—DE MANERA que tu chica te ha dejado solo —dijo Miss Jenny por encima de la sopa con su característica viveza—, y ahora es cuando encuentras tiempo para venir aquí y ver a tu familia, ¿no es cierto?
Horace sonrió.
—Si he de decir la verdad, he venido a que me den algo de comer. Creo que no hay ni una mujer de cada diez con aptitud para las faenas de la casa, pero lo cierto es que tampoco yo sirvo para ello.
—Quieres decir —le corrigió Miss Jenny—, que ni siquiera un hombre de cada diez tiene suficiente buen sentido como para casarse con una cocinera pasable.
—Quizá tienen el buen sentido y la consideración de no echarles a perder a los demás las buenas cocineras —apuntó Horace.
—Sí —dijo el joven Bayard—, hasta las cocineras dejan de trabajar cuando se casan.
—Eso es bien cierto —Simón, apoyado contra el aparador en una postura levemente barroca, con una camisa almidonada, sin cuello, con los pantalones de los domingos (era el día de Acción de Gracias) y añadiendo a sus olores habituales cierto aroma a whisky, asintió—. A Euphrony tuve que buscarle cuatro empleos diferentes durante los dos primeros meses que estuvimos casados.
—No hay duda de que Simón se casó con la cocinera de otro —dijo el doctor Peabody.
—Me parecería mejor casarme con la cocinera que con la mujer de otro —intervino Miss Jenny con brusquedad.
—¡Miss Jenny! —la reprendió Narcissa—. No diga eso.
—Lo siento —dijo Miss Jenny inmediatamente—. No estaba pensando en ti, Horace: se me pasó de pronto por la cabeza. Lo decía por Loosh Peabody. ¿Crees que porque llevas sesenta años comiendo a costa nuestra el día de Navidad y de Acción de Gracias puedes venir a mi casa y reírte de mí?
—No diga esas cosas, Miss Jenny —repitió Narcissa. Horace dejó la cuchara, y la mano de su hermana buscó la suya por debajo de la mesa.
—¿Qué pasa? —el viejo Bayard, con la servilleta sujeta al chaleco por una punta, bajó la cuchara y ahuecó la mano detrás de la oreja.
—Nada —le dijo el joven Bayard—. La tía Jenny y el doctor se están peleando otra vez. Despierta, Simón.
Simón, poniéndose en movimiento, retiró los platos de la sopa, aunque lentamente, dedicando la mayor parte de su atención al altercado.
—Sí —continuó atacando Miss Jenny—, sólo porque ese viejo chiflado de Will Falls le puso a Bayard grasa de máquina en un bulto de la cara sin matarlo, tú tienes que ir por ahí tan hinchado como un globo. ¿Qué has tenido tú que ver con ello? Quitárselo no se lo quitaste, desde luego. ¿Quizá fuiste tú quien se lo puso en la cara mediante un conjuro?
—¿Simón, no tienes un trozo de pan o alguna otra cosa que Miss Jenny se pueda meter en la boca? —preguntó el doctor Peabody suavemente.
Miss Jenny le lanzó una feroz mirada y luego se dejó caer para atrás en la silla.
—¡Simón! ¿Te has muerto?
Simón terminó de retirar los platos y salió con ellos, mientras los invitados evitaban mirarse unos a otros y Miss Jenny, atrincherada detrás de innumerables tazas, copas, jarras y otros adminículos, seguía en pie de guerra, alanceando dragones.
—Will Falls —repitió el viejo Bayard—. Jenny, dile a Simón, cuando prepare la cesta, que se pase por mi despacho: tengo una cosa que quiero darle.
La cosa en cuestión era una botella de whisky de una pinta que se incluía siempre en la cesta que Bayard regalaba al viejo Falls por Navidad y Acción de Gracias y que en esos dos días el anciano repartía a cucharadas, hasta donde alcanzaba, entre sus viejos compañeros del asilo. Invariablemente, el viejo Bayard le insistía a Miss Jenny para que recordara a Simón algo que ninguno de ellos había descuidado nunca.
—De acuerdo —contestó ella.
Simón reapareció con una enorme cafetera de plata, la situó al alcance de Miss Jenny y se retiró de nuevo hacia la cocina.
—¿Cuántos queréis café ahora? —preguntó Miss Jenny de manera general—. Bayard sería tan capaz de sentarse a comer sin su café como de salir volando. ¿Quieres tú, Horace?
