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ERA UNA SOLEADA tarde de domingo del mes de octubre. Narcissa y Bayard habían salido en coche casi inmediatamente después del almuerzo y Miss Jenny y el viejo Bayard estaban sentados en la parte soleada del porche cuando, encabezada por Simón, la delegación —procedente de la parte de atrás de la casa— apareció doblando la esquina con gran solemnidad. Estaba compuesta por seis negros con una amplia variedad de indumentarias dominicales y la presidía un sujeto gigantesco, de aire pomposo y mirada furiosa y apremiante, cuya cabeza se transformaba en tronco sin solución de continuidad, vestido con una chaqueta Príncipe Alberto y un cuello romano.

—Aquí los tiene, Coronel —dijo Simón; sin detenerse subió los escalones y se dio la vuelta, disipando cualquier posible duda sobre con cuál de los grupos contendientes se sentía identificado. La delegación se detuvo, arremolinándose un tanto, pero manteniendo el decoro que exigía la solemnidad de la ocasión.

—¿Qué sucede? —preguntó Miss Jenny—. ¿También interviene usted en esto, tío Bird?

—Sí, Miss Jenny —uno de los miembros del comité descubrió sus grises cabellos rizados e hizo una inclinación de cabeza—. ¿Qué tal está usted?

Los otros arrastraron los pies y uno a uno fueron quitándose el sombrero. El que los presidía, cruzó el suyo sobre el pecho como un candidato al Congreso mientras le hacen fotografías.

—Vamos a ver, Simón —dijo el viejo Bayard—. ¿Qué es todo esto? ¿Para qué has traído hasta aquí a todos estos negros?

—Vienen a por su dinero —explicó Simón.

—¿Cómo?

—¿Dinero? —repitió Miss Jenny, interesándose—. ¿Qué dinero, Simón?

—Vienen a por el dinero que usted les prometió —gritó Simón.

—Te dije que no iba a pagarlo —exclamó el viejo Bayard—. ¿Les ha dicho Simón que yo les pagaría? —preguntó a la delegación.

—¿Qué dinero? —repitió Miss Jenny—. Simón, ¿de qué estás hablando?

El presidente del comité abría ya la boca para empezar a hablar cuando Simón le interrumpió.

—Vamos, Coronel, usted mismo me encargó que les dijera a los negros que les pagaría.

—Yo no he dicho nunca nada semejante —contestó el viejo Bayard, mientras crecía en su voz la indignación—. Te dije que si querían meterte en la cárcel que fueran y lo hiciesen. Eso es lo que te contesté.

—Vamos, Coronel, lo dijo usted bien claro. Quizá lo haya olvidado. Miss Jenny puede atestiguar que…

—Yo no puedo atestiguar nada —interrumpió Miss Jenny—. Es la primera vez que oigo hablar de este asunto. ¿Qué dinero es ése, Simón?

Simón le lanzó una mirada dolorida, llena de reproches.

—Me encargó decirles que les pagaría.

—Que me condene si lo hice —rugió el viejo Bayard—. Te dije que no pagaría un céntimo. Y te dije que si les dejabas incordiarme a causa de ello, te despellejaría vivo.

—Le aseguro que no le molestarán —contestó Simón en tono conciliador—. Déles el dinero y usted y yo arreglaremos después este asunto.

—Que me condene si lo hago, si dejo que un vago de siete suelas que no se merece ni el pan que come…

—Pero alguien tiene que pagarles —hizo notar Simón pacientemente—. ¿No es cierto, Miss Jenny?

—Sí que lo es —concedió Miss Jenny—. Pero no soy yo quien tiene que hacerlo.

—Sí, señora, pero no cabe duda de que alguien tiene que pagarles. Si no se les da una satisfacción me meterán en la cárcel. Y entonces, ¿que harán ustedes, sin alguien que dé de comer a los caballos y los cepille, que limpie la casa y sirva la mesa? Porque a mí no me importa ir a la cárcel, aunque es cierto que esos suelos de piedra no me convienen nada para el reuma.

Y Simón procedió a trazar una amplia y conmovedora estampa de elevados y santos ideales y de paciente abnegación. El viejo Bayard golpeó el suelo con el pie.

—¿Cuánto es?

Al presidente del comité se le dilató el pecho de manera impresionante bajo su chaqueta Príncipe Alberto.

—Hermano Moore —dijo—, ¿querrá usted leer en voz alta el total de los emolumentos que el en otro tiempo diácono Strother debe a la futura Segunda Iglesia Baptista en su calidad de tesorero de la junta parroquial?

