8

DURANTE aquella temporada Narcissa recibió otra carta de su anónimo corresponsal. Se la trajo Horace a su cuarto una noche que durmió en la casa. Ella estaba tumbada en la cama con un libro; su hermano dio unos golpes en la puerta, la abrió y se quedó parado un momento, atacado de timidez, mientras los dos se miraban a través de la barrera de su alejamiento y de su testarudo orgullo.

—Perdona que te moleste —dijo él ceremoniosamente.

Ella estaba tumbada bajo el círculo de luz de la lámpara, con la oscura mancha de sus cabellos sobre la almohada; sólo sus ojos se movieron mientras él cruzaba la habitación y se detenía frente a ella. Narcissa dejó caer el libro y lo contempló, curiosa.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó él.

Ella respondió cerrando el libro sobre uno de sus dedos, con la sobrecubierta y el título en colores vuelto hacia arriba. Pero él no lo miró. Llevaba abierta la camisa bajo la bata de seda y su mano esbelta jugueteaba con los objetos en la mesilla junto a la cama; acabó cogiendo otro libro.

—No sabía que leyeras tanto.

—Ahora tengo más tiempo para leer —contestó ella.

—Sí.

Su mano seguía moviéndose por encima de la mesilla, tocando los objetos. Narcissa esperó a que él hablara, pero no lo hizo.

—¿Qué es ello, Horace? —quiso saber.

Él vino a sentarse en el borde de la cama. Pero los ojos de Narcissa seguían interrogándole, serios, y la sombra de su boca creaba una decidida impresión de frialdad.

—¿Narcy? —dijo. Ella bajó los ojos a donde estaba el libro y él añadió—: Antes de nada tengo que pedirte disculpas por dejarte sola de noche con tanta frecuencia.

—¿Cómo dices?

Él le puso una mano en la rodilla.

—Mírame —Narcissa alzó el rostro, mostrando la hostilidad que habitaba en sus ojos—. Quiero disculparme por dejarte sola tantas noches —repitió.

—¿Quiere eso decir que ya no lo vas a hacer o más bien que ya no vendrás nunca?

Durante un rato Horace estuvo cavilando por encima del extraño reposo de su mano sobre la rodilla cubierta por la sábana. Después se alzó y se quedó de nuevo junto a la mesilla, tocando las cosas que había encima; luego volvió a sentarse en la cama. Narcissa leía de nuevo y él trató de quitarle el libro de las manos. Ella se resistió.

—¿Qué es lo que quieres, Horace? —le preguntó, impaciente.

Él volvió a reflexionar mientras ella contemplaba su rostro. Después alzó la vista.

—Belle y yo vamos a casarnos —dijo abruptamente.

—¿Por qué me lo dices a mí? A quien hay que decírselo es a Harry Mitchell. A no ser que hayáis decidido prescindir del divorcio como requisito previo.

—Ya lo sabe —dijo Horace. Le puso otra vez la mano en la rodilla, acariciándosela por encima de la sábana—. Ni siquiera estás sorprendida, ¿verdad?

—Tú sí me sorprendes. Belle, no. A ella le van las situaciones turbias.

—Sí —asintió él; y luego—: ¿Quién te ha dicho eso? Esa frase no se te ha ocurrido a ti —Narcissa había alzado el libro a medias, sin dejar de mirar a Horace. Él le cogió una mano con violencia; ella intentó soltarse, pero fue en vano—. ¿Quién ha sido? —preguntó.

—Nadie me lo ha dicho. Déjame, Horace.

Él le soltó la mano.

—Sé quien ha sido. Miss Du Pre.

—No me lo ha dicho nadie —repitió ella—. Vete y déjame sola, Horace —y detrás de la hostilidad, sus ojos traslucían su angustia y su desesperación—. ¿No te das cuenta de que hablar no sirve para nada?

—Sí —dijo él cansadamente, pero siguió allí sentado algún tiempo, acariciándole la rodilla. Luego se alzó y metió los manos en los bolsillos de la bata, pero en seguida hizo una pausa para volverse mostrándole un sobre—. Tengo una carta para ti. Me olvidé de dártela al mediodía. Lo siento.

Narcissa estaba otra vez leyendo.

—Déjala encima de la mesa —le indicó sin levantar la vista. Horace hizo lo que se le decía y salió de la habitación. Antes de cerrar la puerta miró para atrás, pero la cabeza de Narcissa seguía inclinada sobre el libro.