Horace declinó el ofrecimiento y, sin mirar al doctor Peabody, Miss Jenny dijo:
—Imagino que tú también querrás un poco, ¿no es cierto?
—Si no es mucha molestia —contestó él dulcemente. Luego le guiñó un ojo a Narcissa y acto seguido adoptó una expresión de lúgubre apocamiento.
Miss Jenny sirvió dos tazas de café e inmediatamente apareció Simón con una enorme bandeja, que transportaba en alto tan gallarda como dificultosamente, y fue a colocarla delante del viejo Bayard con un gesto teatral perfectamente calculado.
—Santo cielo, Simón —dijo el joven Bayard—, ¿dónde has encontrado una ballena en esta época del año?
—Sí que es un buen pescado, sí señor —asintió Simón. Y realmente lo era. Medía una yarda de largo y era tan grueso como un jamón; su festivo color rojo y la forma de estar tumbado sobre la bandeja con la boca abierta, le daban un grato aspecto de traviesa jovialidad.
—¿Me quieres explicar, Jenny —dijo el viejo Bayard con gesto irritado—, qué necesidad había de poner este plato? ¿Quién quiere llenarse el estómago de pescado en noviembre, con la despensa llena de zarigüeyas, de pavos y de ardillas?
—Hay otras personas comiendo aquí hoy además de ti —le replicó ella—. Si no lo quieres no lo comas. Nosotros siempre servíamos un plato de pescado en casa —añadió—. Pero no hay manera de que estas gentes del Mississippi coman otra cosa que carne y pan. Vamos, Simón.
Simón colocó una pila de platos delante del viejo Bayard y luego se acercó a Miss Jenny con una bandeja donde ésta colocó las dos tazas de café. Simón se las llevó al viejo Bayard y al doctor Peabody. Miss Jenny se sirvió otra taza para ella y Simón fue pasando el azúcar y la leche. El viejo Bayard empezó a trinchar el pescado, gruñendo todavía enérgicamente.
—A mí me gusta comer pescado en todas las épocas del año —dijo el doctor Peabody.
—Era de esperar —intervino, cortante, Miss Jenny.
—Pero —continuó—, me gusta pescarlo yo mismo en mi propio estanque. Mi pescado es más nutritivo.
—¿Todavía conserva usted el estanque? —preguntó el joven Bayard.
—Sí, pero la pesca no ha sido muy buena este año. Abe tuvo la gripe el invierno pasado y desde entonces se me queda dormido a cada momento y tengo que esperar a que se despierte, retire el pez y vuelva a cebar el anzuelo. Pero por fin se me ocurrió atarle un cordel a la pierna y al banco; así cuando pican, doy un tirón y lo despierto. Tendrás que traer un día a tu mujer, Bayard. No ha visto nunca mi estanque.
—¿No lo conoces? —le preguntó Bayard a Narcissa. No lo conocía—. Tiene bancos alrededor, con sitio para los pies, una barandilla de la altura justa para apoyar la caña y un negro que pone el cebo en el anzuelo y saca los peces a cada pescador. No entiendo cómo se las apaña para dar de comer a todos esos negros, doctor.
—Llevan tanto tiempo conmigo que no sabría cómo librarme de ellos a no ser que optara por ahogarlos. Pero darles de comer es el mayor problema. Gasto todo el dinero que gano. Si no fuera por ellos me habría retirado hace tiempo. Ésa es la razón de que coma fuera de casa siempre que puedo: cada vez que alguien me invita es como media fiesta para un trabajador.
—¿Cuántos negros tiene usted, doctor? —preguntó Narcissa.
—No lo sé exactamente —contestó él—. Que trabajen oficialmente para mí, seis o siete, pero de los otros pierdo la cuenta. Casi todos los días me tropiezo con alguien que no conozco.
Simón le estaba escuchando sin perder una palabra.
—¿No tendrá usted alguna habitación de más, doctor? —le preguntó—. Aquí tengo que trabajar todo el tiempo, ocupándome de la comida y todo lo demás.
—¿Serías capaz de comer pescado frío y verduras todo el año? —le preguntó solemnemente el doctor Peabody.
—Bueno… —contestó Simón dubitativo—, no estoy muy seguro de eso. Una vez tuve un cólico de pescado cuando era joven y desde entonces nunca me cae bien.
—Pues en mi casa apenas comemos otra cosa.
—Ya está bien, Simón —dijo Miss Jenny.
