LA INDIGNACIÓN de Miss Jenny cuando el viejo Bayard llegó aquella tarde a casa no tuvo límites.
—¡Maldito viejo testarudo! —bramó—, ¿crees que tu nieto no te va a matar lo suficientemente deprisa como para dejar que ese charlatán de Will Falls te envenene la sangre? ¡Después de lo que te dijo el doctor Alford! ¡Si hasta el mismo Loosh Peabody, que lo cura todo con la quinina y los calomelanos, desde un cuello roto a unos sabañones, estuvo de acuerdo con él! Confieso que a veces se me acaba la paciencia con vosotros; y hasta me pregunto qué crimen se me hace expiar teniendo que vivir en vuestra compañía. Cuando tu nieto ya se ha tranquilizado un poco y no me pongo a dar saltos en la silla cada vez que suena el teléfono, tienes que dejarle a ese mendigo viejo que te manche la cara con grasa de rodamientos y tizne de lámpara. Casi estoy decidida a hacer las maletas e irme a empezar una nueva vida en algún sitio donde la gente nunca haya oído pronunciar el apellido Sartoris.
Miss Jenny siguió despotricando durante un rato, y el viejo Bayard le respondió adecuadamente con palabras violentas y malsonantes, y sus voces se alzaron y resonaron por toda la casa hasta que en la cocina Simón y Elnora empezaron a moverse furtivamente con el oído bien aguzado. Al final el viejo Bayard salió de la casa con pisadas especialmente violentas, montó a caballo y se alejó, dejando que Miss Jenny agotara su rabia contra el vacío. Luego volvió a reinar la paz durante algún tiempo.
Pero durante la cena la tormenta se fraguó y estalló de nuevo. Simón, desde el antecomedor, podía oír al anciano y a Miss Jenny a través de la puerta batiente, acompañados ahora por la voz del joven Bayard, que trataba de hacerlos callar a gritos.
—¡Vamos, vamos! —rugió—. Por el amor de Dios. Ni siquiera me oigo masticar.
—Pues tú eres otro igual —Miss Jenny se volvió hacia él llena de energía—. Tú me consumes la paciencia tanto como él. Tú, con tus malhumores y testarudeces. ¡Vas como un loco por la carretera sólo porque crees que quizá a alguien le preocupe si te rompes o no esa cabezota llena de serrín y luego vienes a cenar oliendo a mozo de cuadra! Y todo porque has estado en una guerra. ¿Crees ser el único que ha ido a una guerra? ¿Crees que cuando mi Bayard volvió de La Guerra, se dedicó a dar la lata a todos los que tenían que convivir con él? Pero, claro, él era un caballero y cuando alborotaba lo hacía como un caballero, no como vosotros los campesinos del Mississippi. Destripaterrones. Fíjate en lo que hizo con un simple caballo —añadió—. Nunca dispuso de ningún avión, que yo sepa.
—Fíjate en la guerrilla de tres al cuarto a la que fue —replicó el joven Bayard—. Una guerra tan triste que el abuelo se marchó de Virginia que era donde la estaban haciendo.
—Porque nadie lo quería en ella —respondió Miss Jenny—. Un hombre que se enfadó sólo porque sus soldados lo depusieron y eligieron a otro mejor para ocupar su sitio. Se enfadó y se volvió al campo a mandar una cuadrilla de salteadores.
—Una guerra de tres al cuarto —repitió el joven Bayard—. Y a caballo. Cualquiera puede ir a la guerra a caballo. Sin la menor posibilidad de hacer algo que merezca la pena.
—Por lo menos consiguió que lo mataran decorosamente —dijo Miss Jenny secamente—. Con un caballo hizo más que tú con ese aeroplano.
—No se andan con chiquitas —suspiró Simón junto a la puerta de comunicación—. No hay como los blancos para organizar una buena pelea.
