerpo inclinado ya hacia adelante, utilizó la otra mano para sujetarse e impedir que Bayard la obligara a abandonar la silla. Durante un momento se miraron fijamente: ella con los ojos muy abiertos llenos de mudo terror; él, sombríamente, desde la helada máscara de su rostro. Finalmente Bayard soltó la muñeca de la chica, se puso en pie y echó la silla hacia atrás.

—Usted, véngase conmigo —le dijo al hombre mal trajeado. Sacó un fajo de billetes del bolsillo y dejó uno sobre la mesa, junto a la muchacha—. Con eso podrás llegar a casa —dijo. Pero ella lo miró sin decir una palabra, frotándose la muñeca que Bayard había sujetado. El aviador contemplaba atentamente el fondo del vaso—. Vamos —le repitió Bayard al hombre del traje raído, y el otro se puso en pie y le siguió.

En un pequeño reservado y junto a una mesa también abarrotada de botellas y vasos, Harry Mitchell, derrumbado sobre una silla, tema los ojos cerrados y sobre su calva cabeza las gotitas de sudor adquirían una tonalidad rosada bajo la luz eléctrica. A su lado estaba una mujer que se volvió y miró a Bayard con una mueca exasperada, de animal acosado; un camarero con una cabeza que tenía algo de monacal completaba la escena. Mientras cruzaba por delante, Bayard vio que el alfiler con el brillante había desaparecido de la corbata de Harry y oyó la áspera discusión a media voz mientras las manos de la mujer y del camarero se peleaban por algo que estaba sobre la mesa, más allá de la discreta barrera de sus cuerpos. Cuando Bayard y su acompañante llegaron a la puerta, la voz de la mujer se alzó en una explosión de rabia hasta convertirse en un chillido histérico que se cortó bruscamente, como si alguien le hubiera tapado la boca con una mano.

A la mañana siguiente, Miss Jenny volvió a ir a la ciudad y puso otro telegrama. Pero cuando esto sucedía, Bayard estaba en Dayton, sentado en un aeroplano en una pista del gobierno, mientras el hombre del traje raído revoloteaba y corría frenéticamente de un sitio para otro y un grupo de pilotos observaba a cierta distancia, manteniendo una cortés reserva. El avión se parecía a cualquier otro biplano, con la excepción de que no había ningún cable visible entre los planos, que quedaban sujetos desde dentro mediante alambres a un sistema de muelles en tensión; de aquí que, con el aparato inmóvil sobre el suelo, el ángulo entre los planos fuera negativo. En teoría ese ángulo quedaría eliminado en beneficio de la velocidad cuando el avión volara horizontalmente; en cambio, si se inclinaba hacia un lado, la presión lateral aumentaría automáticamente el ángulo, facilitando la maniobra. La cabina estaba colocada muy atrás, cerca del plano de dirección.

—Así podrá ver las alas cuando se doblen —le había dicho poco antes el hombre que le ofreció un casco y unas gafas protectoras—. Están un poco viejas —había añadido, como disculpándose por los anteojos.

Bayard se limitó a mirarlo fríamente.

—Mire, Sartoris —había dicho el otro—, olvídese de ese cacharro. Tipos como ése aparecen por aquí todas las semanas con algún invento que va a revolucionar la aviación, algún nuevo matahombres que vuela maravillosamente… sobre el papel. Si el jefe no quiere darle un piloto (y bien sabe usted que aquí probamos cualquier cosa que tenga motor), puede apostar a que ese chisme es un completo desastre.

Pero Bayard había aceptado el casco y las gafas protectoras y continuado su camino en dirección al hangar. El grupo lo había ido siguiendo, quedándose inmóvil cerca del aparato, con expresión sombría y facciones deformadas por la fuerza del viento mientras se calentaba el motor. Y cuando Bayard se subió a la cabina y se puso los anteojos, el hombre que había hablado con él se acercó de nuevo y arrojó algo en su regazo.

—Tenga —dijo con brusquedad—. Llévese esto.

Era una liga de mujer. Bayard la recogió y se la devolvió.

—No me va a hacer falta —dijo—. Gracias, de todas formas.

—De acuerdo. Usted conoce su oficio, desde luego. Pero si deja que ese cacharro baje la nariz, irá perdiendo piezas hasta quedarse sentado sobre las ruedas.

—Lo sé —contestó Bayard—. Ya me cuidaré yo de que la lleve bien alta.

El hombre mal trajeado se acercó otra vez corriendo, sin parar de hablar.

—Sí, sí —replicó Bayard con impaciencia—. Todo eso me lo ha dicho usted antes. Contacto.

El mecánico hizo girar la hélice y el avión salió con el hombre del traje raído colgado de la cabina, todavía gritándole instrucciones a Bayard. Pronto tuvo que ponerse a correr para no quedarse atrás, y todavía siguió gritando hasta que Bayard le hizo quitar la mano del fusilaje y abrió la llave para acelerar el motor. Cuando llegó al fondo de la pista y dio la vuelta para despegar con el viento de cola, el hombre seguía corriendo hacia él y agitando los brazos. Bayard aceleró el motor al límite, el avión dio una sacudida hacia adelante y cuando a mitad de la pista pasó cerca del otro la cola ya estaba en el aire, el avión avanzaba a grandes saltos, y Bayard tuvo una visión fugaz del frenético agitarse de sus brazos y de su boca abierta mientras el aeroplano estabilizaba su avance.

Al ver que las alas se ladeaban y balanceaban, Bayard fue dirigiendo el avión con gran cuidado, ganando altura. También se dio cuenta de que llegaría un punto más allá del cual la misma velocidad le quitaría superficie ascensional. Estaba ya a unos dos mil pies de altura y al hacer girar el avión descubrió que la presión del timón de dirección reducía al máximo el ángulo entre los planos del ala sobre la que giraba, multiplicando por dos el ángulo del ala exterior al giro, con lo que se encontró haciendo el deslizamiento más violento que recordaba desde los días de la guerra. Pero el avión, no contento con deslizarse, levantó la cola como una ballena para sumergirse y el indicador de velocidad saltó en seguida treinta millas más allá del límite que el inventor le había indicado. Iban otra vez en dirección al campo de aterrizaje, en un picado poco pronunciado, y Bayard movió hacia atrás la palanca de mando, intentando remontar el vuelo.

Los extremos de las alas se alzaron bruscamente; Bayard tuvo que mover la palanca hacia adelante para evitar quedarse sin ellas, y comprendió que sólo la velocidad del picado le impedía caer como un paraguas vuelto al revés. La velocidad seguía aumentando, ya había sobrevolado la pista de aterrizaje y estaba a menos de mil pies del suelo. Movió otra vez para atrás la palanca de mando; como las puntas de las alas volvieron a doblarse, cambió la palanca hacia adelante e intentó repetir el deslizamiento lateral, para reducir la velocidad. El avión giró mientras la cola describía un arco muy amplio, pero esta vez las alas se desprendieron del fuselaje y Bayard agachó la cabeza instintivamente cuando una de ellas le pasó rozando y fue a estrellarse contra la cola, arrancándola de cuajo.