7

NARCISSA pasó del cálido y luminoso exterior a la fresca oscuridad del vestíbulo donde Simón, que agitaba un trapo de quitar el polvo sin resultados prácticos pero con gesto de persona responsable, le hizo una inclinación de cabeza.

—Se han marchado a Memphis —le dijo—, pero míster Bayard la está esperando. Suba, señorita.

—Gracias —respondió ella, y empezó a subir las escaleras, dejándolo muy ocupado en cambiar el polvo de un sitio a otro. Narcissa subió empujada por una corriente de aire que procedía de la puerta abierta al fondo del vestíbulo; a través de aquella puerta Narcissa podía ver un fragmento de desdibujadas colinas azules y cielo blanquecino. Al llegar a la puerta de Bayard se detuvo y permaneció un rato sin moverse, apretando contra el pecho el libro que traía en la mano.

La casa, a pesar de la actividad de Simón en el vestíbulo, le resultaba sorprendentemente silenciosa, sin la confianza que le inspiraba la sempiterna actividad de Miss Jenny. Le llegaban ecos de sonidos desde muy lejos: ruidos del exterior, cuyos apagados ecos entraban en la casa acarreados por el aire luminoso del mes de julio; sonidos demasiado somnolientos y remotos para morir del todo.

Pero de la habitación que tenía delante no le llegaba ningún ruido. Quizá Bayard estuviera dormido; y como el impulso inicial —la palabra empeñada y la fortaleza de su desesperado corazón, que le había permitido llegar hasta allí a pesar de la ausencia de Miss Jenny— la había abandonado después de lograr su meta, se quedó delante de la puerta, deseando que Bayard estuviera dormido, que siguiera durmiendo todo el día.

Pero tendría que entrar en la habitación para averiguarlo, de manera que se pasó una mano por el rostro, como si mediante aquel gesto pudiera restaurar la deseada serenidad que Bayard debía ver; y hecho esto, entró.

—¿Simón? —dijo Bayard. Estaba tumbado de espaldas, con las manos detrás de la cabeza, mirando por la ventana. Narcissa se detuvo otra vez nada más cruzar la puerta. Finalmente, intrigado por el silencio se su visitante, Bayard volvió la cabeza y dirigió hacia la puerta su sombría mirada.

—Vaya. Que me aspen si no estaba equivocado. No creí que vinieras hoy.

—Sí —contestó ella—. ¿Qué tal te encuentras?

—Lo digo por la manera que tienes de estar con un pie en el vestíbulo en cuanto tía Jenny sale de la habitación —continuó Bayard—. ¿Te ha obligado a venir?

—Me pidió que viniera. No quiere que estés solo todo el día, sin otra compañía que Simón. ¿Qué tal te encuentras?

—En ese caso —dijo él hablando muy despacio—, ¿por qué no te sientas?

Narcissa avanzó hasta el rincón donde habían retirado su silla habitual y se acercó con ella a la cama. Bayard la estuvo contemplando mientras le daba la vuelta a la silla y se sentaba.

—¿Qué te parece?

—¿Qué me parece el qué?

—Venir a hacerme compañía.

—He traído un libro nuevo —dijo ella—. Uno que Ho… uno que acabo de recibir. Espero que te guste.

—Yo también —asintió él, aunque sin convicción—. Parece probable que acabe por gustarme alguno, ¿no es cierto? Pero, ¿qué te parece haber venido hoy aquí?

—Creo que una persona enferma no debe quedarse sola, sin otra compañía que la de los negros —dijo ella con el rostro inclinado sobre el libro—. El título de éste es…

—¿No sería mejor que viniera una enfermera? Tú vives muy lejos —ella lo miró por fin, con sus ojos serios y desesperados—. ¿Por qué vienes, cuando en realidad no quieres venir? —insistió él.

—No me causa ningún trastorno venir —contestó Narcissa abriendo el libro—. El título es…

—Espera —la interrumpió él—. Tendré que pasarme todo el día escuchando lo que me leas. Antes podemos hablar un poco —pero ella siguió con la cabeza baja, las manos inmóviles sobre el libro abierto—. ¿Por qué te da miedo hablar conmigo?

—¿Miedo? —repitió ella—. ¿Prefieres que me vaya?

—¿Qué? ¡No, maldita sea! Quiero que por una vez te comportes como un ser humano y hables conmigo. Ven aquí.

Sin mirarle, Narcissa extendió los brazos, como rechazándolo, aunque los separaban más de dos yardas y él era incapaz de moverse. —Acércate más —ordenó él. Ella se puso en pie, aferrada al libro.

