EL CABALLO, incansable, había coronado ya la cumbre de la última colina, y los rayos casi horizontales del sol de diciembre alargaban las sombras de montura y jinete sobre los árboles del cerro hasta tocar el valle, de donde llegaban otra vez los agudos aullidos de los perros a través del aire frío y sin viento. Perros jóvenes, se dijo Bayard, y detuvo el caballo en el desdibujado camino, escuchando cómo los ecos de aquella histérica barahúnda se iban trasladando en relación con la posición que él ocupaba. Al inmovilizarse sintió la frialdad del aire. Por encima de él, los pinos, aunque no había viento que los moviera, emitían continuamente extraños chasquidos secos, como si la helada que estaba en el aire hubiera encontrado una voz; por encima de los árboles, recortada contra el azul intenso de la tarde, se deslizaba una bandada de gansos. «Helará esta noche», pensó Bayard, imaginándose las oscuras rebalsas donde irían a descansar aquellas aves, los salientes cubiertos de espesa vegetación muerta a cuyo alrededor el agua se helaría muy pronto en la quebradiza oscuridad. Detrás de él la tierra se alejaba en crestas sucesivas tan azules como un humo de leña, hasta fundirse con un cielo semejante a una lámina translúcida de sangre coagulada. Bayard se volvió sobre la silla y miró sin pestañear el sol que se destacaba como un huevo carmesí, estrellado contra las colinas más distantes. Aquello era un signo seguro de que iba a cambiar el tiempo: con la esperanza de estar oliendo nieve, Bayard husmeó el aire inmóvil que le causó un hormigueo en la nariz.
El caballo resopló y agitó el cuello; al notar que las riendas estaban flojas, bajó la cabeza y resopló de nuevo entre las hojas caídas y las delicadas agujas secas de pino alrededor de sus patas.
—Levanta, Perry —dijo Bayard, dando un tirón a las riendas.
Perry levantó la cabeza y echó a andar con un trote largo muy incómodo, pero Bayard consiguió en seguida que volviera a su habitual paso corto. Antes de que avanzara mucho los perros estallaron de nuevo en clamoroso tumulto hacia su izquierda y, de repente, muy cerca, mientras tiraba de las riendas para detener a Perry y examinar la desdibujada huella del camino, vio al zorro que se aproximaba sin prisa hacia él por el centro de la senda. Perry lo vio al mismo tiempo, agachó las delicadas orejas y giró los ojos dentro de las órbitas. Pero el animal siguió acercándose, plácidamente, sin reparar en ellos, caminando sin prisa y volviendo la cabeza para mirar hacia atrás de cuando en cuando.
—Vaya, que me aspen si lo entiendo —murmuró Bayard, sujetando con firmeza a Perry entre las rodillas. El zorro estaba ya a menos de cuarenta yardas y seguía acercándose, al parecer completamente ajeno a la presencia del jinete. Entonces Bayard gritó.
El animal levantó la vista hacia él; los rayos horizontales del sol tiñeron fugazmente de sangre sus ojos y, en seguida, con un único y modesto resplandor marrón, desapareció. Bayard dejó escapar el aire retenido en sus pulmones: el corazón le golpeaba violentamente contra las costillas.
—¡Júuuui! —gritó—. ¡Vamos, perros!
Su clamor se convirtió en estridente pandemonio y la jauría se derramó sin orden ni concierto sobre la senda, en un frenético caos de pieles moteadas y orejas y lenguas aleteantes, avanzando hacia él en oleadas. Todos estaban aún a medio crecer e, ignorando al caballo y al jinete, se lanzaron sin dejar de aullar entre la maleza por donde había desaparecido el zorro. Mientras Bayard se incorporaba sobre los estribos para ver mejor la dirección que tomaban, precedidos por aullidos todavía más agudos y más frenéticos, dos perrillos aún más jóvenes salieron fatigosamente de entre los árboles y cruzaron por delante de él, apenas sosteniéndose sobre sus cortas patas, con gritos que eran gemidos y con rostros que expresaban una descabellada y ridícula ansiedad. Después el clamor fue desvaneciéndose en ecos histéricos hasta desaparecer.
Bayard siguió adelante. A ambos lados había colinas: las de un costado, oscuras como un bastión de bronce; las del otro, enrojecidas aún por los últimos rayos del sol. El frío que hacía crepitar el aire cosquilleaba a Bayard en las ventanas de la nariz y le cauterizaba los pulmones con afiladas y estimulantes agujas. La senda iba siguiendo el valle; pero por encima de la muralla occidental sólo asomaba ya la mitad del sol, y entre árboles espaciados Bayard avanzó sumergido hasta la altura del estribo en sombras tan frías como un agua de deshielo. Tenía el tiempo justo para llegar a la casa antes de que oscureciera. El clamor de los perros creció otra vez delante de él, acercándose de nuevo al camino, y Bayard hizo que Perry aligerara el paso.
En seguida apareció ante él un claro: un antiguo campo cultivado, crecido de juncias, donde las heridas del arado llevaban ya mucho tiempo cicatrizadas. El sol lo llenaba de oro agonizante y de nuevo Bayard detuvo a Perry bruscamente: allí, en una esquina del claro, junto al camino, aguardaba el zorro. Estaba sentado sobre sus cuartos traseros como un perro, vigilando los árboles del otro lado del claro, y Bayard hizo que Perry reanudara la marcha. El zorro volvió la cabeza, le lanzó una breve ojeada furtiva, aunque sin alarma aparente, y Bayard detuvo de nuevo a Perry, más asombrado que nunca. El clamor de los perros se iba aproximando entre los árboles, pero el zorro seguía sentado sobre sus cuartos traseros, lanzando al hombre rápidas y furtivas ojeadas, y sin hacer el menor caso de los perros. Seguía sin manifestar alarma, incluso cuando los cachorros aparecieron aullando entre los árboles. Mientras salían fatigosamente del bosque el zorro dividió su atención entre ellos y el hombre.
Por fin, el perro de mayor tamaño, evidentemente el jefe, vio la presa. Al instante todos dejaron de ladrar, atravesaron trotando el claro y se sentaron en círculo alrededor del zorro, jadeantes, con la lengua colgando. Luego, de común acuerdo, se volvieron a mirar el bosque que se iba quedando a oscuras y del que, cada vez más próximos, iban llegando unos aullidos sin fuerza, pero muy agudos. El más grande de los perros ladró una vez; los aullidos entre los árboles aumentaron, tornándose jubilosos; los dos perrillos más jóvenes aparecieron y, después de cruzar el claro haciendo un túnel entre las juncias como si fueran topos, se reunieron con los demás. Entonces el zorro se incorporó, lanzó otra rápida y furtiva mirada al jinete y rodeado de los cansados y amistosos perros de moteadas pieles, cruzó el camino con un suave trote y desapareció entre los árboles ya casi en tinieblas.
—Que me aspen si lo entiendo —dijo Bayard siguiéndolos con la mirada—. Vamos, Perry.
Finalmente por encima de los árboles que tenía delante apareció un blanquecino e inmóvil penacho de humo; Bayard salió del bosque y en la pared irregular, igualada con barro, brilló una ventana como una cordial invitación a través del crepúsculo. Los perros iniciaron en seguida un sonoro clamor; por encima de él Bayard distinguió los aullidos más agudos de los cachorros y la voz de alguien que los mandaba callar; mientras detenía a Perry en el patio, vio cómo el zorro desaparecía, con aire desconfiado, pero sin apresurarse, detrás de la casa. Una enjuta silueta se acercó a él en la penumbra, con un hacha en una mano y una brazada de leña en la otra.
—¿Qué demonios es ese bicho, Buddy? —dijo Bayard—. Ese zorro.
—Es Ethel —contestó Buddy. Dejó la madera en el suelo con mucha calma, depositó también el hacha, y estrechó flácidamente, a la manera campesina, la mano de Bayard, aunque la suya era recia y firme—. ¿Qué tal estás?
—Bien —contestó Bayard—. He venido a por ese zorro viejo que tenéis aquí, según cuenta Rafe.
—Te estábamos esperando —asintió Buddy, hablando lentamente y sin prodigar las palabras, como le era habitual—. Bájate y llevaré el caballo al establo.
—No, no; ya lo haré yo. Tú mete la leña en la casa. De Perry ya me ocupo yo.
Pero Buddy se mostró firme, sin insistencia ni brusquedad, y Bayard le dejó hacerse cargo del caballo.
—Henry —gritó Buddy en dirección a la casa—, Henry. Se abrió una puerta, dejando ver llamas que saltaban alegremente, y una figura achaparrada se recortó contra ella.
