ESTUVO TODA LA TARDE inclinado sobre los libros de contabilidad, viendo cómo su mano copiaba las cifras meticulosamente en las columnas rayadas. Después de una noche de insomnio trabajaba sumido en una especie de estupor, con la mente demasiado agotada para contemplar las danzantes imágenes de su lujuria —frustrada ahora para siempre— con algo que no fuera un torpe asombro al descubrir que ya no le llenaban la sangre de furia y de desesperación, de manera que transcurrió cierto tiempo antes de que sus cansados nervios reaccionaran ante un nuevo peligro y le obligaran a levantar la cabeza. Virgil Beard estaba entrando por la puerta en aquel momento.
Se bajó a toda prisa del taburete, pasó por detrás de un armario y se introdujo como una flecha en el despacho del viejo Bayard. Oculto detrás de la puerta oyó cómo el muchacho preguntaba cortésmente por él, y cómo el cajero respondía que había estado allí hasta hacía tan sólo un minuto pero que debía de haber salido a algún recado; y cómo el chico decía que no tenía inconveniente en esperar. Snopes siguió escondido, limpiándose la boca babeante con el pañuelo.
Al cabo de un rato abrió la puerta cautelosamente. El chico estaba acuclillado, con la espalda contra la pared. Snopes se incorporó, temblando, con los puños apretados. No maldijo al muchacho: su furia y desesperación iban más allá de las palabras; pero al respirar, el aire producía un ruido entrecortado en su garganta y tenía la impresión de que los globos de los ojos se le iban hundiendo cada vez más dentro del cráneo, hasta que las fibras que los sujetaban estaban tan tensas que podían romperse en cualquier instante. Después abrió la puerta por completo.
—Hola, Mr. Snopes —dijo el chico afablemente, levantándose también; pero Snopes, sin mirarlo, se dirigió a la zona acotada para los empleados, acercándose al cajero.
—Res —dijo, con voz apenas inteligible—, dame cinco dólares.
—¿Cómo?
—Dame cinco dólares —repitió el otro roncamente.
El cajero hizo lo que Snopes le pedía, garrapateó algo en un trozo de papel y lo clavó en un hierro con otros papeles y facturas que tenía muy cerca del codo. El chico se había colocado junto a la segunda ventana, pero Snopes volvió a pasar sin mirarlo, y Virgil lo siguió hacia la parte de atrás y entró en el despacho del viejo Bayard, arrastrando los pies descalzos sobre el suelo de linóleo.
—Le estuve buscando anoche —explicó—, pero no lo encontré en su casa.
Después levantó la vista y vio el rostro de Snopes: al cabo de un instante empezó a chillar y superando el miedo que lo había dejado paralizado se dio la vuelta para huir. Pero el otro lo agarró y él se retorció y pataleó, sin dejar de chillar con incontrolable espanto mientras Snopes lo arrastraba por el suelo del despacho y abría la puerta que daba al solar de las caballerías. Snopes trataba de decirle algo con su voz temblorosa y enloquecida, pero el chico seguía chillando, colgado como un trapo de la mano del contable que trataba de meterle en el bolsillo el billete de cinco dólares. Finalmente lo consiguió y soltó al muchacho, que se tambaleó, recobró el uso de las piernas y se alejó corriendo.
—¿Por qué le has dado una zurra a ese chiquillo? —preguntó el cajero, curioso, cuando Snopes volvió a su pupitre.
—Por meter las narices donde no lo llaman —contestó el otro con voz cortante, abriendo de nuevo el libro mayor.
Al cruzar de nuevo la plaza, ahora vacía, miró la esfera iluminada del reloj. Eran las once y diez. No había el menor signo de vida, con la excepción de la solitaria figura del vigilante nocturno en el vestíbulo iluminado de la oficina de correos.