—Me voy —dijo—. Le diré a Simón que se quede en un sitio donde pueda oírte si lo llamas. Adiós.

—Ven aquí —exclamó él.

Narcissa se dirigió a la puerta a toda prisa.

—Adiós.

—¿Después de lo que acabas de decir sobre dejarme solo, sin otra compañía que los negros? —ella se detuvo junto a la puerta y él añadió con fría sagacidad—: ¿Después de lo que te dijo tía Jenny? ¿Qué le diré esta noche cuando vuelva? ¿Se puede saber por qué tienes miedo de un hombre inmovilizado, que lleva una camisa de fuerza hecha de hierro? —pero Narcissa se limitó a mirarlo con ojos solemnes, rendidos de antemano—. Está bien, de acuerdo, maldita sea —dijo él con violencia—. Vete —y giró furiosamente la cabeza sobre la almohada volviéndose hacia la ventana mientras ella regresaba a la silla. Entonces él le habló con cierta amabilidad—: ¿Cómo se llama el libro?

Narcissa se lo dijo.

—Bueno, empieza cuando quieras. Imagino que me dormiré en seguida, de todas formas.

Ella abrió el libro y empezó a leer muy deprisa, como si estuviera escondiéndose detrás de la cortina de palabras que su voz levantaba entre los dos. Leyó durante un buen rato, la cabeza inclinada sobre el libro, sin que Bayard hiciera el menor movimiento, consciente del paso de los minutos, como si estuviera luchando contra el tiempo. Al terminar una frase, se detuvo sin levantar la cabeza, pero él habló casi inmediatamente.

—Sigue; todavía estoy aquí. Te deseo más suerte la próxima vez.

Fueron pasando las horas de la mañana. En algún sitio un reloj daba los cuartos, pero no se oía ningún otro ruido dentro de la casa. La actividad de Simón en la planta baja ya había terminado hacía tiempo, pero a intervalos llegaba hasta Narcissa un ininteligible murmullo de voces. Las hojas del árbol que crecía junto a la ventana permanecían inmóviles en el aire abrasado y, sobre él, los mil ruidos del exterior se mezclaban en somnolienta monotonía: las voces de los negros, los ruidos del ganado desde el establo, los rítmicos gruñidos de la bomba de agua; y una repentina cacofonía de aves de corral en el jardín bajo la ventana, entremezclada con los gritos sin sentido de Isom intentando echarlas de allí.

Bayard estaba dormido y Narcissa tampoco sabía cuándo había dejado de leer. Se quedó quieta, con el libro abierto sobre las rodillas, en una página cuyas palabras no despertaban el menor eco en su mente, contemplando el rostro sereno del joven Sartoris. Era otra vez como una máscara de bronce, purgada por la forzada inmovilidad del ardor de la violencia, aunque la violencia siguiera en rescoldo bajo las cenizas, apenas un poco más refinada… Narcissa volvió la cabeza, siempre con el libro abierto, las manos inmóviles sobre las páginas, mirando por la ventana. Las cortinas se movían débilmente y en las ramas al otro lado de la ventana, las hojas reverberaban suavemente bajo los intermitentes dedos del sol, mientras ella, como sin vida, la tela del vestido apenas agitada por su imperceptible respiración, pensaba que sólo tendría paz en un mundo sin hombres.

El reloj dio doce campanadas. En seguida, precedido de jadeos entrecortados, roces cautelosos como de una enorme rata, y otros ruidos similares ya en el pasillo, Simón, semejante al abuelo de todos los simios, introdujo su cabeza en la habitación.

—¿Está usted dormido todavía, mister Bayard? —susurró con voz rasposa.

—Chsss —dijo Narcissa, alzando la mano. Simón entró de puntillas, pero respirando sonoramente y restregando los pies contra el suelo. —No haga ruido —añadió muy deprisa—. Va a despertarlo.

—La comida está lista —explicó Simón, susurrando con la misma voz rasposa.

—¿No podría guardársela caliente hasta que se despierte? —musitó Narcissa—. ¡Simón! —añadió en seguida. Se puso en pie, pero el otro ya se había acercado a la mesa y al mover desmañadamente la pila de libros logró tirarlos al suelo con notable estrépito. Bayard abrió los ojos.

—Santo cielo —dijo—. ¿Ya estás aquí otra vez?

—¡Vaya por Dios! —exclamó Simón con instantánea consternación—, lo hemos despertado entre Miss Benbow y yo.