—Ha llegado Bayard —dijo Buddy—. Entra a calentarte —añadió, llevándose a Perry.
En seguida acudieron los perros, y cuando Bayard recogió la brazada de leña y el hacha y se dirigió hacia la casa, lo hizo rodeado de un fantasmal oleaje de perros moteados; la silueta achaparrada siguió en la puerta observando cómo subía los escalones del porche y dejaba el hacha apoyada contra la pared.
—¿Qué tal? —dijo Henry, y también esta vez el apretón de manos no tuvo fuerza, aunque la mano era firme y amable, pero más blanda que la carne joven de Buddy. Henry se apoderó de la leña y los dos entraron en la casa. De las paredes de troncos superpuestos, calafateados con barro, colgaban dos calendarios atrasados de colores y una litografía con el anuncio de un medicamento curalotodo. El suelo estaba hecho de vigas desbastadas a mano, llenas de arañazos de pesadas botas y abrillantadas por las patas de innumerables generaciones de perros; en la chimenea cabían dos hombres tumbados. Y en aquel momento ardían en ella, brillando contra la pared posterior de arcilla, troncos de cuatro pies, que lanzaban turbulentos penachos de humo y de chispas que desaparecían inmediatamente por sus oscurecidas fauces. Recortado en silueta contra el fuego, con la cabeza aureolada por el plateado desorden de sus hirsutos cabellos, estaba sentado Virginius MacCallum.
—Aquí está Bayard Sartoris, papá —dijo Henry. El anciano giró sobre su silla con leonina parsimonia y extendió la mano sin levantarse. En 1861, cuando tenía dieciséis años, había ido andando hasta Lexington, en Virginia, para alistarse en la brigada Stonewall; después de prestar servicio en el ejército confederado durante cuatro anos, había vuelto andando a Mississippi, donde edificó una casa y contrajo matrimonio. La dote de su mujer fue un reloj y un cerdo en canal; el padre de Virginius les había regalado una mula. Su primera mujer llevaba muchos años muerta y su sucesora también había fallecido, pero él se sentaba aún delante de la chimenea donde se había cocinado el cerdo de la dote, bajo el techo que él mismo construyera el año 66, y junto a la repisa donde seguía el reloj, que se burlaba ya de las horas y los minutos cuyo servidor había sido en otro tiempo.
—¡Vaya, chico! —dijo—. Te has tomado con calma lo de venir por aquí. ¿Qué tal por tu casa, todos bien?
—Están bien, gracias —contestó Bayard. Miró con atención el rostro rubicundo y saludable del anciano. No, aún no estaban enterados.
—Llevamos esperándote desde que Rafe te vio en la ciudad la primavera pasada. Henry, dile a Mandy que ponga otro plato.
Cuatro perros habían seguido a Bayard dentro de la casa. Tres de ellos lo contemplaban con ojos brillantes; el otro, un lebrel de manchas azuladas, con una expresión grave y majestuosa, se acercó y le rozó con su fría nariz.
—Hola, General —dijo Bayard, rascándole detrás de las orejas, con lo que los otros perros también se aproximaron, restregando el hocico contra sus manos.
—Acerca una silla —dijo Mr. MacCallum. También él dio la vuelta a su silla y Bayard obedeció; los perros le siguieron, alzándose con torpe dignidad alrededor de sus rodillas.
—Siempre mando recados a tu abuelo para que venga —continuó el anciano—, pero o es demasiado orgulloso o le da pereza venir. ¡General! Vete de ahí. Pégales una patada, Bayard. ¡Henry! —gritó. Henry apareció en seguida—. Saca de aquí a estos malditos perros hasta después de cenar.
Henry se llevó a los perros de la habitación. Mr. MacCallum cogió del hogar una larga astilla de pino, la prendió y encendió la pipa con ella; luego apagó la astilla en la ceniza y la volvió a dejar a un lado de la chimenea.
—Rafe y Lee están hoy en la ciudad —dijo—. Podrías haber venido en el carro con ellos. Pero me imagino que prefieres usar tu caballo.
—Sí —contestó Bayard en voz baja. Si era así, lo iban a saber en seguida. Se quedó mirando el fuego durante un rato, frotándose despacio las manos contra las rodillas, y por un momento vio desapasionadamente los últimos meses de su vida en toda su insensata y descarnada vaciedad; los vio en su totalidad, como en una película que pasara muy deprisa, culminando en algo contra lo que todos le habían prevenido y que hasta el más necio hubiera podido imaginar. Bien, supongamos que fuera así: ¿era suya la culpa? ¿Había insistido él en que su abuelo lo acompañara? ¿Había hecho él que el pobre viejo tuviera el corazón estropeado? Y después, sin falsas excusas: No te atrevías a volver a tu casa. Hiciste que un negro te sacara el caballo a escondidas. Tú, que te lanzas deliberadamente a empresas con muy escasas probabilidades de éxito, casi prácticamente imposibles, tienes miedo a enfrentarte con las consecuencias de tus propios actos. Y de nuevo, algo amargo, algo dentro de él muy profundo y que no dormía se lanzó al ataque, defendiendo, justificando y acusando; él no sabía qué era ese algo, ni de qué acusaba ni a quién acusaba: ¡Fuiste tú! Tú eres el responsable de todo: tú mataste a Johnny.
También Henry había acercado una silla al fuego, y al cabo de un rato el anciano vació cuidadosamente su pipa de arcilla contra la palma de la mano y se sacó un enorme reloj de plata de su chaleco de pana.
—Las cinco y media —dijo—. ¿No han vuelto esos muchachos?
—Ya han llegado —contestó Henry lacónicamente—. Estaban descargando cuando saqué los perros.
—Entonces trae la garrafa —dijo su padre.
Henry se levantó, desapareciendo de nuevo. En seguida se oyeron otros pies avanzando pesadamente por el porche y Bayard giró la silla y miró sombríamente hacia la puerta. Cuando se abrió, entraron Rafe y Lee.
—Vaya, vaya —dijo Rafe; y su flaco rostro moreno se animó un tanto—. Por fin has venido.
Estrechó la mano de Bayard y detrás de él lo hizo Lee, menos fornido que Rafe y el más callado de los hermanos. Su rostro, como el de todos ellos, era una máscara taciturna. Tenía unos ojos muy negros e inquietos; detrás de ellos vivía algo indómito y triste: a Bayard le dio la mano sin pronunciar una palabra.
Pero Bayard estaba pendiente de Rafe. No había nada especial en su cara: ni frialdad ni preguntas. ¿Era posible que hubiera estado en la ciudad sin oír nada? ¿O había sido todo producto de su imaginación? Pero recordaba bien la sensación inconfundible al tocar a su abuelo, lo recordaba derrumbándose de repente como si su mismo carácter, que le había hecho mantenerse tan erguido y tan entero durante tanto tiempo gracias a su orgullo y a lo implacable de la maldición familiar, se hubiera desmoronado en un solo instante, dejando descansar por fin su carne mortal.
—¿Os pasasteis por la agencia de transportes? —preguntó Mr. MacCallum.
—No hemos llegado siquiera a la ciudad —contestó Rafe—. Se nos rompió el eje del carro antes de Vernon. Tuvimos que desenganchar los caballos e ir al pueblo para que nos echaran un remiendo. Cuando terminaron ya era muy tarde para seguir. Compramos allí las provisiones y nos volvimos.
—Bueno, no importa. Ya iréis la semana que viene, antes de Navidad —dijo el anciano. Bayard respiró hondo y encendió un cigarrillo, y, trayendo consigo un soplo de intensas tinieblas, Buddy entró y se acuclilló grácilmente junto a la chimenea en el rincón que quedaba más a oscuras.
—¿Habéis localizado ya el zorro de que me hablaste? —le preguntó Bayard a Rafe.
—Claro que sí. Y esta vez lo atraparemos. Quizá mañana. Está cambiando el tiempo.
—¿Nieve?
—Quizá. ¿Qué tiempo va a hacer esta noche, papá?
—Lloverá —contestó el anciano—. Mañana también. No se podrá seguir bien el rastro hasta el miércoles. ¡Henry!