Mientras se desnudaba en su habitación tuvo la impresión de que su ropa estaba impregnada con el denso aroma decadente del cuerpo de Belle, y le pareció seguir sintiéndolo en las manos después de estar ya en la cama; y el aroma, al persistir, fue dando forma, a su lado, en la oscuridad, a la suntuosa voluptuosidad de Belle, hasta que en esa tibia región en la que se entra antes de dormirse y en la que habita la madre de los sueños, Belle se fue haciendo palpable en la medida en que su propio cuerpo iba perdiendo consistencia. Y también Harry Mitchell, con su incapacidad para expresarse, con su testarudez y su dolorido andar a tientas (en parte vanidad herida y puro sobresalto pero en su mayor parte sincero desconcierto de adolescente), que terminaba por liberarse adoptando la forma aterradora de subtítulos de películas. Un momento antes de que Horace se entregara al sueño, su mente, con la extraña capacidad de la memoria para recapitular situaciones intrascendentes, reprodujo, con el sorprendente aire espectral de un dictáfono, un incidente que, en su momento, Horace había considerado trivial. Belle había dejado de besarlo y, durante un instante, con el cuerpo todavía apretado contra el suyo, sujetándole la cara con las dos manos, lo había mirado con ojos inquisitivos. «¿Tienes mucho dinero, Horace?» Él había respondido inmediatamente «Claro, por supuesto que sí». Después apareció Belle otra vez, apoderándose de él como una droga irresistible y fatal, como un mar inmóvil y viscoso en el que se veía ahogándose sin remedio.

La carta se quedó aquella noche sobre la mesa, olvidada. Narcissa sólo la descubrió a la mañana siguiente.

«Estoy tratando de olvidarte. No puedo olvidarte. Tus ojos grandes tu pelo negro lo blanca que te hace parecer tu pelo negro. Y cómo andas te veo y un olor que das como una flor. Tus ojos brillan misteriosos y tu manera de andar me pone enfermo como una fiebre toda la noche pensando cómo andas. Podría tocarte y no te darías cuenta. Todos los días. Pero no puedo tengo que hacerlo por escrito. No sabes quién. Tus labios como el arco de cupido cuando llegue el día que los apriete contra los míos como he soñado como una fiebre que me lleva del cielo al infierno. Sé todo lo que haces sé más de lo que crees. Veo hombres que te visitan y paso ratos amargos. Ten cuidado soy un hombre desesperado. Nada me importa ya. Si pecas con un hombre lo mataré.

«No contestas. Sé que las recibes te he visto una en la mano. Será mejor que contestes pronto. Soy un hombre desesperado comido por la fiebre que no me deja dormir. No te haré daño pero estoy desesperado. No te olvides que no te haré daño pero soy un hombre desesperado».

Mientras tanto los días se acumulaban. No eran días tristes ni solitarios: demasiado febriles para producir pesar, marcados por el desgarro de su ser en dos direcciones, las verjas de su jardín interior derrumbadas y ella misma como un animal nocturno o un pájaro prendido en un rayo de luz que trata inútilmente de escapar. Horace había elegido su camino definitivamente, y, como dos extraños, seguían cumpliendo con la rutina de cada día, viviendo una rigurosa enajenación del afecto de muchos años y dando pruebas del mismo orgullo bajo una capa superficial de corteses trivialidades. A Bayard Narcissa lo veía ahora casi todos los días, pero a la discreta distancia de dos yardas.

Él trató de conseguir que cediera: primero con bravatas, luego con halagos. Pero ella se mostró firme y Bayard terminó por desistir y se quedaba mirando tranquilamente por la ventana o durmiendo mientras Narcissa leía. De cuando en cuando Miss Jenny se acercaba a la puerta, los miraba y se volvía a marchar. El encogimiento de Narcissa, la sensación de miedo y de intranquilidad cuando estaba con él habían desaparecido y a veces en lugar de leer hablaban, tranquila e impersonalmente, presente entre ellos el fantasma de aquella otra tarde, aunque ninguno de los dos hablaba de ella. Miss Jenny había manifestado cierta curiosidad sobre aquel día, pero Narcissa se mostró reservada; tampoco Bayard hablaba nunca de ello, porque había creado así otro lazo entre los dos, que esta vez no tenía nada de molesto. Miss Jenny había oído cotilleos sobre Horace y Belle, pero Narcissa tampoco quería hablar sobre este tema.