Y así fue arreciando y menguando la tormenta en días sucesivos; y cuando ya estaba completamente agotada estalló de nuevo la tarde que el viejo Bayard volvió a casa con otra aplicación del ungüento del viejo Falls. Pero para entonces Simón tenía problemas propios, problemas sobre los que finalmente una tarde se decidió a consultar al viejo Bayard. El joven Bayard ya estaba en la cama con las costillas rotas, Miss Jenny se ocupaba de cuidarlo alternando mimos y regañinas y Miss Benbow venía a visitarlo y a leerle en voz alta. De manera que Simón había recobrado sus antiguas prerrogativas. El sombrero de copa y el sobretodo abandonaban diariamente el clavo en la pared del establo, la caja de cigarros del viejo Bayard se iba quedando vacía y los gordos caballos de tiro, yendo de la casa a la ciudad, empezaron a consumir la pereza que habían acumulado en los últimos meses. Simón los hacía detenerse todas las tardes ante la puerta del banco como en los viejos tiempos, con el cigarro bien sujeto, el látigo elegantemente recogido y toda la carga teatral de aquel momento único. «El automóvil —filosofaba Simón— está bien para divertirse y experimentar nuevas sensaciones, pero si un caballero quiere mostrar su genuina distinción, no hay nada como los caballos».
Fue así como a Simón le llegó su oportunidad; y una tarde, cuando ya estaban fuera de la ciudad, y la pareja trotaba a su paso habitual, se apresuró a aprovecharla.
—Bueno, Coronel —empezó—, parece que usted y yo vamos a tener que hacer un pequeño arreglo financiero.
—¿Cómo? —el viejo Bayard trató de concentrar su atención dispersa, que vagaba por los familiares campos cultivados y las brillantes colinas azules que se alzaban tras ellos.
—Decía que usted y yo vamos a tener que llegar a un acuerdo sobre una pequeña cantidad en metálico.
—Muchas gracias, Simón —contestó el viejo Bayard—, pero ahora mismo no necesito dinero. Muchas gracias de todas formas.
Simón rió cordialmente.
—Hay que confesarlo, Coronel, tiene usted muchísima gracia. ¡Un nombre tan rico como usted, necesitado de dinero! —y volvió a reír con untuosa y desganada cordialidad—. Sí, señor, tiene usted verdadera gracia.
Luego dejó de reír y concentró su atención durante un momento en los caballos. Eran gemelos, Roosevelt y Taft, de piel lustrosa y amplias y cómodas grupas.
—¡Vamos, Taft, tira de esa collera! Cualquier día la pereza acabará matándote, puedes estar seguro.
El viejo Bayard contemplaba mientras tanto la simiesca cabeza de Simón y la jactanciosa inclinación de su sombrero de copa. En seguida el viejo criado negro volvió otra vez el rostro acartonado, con una expresión convenientemente sumisa.
—Pero, claro está, tenemos que tranquilizar a esos negros de alguna manera.
—¿Qué es lo que han hecho? ¿No encuentran a nadie que acepte su dinero?
—Déjeme que se lo explique, Coronel. Es un asunto muy curioso —respondió Simón—. Verá usted, esos negros estuvieron pidiendo dinero para reconstruir la iglesia que se quemó, y a medida que lo recibían me lo pasaban a mí, debido a mi cargo en el consejo de la iglesia y a ser miembro de la mejor familia de los alrededores. Todo esto fue por navidades y ahora quieren que les devuelva el dinero.
—¡Qué extraño! —dijo el viejo Bayard.
—Efectivamente —asintió Simón—. Es lo mismo que pensé yo.
—Bien, si insisten, lo mejor será que se lo devuelvas.
—Ahora está usted poniendo el dedo en la llaga —Simón miró otra vez para atrás; su actitud se volvió confidencial y dejó caer la bomba con el apropiado tono melodramático—. El dinero ya no lo tengo yo.
—¡Eso ya lo sé, demonio! —contestó el viejo Bayard abandonando de pronto el tono de broma—. ¿Qué has hecho con él?
—Lo coloqué en otro sitio —dijo Simón; su tono seguía siendo confidencial, con unos toques de dolorido asombro por la estupidez del mundo—, y ahora esos negros me acusan de haberlo robado.