El hermano Moore —un negro pequeño, como tallado en ébano, de vestiduras sombrías excesivamente largas— creó un suave revuelo en la parte posterior del grupo, pero en seguida, gracias a la colaboración de diversas manos bien dispuestas, apareció al lado del párroco que, con gesto majestuoso, le hizo sitio, consiguiendo de alguna forma que la atención se centrara en él. El hermano Moore dejó el sombrero en el suelo y del bolsillo derecho de la chaqueta fue sacando, por este orden, un enorme pañuelo rojo, un calzador y un trozo de tabaco de mascar; luego, sujetando estos objetos con una mano, siguió buscando con la otra mientras aparecía en su rostro una vaga expresión de alarma. Después volvió a colocar los mencionados objetos en el bolsillo derecho y del izquierdo extrajo una navaja, un palitroque que llevaba liada alrededor cierta cantidad de cordel sucio, un trozo de correa de cuero unido a una hebilla oxidada y al parecer inservible y, finalmente, una libreta grasienta con las esquinas de las hojas dobladas. Repuso las otras cosas en el bolsillo, pero se le cayó la correa y se agachó para recogerla; a continuación el párroco y él mantuvieron una breve conversación en susurros; luego el hermano Moore abrió la libreta y empezó a pasar las páginas torpemente, hasta que el párroco se inclinó por encima de su hombro, encontró la página en cuestión y se la señaló con el dedo.

—¿Cuánto es, reverendo? —preguntó impaciente el viejo Bayard.

—El hermano Moore leerá la cantidad en voz alta —salmodió el párroco.

El hermano Moore contempló la página con ojos estáticos y murmuró palabras prácticamente ininteligibles.

—¿Qué? —intervino el viejo Bayard, llevándose una mano al oído.

—Háganle hablar más alto —dijo Simón—. No hay manera de saber lo que está diciendo.

—Más alto —retumbó el párroco, con un vago asomo de impaciencia.

—Sesenta y siete dólares con cuarenta centavos —dijo por fin el hermano Moore con voz clara.

El viejo Bayard se recostó violentamente en la silla y maldijo durante un rato mientras Simón lo contemplaba con disimulada ansiedad. Luego se alzó y entró pesadamente en la casa sin dejar de maldecir. Simón dio un suspiro y descansó aliviado. La delegación se arremolinó de nuevo, y el hermano Moore aprovechó la oportunidad para desaparecer en la última fila. El párroco, sin embargo, retenía aún su actitud previa de solemne y ominosa profundidad.

—¿Qué sucedió con ese dinero, Simón? —preguntó Miss Jenny, curiosa—. Porque tú lo tuviste, ¿no es cierto?

—Eso es lo que ellos dicen —contestó Simón.

—¿Qué hiciste con él?

—Nada especial —le aseguró Simón—. Lo invertí, por así decirlo.

—No me cabe la menor duda —asintió ella secamente—. Estoy segura de que no te duró ni cinco minutos en el bolsillo. Merecen quedarse sin él por haber tenido la ocurrencia de dártelo. ¿Cómo lo invertiste?

—Hace ya mucho tiempo —contestó él— que el Coronel y yo hemos arreglado este asunto.

Se oyeron de nuevo las zancadas del viejo Bayard en el vestíbulo y en seguida apareció agitando el talón que llevaba en la mano.

—Tenga —ordenó; y el párroco se acercó a la barandilla, cogió el talón y lo dobló para guardárselo en un bolsillo—. Y si son ustedes tan estúpidos que vuelven a entregarle dinero, no vengan a pedírmelo a mí, ¿me oyen? —lanzó una mirada furibunda al comité; luego se volvió hacia Simón—. Y la próxima vez que robes dinero y acudas a mí para que lo devuelva, voy a hacer yo mismo que te detengan y te procesen. Haz que se vayan esos negros.

La delegación se puso en marcha con movimiento unánime, pero el párroco los detuvo con una mano llena de imperio. Luego se dio la vuelta, mirando a Simón.

—Diácono Strother —dijo—, como ministro de la que fue Primera Iglesia Baptista, llamado otra vez al sagrado ministerio para la futura Segunda Iglesia Baptista y presidente de este comité, lo confirmo a usted de nuevo en su antigua dignidad como diácono de la futura Segunda Iglesia Baptista. Amén. Señora, Coronel Sartoris, muy buenos días.

Y dándose la vuelta, fue dirigiendo con suaves ademanes a los miembros del comité hasta que se perdieron de vista.

—Gracias a Dios que ya nos hemos librado de eso —dijo Simón, y fue a sentarse en el escalón más alto del porche, gruñendo satisfecho.

—No te olvides de lo que he dicho —le previno el viejo Bayard—. Como me hagas esto otra vez…

Pero Simón estaba torciendo la cabeza en la dirección que había tomado el comité eclesiástico.

—Vaya —dijo—. ¿Qué querrán ahora?

Porque la delegación se había dado la vuelta y miraba hacia ellos irresolutamente desde la esquina.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó el viejo Bayard.

Estaban tratando de empujar de nuevo hacia adelante al hermano Moore, pero él se resistía eficazmente. Finalmente habló el párroco.

—Se han olvidado ustedes de los cuarenta centavos.

—¿Cómo?

—Dice que no ha puesto usted los cuarenta centavos —gritó Simón.

El viejo Bayard explotó; Miss Jenny se tapó los oídos y los miembros del comité giraron los ojos dentro de las órbitas en reverente admiración mientras el anciano se elevaba a magníficas alturas, para aterrizar por fin sobre Simón.