—Haz lo que te parezca —dijo Miss Jenny ásperamente—. Puedo sacar mis propias conclusiones. Imagino que esos dos son capaces de armar una buena juntos. Y me alegro. Ese hombre te está convirtiendo en una solterona. Todavía no es demasiado tarde, pero si Horace hubiera esperado cinco años más para empezar a hacer el tonto, no te quedaría otra salida que dedicarte a dar clases de música. Ahora todavía puedes casarte.

—¿Usted me aconseja que me case? —preguntó Narcissa.

—Yo no le aconsejaría a nadie que se casara. No serás feliz, pero las mujeres no están aún lo suficientemente civilizadas para ser felices sin casarse, de manera que no pierdes nada probando. De todas formas, aguantamos cualquier cosa. Y el cambio es bueno para la gente. Al menos eso es lo que se dice.

Pero Narcissa no lo creía. «No me casaré nunca», se dijo a sí misma. Los hombres… el origen de la infelicidad, era dar cabida a los hombres en la propia vida. «Y si no he sido capaz de conservar a Horace, queriéndolo como lo quería…» Bayard estaba dormido. Narcissa cogió el libro y leyó para sí misma, sobre extrañas gentes en un mundo extraño donde las cosas sucedían como deben suceder. Las sombras se alargaban en dirección al este. Ella siguió leyendo, lejos de las cosas mudables.

Al cabo de un rato Bayard se despertó y ella le trajo un cigarrillo y le encendió la cerilla.

—Ya no tendrás que hacerlo más —dijo él—. Imagino que lo sentirás.

Quería decir que al día siguiente le quitarían la escayola. Mientras se fumaba el cigarrillo, estuvo hablando de sus planes para el futuro. Lo primero sería ocuparse de que repararan el coche; tendría que llevarlo a Memphis probablemente. Y planeó un viaje para los tres —Narcissa, Miss Jenny y él— mientras el coche estaba en el garaje.

—Tardarán una semana más o menos —añadió—. Debe de haber quedado en bastante mal estado. Aunque espero que al motor no le haya pasado nada grave.

—Pero ya no volverás a conducir deprisa —le recordó ella. Él permaneció inmóvil, mientras el cigarrillo se le quemaba entre los dedos—. Lo prometiste —insistió Narcissa. —¿Cuándo lo prometí?

—¿No te acuerdas? Aquella tarde, cuando ellos estaban… —¿Cuando te asustaste tanto? —ella lo miraba con sus ojos serios y apenados—. Ven aquí —dijo él.

Narcissa se levantó, acercándose a la cama y él le cogió la mano. —¿No volverás a conducir tan deprisa? —insistió ella. —No —contestó Bayard—. Lo prometo.

Se quedaron así sin moverse, la mano de Narcissa en la de él. La brisa movió las cortinas y al otro lado de la ventana las hojas del árbol se agitaron, girando sobre sí mismas y cuchicheando entre ellas. La puesta de sol no estaba lejos; la brisa dejaría de soplar entonces. Bayard cambió de postura.

—Narcissa —dijo, y ella lo miró—. Apoya aquí la cabeza. Ella apartó la vista y durante un rato no se produjo ningún movimiento ni sonido alguno en la habitación.

—Tengo que irme —dijo ella por fin, tranquilamente; y él le soltó la mano.

La escayola había desaparecido y Bayard estaba otra vez en pie, aunque moviéndose con cierta dificultad; no obstante, Miss Jenny empezaba a mirarlo con aire preocupado.

—Si pudiéramos arreglar las cosas para que cada mes, poco más o menos, se rompiera algún hueso sin importancia, que le obligara a quedarse en casa… —dijo.

—No hará falta —le explicó Narcissa—. Se portará bien de ahora en adelante.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Miss Jenny—. ¿Qué te hace pensar una cosa así?

—Lo ha prometido.

—Bayard es capaz de prometer cualquier cosa cuando no puede moverse —replicó Miss Jenny—. Lo hacen todos; siempre lo han hecho. ¿Qué te hace pensar que lo cumplirá?

—Me lo ha prometido a mí —contestó Narcissa serenamente.

La primera tarea de Bayard fue ocuparse del coche. Lo habían remolcado hasta la ciudad y echado algunos remiendos, de manera que funcionaba, pero era imprescindible llevarlo a Memphis para que enderezaran la carrocería y reemplazaran algunas piezas inservibles. Bayard era partidario de hacer todo esto él mismo, a pesar de las costillas recién soldadas, pero Miss Jenny se opuso en redondo y después de media hora de encarnizado combate Bayard se dio por vencido. Así que uno de los jóvenes que andaban siempre rondando por los garajes de la ciudad se encargó de llevar el automóvil a Memphis.

