EN EL SITIO donde del camino principal arrancaba la senda apenas marcada y con poco tránsito que llevaba a casa de los MacCallum, Bayard hizo detenerse a Perry y permaneció inmóvil durante un rato bajo el crepúsculo. A Jefferson, 14 millas. Rafe y los otros aún tardarían algún tiempo en volver porque también era víspera de Navidad en la ciudad y los caminos estarían llenos de gente que iba a celebrar la fiesta con sus familiares. Pero podían haber salido pronto para estar en casa al anochecer; podían estar a menos de una hora de camino. Los rayos del sol, al hacerse oblicuos, dejaban escapar el frío que habían mantenido prisionero en la tierra durante las horas en que cayeran perpendicularmente, y el frío se alzaba lentamente a su alrededor mientras mantenía a Perry inmóvil en el centro del camino. Poco a poco su sangre se fue enfriando al cesar los movimientos del caballo. Luego hizo que Perry tomara la dirección contraria a la ciudad y que avanzara con su habitual trote corto.
Pronto le alcanzó la noche, pero siguió cabalgando bajo los árboles desnudos, a lo largo de un camino apenas visible bajo la luz de las estrellas. Perry iba ya pensando en el establo y en la cena y avanzaba con vacilantes e inquisitivos movimientos de cabeza, pero obedientemente y sin disminuir la marcha, y sin saber dónde iban ni por qué, pero sí que se alejaban de casa; sintiendo algunas dudas pero todavía confiado. El frío fue aumentando en medio del silencio, de la soledad y de la monotonía. Bayard detuvo a Perry, sacó la garrafa, bebió y volvió a atar el talego a la silla.
Las colinas se alzaban a su alrededor oscuras y desoladas; no encontraba ningún signo que indicara la proximidad de casas, ningún vestigio de la mano del hombre. Por todas partes las colinas se alejaban, oscuras, unas detrás de otras, bajo la luz de las estrellas; o bien, si el camino se hundía por un valle en el que los surcos endurecidos resonaban ya como planchas de hierro bajo los cascos de Perry, se erguían a su alrededor oscuras y siniestras, alzando las desnudas ramas de sus árboles contra el cielo centelleante. En el sitio donde una filtración invernal atravesaba el camino, las pezuñas de Perry quebraron la fina lámina de hielo y Bayard aflojó las riendas mientras el caballo olisqueaba el agua. Él bebía otra vez de la garrafa.
Encendió torpemente una cerilla con dedos entumecidos, la aplicó a un cigarrillo y alzando la manga de la camisa vio en su reloj de pulsera que eran las once y media.
—Bueno, Perry —su voz resonó con inesperada fuerza en medio del silencio, de la oscuridad y del frío—, me parece que será mejor buscar un sitio donde refugiarnos hasta mañana.
Perry levantó la cabeza y resopló como si hubiera entendido sus palabras, como si estuviera dispuesto a compartir la sombría soledad en que habitaba su jinete, si ello fuera posible. Siguieron adelante, ascendiendo de nuevo.
La inacabable oscuridad disminuía un poco cuando algún campo, iluminado por la incierta luz de las estrellas, rompía la monotonía de los árboles; al cabo de un rato en el que Bayard dejó las riendas sueltas sobre el cuello de Perry para meter las manos en los bolsillos, buscando algo de calor entre cuero e ingle, apareció ante ellos un edificio para almacenar algodón a un lado del camino, con un helado resplandor en el tejado, como de plata. No puede faltar mucho, se dijo Bayard, inclinándose hacia adelante y poniendo una mano en el cuello de Perry para sentir el calor de su sangre incansable.
—Pronto estaremos en casa, Perry, si vamos mirando con cuidado.
El caballo relinchó un poco, como si hubiera entendido, y en seguida se salió del camino; al tirar de las riendas también Bayard vio la débil huella de una senda para carros que descendía hacia un confuso grupo de árboles.
—Buen chico, Perry —dijo Bayard, aflojando otra vez las riendas.
La casa era una cabaña. Estaba a oscuras, pero un escuálido podenco acudió desde la parte de atrás, se puso a ladrar y estuvo alborotando mientras Bayard detenía a Perry y llamaba a la puerta con una mano entumecida. Desde dentro de la casa les llegó por fin una voz.