—Los cuarenta centavos se los das tú y después llevátelos inmediatamente de aquí —rugió el viejo Bayard—. Y si alguna vez vuelves a traerlos ante mi presencia, la emprenderé a latigazos con todos vosotros.

—Pero, Coronel, usted sabe que yo no tengo cuarenta centavos. ¿No podrían arreglarse sin ellos, ahora que han conseguido el resto?

—Sí que los tienes —intervino Miss Jenny—. Anoche te quedó medio dólar después de pagar los zapatos que encargué para ti.

Simón volvió a mirarla con dolorido asombro.

—Dáselos —ordenó el viejo Bayard.

Lentamente Simón se metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una moneda de medio dólar y la hizo girar lentamente sobre la palma de la mano.

—Puede que me haga falta, Coronel —protestó—. Por lo menos me podían dejar esto.

—¡Dales el dinero! —tronó el viejo Bayard—. Lo menos que puedes hacer es pagar esos cuarenta centavos.

Simón se levantó a regañadientes y el párraco avanzó hasta reunirse con él.

—¿Dónde están los diez centavos de la vuelta? —preguntó, negándose a entregar el medio dólar hasta tener en la mano las dos monedas de cinco centavos.

A continuación el comité desapareció.

—Ahora —dijo el viejo Bayard—, quiero saber lo que hiciste con ese dinero.

—Pues verá usted —empezó Simón—, lo que sucedió fue que lo invertí.

Miss Jenny se levantó del asiento.

—¡Santo cielo! —dijo—. ¿Vais a empezar otra vez con eso?

Subió a su habitación en busca de refugio y sentada junto a una ventana donde daba el sol, aún seguía oyéndolos: la tormentosa furia del viejo Bayard y las suaves y diestras evasivas de Simón se alzaban y decrecían en el somnoliento aire dominical.

Una rosa; no quedaba más que una rosa. Una rosa que había resistido los tristes, los muertos días del final del verano; y ahora, aunque los caquis colgaban ya, como soles diminutos, entre las ramas festoneadas de orugas; aunque los árboles de la goma, los arces y los nogales americanos llevaban ya dos semanas haciendo ostentación de todos los matices otoñales del oro al escarlata; aunque la hierba —donde los abuelos de los saltamontes se acomodaban perezosamente como octogenarios malhumorados— había sido ya delicadamente retocada dos veces por la escarcha, y aunque en los soleados mediodías se advertía un aroma de sasafrás, la rosa seguías allí. Demasiado madura ya, y un poco hinchada, como una estrella en decadencia de un espectáculo de varietés. Miss Jenny se ponía últimamente un suéter para trabajar y sujetaba, con el guante que usaba para trabajar la tierra, un desplantador que lanzaba continuamente brillantes destellos.

—Es como algunas mujeres que he conocido —dijo—. No sabe cuándo retirarse discretamente y convertirse en abuelita.

—Déjela que termine el verano —protestó Narcissa, que llevaba un vestido oscuro de lana. También ella empuñaba un desplantador e iba removiendo la tierra serenamente, detrás de la activa impaciencia y de las regañinas de Miss Jenny, sin hacer nada de provecho. Menos que nada, porque Narcissa era peor que Isom, y éste, completamente desmoralizado, había sellado inmediatamente su tácita alianza con el Ala Izquierda o ala pasiva—. Tiene derecho a su verano.

—Algunas personas no se enteran de cuándo termina el verano —replicó Miss Jenny—. El veranillo de San Martín no debe ser excusa para seniles adolescencias.

—Tampoco se trata de senilidad.

—Está bien. Ya me lo dirás algún día.

—Algún día, claro. Pero todavía no estoy del todo preparada para ser abuela.

—No vas mal encaminada —Miss Jenny extrajo cuidadosamente, con manos expertas, un bulbo de tulipán y arrancó los terrones pegados a las raíces—. Creo que ya hemos usado bastante el nombre de Bayard —continuó—. Será mejor que a éste lo llamemos John.

—¿John?

—Sí. Lo llamaremos John —repitió—. ¡Isom! ¿Dónde te has metido?

La desmotadora había estado funcionando durante un mes sin parar gracias al algodón de los Sartoris, al de los otros hacendados valle arriba y al de los recolectores de menor cuantía, que bajaban desde sus plantaciones en cuesta entre las colinas. La propiedad de los Sartoris se cultivaba por parcelas. La mayoría de los arrendatarios ya habían recogido el algodón y cosechado el último maíz; y poco antes del crepúsculo, en aquellos días del veranillo de San Martín, cuando se extendía por el aire tranquilo una tristeza antigua tan intensa como el aroma de un buen fuego de leña, Bayard y Narcissa se iban en el coche al sitio donde, junto a un manantial en el borde del bosque, los negros llevaban la cosecha de canas de zahina y preparaban las reservas invernales de melaza. Uno de ellos, una especie de patriarca entre los arrendatarios, era el propietario del molino y de la mula que proporcionaba la tracción. Él se encargaba de triturar las cañas y de supervisar la cocción del jugo, quedándose por ello con un diezmo del producto final. Cuando Bayard y Narcissa llegaban, la mula caminaba ya cansina y pacientemente en un círculo monótono, haciendo crujir con sus pezuñas las médulas secas de las cañas, mientras uno de los nietos del patriarca alimentaba la trituradora.