—Me gustaría saber por qué no soportas ver a nadie tumbado de espaldas y con los ojos cerrados —dijo Bayard—. Menos mal que no nacéis en nubes, como los mosquitos.

—No le haga caso —dijo Simón—. Se duerme regañando y se despierta regañando. Elnora les ha preparado un buen almuerzo.

—¿Por qué no lo has subido, entonces? —preguntó Bayard—. También el de Miss Benbow. A no ser que prefieras comer abajo —añadió en seguida.

En todos sus movimientos Simón se comportaba como una caricatura de sí mismo, y al oír a Bayard adoptó una actitud de asombrado reproche.

—El comedor es el sitio más apropiado para las visitas —dijo.

—No, no —dijo Narcissa—. Comeré abajo. No quiero dar más trabajo a Simón.

—No es trabajo —protestó el criado—. Sólo que…

—Bajaré —dijo Narcissa—. Vaya y ocúpese de la bandeja de Mr. Bayard.

—Está bien —dijo Simón, dirigiéndose hacia la puerta—. No tarde. Elnora le tendrá la comida en la mesa antes de que usted llegue.

—Intenté que no… —dijo Narcissa cuando Simón salió del cuarto.

—Ya sé —le interrumpió Bayard—. No deja dormir a nadie durante las horas de las comidas. Será mejor que bajes: de lo contrario se llevará tu almuerzo a la cocina. Y no tienes que volver corriendo sólo por causa mía —añadió.

—¿No tengo que volver corriendo? —Narcissa se detuvo junto a la puerta y volvió la cabeza para mirarlo—. ¿Qué quieres decir?

—He pensado que quizá estuvieras cansada de leer.

—Oh —dijo ella, mirando en otra dirección, envuelta por un momento en su tranquila desesperación.

—Dime —exclamó él de repente—. ¿Estás enferma o algo parecido? ¿Preferirías irte a casa?

—No —contestó Narcissa, echando otra vez a andar—. Volveré pronto.

Comió con solitaria pompa en el sombrío comedor donde Simón, después de despachar a Isom con la bandeja de Bayard, estuvo moviéndose alrededor de la mesa para ofrecerle diferentes platos con suave insistencia o apoyándose contra el aparador para mantener consigo mismo un deshilvanado monólogo que parecía no tener principio ni perspectiva alguna de posible conclusión. Todavía seguía fluyendo sin esfuerzo aparente tras ella cuando salió al vestíbulo, y al detenerse delante de la puerta principal aún continuaba, como si no necesitara de una voluntad que lo sustentase, como si perdurara fascinado por su misma existencia y alimentado por su propia inercia.

Más allá del porche, la luz blanca, en manchas clamorosas sobre el arriate de salvia, cegaba con su brillo. Detrás, la avenida reverberaba bajo el calor del sol hasta que, protegida por las acacias y los robles, descendía en un fresco túnel de verdor hasta la verja de hierro y la cinta sofocante de la carretera. Más allá se extendían los campos luminosos, rotos aquí y allá por inmóviles grupos de árboles, hasta llegar a las colinas que se difuminaban azuladas detrás de la calina de julio.

Narcissa permaneció apoyada durante un rato en la puerta principal, con su vestido blanco, la mejilla contra la fresca y lisa superficie de la jamba, disfrutando de una suave corriente sin altibajos a pesar de que fuera no se movía una sola hoja. Simón había terminado en el comedor y desde la cocina llegaba hasta el vestíbulo un somnoliento murmullo de voces, sustentado por un débil movimiento de aire demasiado cálido para calificarlo de brisa.

Finalmente oyó un ruido en el piso alto y recordó que a Bayard le había llevado Isom la comida y volviéndose, abrió un poco la puerta de la sala de visitas y se metió dentro. Las sombras eran muy espesas y el rayo de luz que la siguió sólo hizo que resaltara más la oscuridad. Localizó el piano y se quedó un rato en pie junto a él, acariciando su polvorienta superficie y pensando en Miss Jenny, erguida e indomable, sentada allí, en la oscuridad. Oyó cómo Isom bajaba las escaleras; cuando se extinguió de nuevo el ruido de sus pisadas, Narcissa sacó el taburete de debajo del piano, se sentó en él y apoyó las manos sobre la tapa cerrada.