Mr. MacCallum volvió en seguida a llamar a su hijo, que apareció con una humeante tetera ennegrecida, una garrafa de barro y un vaso de gruesas paredes con una cuchara dentro. Había algo doméstico, casi femenino en Henry, con su figura rechoncha y ligeramente obesa, sus dulces ojos castaños y sus manos competentes y pausadas. Era él quien supervisaba la cocina (había llegado a ser mejor cocinero que Mandy) y la casa, en donde se le podía encontrar la mayor parte del día, ocupado sin prisas en alguna tarea inacabable. Iba a la ciudad casi tan poco como su padre; cazar apenas le interesaba y su única diversión era hacer whisky, whisky excelente, tan sólo para consumo familiar, en un lugar secreto conocido sólo de Mr. MacCallum y del negro que le ayudaba, siguiendo una fórmula transmitida a través de innumerables generaciones de antepasados criados con aquel mismo licor. Henry colocó la tetera, la garrafa y el vaso sobre el hogar, retiró la pipa de arcilla de la mano de su padre, la puso sobre la repisa de la chimenea y bajó de allí un azucarero desportillado y siete vasos con sus correspondientes cucharas. El anciano se inclinó hacia la lumbre y fue haciendo los ponches, uno a uno, con meticulosa y solemne lentitud. Cuando todos los presentes estuvieron servidos, aún sobraban dos vasos.
—¿No han vuelto todavía los otros chicos? —preguntó.
No contestó nadie y el anciano volvió a tapar la garrafa. Henry colocó en la repisa los vasos sobrantes.
En seguida apareció Mandy en la puerta, llenándola por completo con su vestido de percal.
—Ya pueden pasar —dijo, y se dio la vuelta contoneándose; Bayard la saludó entonces y ella se detuvo un momento mientras los MacCallum se levantaban y salían de la habitación. El anciano se conservaba muy tieso y con la excepción de Buddy —delgado y de movimientos fluidos— les sacaba la cabeza a todos sus hijos. Mandy esperó junto a la puerta y le dio la mano a Bayard.
—Hacía mucho tiempo que no venía por aquí —dijo—, pero ya veo que no se ha olvidado usted de Mandy.
—Claro que no —asintió Bayard. Pero sí se había olvidado de ella. A Mandy el dinero no le compensaría de la falta de las chucherías sin valor que John nunca dejaba de llevarle cuando iba a visitar a los MacCallum. Bayard salió tras de los otros a la helada oscuridad. Bajo sus pies la tierra se endurecía ya; arriba brillaba el cielo cubierto de estrellas. Caminó a tientas, tropezando un poco, detrás del grupo, hasta que Rafe abrió la puerta de un edificio independiente y se apartó a un lado para que entraran todos. Se hallaron en una habitación bien caldeada, con una leve neblina azul e intenso olor a comida, en la que ardía sin altibajos una lámpara de queroseno sobre una mesa muy larga. A uno de sus extremos había una única silla; en los otros tres lados los asientos eran bancos corridos sin respaldo. Junto a la pared más alejada de la puerta se situaban el fogón, una enorme alacena hecha de tablas y un cajón para la leña. Detrás del fogón estaban sentados dos negros adultos y un chico a medio crecer, con el rostro brillante por el calor y pupilas oscuras dentro de blanquísimas córneas; junto a sus pies, cinco perrillos se peleaban con ficticia ferocidad, mordisqueaban húmedamente los inmóviles tobillos de los negros o merodeaban alrededor de la estufa y por debajo de ella con desmañada curiosidad, desprovista de objetivo.
—¿Qué tal, muchachos? —dijo Bayard, llamando a los negros por su nombre; ellos hicieron una inclinación de cabeza, acompañada de blancas y tímidas floraciones dentales y corteses murmullos.
—Acuesta a esos cachorros, Richard —ordenó Mandy.
Los negros reunieron a los perrillos uno a uno y los metieron en un cajón más pequeño que había detrás del fogón donde siguieron agitándose, entre arañazos, tropezones y alguna ahogada protesta ocasional. De cuando en cuando, durante la cena, aparecía súbitamente una cabeza, mirando por encima del borde del cajón con parpadeante y solemne curiosidad, para desaparecer en seguida con un golpe sordo, originando nuevas protestas, roces y ruidos casi infantiles.
—¡A ver si os calláis, que ya es hora de dormir! —les decía Richard, golpeando el cajón con los nudillos. Al cabo de un rato cesaron los ruidos.
El anciano se colocó en la presidencia, con sus hijos y el invitado a su alrededor; algunos sin chaqueta y todos sin cuello, con rostros morenos y taciturnos claramente acuñados por el mismo troquel. En seguida empezaron a comer. Salchichas, chuletas de cerdo, maíz machacado, boniatos fritos, pan de maíz y una garrafa de melaza de zahina. Mandy servía el café con una enorme cafetera de porcelana. A mitad de la comida aparecieron los dos hijos que faltaban: Jackson —el mayor, de cincuenta y cinco años, frente amplia y recta, cejas espesas y expresión soñadora y vehemente al mismo tiempo—, una especie de Cincinato[20] tímido y poco práctico; y Stuart, de cuarenta y cuatro años y gemelo de Rafe. A pesar de ser gemelos el parecido entre ellos no era mayor del que tenían con el resto de los hermanos. Como si el troquel fuera tan duro que su marca no pudiera alterarla ni acentuarla siquiera la misma naturaleza. Stuart carecía de la desenvoltura de Rafe (Rafe era el único entre ellos al que, forzando un poco el lenguaje, podría haberse calificado de locuaz); por otra parte, participaba mucho de la placidez de Henry. Era buen agricultor, astuto comerciante y tenía una respetable cuenta bancaria a su nombre. Henry, de cincuenta años, era el segundo hijo.
Todos comían sin pausa, con silencioso decoro, sin utilizar más que las palabras imprescindibles, pero afablemente. Mandy iba y venía entre la mesa y el fogón.
Antes de que terminara la comida, un repentino clamor de perros se filtró en la habitación, aunque apagado por las gruesas paredes.
Richard, el negro, ladeó la cabeza. Buddy dejó la taza de café sobre la mesa.
—¿Dónde están, Dick?
—Justo detrás del silo. La tienen acorralada.
Buddy se puso en pie, y salió ágilmente de un extremo del banco.
—Voy contigo —dijo Bayard, levantándose también. Los otros siguieron comiendo. Richard cogió un farol que estaba en lo alto de la alacena, lo encendió y los tres salieron a la helada oscuridad pautada por los ladridos de los perros que les llegaban en ráfagas musicales, con una resonancia como de cristales. Hacía frío y la noche estaba muy oscura. Cerca, se alzaba la pared baja y desigual de la casa, interrumpida por el rojizo resplandor de la ventana.
—El suelo está muy duro —hizo notar Bayard.
—No helará esta noche —contestó Buddy—. ¿Verdad, Dick?
—No, señor. Va a llover.
—¡Qué va! —dijo Bayard—. No lo creo.
—Lo ha dicho mi padre —contestó Buddy—. Mejor temperatura que a la puesta del sol.
—A mí no me lo parece —insistió Bayard. Pasaron junto al carro, inmóvil bajo las estrellas, con las ruedas de goma que brillaban como cintas de raso, y el largo e irregular establo, donde las vacas rumiaban plácidamente y del que surgía un resoplido de cuando en cuando, al paso del farol. Luego la luz fue haciendo guiños entre los troncos a medida que descendían por el sendero; el clamor de los perros creció al acercarse ellos y sus formas fantasmales se agitaron de un lado para otro iluminadas por el tenue resplandor del farol; en un arbolillo detrás del silo exactamente encontraron a la zarigüeya, inmóvil y con los ojos cerrados, acurrucada en la bifurcación de una rama, a menos de seis pies del suelo. Buddy la bajó, agarrándola por el rabo, sin encontrar la menor resistencia.
—Demonios —dijo Bayard.
Buddy despidió a los perros y ellos tres recorrieron el camino en sentido inverso. En una tejavana detrás de la cocina, lo que parecían al menos cincuenta ojos brillaron en pares de puntos encarnados cuando Buddy se introdujo allí e iluminó con la lámpara una jaula de paredes de tela metálica, de la que salía una cálida fetidez y en la que cuerpos de pelaje gris se movían perezosamente o volvían sus puntiagudos y cadavéricos rostros hacia la luz. Buddy abrió la puerta, arrojó su última captura entre el resto de sus semejantes y le pasó la lámpara a Richard. Luego salieron de la tejavana. El cielo empezaba a empañarse, perdiendo su frágil resplandor.
Los otros estaban sentados en un semicírculo delante del fuego; a los pies del anciano dormitaba el lebrel de manchas azuladas. Hicieron sitio para Bayard, y Buddy se acurrucó de nuevo en el rincón junto a la chimenea.
—¿La cogisteis? —preguntó Mr. MacCallum.