Una y otra vez giraba en redondo la mula, colocando delicadamente sus estrechas pezuñas, parecidas a las de un ciervo, sobre las crujientes médulas de las cañas; balanceando el cuello, tan flexible como un tubo de goma, dentro de la collera; haciendo aletear las desmayadas orejas sobre sus lomos llenos de mataduras y con los ojos medio cerrados —malignamente somnolientos— detrás de párpados descoloridos, aparentemente dormida gracias a la monotonía de su propio movimiento. Algún Homero debiera cantar la saga de la mula y de su función en el Sur. Ella, más que cualquier otra criatura o cosa, fue quien fiel a la tierra cuando todos los demás flaqueaban ante la fuerza irresistible de las circunstancias, insensible —debido a su maligno y paciente interés en el inmediato presente— a los problemas que destrozaban el corazón de los hombres, rescató al Sur de su postración, apartándolo del tacón de hierro de la Reconstrucción[19] y enseñándole de nuevo el orgullo mediante la humildad, el valor y el triunfo sobre la adversidad; ella fue la que consiguió lo que obstáculos insuperables hacían prácticamente imposible, gracias a su paciencia sin límites y a su espíritu vengativo. La mula no se parece ni a su padre ni a su madre; hijos e hijas no los tendrá nunca; es vengativa y paciente (nadie ignora que trabajará diez años sin protestar para una misma persona por el privilegio de darle al fin una buena coz); solitaria pero sin orgullo, autosuficiente pero sin vanidad; su voz es una burla de sí misma. Paria miserable, no tiene ni amigos, ni esposo, ni amante ni nadie que la corteje; aunque célibe, no tiene deseos; no posee una columna ni una cueva en el desierto; no la asaltan las tentaciones, ni la flagelan los sueños ni la alivian las visiones; fe, esperanza y caridad no son virtudes suyas. Misántropa, trabaja seis días sin recompensa alguna para una criatura a la que odia, atada con cadenas a otra a la que desprecia, y emplea el séptimo día en dar coces a sus semejantes y en recibirlas de ellos. Incomprendida incluso por la criatura (el negro que la conduce) cuyos impulsos y procesos mentales más se parecen a los suyos, realiza actos que le son ajenos en ambientes igualmente ajenos; gana el pan no ya de una raza sino de toda una línea de comportamiento; mansa, permite que destruyan su herencia junto con su alma al cocerla después de muerta en una fábrica de cola. Fea, incansable y perversa, no se deja convencer ni por razones, ni por halagos ni por promesas; realiza sus humildes y monótonas tareas sin queja y su galardón son los golpes que recibe. Cuando está viva, la arrastran por el mundo, convertida en objeto de general abominación; y sin que nadie la llore, la honre o la cante, deja blanquear sus desgarbados y acusadores huesos entre latas oxidadas, pedazos de loza y neumáticos inservibles en las laderas de colinas solitarias, donde su carne se remonta, ignorante, sobre el azul del cielo, en el buche de los buitres. Al aproximarse, los gruñidos y crujidos del molino eran la primera advertencia de que ya estaban cerca, a no ser que el viento soplara en su dirección. Luego les llegaba el acre y estimulante olor de la fermentación y de la melaza hirviendo. A Bayard le gustaba el olor y por eso iban allí y mientras el muchacho negro los miraba de reojo al tiempo que alimentaba el molino, se paraban un rato contemplando la mula paciente y llena de perseverancia y al anciano negro inclinado sobre el caldero en ebullición. Bayard se apeaba a veces, y se iba a hablar con él, dejando a Narcissa sola en el coche, rodeada de los maduros olores del año en declive y de toda su imprecisa y suave tristeza. Ella fijaba la mirada cavilosa en Bayard y en el viejo negro —el uno alto, delgado y fatalmente joven y el otro inclinado por los años— mientras su espíritu manaba en continuas y serenas ondas, rodeándolo sin que él se diera cuenta.