Simón volvió a entrar en el comedor murmurando entre dientes algo ininteligible y Elnora lo siguió inmediatamente; los dos se pusieron a hablar con una suave cantinela de borrosas palabras sin consonantes, acompañada por el entrechocar de los platos. Después se marcharon otra vez y ella siguió con los brazos apoyados sobre el piano, gozando del frescor de la madera en aquella habitación tranquila y oscura donde hasta el tiempo parecía estancarse un poco.

El reloj sonó de nuevo y Narcissa se puso en movimiento. He estado llorando, pensó.

—He estado llorando —susurró con una triste entonación que denunciaba su soledad y su dolor. Se detuvo frente al espejo del vestíbulo junto a la sala de visitas y examinó la débil imagen que reflejaba, tocándose los ojos con las yemas de los dedos. Luego siguió avanzando, pero se detuvo nuevamente en la escalera para escuchar. Después, con súbita determinación, subió a buen paso el resto de los escalones, entró en la habitación de Miss Jenny, pasó al cuarto de baño y se lavó la cara.

Bayard seguía en la misma postura en que lo había dejado. Estaba fumando un cigarrillo. Entre chupadas, golpeaba distraídamente con él un cenicero que tenía a su lado sobre la cama.

—¿Y bien? —dijo.

—Prenderás fuego a la casa haciendo eso —contestó ella mientras le retiraba el cenicero—. Sabes muy bien que Miss Jenny no te dejaría hacerlo.

—Ya lo sé —admitió él, un poco avergonzado.

Ella acercó la mesa a la cama y puso encima el cenicero.

—¿Alcanzas así?

—Sí, gracias. ¿Te han dado bien de comer?

—Ya lo creo. Simón no se conforma con el primer no, ya sabes. ¿Quieres que siga leyendo o prefieres dormir?

—Lee, si no te importa. Creo que esta vez no me dormiré.

—¿Es una amenaza?

Él la miró fijamente mientras Narcissa se sentaba y cogía el libro.

—Oye, ¿qué te ha pasado? —preguntó—. Antes de comer te comportabas de otra manera. ¿Es que Simón te ha dado un trago o algo parecido?

—No, no ha llegado tan lejos —se echó a reír un poco alocadamente y abrió el libro—. Me he olvidado de dejar una señal —dijo, pasando deprisa las páginas—. ¿Tú te acuerdas…? No, estabas dormido. ¿Debo volver atrás?

—No, lee por donde se te ocurra. Creo que todo se parece bastante, más o menos. Si te acercas un poco más estoy seguro de que no me dormiré.

—Duérmete si quieres, no me parecerá mal —respondió ella.

—¿Quieres decir con eso que no te vas a acercar? —preguntó él, contemplándola sombríamente. Ella corrió la silla hacia la cama, abrió el libro y empezó a pasar las páginas.

—Creo que íbamos por aquí —dijo, sin mucha convicción—. Sí.

Leyó para sí una línea o dos, luego empezó en voz alta y siguió hasta el final de la página, pero su voz se fue apagando, llena de consternación. Pasó la página, pero volvió en seguida atrás.

—Esto ya lo he leído; lo recuerdo ahora perfectamente —siguió pasando las páginas, levemente fruncido el sereno entrecejo—. Debo de haberme dormido también yo —dijo, y miró a Bayard como queriendo compartir con él su perplejidad—. Parece que he leído páginas y más páginas…

—Empieza en cualquier sitio —insistió él.

—No: espera. Es aquí.

Reanudó la lectura, cogiendo otra vez el hilo de la historia. En una o dos ocasiones alzó la vista y se tropezó con los ojos de Bayard, sombríos pero en calma. Al cabo de un rato ya había dejado de mirarla y, finalmente, al descubrirlo con los ojos cerrados, pensó que se había dormido. Terminó el capítulo y se detuvo.

—No —dijo él con voz somnolienta—. Todavía no.

Al notar que Narcissa no seguía leyendo abrió los ojos y pidió un cigarrillo. Ella dejó el libro, le encendió la cerilla y reanudó la lectura.

Fue pasando la tarde. También los negros se marcharon y en la casa no quedó más sonido que la voz de Narcissa y el reloj que daba los cuartos; en el exterior las sombras se alargaban más y más, heraldos pacíficos de la noche. Bayard había terminado por dormirse a pesar de su previa decisión de mantenerse en vela. Al cabo de un rato Narcissa dejó de leer y puso el libro a un lado. Bajó la sábana el largo cuerpo de Bayard yacía rígido dentro de la escayola y ella examinó su rostro audaz, ahora inmóvil, y la contemplación de aquel roto simulacro hizo que su tranquila pesadumbre se desbordara en piedad hacia él. Estaba tan absolutamente falto de cariño por cualquier cosa; era tan… duro… No, no era ésa la palabra, pero «frío» tampoco le gustaba; Narcissa podía entender la dureza pero no la frialdad.