—Sí —contestó Bayard—. Ha sido como descolgar el sombrero de un clavo en la pared.
El anciano lanzó una bocanada de humo.
—Ya verás como organizamos una buena cacería antes de que te vayas.
—¿Cuántas tienes ya, Buddy? —dijo Rafe.
—No hay más que catorce —contestó Buddy.
—¿Catorce? —repitió Henry—. No nos las comeremos nunca.
—Podemos soltarlas y volver a cazarlas —sugirió Buddy.
El anciano aspiró pausadamente el humo de la pipa. Los otros también fumaban o mascaban tabaco; Bayard sacó sus cigarrillos y le ofreció uno a Buddy, que hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Todavía no ha empezado a fumar —dijo Rafe.
—¿No? —preguntó Bayard—. ¿Cómo es eso, Buddy?
—No lo sé —contestó Buddy, desde su oscuro rincón—. Creo que no he tenido tiempo de aprender.
El fuego crepitaba y lanzaba chispas chimenea arriba; de cuando en cuando Stuart, el que estaba más cerca de la leña, añadía otro tronco. El perro a los pies del anciano olfateaba en sueños; en una ocasión cenizas casi impalpables volaron desde el hogar hasta su hocico y el perro estornudó y se despertó, alzó la cabeza, miró con ojos entornados el rostro del anciano y se volvió a adormilar. Ninguno de ellos se movía ni decía una palabra, como si el fuego de la chimenea hubiera esculpido en la penumbra sus graves rostros, de perfil aquilino, dibujados por un solo pensamiento y pulidos y coloreados por una misma mano. El anciano vació cuidadosamente la pipa y consultó su voluminoso reloj. Las ocho en punto.
—Nosotros nos levantamos a las cuatro —le dijo a Bayard—. Pero tú no tienes que levantarte hasta que sea de día. Henry, trae la garrafa.
—A las cuatro —repitió Bayard, mientras Buddy y él se desnudaban a la luz de una lámpara en la fría habitación abuhardillada donde, en una enorme cama de madera con un descolorido edredón hecho de retazos, dormía Buddy—. No entiendo por qué os molestáis en acostaros.
Al hablar, el aliento se convertía en vapor en el aire helado.
—Tienes razón —asintió Buddy, quitándose la camisa por la cabeza y sacando a patadas sus ágiles pantorrillas de caballo de pura raza de los raídos pantalones de color caqui—. No se necesita mucho tiempo para pasar la noche en nuestra casa. Pero tú eres un invitado —añadió, y había en su voz un leve dejo de envidia y de nostalgia. Nunca más, después de cumplir los veinticinco, le parecería tan apetecible dormir por las mañanas. Los preparativos de Buddy para dormir eran muy simples: se quitaba las botas, los pantalones y la camisa y se acostaba con la ropa interior de lana; desde la cama, asomando sólo la redonda cabeza, contempló a Bayard, que llevaba una camiseta sin mangas y unos calzoncillos cortos muy finos.
—No vas a poder dormir si te acuestas así —comentó Buddy—. ¿Quieres algo de más abrigo?
—No creo que pase frío —respondió Bayard. Apagó la lámpara soplando, llegó a tientas a la cama sin dejar que los dedos de los pies tocaran el suelo y se metió dentro. El colchón estaba relleno de hojas secas de mazorca, que crujieron susurrando bajo su peso; luego, cada vez que Buddy o él se movían o incluso cuando respiraban hondo, las hojas secas se desplazaban con breves chasquidos.
—Remete bien el edredón por ese lado —le aconsejó Buddy desde la oscuridad, dejando escapar el aliento en un breve suspiro de bienestar. Luego bostezó audible, aunque invisiblemente.
—No te había visto desde hace mucho tiempo —comentó. —Es cierto. ¿Cuándo fue la última vez? Dos… tres años, ¿no es cierto? —Mil novecientos quince —contestó Buddy—. La última vez que tú y él… —Luego añadió hablando más despacio—: Lo vi en un periódico cuando pasó. El nombre. En seguida me di cuenta de que hablaban de él. Era un periódico inglés. —¿Sí? ¿Dónde estabas tú?
—Con los ingleses —contestó Buddy—. Donde nos mandaron. Tierra llana. Con tanta lluvia no sé cómo la desecan lo suficiente para conseguir una cosecha. —Es cierto.
La nariz de Bayard era un bloque de hielo. Notaba que el aliento se la calentaba un poco y casi podía verlo como un humo translúcido al respirar; también sentía cómo el aire, cuando entraba, volvía a helarle las ventanas de la nariz. Y le parecía sentir cómo las planchas del techo se inclinaban hacia la pared más baja, del lado de Buddy; cómo la atmósfera se concentraba en el rincón más bajo, helada y espesa, demasiado espesa para respirar, como un fango invisible; y él estaba debajo… Notó los secos chasquidos de las hojas de mazorca bajo el peso de su cuerpo y descubrió que estaba respirando entrecortadamente; deseó con toda su alma estar levantado, moviéndose, delante de un fuego, tener luz; no importaba dónde, en cualquier sitio. Buddy yacía a su lado en la oprimente y casi solidificada frialdad, hablando de la guerra muy despacio, con frases a medio construir. Era una historia más bien confusa, sin principio ni fin, con vacilantes referencias a sitios cuyos nombres Buddy era incapaz de pronunciar. Se diría que hablaba de personas sin instrucción, sin antecedentes ni futuro, atrapados como ciegas peonzas en un laberinto de solitarias preocupaciones mutuamente conflictivas, que desembocaban en una pesadilla tan incomprensible como inevitable.
—¿Qué te pareció el ejército, Buddy? —preguntó Bayard.
—No es gran cosa —respondió el otro—. Apenas hay nada que hacer. Buena vida para un vago —estuvo cavilando durante un momento—. Me dieron un amuleto —añadió con una explosión de tímida y modesta confianza y de serena satisfacción.
—¿Un amuleto? —repitió Bayard.
—Sí; una de esas chucherías de bronce, colgada de una cinta de colores. Tema intención de enseñártela, pero me olvidé. Ya lo haré mañana. El suelo está demasiado frío para andar por él sin necesidad. Esperaré a que papá haya salido.
—¿Por qué? ¿No sabe que te la dieron?
—Sí lo sabe —contestó Buddy—. Pero no le gusta porque dice que es un amuleto yanqui. Rafe asegura que papá y Stonewall Jackson no se rindieron nunca.
—Sí —asintió Bayard.
Buddy dejó de hablar y suspiró una última vez, como vaciando el cuerpo para recibir el sueño. Pero Bayard seguía con los ojos completamente abiertos, boca arriba. Era como cuando uno está borracho y cada vez que cierra los ojos la habitación empieza a dar vueltas y más vueltas, y entonces hay que estarse completamente quieto en la oscuridad con los ojos muy abiertos para no marearse. Buddy había dejado de hablar y su respiración se había hecho más lenta y regular. Las hojas secas crujieron, quejosas, cuando Bayard se puso de lado muy despacio.
Buddy siguió respirando plácida y regularmente en la oscuridad. Bayard oía su propia respiración, pero por encima de ella, alrededor de ella, envolviéndolo a él, oía sobre todo la otra respiración. Como si él fuera una cosa que respirara dificultosamente a partir de la respiración de Buddy, que utilizaba todo el aire y obligaba a jadear a la entidad más pequeña. Mientras tanto la cosa más grande respiraba plácida y regularmente, sin percatarse de nada, dormida, remota; quizá ¡ay! muerta. Quizá él, Bayard, estaba muerto, y recordó aquella mañana, viviéndola de nuevo con tensa atención: desde el momento en que vio el humo de la primera bala trazadora, hasta que, mientras él resbalaba de ala en ángulo muy pronunciado, surgió —como el alegre flamear de un gallardete anaranjado— la primera llama del Camel de John; luego su hermana hizo aquel gesto que le era tan familiar, y en seguida su cuerpo se desarticuló de forma extraña y repentina al perder el equilibrio en el aire; Bayard vivió de nuevo aquellos momentos como se puede hojear una y otra vez una narración impresa, tratando de recordar, de sentir, una bala que hubiera entrado en su cuerpo o en su cabeza, matándolo a él, a Bayard, en el mismo instante. Eso explicaría muchas cosas: que también él estuviera muerto y que aquello fuera el infierno, que él atravesaba eternamente y siempre con la ilusión de la velocidad, buscando a su hermano que a su vez estaba en otro sitio buscándolo también, destinados ambos a no encontrarse jamás. Bayard giró de nuevo para ponerse de espaldas; las hojas de las mazorcas crujieron secamente bajo él con irónicos susurros.