—¿Quieres decir que te hiciste cargo de un dinero que no te pertenecía y después lo prestaste a otra persona?
—Eso es lo que hace usted todos los días —contestó Simón—. ¿No se dedican ustedes a prestar dinero?
El viejo Bayard resopló indignado.
—Ya estás recuperando ese dinero y devolviéndolo, o de lo contrario acabarás en la cárcel, ¿me oyes?
—Habla usted igual que los negros de la ciudad —le dijo Simón—. El dinero está en otro sitio —le recordó a su amo.
—Haz que te lo devuelvan. ¿No te dieron alguna garantía?
—¿Cómo dice?
—Algo de valor equivalente, que se conserva hasta que se devuelve la cantidad prestada.
—Sí, señor; eso me lo dieron —Simón alzó entre dientes una risita de sátiro, llena de insinuaciones y de autocomplacencia—. Eso sí lo conseguí, desde luego. Pero nunca había oído antes que se llamara garantía. No, señor, no a eso.
—¿Se lo diste a una prostituta? —preguntó el viejo Bayard.
—Verá usted, la cosa es que… —empezó Simón, pero el otro le interrumpió.
—¡Ah, demonio! Y ahora quieres que yo devuelva el dinero, ¿eh? ¿Cuánto es?
—No lo recuerdo exactamente. Ésos negros aseguran que eran setenta o noventa dólares o algo parecido. Pero no les haga caso; déles lo que le parezca justo: se conformarán.
—Que me ahorquen si llego a hacerlo. Por mí te pueden arrancar la piel a tiras o mandarte a la cárcel, lo que más te guste, pero que me vaya al infierno si les pago un céntimo.
—Vamos, Coronel —dijo Simón—, no irá usted a permitir que esos negros de la ciudad llamen ladrón a un miembro de su familia, ¿verdad?
—¡Sigue adelante! —gritó el viejo Bayard.
Simón giró en el asiento, chasqueó la lengua para animar a los caballos y, con el cigarro apuntando hacia el ala del sombrero, los codos bien sacados y el látigo sostenido de acuerdo a los cánones, siguió carretera adelante, mirando de vez en cuando a los negros que trabajaban en los algodonales con tolerante desprecio.
El viejo Falls volvió a poner la tapa en la caja del ungüento, limpió cuidadosamente el exterior con un trapo, se arrodilló junto a la chimenea y prendió el trapo con una cerilla.
—Imagino que los doctores siguen diciendo que ese bulto acabará matándote, ¿no es cierto? —dijo.
El viejo Bayard apoyó los pies contra el borde de la chimenea mientras ahuecaba la mano para proteger la cerilla encendida y los dos diminutos reflejos de la llama en sus ojos. Al tirar la cerilla, acompañó el gesto con un gruñido.
El viejo Falls contempló como el trapo se iba prendiendo perezosamente, con una acre columna de humo amarillento que terminaba enroscándose sobre sí misma en el aire inmóvil.
—De cuando en cuando un hombre tiene que dar un paso al frente y escupirle en la cara a la destrucción por su propio bien. Tiene que sacarse filo a sí mismo, como si estuviera poniendo el hacha contra la piedra de afilar —dijo, en cuclillas ante la espiral de humo, con la concentración de quien participa en un rito pagano—. Si un hombre se enfrenta con la destrucción de cuando en cuando, le dejará en paz hasta que le llegue su hora. A ella lo que le gusta es atrapar a la gente por la espalda.
—¿Cómo? —preguntó el viejo Bayard.
El viejo Falls se incorporó y se sacudió las rodillas cuidadosamente.