La tarde se acababa y la noche tomaba cuerpo. Narcissa seguía cavilando, inmóvil y silenciosa, mirando por la ventana hacia el exterior —donde seguía sin haber viento que moviera las hojas— como si estuviera esperando que alguien le dijera lo que tenía que hacer, y acabó por perder toda conciencia del paso del tiempo excepto en forma de la lenta y oscura corriente que contemplaba dentro de sí misma, hasta que el poder hipnótico del agua hizo desaparecer el agua misma.

Bayard hizo un ruido indescriptible, y al volver deprisa la cabeza, Narcissa vio cómo su cuerpo se contraía terriblemente dentro de la escayola; vio sus manos engarfiadas y el brillo de sus dientes bajo los labios contraídos; y mientras seguía sentada, lívida e incapaz de cualquier movimiento, Bayard hizo otra vez el mismo ruido. El aire de sus pulmones pasó silbando entre los dientes hasta convertirse en un grito atroz, que terminó disolviéndose en una violenta cadena de maldiciones; y cuando ella se levantó por fin y se acercó a verlo, tapándose la boca con las manos, su cuerpo se distendió y bajo la frente sudorosa los ojos de Bayard la miraron desmesuradamente abiertos, llenos de terror, de furor frío e insensato y de desesperación.

—Casi me atrapó entonces —dijo con voz clara pero sin entonación, todavía contemplándola con aquellos ojos desmesuradamente abiertos en los que lentamente se iba apagando la angustia—. Formaban una especie de círculo alrededor de mí, y cada vez que él disparaba, el cerco se cerraba un poco más… —tiró torpemente de la sábana tratando de alzársela hasta la cara—. ¿Podrías traerme un pañuelo? Hay algunos en el cajón de arriba.

—Sí —dijo ella—, sí.

Narcissa cruzó hasta la cómoda y consiguió mantener erguido su cuerpo tembloroso apoyándose contra ella. Sacó un pañuelo y se lo llevó. Trató de secarle la frente y la cara pero él terminó por quitarle el pañuelo de la mano y hacerlo él mismo.

—Me asustaste —gimió ella—. Me asustaste tanto que creí…

—Lo siento —dijo él secamente—. No lo hago a propósito. Dame un cigarrillo.

Ella se lo dio y encendió la cerilla; Bayard tuvo que sujetarle la mano para evitar que temblara la llama y todavía con la mano en la muñeca de Narcissa aspiró varias veces el humo, llenándose los pulmones. Ella trató de liberar el brazo pero los dedos de Bayard eran como acero. Su cuerpo tembloroso la traicionó y se hundió otra vez en la silla, mirándolo con terror y aprensión. Bayard consumió el cigarrillo con chupadas hondas, febriles y, sin soltar la muñeca de Narcissa, empezó a hablar de su hermano muerto, sin preámbulos, brutalmente. Era una historia descarnada, sin comienzo, torpe e inútilmente violenta y a veces grosera y vulgar, aunque su misma ferocidad hacía que no fuera ofensiva, de la misma manera que su vulgaridad impedía que llegara a ser obscena. Y debajo de todo ello, el desesperado forcejeo de su falso y testarudo orgullo y ella sentada con el brazo tenso bajo la presión de sus dedos, mientras se tapaba la boca con la otra mano, contemplándolo con aterrada fascinación.

—Iba haciendo zig-zags; ésa es la razón de que yo no pudiera atrapar a Plóekner. Cada vez que estaba en el punto de mira, John volvía a cruzarse y entonces me tenía que ir para que no me alcanzaran los otros. Pero luego dejó de ir en zig-zag. En cuanto lo vi deslizarse de lado supe que estaba todo perdido. Vi que tenía un ala envuelta en llamas y que miraba para atrás. No miraba al alemán; me miraba a mí. Plóekner dejó de disparar y todos nos quedamos quietos un rato. No me di cuenta de lo que John iba a hacer hasta que le vi sacar los pies. Después me hizo burla poniéndose la mano en la nariz como acostumbraba, saludó también al alemán, le pegó una patada al avión y saltó al espacio. Lo hizo con los pies por delante. Pero no es posible bajar así mucho tiempo, claro, y en seguida quedó horizontal. Había un montón de nubes debajo de donde estábamos y él cayó con la barriga por delante, como cuando nos tirábamos al río de pequeños y nos dábamos una panzada. Pero no fui capaz de encontrarlo por debajo. Sé que llegué antes de que él pudiera haber salido, porque después apareció su avión que venía derecho hacía mí, ardiendo por todas partes. Me aparté a un lado, pero el maldito cacharro dio una especie de media vuelta y se me vino otra vez encima. Tuve que esquivarlo de nuevo. De manera que nunca lo vi salir de la nube. Bajé otra vez muy deprisa, hasta asegurarme de que estaba por debajo de él y entonces volví a mirar. Pero siguió sin aparecer y pensé que quizá no había bajado lo suficiente, de manera que me lancé otra vez en picado. Vi estrellarse su avión a cosa de tres millas, pero de John no quedaba ni rastro. Y además empezaron a dispararme desde el suelo…