Simón permanecía inmóvil, apoyado contra el aparador, contemplando al doctor Peabody con reflexivo asombro.
—¿Y es usted capaz de mantener su peso con pescado y verduras? Yo me quedaría en los huesos si me alimentara así durante dos semanas, ¡como me llamo Simón que me quedaría!
—¡Simón! —dijo Miss Jenny con gran energía—. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, Loosh, para que pueda atender a sus obligaciones?
Simón salió bruscamente de su trance y retiró los platos del pescado. Por debajo de la mesa, Narcissa buscó otra vez la mano de Horace.
—Deja en paz al doctor, tía Jenny —dijo el joven Bayard. Tocó a su abuelo en el brazo—. ¿No puede usted hacer que deje tranquilo al doctor?
—¿Qué le pasa, Jenny? —preguntó el viejo Bayard—. ¿No quiere comer?
—Somos nosotros los que no comeremos como siga hablando con Simón de pescado frío y hojas de nabo —replicó Miss Jenny.
—Creo que es usted injusta tratándolo como lo trata, Miss Jenny —dijo Narcissa.
—Bueno; eso me permite dar gracias por algo —contestó el doctor Peabody—: que me dijeras que no cuando tuviste la oportunidad de aceptarme. En una ocasión le pedí a Jenny que se casara conmigo —les dijo a los demás.
—¡Viejo mentiroso! —dijo Miss Jenny—. ¡Nunca hiciste nada parecido!
—Ya lo creo que sí. Aunque es cierto que lo hice por John Sartoris. Dijo que tenía más problemas de los que podía aguantar, dedicado a la política fuera de casa. Y, ¿saben que…
—¡Loosh Peabody, eres el mentiroso más grande del mundo!
—…casi llegué a convencerla durante un rato? Era la primera vez que florecían las hierbas esas que trajo de Carolina, y brillaba la luna y estábamos en el jardín y había un sinsonte…
—¡Nada de eso! —gritó Miss Jenny—. Nunca hubo…
—Mírenle a la cara si creen que estoy mintiendo —dijo el doctor Peabody.
—¡Mírenla! —repitió el joven Bayard—. ¡Se está ruborizando!
Y era cierto, pero sus mejillas eran como estandartes, y seguía manteniendo la cabeza muy alta a pesar de las risas burlonas. Narcissa se levantó, se acercó a ella y le puso las manos en los hombros.
—Cállense todos ahora mismo —dijo—. Considérense afortunados de que cualquiera de nosotras se haya casado con ustedes, y halagados incluso si les hemos dicho que no.
—Yo me siento halagado —replicó el doctor Peabody—, o de lo contrario no estaría viudo.
—¿Cómo no vas a seguir viudo, tan grande como un tonel y manteniéndote de pescado frío y hojas de nabo? —dijo Miss Jenny—. Siéntate, querida. No me da miedo ningún hombre.
Narcissa volvió a su sitio, y de nuevo apareció Simón, seguido esta vez por Isom, y durante un rato se movieron sin descanso entre la cocina y el comedor transportando un pavo asado, un jamón ahumado, una cazuela de codornices y otra de ardillas, una zarigüeya asada sobre un lecho de boniatos; calabaza y remolacha en adobo, patatas y más boniatos, arroz y maíz machacado, bizcochos calientes, y unas delicadas barras muy largas de pan de maíz, confitura de fresa y de pera, membrillo y gelatina de manzana, mermelada de moras y melocotones en almíbar.
Todos dejaron de hablar durante un rato y comieron de verdad, mirándose de cuando en cuando a través de la mesa en una tibia atmósfera de cordialidad y de olores humeantes. De cuando en cuando Isom llegaba de la cocina con panecillos calientes, mientras Simón permanecía en pie supervisando el campo de batalla de manera semejante a como Julio César debió examinar las Galias una vez que las tuvo dominadas, o como el mismo Dios Todopoderoso contempló su último experimento químico y vio que era bueno.
—Después de esto, Simón —dijo el doctor Peabody, dando un suspiro—, creo que estoy en condiciones de llevarte conmigo y conseguirte un poco de carne de cuando en cuando.