Abandonó la plaza por una calle lateral y, sin detenerse, siguió bajo los faroles con toda la calzada para él solo y con la insistente repetición de su sombra que salía de la oscuridad a grandes zancadas para cruzar, cada charco de luz y fundirse de nuevo con las sombras del otro lado. Dobló una equina para tomar otra calle aún más tranquila y en seguida se metió por un callejón, entre apretadas madreselvas más altas que él, que endulzaban con su aroma el aire de la noche. El callejón estaba oscuro y Snopes aligeró el paso. A ambos lados, los pisos altos de las casas se alzaban por encima de las madreselvas, con una ventana encendida de cuando en cuando entre los árboles en sombra. Avanzó pegado a la pared y siempre a buen paso. Estaba ya en una zona de jardines traseros y de solares, pero en seguida apareció ante él otra casa, y una apretada hilera de cedros contra un cielo más claro. Deslizándose tras una valla de piedra Snopes llegó frente al garaje. Se detuvo, buscando con los pies entre la abundante hierba junto a la valla y, agachándose, alzó un palo largo que apoyó contra la pared. Ayudándose con él trepó a lo alto de la valla y de allí al tejado del garaje.
La casa estaba a oscuras y en seguida se deslizó hasta el suelo y cruzó a hurtadillas el césped y se detuvo bajo una ventana. En algún sitio de la parte delantera brillaba una luz, pero no se oían ruidos ni se advertían movimientos. Snopes se quedó escuchando durante algún tiempo, mirando furtivamente a un lado y a otro, en constante tensión, como un animal acorralado.
La tela metálica que cubría la ventana respondió en seguida a la presión de la navaja; la alzó y escuchó de nuevo. Después, con un solo movimiento se introdujo en la habitación y se quedó agazapado. Seguía sin oír otro ruido que los violentos latidos de su corazón y de la casa entera se desprendía la inconfundible sensación de haber quedado temporalmente deshabitada. Snopes se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió la boca.
La luz estaba encendida en la habitación vecina y él avanzó en dirección contraria. Las escaleras nacían al fondo de la habitación donde se encontraba, de manera que la cruzó sin hacer ruido y empezó a subir rápidamente, palpando en la oscuridad hasta tocar primero una pared y después una puerta. El picaporte giró bajo sus dedos.
Era la habitación que buscaba; se dio cuenta inmediatamente; su presencia lo rodeaba por todas partes, y durante algún tiempo su corazón latió desbocado en la garganta y aunque la furia y la lujuria y la desesperación lo hicieron temblar como un azogado, consiguió dominar sus estremecimientos; tenía que marcharse deprisa, de manera que llegó a trompicones hasta la cama y se tumbó en ella boca abajo, hundiendo la cabeza en los almohadones, retorciéndose y lanzando gemidos ahogados, como los de un animal. Pero tema que marcharse, de manera que se levantó y volvió a cruzar la habitación. La escasa luz que llegaba hasta allí quedaba ahora a sus espaldas, y en lugar de encontrar la puerta se tropezó con un armario, quedándose parado durante un momento, averiguando al tacto su forma. Luego abrió un cajón y examinó a tientas su contenido. Estaba lleno de frágiles prendas de ropa interior que despedían un suave perfume; pero él no era capaz de distinguir unas de otras con las manos.
Encontró una cerilla en el bolsillo y la encendió protegiéndola con la palma de la mano; ayudado por su luz escogió una de las prendas, descubriendo además mientras la cerilla terminaba de consumirse un paquete de cartas en el fondo del cajón. Las reconoció inmediatamente, arrojó al suelo la cerilla apagada, sacó la carta que acababa de escribir, la dejó en el cajón y se guardó las otras en el bolsillo, quedándose a continuación inmóvil, apretando la prenda de Narcissa contra su rostro; y así siguió durante algún tiempo, hasta que un ruido le hizo levantar la cabeza. Un coche subía por la avenida y mientras saltaba hacia la ventana, la luz de los faros pasó por debajo de él y cayó de lleno sobre el garaje abierto. Snopes se agazapó bajo la ventana, presa de pánico. En seguida corrió hacia la puerta y se detuvo de nuevo, agachándose, jadeando y gruñendo indeciso.