Él siguió hablando y Narcissa apartó la mano de la boca y acercándose a la que estaba aprisionada, empezó a tirar de los dedos de Bayard.

—¡Por favor! —susurró—. ¡Por favor!

Él dejó de hablar, la miró y abrió la mano; cuando Narcissa ya creía estar libre, Bayard volvió a cerrar los dedos aprisionando sus dos muñecas. Ella forcejeó, mirándolo con aprensión, pero él sonrió mostrándole los dientes y le apretó los brazos contra la cama.

—Por favor, por favor —imploró ella, forcejeando; Narcissa sentía girar sus huesos como si los músculos y la piel de las muñecas fueran un vestido holgado y veía los sombríos ojos de Bayard y el gesto burlón de su boca; de repente se inclinó hacia adelante en la silla, su cabeza cayó sobre la cama entre sus brazos aprisionados y se echó a llorar histéricamente, desbordada por el miedo y la desesperanza.

Al cabo de un rato cesaron todos los ruidos en la habitación; Bayard movió la cabeza y contempló la oscura masa de los cabellos de Narcissa; luego alzó la mano y vio las marcas lívidas de sus dedos en las muñecas de ella. Pero Narcissa no se movió y él dejó caer de nuevo su mano sobre las de ella; poco después Narcissa había dejado de temblar.

—Lo siento —dijo él—. No lo volveré a hacer.

Sólo podía ver sus cabellos oscuros, mientras sus manos yacían tranquilas debajo de la suya.

—Lo siento —repitió—. No volveré a hacerlo nunca más.

—¿No volverás a ir tan deprisa en el coche? —preguntó ella sin moverse, con voz apagada.

—¿Qué?

Narcissa no respondió y Bayard se dio la vuelta lentamente, entre infinitas punzadas dolorosas, moviendo también la escayola, mordiéndose el labio y jurando en voz baja hasta colocarse de lado; luego puso la otra mano sobre el pelo de Narcissa.

—¿Qué estás haciendo? —dijo ella, aunque sin moverse—. Te volverás a romper las costillas.

—Sí —asintió él, acariciándole el pelo torpemente.

—Ése es el problema, precisamente —dijo ella—. Así es como te comportas siempre: haciendo cosas que… que… Haces cosas que te perjudican sólo para preocupar a la gente. No lo pasas nada bien haciéndolas.

—No —asintió él, con el pecho lleno de candentes agujas, acariciándole torpemente los oscuros cabellos con su recia mano. Muy lejos, por encima de él, asomaba la cumbre entre sombrías y salvajes estrellas, pero a su alrededor se extendían los valles de la tranquilidad y de la paz. Era ya muy tarde; crecían las sombras dentro de la habitación fundiéndose entre sí, y al otro lado de la ventana la luz del sol era un difuso resplandor sin origen pero todavía palpable; en algún sitio las vacas mugían llamándose unas a otras, plácida y doloridamente. Al cabo de un rato Narcissa se incorporó, tocándose el rostro y el pelo.

—Estás completamente torcido. Nunca te curarás si no te portas bien. Haz el favor de tumbarte de espaldas.

Él la obedeció, lenta y dolorosamente, mordiéndose el labio y con gotitas de sudor en la frente, mientras ella lo contemplaba con ansiosa seriedad.

—¿Duele?

—No —contestó él, y su mano se cerró de nuevo sobre sus muñecas, que no hicieron el menor esfuerzo por librarse. En seguida se puso el sol y la penumbra, madrastra del silencio y de la paz, desdibujó los contornos de la habitación. El anochecer era ya una realidad.

—¿Nunca más volverás a conducir el coche tan deprisa? —insistió ella, desde la penumbra.

—No —contestó él.