—Imagino que sí —asintió Simón, vigilándolos como un general previsor que se apresura a mandar refuerzos a las tropas amenazadas, y ofreciéndoles más alimentos en cuanto flaqueaban. Pero hasta el doctor Peabody se declaró vencido al cabo de un rato, y entonces Simón trajo tartas de tres clases, un pastel de ciruelas de poco volumen pero de gran peso específico, y un bollo astutamente emborrachado con whisky, relleno de nueces y de frutas confitadas, tan apetecible como los aromas del paraíso y tan traicionero e irremediable como el pecado. Como colofón, con aire sibilino y profundamente serio, Simón trajo una botella de oporto. Un sol envuelto en brumas brillaba en el oeste, y sus rayos, atravesando horizontalmente las ventanas, iluminaban el servicio de plata colocado encima del aparador y despertaban destellos ambarinos entre sus plácidas superficies curvas y en los cristales coloreados del montante situado en la parte alta del muro que daba a occidente.
Pero aquello había pasado en noviembre, la época de los días lánguidos y brumosos, cuando extinguido ya el primer aliento del otoño, el invierno esperaba todavía el relevo bajo el marchito horizonte. En noviembre el año, como una matrona envuelta en su chal y rodeada de sus hijos, muere apaciblemente, sin pena y sin que lo aqueje ninguna enfermedad. A principios de diciembre llegaron las lluvias y el año se volvió gris, atacado por los gérmenes de la disolución y de la muerte. La lluvia susurraba todo el día y toda la noche en el techo y a lo largo de los aleros. Los árboles perdieron sus últimas hojas testarudas y gesticulaban bajo el agua con sus oscuras y entristecidas ramas recortándose sobre ilimitados horizontes; sólo una acacia recalcitrante de la parte más baja del parque conservaba aún sus hojas, brillando como una llama empapada contra el eterno azur; más allá del valle, las colinas quedaban ocultas tras un velo de lluvia.
Casi diariamente, a pesar de las prohibiciones y de las órdenes de Miss Jenny y de la firme pero pasiva protesta de los ojos de Narcissa, Bayard salía con una escopeta y los dos perros para volver justo antes del crepúsculo calado hasta los huesos. Y frío: sus labios se posaban helados sobre los de Narcissa y en sus ojos seguía habiendo una mirada sombría y obsesionada. Ante el fuego encendido en la chimenea de su dormitorio ella se agarraba a él o bien lloraba silenciosamente en la oscuridad tumbada junto a su cuerpo rígido, con un fantasma entre los dos.
—Escúchame un momento —le dijo Miss Jenny, acercándose cuando Narcissa estaba cavilando, sentada delante del fuego en el cubil del viejo Bayard—. Te pasas así demasiado tiempo; acabarás volviéndote neurasténica. Deja de preocuparte por él: se ha pasado media vida empapado pero no recuerdo que haya tenido nunca un catarro.
—¿Sí? —contestó ella apáticamente. Miss Jenny se quedó a su lado, mirándola con atención. Luego para tratarse de una Sartoris, puso la mano sobre la cabeza de Narcissa con mucha suavidad.
—¿Te preocupa quizá el que no te quiera como crees que tendría que hacerlo?
—No es eso —contestó ella—. No quiere a nadie. Tampoco querrá al niño. Nunca parece estar ni contento, ni triste, ni nada.
—No —asintió Miss Jenny. El fuego chisporroteaba y saltaba entre los resinosos leños. Más allá de la ventana el día se iba disolviendo inacabablemente—. Escúchame —dijo Miss Jenny de repente—. No vuelvas a ir con él en ese coche, ¿me oyes?
—No. No conduciría más despacio. No hay nada que le haga conducir más despacio.
—Claro que no. Nadie cree que sea posible, ni siquiera su abuelo. Va con él por la misma razón que su nieto conduce como lo hace. Porque son Sartoris. Lo llevan en la sangre. Son unos salvajes, todos y cada uno de ellos. No le sirven de nada a nadie —mientras Miss Jenny seguía con la mano apoyada en la cabeza de Narcissa, contemplaron juntas las saltarinas llamas—. Siento haberte metido en todo eso.
—No fue usted. Nadie me metió en nada. Lo hice yo sola.
—Hummm —dijo Miss Jenny. Y luego añadió—: ¿Volverías a hacerlo?
La otra no respondió a su pregunta y Miss Jenny se la repitió:
—¿Lo harías otra vez?
—Sí —contestó Narcissa—. ¿No lo sabe usted mejor que nadie?
De nuevo se hizo el silencio entre ellas, y en él, sin pronunciar palabra alguna, sellaron su pacto de desesperanza con esa maravillosa y paciente valentía que caracteriza a las mujeres. Narcissa se puso en pie.