Luego Bayard volvía a sentarse en el coche y Narcissa le tocaba las ásperas ropas tan suavemente que él no tenía conciencia de ello. Más tarde regresaban por la desdibujada y desigual carretera, junto a los ostentosos bosques del otoño, y pronto, por encima de la curva que formaban los robles y las acacias, surgía la casa blanca, sencilla, enorme e inmutable, y el disco anaranjado de la luna llena alzándose sobre las colinas más distantes, tan en sazón como un queso bien curado. A veces volvían después de oscurecer. El molino estaba en silencio para entonces, con su largo brazo inmóvil convertido en gesto sobre la escena iluminada por el fuego. La mula mascaba ruidosamente en el establo o coceaba y hocicaba el pesebre vacío, o dormía en pie, despreocupada del mañana; y recortadas contra el resplandor del fuego se movían muchas siluetas. Los negros se habían reunido ya: ancianos y mujeres sentados sobre las crujientes cañas alrededor de la hoguera que uno de ellos alimentaba con tallos prensados hasta que su aromática furia se retorcía y lamía las altas copas de los árboles, volviendo aún más dorada la amarillez de las temblorosas hojas; y jóvenes, muchachas y niños, acurrucados e inmóviles como animales, que también contemplaban el fuego. A veces cantaban: trémulos acordes sin palabras en los que melancólicos tonos menores se combinaban con suaves notas bajas en tristes e inmemoriales calderones, los oscuros rostros inclinados sobre las llamas y sin mover los labios en absoluto.

Pero cuando llegaban los blancos cesaba el canto y los negros se quedaban sentados o tumbados alrededor del fuego en el que borboteaba el caldero ennegrecido, hablando en susurradas frases incompletas llenas de alusiones que provocaban melancólicos regocijos, mientras en los rincones sombríos entre las crujientes cañas secas, los muchachos y las chicas se comunicaban en murmullo y dejaban escapar breves risitas.

Todas las noches Bayard o Narcissa, y en ocasiones los dos, pasaban un rato en el «despacho» donde transcurrían las veladas del viejo Bayard y de Miss Jenny. Ahora se encendía ya un fuego de leña en la chimenea y todos se sentaban cerca de su agradable calor: Miss Jenny bajo la lámpara con su diario sensacionalista; el viejo Bayard en zapatillas, con los pies apoyados contra la chimenea, la cabeza envuelta en humo y el viejo setter soñando intermitentemente junto a su sillón, reviviendo quizás antiguas y orgullosas actitudes o volviendo incluso a los esbeltos y desgarbados días de su juventud, cuando el mundo estaba lleno de aromas que le encendían la sangre y el orgullo no le había enseñado aún a vivir con moderación. Narcissa y Bayard se colocaban entre los dos: Narcissa soñando con los ojos prendidos de las llamas, seria y tranquila y el joven Bayard fumando cigarrillos con malhumorada y contenida violencia.

Finalmente el viejo Bayard tiraba el cigarro al fuego y dejaba caer los pies; inmediatamente el perro se despertaba, levantaba la cabeza, parpadeaba y bostezaba con tanta convicción que Narcissa, mirándolo, terminaba invariablemente por bostezar también:

—¿Jenny?

Entonces Miss Jenny dejaba el periódico y se levantaba.

—Déjeme a mí —decía Narcissa—. Déjeme hacerlo a mí.

Pero Miss Jenny no se lo permitía nunca y volvía en seguida con una bandeja y tres vasos. El viejo Bayard sacaba la llave para abrir el escritorio, extraer el frasco de tapón de plata y preparar tres ponches con todo el cuidado de quien celebra un rito.

Una vez Bayard persuadió a Narcissa para que se vistiera de caqui y se pusiera botas y la llevó a cazar zarigüeyas. En el portón de atrás que daba a los campos cultivados les esperaban Caspey, con un farol pintado a rayas y ennegrecido, y un cuerno de vaca colgado del hombro, e Isom, con un talego de arpillera y un hacha, y cuatro incorpóreos sabuesos presa de gran agitación. En seguida se pusieron en camino entre fantasmales montones de maíz, donde casi todos los días Bayard levantaba una pollada de codornices, en dirección al bosque.

—¿En qué sitio vamos a empezar esta noche, Caspey? —preguntó Bayard.

—Detrás de la casa de Tío Henry. Hay una zarigüeya en la parra junto al almacén de algodón. Blue la siguió hasta allí anoche.

—¿Y cómo sabes que sigue allí? —preguntó Narcissa.

—Tiene que haber vuelto —contestó Caspey rebosante de seguridad—. Estará allí ahora mismo, mirando este farol con los ojos entornados, escuchando para saber si vienen los perros con nosotros.

Cruzaron una valla trepando por encima y después Caspey se agachó para dejar el farol en el suelo. Los perros jadeaban y daban tirones alrededor de sus piernas, olisqueando y gruñendo contenidamente mientras los desataba.

—¡Ruby! Estáte ahí quieta. No te muevas.

Los perros gemían y se agitaban, mientras sus ojos se derretían en breves destellos acuosos; luego, todos a la vez, desaparecieron silenciosa y rápidamente en la oscuridad.

—Hay que darles un poco de tiempo —dijo Caspey—. Que vean si la zarigüeya ya está allí.

En la oscuridad delante de ellos un perro lanzó tres aullidos muy agudos.

—Es el perro más joven —explicó Caspey—. Está fanfarroneando. Aún no ha olido nada.