—La destrucción es como cualquier cobarde —bramó—. Nunca se atreverá con un hombre que la esté mirando a la cara a no ser que se arriesgue demasiado. Tu padre lo sabía bien. Se puso en la puerta del almacén, aquel día del año 72, cuando los dos aventureros del Norte traían a los negros a votar. Se puso allí cruzado de brazos con su chaqueta Príncipe Alberto y su gorro de castor después de que todos los demás se hubieran marchado, y contempló a aquellos dos tipos de Missouri que llevaban a los negros como un rebaño, calle arriba, hacia el almacén; se quedó allí tapando la puerta mientras los dos aventureros empezaban a retroceder con las manos en los bolsillos hasta separarse completamente de los negros, maldiciéndolo al mismo tiempo. Y él siguió allí sin moverse.
El viejo Falls cruzó los brazos sobre el pecho sin ocultar las manos y, por un instante, el viejo Bayard vio, como a través de un cristal empañado, la arrogante y familiar silueta que el anciano del mono raído había conseguido de alguna manera inmolar y preservar en el vacío de su abnegada renuncia a una existencia independiente.
—Luego, cuando aquellos dos desaparecieron calle abajo, el Coronel cogió la urna que estaba detrás de la puerta, la alzó y la dejó caer entre sus pies.
«“Vosotros habéis venido aquí a votar, ¿no es eso?”, les dijo a los negros. “De acuerdo. Venid aquí y votad”.
»Cuando dieron media vuelta y se alejaron en grupos, disparó con aquel maldito Derringer un par de veces por encima de sus cabezas; luego lo volvió a cargar y echó a andar calle abajo hacia la casa de Miss Winterbottom, donde se alojaban aquellos dos tipos.
»“Señora”, dijo quitándose el gorro, “tengo que discutir una pequeña cuestión de negocios con sus huéspedes. Con su permiso”, dijo. Se volvió a poner el sombrero y subió las escaleras tan sereno como si se tratara de un desfile, mientras Miss Winterbottom se quedaba detrás con la boca abierta. Entró sin llamar en la habitación donde estaban los dos sentados frente a la puerta, con las pistolas encima de la mesa.
»Cuando los que estábamos fuera oímos los tres disparos, entramos corriendo. Allí estaba Miss Winterbottom, sin moverse, mirando hacia la escalera, y un minuto después apareció el Coronel con el sombrero inclinado hacia adelante, bajando tan sereno como un magistrado, sacudiéndose la chaqueta con el pañuelo. Y nosotros allí parados, mirándolo. Se detuvo delante de Miss Winterbottom y volvió a quitarse el sombrero.
»“Señora”, dijo, “me he visto obligado a ensuciar considerablemente el cuarto de huéspedes. Sea tan amable de aceptar mis disculpas y haga que me manden la cuenta tan pronto como sus negros terminen de limpiarlo. Le reitero mis excusas, señora, por haberme visto en la necesidad de acabar con esas sabandijas en su casa. Señores”, añadió, dirigiéndose a nosotros, “buenos días”. Luego inclinó el gorro hacia adelante y salió de la casa.
»Y, créeme, Bayard —añadió el viejo Falls—, casi tuve envidia de aquellos dos tipos del Norte; que me aspen si no fue así. Un hombre puede tomar mujer y vivir con ella muchos años, pero no por eso llegan a tener la misma sangre. Pero la persona que te trae al mundo o lo que te saca de él…
Agazapado detrás de la puerta del antecomedor, Simón podía oír la violenta confrontación entre Miss Jenny y el viejo Bayard que se prolongaba desde el principio de la cena sin que ninguno de los contendientes pareciera dispuesto a conceder tregua; más tarde, cuando se habían retirado al despacho y Elnora, Isom y Caspey, esperaban en la cocina a que llegara Simón, los asaltos frontales de la indignación de Miss Jenny y la pétrea testarudez del viejo Bayard llegaban hasta ellos en oleadas amortiguadas, como una marea lejana.
—¿Por qué se están peleando ahora? —preguntó Caspey—. ¿Es que has hecho tú algo? —añadió, dirigiéndose a su sobrino.
Isom giró los ojos en las órbitas mientras sus mandíbulas seguían masticando con toda regularidad.
—No, señor —murmuró—. Yo no he hecho nada.
—Imagino que terminarán por cansarse al cabo de un rato. ¿Qué está haciendo papá, Elnora?