—Creo que voy a irme a pasar el día con Horace, si a usted no le parece mal —dijo.
—De acuerdo —asintió Miss Jenny—. Creo que yo haría lo mismo. A estas alturas Horace debe de andar necesitado de que lo cuiden un poco. Me pareció un tanto demacrado cuando estuvo aquí la semana pasada. Como si no le estuvieran dando bien de comer.
Cuando se detuvo ante la puerta de la cocina, Eunice, la cocinera, levantó la vista de la tabla de amasar el pan y alzó las manos en un suave gesto oscuro.
—Vaya, Miss Narcy —dijo—. Hace un mes que no la hemos visto. ¿Ha venido usted mojándose todo el camino?
—He venido en el coche de caballos. Llovía demasiado para usar el automóvil —entró en la cocina mientras Eunice la miraba serenamente complacida—. ¿Qué tal os vais defendiendo?
—Come lo suficiente, desde luego —contestó Eunice—. De eso me ocupo yo. Pero tengo que hacerle comer. Necesita que vuelva usted.
—Aquí estoy otra vez, al menos por hoy. ¿Qué has preparado para comer? —juntas levantaron tapaderas para mirar dentro de las ollas que hervían a fuego lento sobre el fogón y miraron en el horno—. ¡Tarta de chocolate!
—Le tengo que animar con eso —explicó Eunice—. Come cualquier cosa con tal de que haga tarta de chocolate —añadió llena de orgullo.
—Seguro que sí —asintió Narcissa—. No hay nadie que haga tartas de chocolate como las tuyas.
—Ésa no me ha salido demasiado bien —dijo Eunice, disculpándose—. No estoy nada contenta con ella.
—¡Qué dices, Eunice!, ¡está perfecta!
—No, señora; no me ha salido como otra veces —insistió Eunice. Pero acabó por sonreír tímidamente, y durante unos minutos las dos charlaron como viejas amigas, mientras Narcissa curioseaba en alacenas y cajas.
Después regresó a la casa y subió a su habitación. En el tocador no quedaba ninguno de sus frascos ni de sus cajas de plata y cristal, tan íntimamente suyas; los cajones estaban vacíos y la habitación entera, con su aire inmóvil y su pálida desolación, parecía hacerle mudos reproches. También hacía frío allí; no se había encendido la chimenea desde la primavera anterior y sobre la mesilla de noche había un descolorido ramillete de flores, olvidadas, marchitas y muertas en un jarrón azul. Al tocarlas, se le deshicieron en los dedos, manchándolos. El agua del jarrón olía a rancio. Narcissa abrió una ventana y tiró el ramillete.
Hacía demasiado frío en la habitación para quedarse allí mucho tiempo y decidió pedirle a Eunice que encendiera la chimenea, para bienestar de la parte de sí misma que todavía continuaba viviendo un poco apenada, aunque serena, en aquella fría desolación llena de reproches. Se detuvo también ante el armario y recordó, molesta y con cavilosa preocupación, aquellas cartas, lamentando la negligencia de no haberlas destruido. Aunque quizá sí lo había hecho, reanudando con este pensamiento el círculo cerrado de su desconcierto y de sus miedos cuando trataba de recordar lo que había sido de ellas. Porque estaba segura de que las había puesto con la ropa interior; tenía certeza plena de haberlas dejado allí. Y sin embargo nunca había sido capaz de encontrarlas y Eunice y Horace tampoco las habían visto. Las echó de menos la víspera de la boda, cuando estuvo empaquetando sus cosas. Aquel día notó que faltaban, encontrando en su lugar otra carta con una letra distinta, que no recordaba haber recibido nunca. El contenido de la carta estaba suficientemente claro, aunque no llegó a entender el significado literal de algunas cosas. Pero la leyó con tranquila indiferencia: la carta y todo lo que le traía a la imaginación había quedado definitivamente a sus espaldas. Y al faltar aquello, no se habría ofendido aunque hubiera entendido todas las frases. Quizá algunas palabras hubieran despertado un poco su curiosidad, pero eso habría sido todo.