Por encima de sus cabezas las estrellas nadaban imprecisas en el cielo neblinoso; el aire todavía no era frío y la tierra no había perdido aún su tibieza. Se hallaban en un tranquilo oasis creado por la luz del farol en un mundo con una sola dimensión, algo así como una desdibujada cisterna en medio de la oscuridad, iluminada con luz muy débil y cubierta por un dosel sin límites de jirones de estrellas. El farol empezó a humear, dejando escapar un débil olor de metal recalentado. Caspey lo alzó, bajó la mecha y volvió a dejarlo otra vez junto a sus pies. Luego llegó de la oscuridad un único ladrido, potente y grave.

—Ahí está —dijo Isom.

—Es Ruby —asintió Caspey, cogiendo la lámpara—. Ya la tiene.

El perro joven aulló de nuevo, con voz dominada por el nerviosismo y en seguida se repitió el ladrido único de Ruby. Narcissa se cogió al brazo de Bayard y apretaron el paso.

—No hay prisa —les dijo Caspey—. Todavía no le han hecho subirse a un árbol. Júuuui. Vamos, perros.

Tropezaban un poco a veces con los surcos casi desaparecidos tras del bamboleante farol de Caspey y de repente la oscuridad delante de ellos se llenó de breves ladridos repetidos en cuatro tonos diferentes.

—Ya la tienen —dijo Isom.

—Sí —asintió Caspey—. Vamos. ¡No la dejéis escapar, perros!

Apresuraron el paso, con Narcissa colgada del brazo de Bayard, y atravesaron hierbas frondosas hasta cruzar otra valla y encontrarse entre árboles. De la oscuridad les llegó un fugaz relampagueo de ojos y otra ráfaga de ladridos mezclada con tensos y ansiosos gimoteos; entre las sombras medio iluminadas aparecieron finalmente los perros.

—Está ahí arriba —dijo Caspey—. El viejo Blue la está viendo.

—También ha venido el perro de Tío Henry —dijo Isom.

Caspey lanzó un gruñido.

—Ya sabía yo que estaría aquí. No tiene fuerzas para perseguir a una zarigüeya, pero si otro perro consigue acorralarla en un árbol donde él pueda oírlo…

Alzó el farol y se lo colocó encima de la cabeza intentando penetrar con la vista entre las ramas del árbol que se mezclaban con la parra. Bayard sacó una linterna de la chaqueta y dirigió el haz de luz hacia el árbol. Los tres perros de más edad y el viejo y decrépito animal de Tío Henry formaban un tenso círculo alrededor del tronco, gimiendo o ladrando con breves intervalos, pero el más joven aullaba sin descanso, en enloquecido torrente.

—Dale una patada para que se calle —ordenó Caspey.

—Ginger, cierra la boca —gritó Isom. Dejando en el suelo el hacha y el saco, cogió al perro y lo sujetó entre las rodillas. Caspey y Bayard fueron dando lentamente la vuelta alrededor del árbol, entre los perros impacientes. Narcissa los iba siguiendo.

—Ese emparrado es tan espeso… —dijo Caspey.

—Ahí está —dijo Bayard de pronto—. Ya la tengo.

Fijó el haz de la linterna y Caspey se situó detrás de él mirando por encima de su hombro.

—¿Dónde? —preguntó Narcissa.

—Es cierto —confirmó Caspey—. Ahí está. Rudy no miente. Cuando esa perra dice que está ahí es que está ahí.

—¿Dónde? —repitió Narcissa.

Bayard la situó delante de él y colocando la linterna sobre su cabeza, dirigió el haz de luz hacia el árbol y en seguida, entre la densa vegetación aparecieron dos puntitos incandescentes muy juntos, que se extinguieron un momento para volver a brillar en seguida.

—Se está moviendo —dijo Caspey—. Es una zarigüeya joven. Isom, súbete y mueve el árbol hasta que se caiga.

Bayard mantuvo el haz de su linterna en los ojos del animal y Caspey dejó el farol en el suelo para reunir a todos los perros alrededor suyo. Isom trepó al árbol y desapareció por encima de la parra, pero podían seguir sus progresos por el movimiento de las ramas y por sus jadeos mientras amenazaba al animal con una mezcla de halagos e imprecaciones.

—No te vamos a hacer daño —gruñó—. Sólo te vamos a echar a la olla. Ten cuidado que ya estoy de camino.

Más agitación que cesó en seguida; luego le oyeron mover las ramas cautelosamente.

—Aquí está —exclamó de repente—. Sujeta los perros.

—Es pequeña, ¿verdad? —preguntó Caspey.

—No lo sé. No le veo más que la cara. Cuidado con los perros.

La parte más alta del árbol empezó a agitarse con violenta y continuada furia, e Isom se puso a gritar, alzando más y más la voz mientras movía las ramas.

—Hay va —gritó, y algo cayó lentamente y a regañadientes de una invisible rama a otra hasta detenerse. Los perros iniciaron un excitado clamor y luego el animal volvió a caer y la linterna de Bayard fue siguiendo un bulto que chocó contra el suelo con un ruido sordo y desapareció inmediatamente bajo el torbellino de los perros.