Corrió otra vez junto a la ventana. El garaje estaba a oscuras y dos siluetas venían en dirección a la casa. Snopes se agachó y esperó a que se perdieran de vista. Entonces, sin soltar la prenda de vestir, se subió al alféizar de la ventana, estuvo balanceándose unos instantes colgado de las manos, cerró los ojos y se dejó caer.
Hubo un estrépito de vidrios rotos y cayó tendido, atontado por el golpe, entre otros estrépitos más débiles y una nube de polvo seco, con olor a rancio. Estaba en un hoyo poco profundo para plantar flores. Consiguió salir arrastrándose, intentó ponerse en pie pero cayó de nuevo, atacado de violentas náuseas. Era la rodilla, y se quedó inmóvil, tratando de dominar el mareo, gruñendo entre dientes mientras la pernera del pantalón se iba empapando de sangre, apretando con furia la prenda robada y contemplando el cielo nocturno con ojos desorbitados y enloquecidos. Oyó voces en la casa, y se encendió la luz en una ventana por encima de él. Se dio la vuelta a rastras y cojeando cruzó el césped hasta esconderse entre las sombras de los cedros junto al garaje; allí volvió a tumbarse, gimiendo débilmente mientras le seguía corriendo la sangre entre dedos crispados y sin dejar de mirar hacia la ventana donde un hombre trataba de penetrar la oscuridad exterior. Luego se puso otra vez en marcha, arrastró la pierna sangrante por encima de la valla, se dejó caer al callejón y escondió el palo largo. Un centenar de yardas más allá se detuvo, apartó la rasgada pernera del pantalón y trató de vendar el corte que se había hecho en la pierna. Pero el pañuelo se enrojeció casi instantáneamente y la sangre siguió cayendo por la pantorrilla hasta el zapato.
Cuando estuvo de nuevo en la oficina del banco, se remangó la pernera, desató el pañuelo y se limpió el corte en el lavabo. Se quitó la camisa y vendó la pierna lo más apretadamente que pudo. Seguía sintiendo deseos de vomitar y estuvo durante un largo rato bebiendo el agua tibia del grifo. Inmediatamente le produjo una reacción interna de calor y tuvo que agarrarse al lavabo, cubierto de sudor, tratando de no vomitar, hasta que se sintió mejor. La pierna se le había quedado acorchada, sin sensación alguna; se sentía muy débil y tuvo ganas de tumbarse, pero no se atrevió.
Se dirigió a la zona de los empleados. El tacón del zapato izquierdo todavía dejaba manchas de sangre sobre el suelo. La puerta de la cámara acorazada se abrió silenciosamente; sin necesidad de encender una cerilla encontró la llave de la caja donde se guardaba el dinero y la abrió. Se apoderó sólo de los billetes de banco, pero cogió todos los que pudo encontrar. Luego cerró la cámara, hizo funcionar la cerradura de seguridad, volvió al lavabo, mojó una toalla y limpió las manchas de sangre del suelo de linóleo. Al salir por la puerta de atrás, colocó el pestillo de manera que cerrara con el golpe de la puerta. El reloj del juzgado estaba dando las campanadas de la medianoche.
En un callejón entre dos tiendas de negros le aguardaba un hombre de color sentado en un Ford vetusto. Snopes le dio un billete y el otro hizo arrancar el motor; luego se volvió para mirar intrigado el pantalón rasgado y el destello de la tela blanca que asomaba por debajo.
—¿Qué le ha pasado, jefe? ¿No estará usted herido?
—Me he enganchado con un alambre —contestó el otro lacónicamente—. ¿Tiene lleno el depósito, no?
El negro dijo que sí y Snopes apretó el acelerador. Al atravesar la plaza vio al vigilante nocturno, Buck, en pie bajo un farol delante de Correos, y lo insultó sin levantar la voz, burlándose de él con saña. Luego siguió su camino y se perdió de vista; y muy pronto hasta el ruido de su automóvil había cesado por completo.