Lo cierto es que no conseguía recordar lo que había hecho con las otras cartas, y esto hacía que sintiera en ocasiones un miedo muy concreto a que otras personas pudieran enterarse de lo que alguien había pensado de ella y de las palabras con que lo había expresado. Pero como las cartas habían desaparecido, no podía hacer otra cosa que confiar en haberlas destruido como destruyó la última; y si no era así, confiar en que no negaran nunca a aparecer. Pero esto hizo brotar de nuevo el miedo y el aborrecimiento primigenios: el que su profunda y hasta entonces inviolada serenidad pudiera quedar en manos de las circunstancias; que tuviera que confiar en la suerte contra la eventualidad de que un desconocido, al recoger casualmente del suelo un trozo de papel…
Pero hizo el firme propósito de no preocuparse más de aquello, al menos de momento. Aquel día tenía que dedicárselo a Horace, y también a ella misma; un descanso de aquel sueño poblado de fantasmas al que se aferraba despierta. Bajó las escaleras. Había un fuego encendido en la chimenea de la sala de estar, pero ya no quedaba más que el rescoldo, de manera que echó carbón y lo atizó hasta hacer saltar la llama. Sería la primera cosa que viera Horace al entrar; quizá le extrañara; quizá presintiera que ella estaba allí. Consideró la posibilidad de telefonearle y lo estuvo meditando delante del fuego sin saber qué hacer; por fin decidió que fuera una sorpresa. Pero, ¿y si no venía a casa a comer por causa de la lluvia? Al pensar en esto se lo imaginó andando por la calle bajo el aguacero e inmediatamente, con una instintiva premonición, fue al armario que había debajo de las escaleras y abrió la puerta. Exactamente como había imaginado: tanto el abrigo como el impermeable de Horace estaban allí; lo más probable era que tampoco se hubiera llevado paraguas, y de nuevo afloró en ella, junto con la irritación y la exasperación, un afecto sin límites hacia Horace, el mismo que siempre había sentido; y todo lo que les había distanciado últimamente perdió consistencia hasta desaparecer por completo.
Anteriormente siempre se trasladaba el piano al cuarto de estar cuando llegaba el frío. Pero ahora seguía aún en el gabinete pequeño. También allí había una chimenea, pero estaba sin encender y hacía frío en la habitación. Bajo sus dedos las teclas heladas produjeron un acorde perezoso, acusador, lleno de reproches; Narcissa volvió junto al fuego y se colocó en un sitio desde donde —a través de la ventana— podía ver la avenida bajo los oscuros cedros, empapados por la lluvia. Detrás de ella el reloj de la repisa de la chimenea dio las campanadas de las doce y Narcissa se acercó a la ventana y se quedó allí con la nariz pegada al cristal frío, empañándolo con su aliento. Ya no tardaría mucho: Horace era excéntrico en cuanto a sus horas pero nunca se retrasaba, y cada vez que aparecía un paraguas, el corazón le daba un salto. Pero nunca era él e iba siguiendo la marcha del que lo llevaba hasta que al inclinarlo un poco más podía reconocerlo, de manera que sólo descubrió a Horace cuando iba ya por la mitad de la avenida. Traía vuelta hacia abajo el ala del sombrero, subido hasta las orejas el cuello de la chaqueta y, como se había imaginado, ni siquiera llevaba paraguas.
—Grandísimo tonto —dijo, corriendo hacia la puerta. A través de la cortina que cubría el cristal vio acercarse su silueta imprecisa subiendo a saltos los escalones. Abrió la puerta con violencia y entró golpeando contra la pierna el sombrero empapado, de manera que no la vio hasta que ella se le puso delante.
—¡Tonto, más que tonto! —dijo—. ¿Qué has hecho con el impermeable?
Por un momento la contempló con su tímida y agreste pasividad; luego dijo «¡Narcy!», su rostro se iluminó y la estrechó entre sus brazos.
—No —dijo ella—, ¡estás empapado!
Pero él la alzó del suelo, apretándola contra su pecho, repitiendo Narcy, Narcy; después ella notó la frialdad de la nariz de Horace contra su cara y un sabor a lluvia en los labios.
—Narcy —dijo él otra vez, abrazándola, y ella dejó de resistirse y se pegó más a él. Entonces, repentinamente, él la soltó, levantó la cabeza y la miró solemnemente.
—Narcy —repitió, sin dejar de mirarla fijamente—, ¿es que ese desgraciado…?
—No, por supuesto que no —le contestó ella vivamente—. ¿Te has vuelto loco?
Y volvió a abrazarse a él a pesar de su ropa mojada como si no fuera a soltarlo nunca.
—¡Horry querido! —dijo—, ¡qué mal me he portado contigo!