Caspey y Bayard se abalanzaron sobre ellos gritando y lograron apartarlos; Narcissa pudo ver al animal iluminado por la linterna, tendido sobre un lado, con una especie de sonrisa en el hocico, los ojos cerrados y las manos sonrosadas, como de niño, cruzadas sobre el pecho. Narcissa miró aquella cosa inmóvil con lástima y horror: le resultaban demasiado paradójicas la sonrisa zorril, como de calavera, las manos diminutas, casi humanas, y el largo rabo, como de rata. Isom se bajó del árbol, Caspey le pasó los tres excitados y ruidosos perros que estaba sujetando, cogió el hacha y, mientras Narcissa lo contemplaba con aprensión y curiosidad, la dejó caer sobre el cuello del animal; luego puso el pie sobre los dos extremos del mango y tiró del rabo… Narcissa se dio la vuelta y huyó, tapándose la boca con la mano.

Pero el muro de la oscuridad la detuvo y se quedó inmóvil temblando y un poco mareada, viendo cómo los demás se movían alrededor del farol. Luego Caspey se llevó los perros —dándole una cordial y sonora patada al octogenario de Tío Henry que lo mandó hacia casa entre asombrados y horripilantes gemidos—, e Isom se hizo cargo del saco con el bulto y se lo echó al hombro. Bayard se dio la vuelta y la buscó.

—¿Narcissa?

—Estoy aquí —contestó ella.

Él se acercó.

—Ésa es la primera. Esta noche tendríamos que coger una docena.

—No —dijo ella, estremeciéndose—. No.

Él trató de verla en la oscuridad; luego le iluminó la cara con la linterna. Ella levantó la mano para apartarla.

—¿Qué te pasa? ¿No te habrás cansado ya, verdad?

—No —contestó ella—, es sólo que… Vamos; se están marchando.

Caspey los fue guiando hacia el bosque. Anduvieron sobre el seco murmullo de las hojas y el crujir de la maleza. Los árboles iban surgiendo ante la luz del farol; por encima de ellos, entre las ramas que clareaban, nadaban las estrellas por un cielo desdibujado y silencioso. Los perros iban delante y ellos seguían entre los troncos de los árboles, descendiendo por ramblas y zanjas, donde la arena brillaba bajo el pálido fulgor del farol y la sombra de las piernas de Caspey era un enorme par de tijeras, para luego trepar con dificultad, entre brezos llenos de pinchos, hasta el lado opuesto.

—Será mejor que nos alejemos del lecho del arroyo —sugirió Caspey—. Si los perros se tropiezan con un mapache no los volveremos a ver hasta mañana.

En seguida enderezó el rumbo hacia cielo abierto; salieron del bosque y cruzaron un campo de juncias, que olía a sol y a polvo, y donde el farol adquirió una suave aureola.

—Vamos, perros.

Volvieron a entrar en el bosque. Narcissa empezaba a cansarse, pero Bayard caminaba tan completamente ajeno a semejante posibilidad que ella lo siguió sin quejarse. Por fin, desde muy lejos, les llegaron los ecos de un único ladrido. Caspey se detuvo.

—Esperemos a ver qué camino toma.

Se pararon en la oscuridad, entre árboles moribundos, contagiados del triste y vagamente desapacible declinar del año.

—Júuuui —gritó Caspey alargando los sonidos—. Ve a por ella.

El perro respondió y ellos se pusieron otra vez en movimiento, deteniéndose a intervalos para escuchar. El podenco ladró de nuevo; ahora eran dos las voces, y parecían estar moviéndose en un círculo que cruzaba el camino que iban siguiendo.

—Júuuui —llamó Caspey, y su voz se fue consumiendo en ecos cada vez más débiles entre los árboles.

Siguieron adelante. De nuevo ladraron los perros; esta vez el sonido procedía de la dirección opuesta.

—Los está llevando otra vez al sitio donde la encontraron —dijo Caspey—. Será mejor que esperemos aquí hasta que la tengan acorralada.

Dejó el farol en el suelo y se puso a su lado en cuclillas; Isom también se desprendió de su carga y se acuclilló. Bayard se recostó contra el tronco de un árbol e hizo que Narcissa se sentara a su lado. Los perros ladraron de nuevo, más cerca. Caspey trató de penetrar con la vista la oscuridad de donde procedía el sonido.

—Se diría que están persiguiendo un mapache —dijo Isom.

—Pudiera ser.

—Creo que va hacia ese árbol hueco.

—Eso parece.

Todos escucharon, inmóviles.

—Entonces tenemos trabajo —añadió Caspey—. Júuuui.

Empezaba a hacer un poco de frío, porque la tierra iba perdiendo ya el calor del día, y Narcissa se acercó más a Bayard. Él sacó un paquete de cigarrillos de la chaqueta, le dio uno a Caspey y encendió otro para él. A Isom le giraron los ojos a la luz del farol.

—Déme también uno a mí, por favor —dijo.

—Eres demasiado joven para fumar, chico —le reprendió Caspey.