—Narcissa te dejará que uses su coche, si conducir te parece tan necesario —le dijo Miss Jenny.

—¿Ese chisme para tostar cacahuetes? —dijo Bayard burlonamente—. No creo que pase de las veinticinco millas por hora.

—Así es, gracias a Dios —contestó Miss Jenny—. Y he escrito a Memphis pidiendo que arreglen el tuyo para que no pueda ir a más velocidad.

Bayard la miró, repentinamente sombrío.

—¿Es posible que hayas hecho una cosa tan estúpida?

—Haz el favor de llevártelo, Narcissa —exclamó Miss Jenny—. Quítamelo de delante. Estoy cansada de veros.

Pero al principio Bayard no quería ir en el coche de Narcissa. Aprovechaba cualquier oportunidad, cargando la mano en el desprecio, para burlarse de él, pero se negaba a subir. El doctor Alford ideó una venda de goma muy ceñida que le permitía montar a caballo, pero Bayard había desarrollado una sorprendente tendencia a haraganear por la casa cuando Narcissa estaba allí. Y Narcissa iba con mucha frecuencia. Miss Jenny quiso saber si la causa era Bayard y se lo preguntó con su proverbial franqueza; lo que ocasionó que Narcissa le contara las últimas noticias sobre Horace y Belle mientras Miss Jenny la escuchaba sentada en la silla junto al piano, tan erguida como siempre.

—¡Pobre niñita! —dijo; y luego—: ¡Señor! ¿Cómo es posible que los hombres estén tan locos? —en seguida añadió—: Tienes razón; tampoco yo me casaría con uno de ellos.

—Yo no voy a hacerlo, desde luego —contestó Narcissa—. Ojalá no hubiera ni un solo hombre en el mundo.

Miss Jenny emitió un sonido bastante breve, tan nasal como dubitativo.

Una tarde se encontraron los dos en el coche de Narcissa, con Bayard conduciendo, a pesar de las protestas de ella. Pero el sensato comportamiento de Bayard hizo que Narcissa terminara por tranquilizarse. Recorrieron la carretera del valle, luego torcieron hacia las colinas y ella le preguntó que a dónde iban, pero su respuesta fue muy vaga. Narcissa siguió tranquilamente sentada a su lado mientras el camino se elevaba en largas curvas entre pinos oscuros iluminados por los oblicuos rayos de un sol que ya caminaba hacia el ocaso. La carretera se curvaba, mostrando a cada nuevo giro cambiantes panoramas del valle y de las colinas al otro lado, enmarcadas siempre por los pinos sombríos y su suave olor vigorizante. Llegaron por fin a la cumbre de un monte y Bayard disminuyó la marcha. Debajo de ellos la carretera se hundía y luego se allanaba camino de una línea de sauces para cruzar un puente de piedra, elevarse de nuevo, rojiza, y terminar perdiéndose de vista en otra curva entre pinos.

—Ese es el sitio —dijo Bayard.

—¿El sitio? —repitió ella, saliendo de su ensoñación; y mientras el coche comenzaba el descenso, aumentando la velocidad, Narcissa entendió de qué se trataba—. Me lo prometiste —exclamó, pero él pisó el acelerador hasta el fondo y ella se agarró a él y trató de gritar. Pero de su garganta no salió ningún sonido, ni tampoco pudo cerrar los ojos mientras el estrecho puente se abalanzaba, danzando, hacia ellos. Y luego su corazón y su respiración se detuvieron al cruzar el coche como un relámpago entre los sauces y el centelleo del agua —produciendo un fragor como el del granizo sobre un techo de hojalata— y salir después lanzado colina arriba. El cochecito derrapó en la curva, se salió de la calzada y al rebotar cruzó de nuevo la carretera. Pero Bayard consiguió enderezarlo y a menor velocidad terminó de subir la cuesta, deteniéndose en la cumbre. Ella seguía a su lado, lívida, con la boca abierta, implorándole con ojos desorbitados. En seguida recobró el aliento con un gemido.

—No trataba de… —empezó él torpemente—. Sólo quería ver si era capaz de hacerlo —la rodeó con sus brazos y ella se agarró a él, moviendo las manos frenéticamente—. No trataba de… —repitió Bayard de nuevo, mientras las manos enloquecidas de Narcissa llegaban a su cara y los desesperados gemidos de la muchacha buscaban su boca.