La casa estaba llena de ruidos; para sus aguzados sentidos el silencio se componía de innumerables sonidos: la seca agonía de la madera en la helada oscuridad; los chasquidos de las hojas con el ritmo de sus respiraciones; la misma atmósfera, como si el aire fuera hielo derretido en la prensa del frío, oprimiendo sus pulmones. Tenía los pies helados y sus extremidades sudaban de frío; alrededor de su cálido corazón su cuerpo se había convertido en una masa rígida y temblorosa. Bayard sacó los brazos fuera y estuvo un rato sintiendo el frío como un molde de plomo alrededor de ellos. Y todo el tiempo seguía consciente de la respiración regular de Buddy y de la suya, contenida y dificultosa: las dos sin origen visible y sin embargo estrechamente relacionadas entre sí.
Al meterlos otra vez bajo la ropa de la cama, sus brazos seguían fríos cruzados sobre el pecho y sus manos eran como trozos de hielo sobre sus costillas. Se movió con infinitas precauciones, mientras el frío se deslizaba desde los hombros hacia abajo y las ocultas hojas de mazorca parloteaban, e hizo girar las piernas hasta poner los pies en el suelo. Sabía donde estaba la puerta y llegó a tientas hasta ella con los dedos encogidos. La atrancaban con una tabla tan suave al tacto como el hielo, y al intentar abrirla tocó algo que estaba a su lado, algo frío y redondo y vertical; su mano se deslizó hacia abajo, y luego Bayard se quedó un momento en la helada y densa oscuridad con la escopeta en la mano; mientras permanecía así, palpando la recámara con dedos entumecidos, recordó la caja de municiones en el cofre de madera donde descansaba la lámpara. Aún siguió así un momento más, con la cabeza un poco inclinada y la escopeta entre las manos entumecidas; luego la volvió a dejar en el rincón y, sin hacer ruido, sacó cuidadosamente la tabla de las ranuras que la sujetaban. La puerta estaba un poco vencida y al principio hizo un ruido desagradable al rozar con el suelo, pero cogiéndola por el borde con sus dedos helados la alzó, abriéndola por completo y se quedó allí parado.
No había una sola estrella en el cielo, que se había convertido en el fláccido cadáver de sí mismo. Yacía sobre la tierra como un globo desinflado; a un lado, sin relieve, destacaba la oscura silueta de la cocina, los árboles de detrás, y formas familiares convertidas en tristes fantasmas por la fría luz cadavérica: el montón de la leña, una herramienta agrícola, un barril junto a la puerta de la cocina, cerca del pilar roto donde él había tropezado al ir a cenar. La grisácea frialdad se filtraba en su interior como el agua en la arena, abriendo canalillos, deteniéndose, tanteando alrededor de una obstrucción para seguir después otra vez hasta penetrar finalmente en sus huesos, vencidos todos los obstáculos. Bayard temblaba de frío; debajo de sus manos la carne se había endurecido perdiendo toda sensación, y sin embargo se estremecía una y otra vez como si algo, dentro de su muerta envoltura, hiciera esfuerzos por liberarse. Encima de su cabeza, sobre el techo de madera se oyó un único golpe muy suave. Como si fuera una señal, el silencio gris empezó a disolverse. Cerró la puerta sin hacer ruido y se volvió a la cama.
Se acostó al lado de Buddy temblando más que nunca, provocando con ello los irónicos susurros de las hojas de mazorca, pero se quedó boca arriba sin moverse, atento al cuchicheo de la lluvia invernal sobre el tejado. No tamborileaba como la lluvia de verano que atraviesa vigorosamente el aire; era un rumor sin énfasis, como si la atmósfera, pegada al tejado, se disolviese allí mismo y fuera goteando perezosa y regularmente desde los aleros. Su sangre corría otra vez por las venas y la ropa de la cama le daba la sensación de ser hierro o hielo; pero mientras yacía inmóvil bajo la lluvia, la sangre se le fue caldeando hasta que su cuerpo dejó de temblar y cayó en seguida en una especie de torturada e intranquila somnolencia, llena de las tenaces formas de la desesperación, girando y girando en pugna incesante; … anhelando más ser comprendido que reivindicado; buscando una mano, fuera de quien fuese, que quisiera ayudarlo a salir del caos. Una mano que él rechazaría, por supuesto, pero que bastaría para devolverle su fría suficiencia.
La lluvia seguía cayendo; junto a él Buddy respiraba plácida y regularmente: ni siquiera había cambiado de posición. A ratos Bayard se adormecía: dormitando se sentía perfectamente despierto; en vela, por el contrario, caía en torpor lleno de improbables afanes en el que no encontraba ni alivio ni descanso. Gota a gota la lluvia desgastaba la noche y hacía que pasara el tiempo. Pero tardaba tanto, ¡era tan horriblemente larga la espera! Su sangre cansada, rendida por la lucha, recorría su cuerpo en lentas oleadas que, como la lluvia, desgastaban su carne. Les llega a todos… la Biblia… algún predicador, por lo menos. Quizá lo supiera. Sueño. A todos les llega.
Finalmente, a través de las paredes oyó ruidos. No los reconoció con claridad, pero estaba seguro de que su origen era humano, que los producían personas cuyos nombres y rostros conocía, que se incorporaban otra vez al mundo del que él no había sido capaz de escapar ni siquiera temporalmente; personas para quienes él era… y se sintió reconfortado. Los ruidos siguieron; sin posibilidad de confusión oyó una puerta, y una voz a la que se podría poner un nombre si hiciera un pequeño esfuerzo de concentración; y lo que era todavía mejor: si quería podía levantarse e ir a donde estaban reunidos alrededor de un fuego chisporroteante; a donde había luz y calor. Siguió en la cama, descansando por fin, decidido a levantarse en seguida y reunirse con ellos, retrasándolo sólo un poquito mientras la sangre recorría despacio su cuerpo y se aquietaba su corazón. Buddy respiraba regularmente a su lado, y su propia respiración era ya tan tranquila como la de Buddy mientras los sonidos humanos llegaban susurrantes hasta la fría habitación, creando una atmósfera de hogareña confianza. Les llega a todos, les llega a todos, iba consolándolo su fatigado corazón hasta que, finalmente, Bayard se durmió.
Despertó ya de mañana, todavía cansado y con el cuerpo entumecido: el sueño no había sido reparador. Buddy ya no estaba a su lado y seguía lloviendo, aunque ahora el golpeteo sobre el techo era más pronunciado y el aire más templado, pero con una humedad que se le metía hasta la médula de los huesos; en calcetines y con las botas en la mano, cruzó la fría habitación donde dormían Lee, Rafe y Stuart y encontró a Rafe y a Jackson delante del fuego de la sala de estar.
—Te hemos dejado dormir —dijo Rafe, y después añadió—: Santo cielo, muchacho, parece un fantasma. ¿Es que no has pegado ojo?
—He dormido perfectamente —respondió Bayard.
Después de sentarse se puso las botas a empellones y se ató las correas por debajo de las rodillas. Jackson estaba a un lado de la chimenea; en el rincón en sombra, cerca de sus pies, un amasijo de pequeñas criaturas se movía confusa y silenciosamente. Todavía inclinado sobre sus botas, Bayard preguntó:
—¿Qué es eso que tienes ahí? ¿Qué cachorros son ésos?
—Es una nueva raza que estoy ensayando —contestó Jackson. Rafe se acercó con un vaso lleno hasta la mitad del ambarino whisky de Henry.
—Son de Ethel —dijo—. Dile a Jackson que te cuente la historia después del desayuno. Bébete esto, anda. Pareces destrozado. Buddy ha debido tenerte despierto toda la noche, hablando —añadió con su característica ironía.
Bayard apuró el whisky y encendió un cigarrillo.
—Mandy tiene tu desayuno en el fogón —añadió Rafe.
—¿Ethel? —repitió Bayard—. Ah, la zorra. Quería haberos preguntado anoche por ella. ¿La habéis criado vosotros?
—Sí. Creció con la hornada de perros del año pasado. Fue Buddy el que la cogió, y ahora Jackson quiere revolucionar el mundo de la caza. Está tratando de conseguir una raza con el olfato y la resistencia de los lebreles y la inteligencia y la velocidad de los zorros.
Bayard se acercó al rincón en sombra y examinó a los animalillos con interés y curiosidad.
—No he visto muchas crías de zorro —dijo por fin—, pero desde luego no eran como éstas.