—Buenas noches —gritó Bayard. Y añadió—: Me he perdido. Abran.
El perro seguía ladrándole incansable. Al cabo de un momento apareció en la puerta una rendija que dejaba ver el resplandor moribundo de unos rescoldos y por la que escapó un fuerte olor a negro. Recortada contra la tibia rendija, surgió una cabeza.
—Jule —ordenó su poseedor—. Cállate la boca.
El podenco, obediente, dejó de ladrar y se retiró detrás de la cabaña, gruñendo.
—¿Quién es usted?
—Me he perdido —repitió Bayard. ¿No podría pasar la noche en el granero?
—No tengo granero —contestó el negro—. Hay otra casa un poco más abajo siguiendo por la carretera.
—Le pagaré —Bayard se buscó en el pantalón con una mano entumecida—. Mi caballo está agotado —la cabeza del negro se asomó un poco más, recortada contra el resplandor del fuego—. Vamos, hambre —añadió Bayard, impaciente—, no me tenga aquí fuera pasando frío.
—¿Quién es usted?
—Bayard Sartoris, de Jefferson. Tome —y extendió la mano. El negro no hizo el menor intento de coger lo que le ofrecía.
—¿Familia de Sartoris, el banquero?
—Sí, tome.
—Espere un momento.
La puerta se cerró. Pero Bayard tiró de las riendas. Perry se puso dócilmente en marcha, dieron la vuelta alrededor de la casa y luego avanzaron entre tallos de algodón endurecidos por la helada, que le golpeaban con un ruido seco a la altura de las rodillas. Mientras Bayard se apeaba del caballo sobre los surcos helados, frente a un desvencijado portón, procedente de la cabaña apareció un farol balanceándose muy bajo entre los tallos de algodón y la sombra de las piernas del negro; el dueño de la casa traía un bulto informe bajo el brazo y al llegar hasta donde estaba Bayard se quedó quieto, sosteniendo d farol mientras Bayard desensillaba el caballo.
—¿Cómo es posible que esté usted tan lejos de su casa a esas horas de la noche?
—Me he perdido —contestó Bayard lacónicamente—. ¿Dónde puedo dejar el caballo?
El negro movió el farol indicando una casilla del establo. Perry atravesó cuidadosamente la entrada y luego volvió la cabeza hacia la luz del farol, lanzando destellos fosforescentes al girar los ojos; Bayard le siguió al interior de la casilla y estuvo frotándote la piel con el lado seco del sudadero. El negro había desaparecido, pero regresó en seguida con unas cuantas mazorcas y las dejó caer en el pesebre, junto al sitio donde Perry hocicaba ya afanosamente.
—¿Tendrá usted cuidado con el fuego, verdad? —Por supuesto. No voy a encender ni una cerilla. —Tengo aquí todos mis animales, los aperos y los piensos —le explicó el negro—. No puedo dejar que se me quemen. Las compañías de seguros no llegan tan lejos de la ciudad.
—Por supuesto —repitió Bayard. Cerró la puerta de la casilla de Perry, y mientras el negro le miraba cogió el talego de arpillera que había dejado apoyado contra la pared y sacó la garrafa—. ¿No tiene un vaso?
El negro desapareció de nuevo; Bayard veía la luz del farol a través de las grietas de la pared del cuartucho que estaba adosado a la pared de enfrente. Cuando el otro reapareció lo hizo con una lata oxidada, de la que al soplar salió una nubécula de paja muy menuda. Bebieron los dos. Detrás, Perry masticaba ruidosamente su maíz. El negro le mostró la escalera del sobrado.
—Tendrá cuidado con el fuego, ¿verdad? —repitió con expresión preocupada.
—Claro que sí —dijo Bayard—. Buenas noches.
Puso la mano en la escalera, pero el negro le detuvo para entregarle el bulto informe que había traído de la casa.
—Sólo tengo éste de más pero algo le ayudará. Va a pasar frío ahí arriba.
Era un edredón raído, pringoso al tacto e impregnado del inconfundible olor de los negros.