Pero Bayard le dio un cigarrillo y él siguió apoyado sobre los talones, sosteniendo el cilindro blanco en su tímida mano negra. Se oyó un ruido como de huida entre las hojas secas detrás de donde estaban, seguido de unos gemidos llenos de ansiedad, y el perro más joven apareció en el círculo de luz, lloriqueando, entre repentinas ráfagas fosforescentes de sus ojos desconfiados, y fue a restregarse contra la pierna de Caspey.

—¿Qué quieres? —dijo Caspey, poniéndole la mano en la cabeza—. ¿Te has asustado de algo?

El cachorro dobló su joven cuerpo desmañado y restregó el hocico contra la mano de Caspey, gimiendo.

—Debe de haberse encontrado por ahí con un oso —dijo Caspey—. ¿Los otros perros no te han querido ayudar a cogerlo?

—Pobre pequeñín —dijo Narcissa—. ¿Es cierto que le ha asustado algo, Caspey? Ven aquí, cachorrillo.

—Los otros perros se han ido y le han dejado —contestó Caspey.

El perrillo se agitó, desconfiado, junto a las rodillas de Caspey; luego le puso encima las patas delanteras y le lamió la cara.

—¡Bájate de ahí! —exclamó Caspey, apartándolo de un manotazo. El animal cayó desmañadamente sobre las hojas secas, incorporándose en seguida; en aquel momento los otros perros ladraron de nuevo, llamando suavemente en la oscuridad, y el cachorro se dio la vuelta y echó a correr hacia el lugar de donde procedía el sonido, lanzando agudos ladridos. Los perros aullaron de nuevo y Caspey e Isom se quedaron escuchando.

—Sí, señor —repitió Caspey—, va camino de aquel árbol allá abajo.

—Conoces esta zona como la palma de tu mano, ¿no es cierto, Caspey? —preguntó Narcissa.

—No tengo más remedio. Me la he recorrido más de cien veces desde que nací. Míster Bayard también la conoce. Lleva cazando casi tanto tiempo como yo. Y míster Johnny antes que él. Miss Jenny me mandó con ellos cuando les regalaron la primera escopeta; nos mandó a mí y a aquella escopeta de un solo cañón que tenía que atar con una cuerda. ¿Se acuerda usted de aquella escopeta, míster Bayard? Pero tiraba bien. Hemos matado muchos zorros y ardillas en estos bosques. Y también conejos.

Bayard seguía apoyado contra el tronco. Miraba hacia las copas de los árboles y al borroso cielo de más allá, mientras en su mano el cigarrillo se consumía lentamente. Narcissa examinó su perfil sombrío recortado contra el resplandor del farol y luego se acercó más a él. Pero Bayard no pareció enterarse y ella puso su mano en la de él. Tampoco se produjo respuesta, una vez más Bayard la había dejado, marchándose a las solitarias cumbres de su desesperación. Caspey hablaba otra vez, con su lenta voz que ignoraba las consonantes, en la que estaba presente un regusto de suave tristeza.

—Míster Johnny sí que sabía disparar. ¿Se acuerda de aquella vez en que usted, él y yo…?

Bayard se puso en pie. Tiró el cigarrillo y lo aplastó cuidadosamente con el talón.

—Vámonos —dijo—. Está claro que no consiguen acorralarlo. Ayudó a Narcissa a levantarse, se dio la vuelta y echó a andar. Caspey se puso en pie, echó mano al cuerno y se lo acercó a los labios. El sonido se extendió a su alrededor, grave, nítido y prolongado, y fue muriendo en ecos hasta que otra vez el silencio se apoderó del bosque.

Era cerca de la medianoche cuando Bayard y Narcissa se despidieron de Caspey y de Isom y echaron a andar por el caminillo que llevaba hacia su casa. Pronto apareció ante ellos el establo y en seguida la casa misma entre los árboles casi desnudos, recortada contra el cielo neblinoso. Bayard abrió el portillo, Narcissa lo atravesó, él la siguió y luego se detuvo para cerrarlo. Al darse la vuelta encontró a Narcissa a su lado y se detuvo.

—¿Bayard? —susurró Narcissa, apoyándose contra él, y Bayard la rodeó con los brazos y se quedó así, mirando al cielo por encima de su cabeza. Ella le cogió la cara entre las manos, inclinándola, pero sus labios estaban fríos y le supieron a fatalidad y a desastre; luego siguió pegada a él durante un rato, con la cabeza reclinada contra su pecho.

Después de aquella vez Narcissa no volvió a ir de caza con él. De manera que Bayard salla solo, regresaba a cualquier hora entre la medianoche y el amanecer, se desnudaba silenciosamente en la oscuridad y se metía en la cama con la mayor cautela posible. Pero cuando él se quedaba inmóvil, ella lo tocaba y repetía su nombre en la oscuridad a su lado y se volvía hacia él, tibia y somnolienta. Y así se quedaban, abrazados en la oscuridad, manteniendo temporalmente en suspenso toda la desesperación y la soledad de aquel destino fatal que Bayard no podía eludir.