—Eso es lo que parece pensar el General —contestó Rafe.
Jackson escupió en el fuego y se agachó sobre los cachorros. Conocían sus manos y el confuso movimiento del montón se intensificó. Bayard se dio cuenta entonces de que no hacían el menor ruido, de que ni siquiera gemían como otros cachorros.
—Es un experimento —explicó Jackson—. Los chicos se burlan de ellos, pero acabo de destetarlos. Hay que esperar un poco.
—No sé de qué te van a servir —dijo Rafe sin intentar mostrarse diplomático—. No crecerán lo suficiente para ser útiles. Será mejor que vayas a desayunar, Bayard.
—Hay que esperar un poco —repitió Jackson. Tocó el amasijo de cuerpecillos con gesto cariñoso y protector—. No se puede saber nada de un perro hasta que tiene por lo menos dos meses, ¿no es cierto? —buscaba el apoyo de Bayard, mirándolo intensa y dubitativamente bajo sus espesas cejas.
—Será mejor que desayunes, Bayard —repitió Rafe—. Buddy se ha marchado ya.
Se lavó la cara con agua helada en una jofaina de estaño en el porche, y desayunó —huevos con jamón, tortas de masa y melaza— mientras Mandy le hablaba de su hermano. Cuando volvió a la casa Mr. MacCallum estaba allí. Los cachorros seguían agitándose enmarañadamente en su rincón, y el anciano estaba sentado con las manos en las rodillas, observándolos con burlón regocijo lleno de condescendencia, mientras Jackson los contemplaba desde cerca, con una especie de preocupado revoloteo, como el de una gallina junto a sus polluelos.
—Ven aquí, muchacho —le dijo el anciano a Bayard al verlo aparecer—. Rafe, tráeme un sedal con carnada.
Rafe salió y volvió en seguida con un trozo de tocino al final de un cordel. Después de cogerlo, el anciano se levantó y, sin demasiadas consideraciones, llevó a los cachorros hasta la luz, donde empezaron a arrastrarse fatigosamente. Era la carnada más extraña que Bayard había visto nunca. No había dos que se parecieran y ninguno de ellos era semejante a ningún otro miembro del reino animal. No eran ni zorros ni perros de caza; participaban de los dos y de ninguno; y a pesar de su tierna edad había en ellos algo monstruoso, contradictorio y obsceno. Podía verse el hocico afilado y cruel del zorro entre los ojos tristes y acuosos y las blandas orejas del lebrel; o unas orejas lacias que trataban valientemente de permanecer erguidas pero fracasaban lamentablemente al caérseles las puntas; y breves y lacios rabos retocados con una suave pelusa dorada, como el interior de la corteza con pinchos que recubre las castañas. En lo que se refiere a color, abarcaban desde el castaño rojizo, pasando por una especie de leonado, hasta llegar al más característico moteado bajo una débil sombra de pardo grisáceo; y uno de ellos reproducía en miniatura las facciones del viejo General de la manera más cómica, sin olvidar su triste y desilusionada expresión, llena de dignidad.
—Fíjate bien —le conminó el anciano.
Los colocó a todos mirando hacia adelante y balanceó el tocino justo detrás de ellos. Ni uno solo se dio cuenta; luego lo balanceó adelante y atrás por encima de sus cabezas y ni uno solo miró hacia arriba. Luego lo agitó directamente ante sus ojos; siguieron tímidamente acurrucados sobre sus tiernas e inseguras patas y miraron la carne con curiosidad pero sin interés y en seguida volvieron a agitarse confusa y silenciosamente entre ellos.
—No se puede juzgar a un perro… —empezó Jackson. Su padre le interrumpió.
—Fíjate ahora.
Fue sujetando los cachorros con una mano mientras con la otra les iba metiendo el tocino en la boca. Inmediatamente empezaron a agitarse torpe y ansiosamente por encima de su mano, pero Mr. MacCallum apartó el tocino y tirando de la cuerda la fue arrastrando por el suelo justo delante de ellos hasta que llegaron a una especie de medio galope. Luego, ya en el centro de la habitación, retiró la carnada ligeramente hacia un lado; el grupo, sin advertirlo, siguió adelante hasta llegar a un rincón en sombra donde la pared los detuvo, creándose allí otra vez el confuso, paciente y silencioso amasijo de cuerpos. Jackson se levantó de la silla, los recogió y se los llevó junto al fuego.
—Vamos, dime ahora qué te parece esa futura jauría —preguntó el anciano—. No tienen olfato, no saben ladrar y confieso que tampoco estoy muy seguro de que puedan ver.
—No se puede juzgar a un perro… —intentó otra vez Jackson pacientemente.
—El General sí puede —le interrumpió su padre—. Rafe, llama al General.
Rafe se acercó a la puerta y llamó al perro que se presentó en seguida, arañando un poco el suelo con las patas y la moteada piel cubierta de gotas de lluvia; luego se detuvo y contempló el rostro del anciano con grave expresión inquisitiva.
—Ven aquí —dijo Mr. MacCallum, y el perro dio unos pasos hacia adelante, con calmosa dignidad. En aquel momento vio a los cachorros bajo la silla de Jackson. Se detuvo a mitad de una zancada y se los quedó mirando fascinado, estupefacto y con una especie de indescriptible horror; después lanzó a su amo una mirada de dignidad herida, llena de reproches, se dio la vuelta y salió de la habitación con el rabo entre las piernas. Mr. MacCallum se sentó y empezó a reír silenciosamente.
—No se puede juzgar a un perro… —repitió Jackson. Se agachó, recogió a sus protegidos y se puso en pie.
Mr. MacCallum seguía riendo en silenciosas oleadas.
—No se lo echo en cara, desde luego —dijo—. Si yo tuviera que mirar a un grupo de tipejos como esos y decirme a mí mismo, son mis hijos… —pero Jackson se había marchado. El anciano siguió riendo satisfecho—. Sí, señor; creo que me sentiría tan orgulloso como él. Rafe, alcánzame la pipa.
Llovió todo aquel día, al día siguiente y al otro. Los perros se movían furtivamente por la casa por la mañana, estorbando, o hacían breves excursiones por el exterior, para volver, tumbarse delante del fuego, y malolientes y humeantes descabezar un sueño hasta que aparecía Henry y los echaba de la casa; desde la puerta Bayard vio dos veces a Ethel, la zorra, desapareciendo con ágil desconfianza al otro lado del patio. Con la excepción de Henry y Jackson, que estaban algo reumáticos, los otros se pasaban la mayor parte del día bajo la lluvia, ocupados en tareas al aire libre. Pero a las horas de las comidas se reunían de nuevo; al llegar se quitaban los impermeables o las cazadoras húmedas en el porche, y entraban pisando fuerte para tirar en seguida las botas embarradas y humeantes junto al fuego, mientras Henry salía en busca del agua caliente y de la garrafa de whisky. El último en llegar, calado hasta los huesos, era siempre Buddy.
Buddy tenía una manera muy suya de alzarse ágilmente de su rincón junto a la chimenea a cualquier hora del día y marcharse sin decir una palabra, para volver al cabo de dos, o de seis, o de doce, o de veinticuatro o cuarenta y ocho horas; durante aquellos períodos, a pesar de la presencia de Jackson y frecuentemente de la de Lee, la casa producía una vaga impresión de estar desierta, hasta que Bayard se dio cuenta de que también faltaban la mayoría de los perros. Se había ido de caza, le dijeron a Bayard cuando Buddy llevaba ausente desde el desayuno.
—¿Por qué no me lo ha dicho? —quiso saber.
—Quizá pensó que no tendrías ganas de salir con este tiempo —sugirió Jackson.
—A Buddy no le importa el mal tiempo —explicó Henry—. Para él todos los días son iguales.
—A Buddy le da todo igual —intervino Lee, con su voz vehemente llena de amargura. Cavilaba sentado junto al fuego, mientras sus manos femeninas se movían inquietas sobre sus rodillas—. Se ha pasado toda la vida en la hondonada del río con un pedazo de pan de maíz y unos cuantos perros por toda compañía —se levantó bruscamente y salió de la habitación. Lee andaba cerca de los cuarenta. De niño había sido enfermizo. Tenía una hermosa voz de tenor y estaba muy solicitado para cantar en la iglesia los domingos. Se daba por seguro que cortejaba a una muchacha, vecina de Mount Vernon, a seis millas de la casa de los MacCallum. Pasaba mucho tiempo dando melancólicos y solitarios paseos por el campo.