—Gracias —contestó Bayard—. Le estoy muy agradecido. Buenas noches.
—Buenas noches.
El farol se alejó entre parpadeos, alumbrando las piernas del negro al cruzarse y descruzarse, y Bayard subió a las tinieblas y al seco y acre aroma del heno. Allí se hizo a oscuras una especie de nido, se introdujo en él como pudo, se envolvió en el edredón, con el pringue, el olor y todo lo demás y metió las manos heladas dentro de la camisa, apoyándolas contra el pecho. Al cabo de un rato, pero muy lentamente sus manos empezaron a calentarse, hormigueando un poco, pero su cuerpo aún seguía tiritando de frío y de agotamiento. Debajo de él Perry masticaba con calma en la oscuridad, golpeando el suelo de cuando en cuando, y gradualmente Bayard dejó de tiritar. Antes de dormirse sacó el brazo y miró la esfera luminosa de su reloj. La una. Ya era Navidad.
Le despertó el sol que entraba en barras rojas por las rendijas de la pared, y se quedó un rato tumbado en su duro lecho, sintiendo en el rostro un aire frío y lleno de luz como agua helada, y preguntándose qué sitio era aquél. Terminó por recordarlo y al moverse descubrió que tenía el cuerpo entumecido por el frío de la noche y que la sangre se le movía por las extremidades como si estuviera hecha de perdigones. Sacó las piernas de su olorosa cama, pero dentro de las botas sus pies eran un peso muerto, y tuvo que hacer flexiones de rodillas y de tobillos durante un rato antes de que sus pies se despertaran con una sensación de candentes pinchazos. Sus movimientos eran rígidos y torpes, y descendió la escalera lenta y cautelosamente hasta llegar a la roja mancha de sol que iluminaba el zaguán como un clamor de trompetas. El sol estaba exactamente encima del horizonte, enorme y rojo; y el tejado, los postes de la valla, los desperdigados aperos de labranza que se oxidaban delante del establo y los muertos tallos de algodón que llegaban hasta la puerta de atrás de la cabaña, estaban cubiertos de escarcha, y el sol la convertía en brillantes adornos rosados, como si el paisaje fuera una tarta de cumpleaños. Perry sacó la esbelta cabeza por encima de la puerta de la casilla y relinchó saludando a su amo, con chorros de vapor que se disolvían instantáneamente. Bayard le dijo unas palabras y le acarició el hocico. Cuando había sacado otra vez la garrafa y estaba bebiendo, apareció el negro en el zaguán con un cubo de leche.
—¡Regalo de Navidad![21] —dijo, echando una ojeada a la garrafa. Bayard le dio de beber—. Gracias. Entre usted en la casa y caliéntese junto al fuego. Ya le daré yo de comer al caballo. La vieja le ha preparado el desayuno. —Bayard recogió el talego; al llegar junto al pozo que había detrás de la cabaña, sacó un cubo de agua helada y se mojó la cara.
En la decrépita chimenea el fuego ardía entre cenizas, trozos de madera chamuscados y un confuso montón de cacharros de cocina. Bayard cerró la puerta, dejando fuera el frío luminoso, y se encontró envuelto en una caldeada atmósfera sin ventilar, hecha de fuertes y rancios olores animales, tan intensa como una droga. Una mujer inclinada sobre el fuego contestó tímidamente a su saludo. Tres negritos se inmovilizaron en un rincón y lo contemplaron con los ojos muy abiertos. Uno de ellos era una niña, vestida con grasientas ropas indescriptibles y con cabellos trenzados y sujetos mediante apretados lazos de sucias tiras de telas de colores. El segundo podía ser niño o niña o cualquier otra cosa. El tercero quedaba prácticamente incapacitado para realizar cualquier movimiento gracias a una prenda fabricada a partir de un juego de ropa interior de lana. Era demasiado pequeño para andar y se arrastraba por el suelo con una especie de intensa determinación sin objetivo preciso; desde las ventanillas de la nariz a la barbilla le corrían dos brillantes churretes, como si dos caracoles hubieran dejado allí las huellas de su paso.