Henry escupió en el fuego y giró la cabeza al oír salir a su hermano.
—¿No ha estado en Vernon últimamente?
—Rafe y él estuvieron allí hace dos días —contestó Jackson.
Bayard dijo:
—No creo que la lluvia me haga daño. ¿Podría alcanzarlo si saliera ahora?
Los otros reflexionaron durante un rato, escupiendo en el fuego sesudamente.
—Tengo mis dudas —dijo Jackson por fin—. Es muy posible que Buddy esté ya a más de diez millas de aquí. Será mejor que la próxima vez lo cojas antes de que salga.
Bayard lo hizo así y Buddy y él trataron de cazar aves por campos donde todo parecía quedar reducido a su propio esqueleto bajo la lluvia y donde las escopetas producían un ruido apagado y triste que se prolongaba en el aire lleno de humedad como una mancha que se extiende; o bien se llegaban hasta las rebalsas estancadas a lo largo del canal en busca de patos y de gansos; también, acompañados de cuando en cuando por Rafe, cazaban mapaches y gatos monteses en la hondonada del río. A veces, muy a lo lejos, oían los penetrante aullidos de los perros jóvenes en desenfrenada carrera.
—Ahí va Ethel —solía señalar Buddy.
Hacia el final de la semana el tiempo mejoró y en un atardecer cuando la helada era inminente y el rastro quedaba pegado a la tierra húmeda, el viejo General se lanzó en persecución del zorro viejo que tantas veces había conseguido escabullirse.
Durante toda la noche las resonantes voces de los perros vibraron y se alzaron y sus ecos se extendieron entre las colinas, mientras todos ellos, menos Henry, los seguían a caballo, guiándose por los gritos, pero sobre todo por la asombrosa y al parecer clarividente habilidad del anciano Mr. MacCallum y de Buddy para saber de antemano la trayectoria del zorro y de sus perseguidores. En algunas ocasiones tenían que pararse mientras Buddy y su padre discutían sobre la dirección que iba a tomar el animal perseguido, pero de ordinario los dos coincidían, anticipando al parecer los movimientos del zorro antes de que él los decidiera. Una y otra vez detuvieron sus monturas en lo alto de una colina a la helada luz de las estrellas, hasta que las voces de los perros surgían de la oscuridad tristes y vibrantes, aumentando en volumen y acercándose hasta pasar, invisibles, a cosa de media milla de donde ellos se encontraban, para irse desvaneciendo después poco a poco, con intervalos como los de un repicar de campanas.
—¿Hay mejor música para un hombre? —exclamó Mr. MacCallum, bien arropado en su gruesa cazadora, montado en un caballo blanco.
—Espero que lo atrapen esta vez —dijo Jackson—. El orgullo del General se resiente mucho cada vez que se les escapa.
—No lo pillarán —dijo Buddy—. En cuanto se canse se esconderá entre las peñas.
—Imagino que tendremos que esperar a que las crías de Jackson se hagan mayores —sugirió el anciano—. A no ser que no quieran perseguir a su propio abuelo. Hasta el momento no han hecho más que comer.
—Hay que esperar —repitió Jackson sin darse por vencido—. Cuando esos cachorros hayan crecido lo suficiente…
—Escuchad.
Cesó la charla y de nuevo, rompiendo el silencio, las voces de los perros resonaron entre las colinas. Largos y resonantes gritos que se apagaban y hacían más graves en un trémolo prolongado, como sonidos de campanas o de cuerdas vibrantes, repetidos y sostenidos por los ecos que reverberaban y morían entre las oscuras colinas bajo las estrellas, pero que aún persistían en el oído con una musicalidad cristalina, lastimeros y Henos de valor y también un poco tristes.
—Es una lástima que Johnny no esté aquí —dijo Stuart con voz sosegada—. Hubiera disfrutado con este zorro.
—Era un cazador excelente —asintió Jackson—. Podía competir incluso con Buddy.
—Era un gran muchacho —dijo el anciano.
—Sí, señor —repitió Jackson—. Un chico con un corazón de oro. Henry dice que nunca venía a casa sin traerles a Mandy y a los muchachos alguna cosa de la ciudad.
—Nada le hacía volverse cuando iba de caza —dijo Stuart—. No le importaban nada ni el frío ni la lluvia, incluso cuando era muy pequeño y tenía aquella escopeta de un solo cañón que compró con su dinero y que lo echaba para atrás cada vez que disparaba. Pero la llevaba siempre en lugar de la escopeta del dieciséis que le regaló el Coronel porque la había comprado con sus ahorros.
—Sí —asintió Jackson—, si alguien se pone a hacer algo por decisión propia, tiene que seguir hasta el fin sin desanimarse.
—Desde luego, no había nadie como él para cantar y gritar —dijo Mr. MacCallum—. Asustaba toda la caza en diez millas a la redonda. Me acuerdo de aquella noche que iba delante en dirección al puente de Samson y cuando nos dimos cuenta, el zorro y él venían flotando río abajo sobre el mismo madero, y Johnny cantando a voz en grito.
—Así era Johnny —asintió Jackson—. Disfrutaba de lo lindo con cualquier cosa.
—Era un gran muchacho —repitió Mr. MacCallum.
—Escuchad.
De nuevo se oyeron los gritos de los perros en la oscuridad por debajo de ellos. El sonido subió flotando por el aire helado, muriendo en ecos que lo repitieron hasta que ya no era posible saber de dónde procedía, como si la tierra misma hubiera descubierto su propia voz, solemne, triste y desesperada por el peso de todos los remordimientos del mundo.
No faltaban más que dos días para Navidad y estaban todos sentados una vez más alrededor del fuego después de la cena; el viejo General dormitaba a los pies de su amo. Al día siguiente alguien iría con el carro a la ciudad, y, aunque con la característica e impecable hospitalidad de los MacCallum nadie había dicho una sola palabra sobre su marcha, Bayard estaba convencido de que todos daban por sentado que se pondría en camino al día siguiente para pasar la Navidad en su casa; y también imaginaba que como él no había dicho nada, existía en sus mentes un poco de curiosidad al respecto y que hacían alguna que otra cabala.
El frío era tan intenso que los troncos de la chimenea estallaban y crujían lanzando violentas chispas y pequeñas brasas que llegaban hasta la habitación donde alguna bota perezosa se encargaba de aplastarlas. Bayard se dejaba envolver por la somnolencia, distendiendo sus cansados músculos en las sucesivas oleadas de tibieza como en un baño caliente y concediendo también a la inacabable contienda que tenía su corazón por escenario una tregua temporal. Al día siguiente tendría tiempo para decidir si se marchaba o no. Quizá se quedara, sin ofrecer la explicación que nunca llegarían a pedirle. Pero después se dio cuenta de que Rafe, Lee, o el que fuera a Jefferson, hablaría con la gente y se enteraría de lo que él no había tenido el valor de decirles.
Buddy había salido de su oscuro rincón y estaba acuclillado en el centro del semicírculo, de espaldas al fuego, los brazos alrededor de las rodillas, dando muestras de su extraordinaria habilidad para sentarse sobre los talones por tiempo indefinido sin cansarse. Era el benjamín y no tenía más que veinte años. Su madre había sido la segunda mujer del anciano Mr. MacCallum y sus ojos de color avellana y el tupido pelo rojizo que llevaba casi cortado al cero y que ponía de relieve la redondez de su cabeza, constituían un notable contraste con los ojos castaños y el cabello negro de los otros. Pero las facciones del anciano habían marcado el rostro de Buddy tan claramente como el de sus otros hijos y, a pesar de su juventud, era igual que el de los demás: aquilino y enjuto, reservado y serio, aunque un poco sonrosado debido a su juventud y a su piel más delicada.
Los demás eran de estatura media o más bien bajos, desde la diluida y hasta cierto punto engañosa delgadez de Jackson, pasando por la plácida rotundidad de Henry y el reposado y macizo vigor de Rafe —Raphael Semmes era su nombre completo— y de Stuart, hasta la delgada y vehemente movilidad de Lee; pero Buddy, con su esbeltez de árbol joven, era tan alto como aquel padre suyo que llevaba sus setenta y siete años como si no le pesaran más que una camisa de batista. «Ese pillo larguirucho —solía decir el anciano con fingido menosprecio—, se conserva tan delgado como una sombra porque siempre está llevando de un sitio para otro toda la comida que se mete entre pecho y espalda». Y todos se quedaban silenciosos, contemplando el esbelto y acerado cuerpo de Buddy con idéntico pensamiento, con una idea que todos consideraban exclusivamente suya y que ninguno de ellos confiaba a los demás: que Buddy se casaría algún día y perpetuaría su nombre.