La mujer, procurando hacerse notar lo menos posible, colocó una silla delante del fuego; Bayard se sentó y acercó las botas a la chimenea.
—¿No se ha tomado usted una copa para celebrar la Navidad? —le preguntó a la negra.
—No, señor. No tenemos nada de beber este año —contestó ella desde detrás. Bayard empujó el talego en dirección a la voz.
—Beba. Hay más que suficiente.
Las tres criaturas, acuclilladas contra la pared, lo contemplaban fijamente, sin moverse ni emitir sonido alguno.
—¿Y vuestros regalos de Navidad? —les preguntó Bayard.
Pero ellos se limitaron a seguirle mirando con la intensa gravedad de los animales hasta que la mujer se volvió y les habló en tono de reprimenda.
—Enseñadle al señor lo que os trajo Santa Claus —les apuntó—. Muchas gracias —añadió, poniéndole sobre el regazo un plato de estaño y a sus pies junto al fuego una taza de loza con desconchones—. Enseñadle los regalos —repitió—. Si no, pensará que Santa Claus no sabe dónde vivís.
Los chiquillos se pusieron en movimiento y de la zona en sombra detrás de ellos —donde los habían escondido al entrar él— sacaron un pequeño automóvil de hojalata, un collar de coloreadas cuentas de madera, un espejito y un grueso bastón de caramelo al que ya se habían adherido sustancias extrañas y que inmediatamente se pusieron a chupar solemnemente, pasándolo de mano en mano. La mujer llenó la taza de Bayard con el contenido de la cafetera colocada sobre el rescoldo, levantó la tapadera que cubría una sartén de hierro, pinchó con un tenedor una gruesa tajada de carne humeante y la llevó hasta su plato; luego rastrilló entre las cenizas un objeto grisáceo, lo limpió, lo partió en dos y lo puso también en el plato. Bayard comió la carne y la torta de maíz y bebió el incoloro e insípido café. Los niños jugaban tranquilamente con sus regalos, pero cuando él levantaba la vista descubría que seguían mirándolo disimuladamente. En seguida entró el negro con el cubo de leche.
—¿Ya le dio de comer la vieja? —preguntó.
—Sí. ¿Cuál es la estación de ferrocarril más próxima?
El negro se lo dijo: estaba a ocho millas.
—¿Podría usted llevarme allí esta misma mañana y dejar mi caballo en casa de los MacCallum la semana que viene, cualquier día que le venga bien?
—Le presté las mulas a mi cuñado —contestó el negro inmediatamente—. No tengo más que una pareja y se la ha llevado.
—Le daré cinco dólares.
El negro dejó el cubo en el suelo y, mientras la mujer se acercaba y lo recogía, empezó a rascarse la cabeza lentamente.
—Cinco dólares —repitió Bayard.
—Mucha prisa tiene usted para ser Navidad.
—Diez dólares —dijo Bayard, impaciente—. ¿No puede conseguir que su cuñado le devuelva las mulas?
—Imagino que sí. Imagino que las traerá a la hora de comer. Puedo llevarle entonces.
—¿Por qué no se las pide ahora? Coja mi caballo y vaya a por ellas. Necesito tomar el tren.
—Todavía no he celebrado la Navidad. Un hombre que trabaja todos los días del año tiene derecho a descansar un poco el día de Navidad.
Bayard lanzó una maldición pero acto seguido añadió:
—De acuerdo, iremos después de comer. Asegúrese que su cuñado trae las mulas a tiempo.
—Vendrá a tiempo; no se preocupe usted por eso.
—De acuerdo. Usted y su mujer beban cuando quieran de la garrafa. —Muchas gracias, señor.
El viciado aire de la habitación lo amodorraba; el calor llegaba insidiosamente hasta sus huesos, cansados y entumecidos por el frío nocturno. Los negros se movían por la única habitación de la cabaña: la mujer cocinando en la chimenea y los negritos con sus miserables chucherías y su sucio bastón de caramelo. Bayard, sentado en su dura silla, dejó pasar la mañana dormitando. No completamente dormido, pero sí en una región intemporal donde permanecía sin estar despierto y en la que al cabo de un largo intervalo descubrió que algo estaba tratando de penetrar. Bayard contempló aquella vanas tentativas con tranquila indiferencia. Pero por fin aquel algo consiguió romper su aislamiento: era una voz. —La comida está lista.
Los negros bebieron otra vez con él, amistosamente pero con cierta timidez: dos posiciones antagónicas en razón de raza, sangre, naturaleza y medio ambiente se tocaban por un momento y se mezclaban gracias a una ilusión: que la humanidad pueda olvidar su lujuria, su cobardía y su avaricia un día al año.
—Feliz Navidad —dijo la mujer tímidamente—. Muchas gracias. Después, la comida: zarigüeya con batatas, más grisáceas tortas de maíz, el recalentado e insípido líquido de la cafetera, y una docena de plátanos y trozos de coco, con los niños arrastrándose alrededor de sus pies como animales que huelen comida. Se dio cuenta de que estaban esperando a que él terminara para empezar ellos, pero consiguió convencerlos para que comieran todos juntos. Por fin (una vez que las mulas fueron milagrosamente devueltas por un cuñado incorpóreo), con la garrafa más que mediada en el suelo del carro entre los pies, Bayard volvió la vista una última vez hacia la cabaña. La mujer estaba en pie junto a la puerta y sobre la chimenea había un pálido e inmóvil penacho de humo.
Contra los escuálidos costillares de las mulas tintineaban los destartalados arneses. El aire era tibio, aunque entretejido ya con una casi impalpable quintaesencia de frío que aumentaría con la oscuridad. El camino cruzaba la tierra iluminada. De cuando en cuando, a través de las brillantes juncias o de más allá de los bosques sin hojas llegaban los apagados estampidos de las escopetas; a veces se cruzaban con otros carros, con jinetes o con personas que se trasladaban a pie y que levantaban oscuras manos sosegadas en dirección al negro vestido con un capote del ejército bien abotonado y acompañaban el saludo de breves miradas de soslayo al hombre blanco que iba a su lado en el asiento.
—¡Feliz Navidad!
—Más allá de las amarillas juncias y de las pardas crestas, las colinas más lejanas se recortaban azuladas contra el cielo inmaculado.
—¡Feliz Navidad!
Se detuvieron para echar un trago y Bayard le dio un cigarrillo a su acompañante. El sol quedaba ya tras ellos; sin una nube ni una brizna de viento ni un pájaro en el pálido y sereno azul cobalto.
—¡Qué días tan cortos! Cuatro millas más. Vamos, mulas.
Entre sauces inmóviles, obstinadamente verdes, un seco retumbar de sueltas planchas de madera sobre agua de sonoros fulgores. El camino ascendía rojizo; los pinos se recortaban contra el cielo en dentados baluartes. Llegaron a la cima y ante ellos se extendió una llanura en la que se sucedían juncias bronceadas, oscuros campos en barbecho y pardos bosques; de cuando en cuando una casa envuelta en una neblina azul y resplandeciendo suavemente; y abajo, muy cerca del horizonte, humo.
—Sólo dos millas más.
Detrás de ellos el sol era un globo amarrado una hora en el cielo. Bebieron otra vez.
El sol había tocado ya el horizonte cuando apareció por fin ante ellos el valle donde los relucientes raíles del ferrocarril se perdían entre tejados y árboles; desde lejos les llegó el sonido al ralentí de una fuerte explosión.
—Todavía de fiesta —dijo el negro.