Buddy se llamaba igual que su padre, aunque es casi seguro que no lo sabía nadie con la excepción de su familia y del Ministerio de la Guerra. A los diecisiete años se había escapado para alistarse en el ejército; en el campamento de infantería en Arkansas a donde lo mandaron, otro recluta le llamó Virge y Buddy se peleó con él sin darle tregua y sin cólera durante siete minutos; en el muelle de embarque en Nueva Jersey otro soldado hizo lo mismo y Buddy también se peleó con él, sin ceder y empleándose a fondo pero sin cólera. En Europa, poniendo siempre por obra los profundos pero nada complejos impulsos de su naturaleza, había conseguido, quizá inadvertidamente, llevar a cabo algo que más adelante se pudo saber de fuente autorizada había causado serias molestias al enemigo, debido a lo cual Buddy recibió su amuleto, como él lo llamaba. Nadie consiguió que explicara lo que había hecho y como además la condecoración no sólo no aplacó el enojo de su padre ante el hecho de que un hijo suyo se hubiera alistado en el ejército Federal sino que sirvió para echar más leña al fuego, el oropel militar languidecía entre las escasas posesiones de Buddy y su carrera castrense no se mencionaba nunca en el círculo familiar; y en aquel momento Buddy estaba como de costumbre acuclillado entre ellos, de espaldas al fuego y rodeándose las rodillas con los brazos, mientras ellos hablaban de la Navidad junto a la chimenea, saboreando el ponche caliente de antes de irse a la cama.
—Pavo —decía el anciano, manifestando su disgusto con el retumbar de la voz—. Tenemos una jaula llena de zarigüeyas, la hondonada junto al río rebosante de ardillas y de patos y la despensa hasta los topes de carne ahumada y os empeñáis en ir a la ciudad y comprar un pavo para la comida de Navidad.
—Navidad no es Navidad a no ser que uno coma algo un poco diferente de los demás días —hizo notar Jackson tímidamente.
—Lo que queréis es una excusa para ir a la ciudad, haraganear todo el día y gastar dinero —replicó el anciano—. He pasado muchas más navidades que vosotros y si para hacer fiesta hay que comprar cosas en una tienda, os digo que eso no es Navidad.
—¿Y qué me dice de la gente que vive en la ciudad? —preguntó Rafe—. A ésos no les deja usted que celebren la Navidad en absoluto.
—No se la merecen —replicó secamente el anciano—, viviendo como viven en un trozo de tierra de dos pies por cuatro, apretados contra la puerta trasera del vecino y comiendo cosas en lata.
—Imaginaos que se hartaran todos los de la ciudad —dijo Stuart—; que vinieran aquí y ocuparan la tierra; entonces sí que oiríais a papá maldecir de la ciudad. No resistiría usted sin una ciudad que tenga a la gente amontonada, y usted lo sabe mejor que nadie.
—Id a comprar pavos —repitió Mr. MacCalhim rebosante de indignación—. Id a comprarlos. Todavía recuerdo el tiempo en que podía coger una escopeta, cruzar el umbral de la puerta y cazar un pavo en treinta minutos. Y un pernil de venado en otra hora más. Vosotros no sabéis nada de la Navidad. No conocéis más que escaparates llenos de cocos, de pistolas de juguete yanquis y de cosas parecidas.
—Sí, señor —dijo Rafe, y le hizo un guiño a Bayard—; ésa fue la mayor equivocación que el mundo ha cometido nunca, la rendición de Lee. Este país nunca volverá a levantar cabeza.
El anciano lanzó un gruñido.
—Que me aspen si no he criado la partida de hijos más lista del mundo. No les puedo decir nada, no les puedo enseñar nada; ni siquiera puedo sentarme delante de mi propio fuego sin que se pongan todos a decirme qué es lo que habría que hacer para gobernar este maldito país. Vamos, chicos, es hora de irse a la cama.
A la mañana siguiente, Jackson, Rafe, Stuart y Lee salieron al amanecer con el carro camino de la ciudad. Ninguno de ellos había dado todavía el menor signo de interés o manifestado curiosidad sobre si encontrarían a Bayard cuando regresaran aquella noche o si tendrían que pasar otros tres años antes de volver a verlo. Bayard se quedó en el porche, blanqueado por la escarcha, fumando un cigarrillo en el frío y brillante amanecer, y contempló cómo se alejaba el carro y las cuatro figuras embozadas, preguntándose si serían tres años o tal vez nunca. Los perros de caza se acercaron y se restregaron contra él y Bayard dejó caer una mano entre frías narices y caudas lengüetadas, mirando hacia los árboles desde donde llegaba el traqueteo del carro con absoluta nitidez, transmitido por el aire transparente de aquella mañana sin ruidos.
—¿Listo? —dijo Buddy detrás de él; y Bayard se dio la vuelta y cogió su escopeta que estaba apoyada contra la pared. Los perros se movieron en oleadas alrededor de ellos con gemidos de impaciencia y humeantes respiraciones. Buddy los llevó hasta un cobertizo, metiéndolos dentro y cerrando la puerta a pesar de sus sorprendidas protestas. De otra perrera sacó a Dan, el joven perdiguero. Detrás de ellos los podencos siguieron alzando sus sorprendidas y dulces quejas.
Cazaron hasta el mediodía en los desolados campos en barbecho en las lindes de los bosques mientras subía algo la temperatura. La escarcha desapareció en seguida y el aire se calentó hasta convertirse en una tibieza sin una brizna de viento; dos veces vieron salir cardenales de entre los brezos como flechas escarlatas. Finalmente, sin guiñarlos, Bayard alzó los ojos al sol.
—Tengo que volver, Buddy —dijo—. Regreso a casa esta tarde. —De acuerdo —accedió Buddy sin la menor protesta. En seguida llamó al perro—. Vuelve el mes que viene.
Mandy les preparó algo de comer y almorzaron. Mientras Buddy iba a ensillar a Perry, Bayard entró en la casa, donde Henry estaba ocupado poniendo suelas a un par de zapatos y Mr. MacCallum leía el periódico de hacía una semana con unas gafas con montura de acero.
—Imagino que te estarán echando de menos en tu casa —comentó el anciano—. Tienes que volver el mes que viene para echarle mano a ese zorro. Si no lo cogemos pronto el General no podrá ir con la cabeza alta entre todos los cachorros.
—De acuerdo —contestó Bayard—, vendré.
—Y trata de convencer a tu abuelo para que se venga contigo. Aquí puede aburrirse igual que en la ciudad.
—De acuerdo, lo haré.
Luego Buddy llevó el caballo hasta la puerta y el anciano extendió la mano sin levantarse. Henry dejó sus zapatos y salió al porche tras Bayard.
—No dejes de volver —dijo tímidamente, estrechando la mano del otro con un solo movimiento de arriba abajo; y desde el centro de una babeante oleada de inquisitivos podencos a medio crecer Buddy le ofreció también su mano.
—Te estaremos esperando —dijo lacónicamente; Bayard dio la vuelta al caballo y cuando miró para atrás, los dos hermanos alzaron la mano con gesto solemne. Después Buddy le llamó con un grito, Bayard giró de nuevo a Perry y volvió junto al porche. Henry había desaparecido y cuando regresó lo hizo con un talego de arpillera que contenía algo pesado.
—Casi me olvido —dijo—. Una garrafa de whisky que papá le manda a tu abuelo. No lo encontrarás mejor en Looeyvul ni en ningún otro sitio —añadió con sereno orgullo.
Bayard le dio las gracias y Buddy ató el talego al arzón de la silla, donde quedaba bien sujeto contra su pierna.
—Ahí está bien. No te molestará al cabalgar.
—No, ahí no. Muchas gracias.
—Hasta la vista.
—Hasta la vista.
Perry se puso en marcha y él miró para atrás. Todavía estaban allí, tranquilos, serios e inmutables. Junto a la puerta de la cocina Ethel, la zorra, le miraba furtivamente; cerca de ella, los cachorros a medio crecer se revolcaban y jugaban al sol. Faltaba todavía una hora para el crepúsculo; el camino iba curvándose bajo los árboles. Miró otra vez para atrás. La casa se extendía, irregular, en el atardecer de invierno, con un inmóvil penacho de humo que se recortaba contra el cielo en calma. La puerta estaba otra vez vacía. Bayard puso a Perry al trote corto que le permitía avanzar sin cansarse y la garrafa de whisky empezó a chocar suavemente contra su rodilla.