Del fulgor del sol descendieron a una zona de sombras intensas donde, detrás de guirnaldas y campanas de papel, brillaban las ventanas y en los porches se veían los restos, ya apagados, de los fuegos de artificio. Por las calles, niños con chaquetas y jerseys de brillantes colores pasaban velozmente a su lado montados en cochecitos o en relucientes patinetes. De nuevo otra fuerte explosión en el crepúsculo delante de ellos, y en seguida desembocaron en la plaza con su calma dominical, también cubierta de trozos de papel. Bayard sabía que lo mismo estaría pasando en la plaza de Jefferson, con hombres y muchachos que conocía desde la adolescencia haraganeando de la mañana a la noche, bebiendo de cuando en cuando, tirando cohetes y dando monedas de cinco, de diez y de veinticinco centavos a los chicos negros que les gritaban al pasar «¡Regalo de Navidad! ¡Regalo de Navidad!». Se acordó de su propia casa y del árbol de Navidad en el salón, del cuenco de ponche delante del fuego y de Simón que entraba torpe y desconfiadamente de puntillas en la habitación de los dos hermanos y se detenía, conteniendo la respiración al lado de la cama donde Johnny y él fingían dormir; y de cómo cuando el criado negro ya estaba más tranquilo, los dos gritaban al unísono «¡Regalo de Navidad!», y Simón se entristecía mucho. «¡Vaya! ¿Será posible que me hayáis pillado otra vez?» Pero a media mañana ya se había repuesto, para pasar a un estado de afable e inútil locuacidad a la hora de comer y terminar completamente fuera de combate a la caída de la tarde, mientras Tía Jenny se encolerizaba y juraba que mientras le quedara una brizna de energía, y con la ayuda de Júpiter, nunca más permitiría que la casa se transformase en un bar para negros holgazanes. Y ya de noche un baile en algún sitio, con acebo y muérdago y serpentinas; y las chicas que conocía desde siempre llevarían pulseras nuevas y relojes y abanicos y reirían en un ambiente tibio, entre luces y música…
En una esquina había un pequeño grupo y al pasar el carro y precedido por la precipitada fuga de sus componentes, se dibujó abruptamente en el crepúsculo un resplandor amarillo y la fuerte explosión se prolongó en ecos perezosos entre las silenciosas paredes de las casas. Las mulas tiraron con más fuerza de sus colleras y el carro siguió adelante traqueteando. En la oscuridad creciente, desde las puertas iluminadas donde colgaban campanas de papel y guirnaldas, se oían voces que llamaban con dulce insistencia, y otras de niños que contestaban, suplicantes, reacias, pesarosas. Luego la estación, con un autobús y cuatro o cinco coches alineados delante; Bayard descendió y el negro le tendió el talego desde el carro.
—Muchas gracias —dijo Bayard—. Hasta la vista.
—Hasta la vista.
En la sala de espera, donde estaba encendida una estufa que lanzaba destellos de un rojo escarlata, había alegres grupos, con cazadoras y elegantes abrigos de piel, pero Bayard no entró. Colocó el talego contra la pared y se paseó de arriba abajo por el andén, tratando de calentarse un poco. En las dos direcciones a lo largo de la vía, semáforos verdes brillaban sin parpadeos en el crepúsculo; al alcance de la mano sobre los árboles del oeste, la estrella de la tarde parecía una bombilla encendida en una pared de cristal. Siguió paseando arriba y abajo, mirando de cuando en cuando por las ventanas iluminadas de la sala de espera donde los alegres grupos con sus cazadoras y sus abrigos de piel gesticulaban animadamente aunque sin ruido de palabras; a veces miraba también por la ventana de la sala de espera de los negros, cuyos ocupantes estaban sentados alrededor de la estufa, charlando pacientemente bajo la mortecina luz de una única bombilla. Al darse la vuelta, una voz le habló tímidamente desde las sombras junto a la puerta.
—¡Regalo de Navidad, jefe!
Bayard se sacó una moneda del bolsillo sin detenerse. De nuevo llegó desde la plaza el ruido de otra explosión, y por encima de los árboles un cohete describió una curva, pareció detenerse un momento y luego se abrió como un puño, extendiendo unos dedos dorados que se desvanecieron en el cielo sereno de color añil sin hacer el menor ruido.
Finalmente llegó el tren y detuvo la larga fila de sus iluminadas ventanillas con una sucesión de chirriantes sonidos. Bayard se echó otra vez el talego a la espalda y en medio de un alegre grupo de personas que se despedían a gritos, se deseaban por última vez unas felices navidades y se daban mensajes para personas ausentes, también él subió al tren, sin afeitar, con botas llenas de marcas y rasguños, manchados pantalones de color caqui, una oscura chaqueta de tweed y un deformado sombrero de fieltro. Cuando encontró una plaza libre se sentó y colocó el talego con la garrafa debajo del asiento.