—Escuchando en el vestíbulo. Isom, dile que venga a cenar o no acabaré nunca.
Isom se deslizó de la silla sin dejar de masticar y salió de la cocina. El volumen de las enfurecidas voces creció a medida que el muchacho se acercaba al oscuro vestíbulo; al llegar al sitio donde estaba parada la informe silueta de su abuelo, semejante a un viejo pájaro apenas capaz de volar, Isom pudo distinguir palabras sueltas:… veneno… sangre… ¿crees que puedes curarte la cabeza cortándotela?… en el pie, pero… en la cara, en la cabeza… muerto y bien empleado… la estupidez de morirte por tener la cabeza tan dura…
—Entre ese maldito doctor y tú conseguiréis que me muera de aprensión —la voz del viejo Bayard ahogó a la otra momentáneamente—. No será necesario que Will Falls me mate. En cuanto me siento a la puerta del banco aparece ese mequetrefe que me mira con gesto de contrariedad porque aún sigo vivo. Y cuando vengo a casa escapando de él, no me dejas siquiera que cene en paz. Me tienes que enseñar dibujos en color de lo que los hombres tienen por dentro, según se lo imagina algún imbécil.
—¿Quién se va a morir, abuelo? —susurró Isom.
Simón volvió la cabeza.
—¿Qué haces tú aquí, muchacho? Vuélvete a la cocina que es donde debes estar.
—La cena está lista —dijo Isom—. ¿Quién se está muriendo?
—Nadie. ¿Hay alguien que suene como si estuviera muerto? Vuélvete por donde has venido, anda.
Juntos cruzaron el vestíbulo y entraron en la cocina. Detrás de ellos las voces se enfurecían y desbocaban, algo confusas ya por la distancia y las paredes interpuestas, pero inequívocamente violentas.
—¿Por qué se pelean ahora? —preguntó Caspey con la boca llena.
—Cosas de los blancos —le dijo Simón—. Tú preocúpate de tus asuntos y ya verás como ellos se las arreglan solos perfectamente —al sentarse el viejo criado negro, Elnora se levantó, llenó una taza con el contenido de la cafetera que tenía sobre el fogón y se la puso delante—. Los blancos tienen problemas igual que los negros. Pásame la carne, muchacho.
La tormenta siguió su habitual trayectoria nocturna, aunque cesó como por mutuo acuerdo, con los dos contrincantes firmes en sus posiciones, para reanudarse a la hora de la cena al día siguiente. Y siguió así, día tras día, hasta que durante la segunda semana de julio y seis días después de que John Henry y su padre trajeran a casa al joven Bayard con las costillas rotas, Miss Jenny, el viejo Bayard y el doctor Alford fueron a Memphis a la consulta de un conocido especialista en enfermedades sanguíneas y glandulares, para quien, aunque con cierta dificultad, el doctor Alford había conseguido hora. El joven Bayard seguía en el piso alto, escayolado, pero Narcissa Benbow había prometido ir y pasarse todo el día con él.
Entre el doctor Alford y Miss Jenny hicieron subir en el tren de la mañana al viejo Bayard, que seguía protestando y lanzando imprecaciones como un buey testarudo y desconcertado. En el vagón había otras personas que los conocían y se acercaron para hablar con ellos; al advertir la presencia del doctor Alford su cortesía se transformó en curiosidad y solicitud. El viejo Bayard aprovechó aquellos momentos para manifestar su disconformidad con violentos gruñidos que Miss Jenny se limitó a ignorar.
Lo llevaron, como a un chiquillo malhumorado, a la clínica donde estaban citados con el especialista y, en una habitación sin pretensiones que hacía pensar en el vestíbulo de un hotel de veraneo, se sentaron entre otros pacientes y entre desordenados montones de revistas y periódicos, esperando a que llegara el médico. Esperaron mucho tiempo.
El doctor Alford asaltaba de cuando en cuando la inexpugnable afabilidad de la telefonista, se veía rechazado y volvía a sentarse, rígido, en el borde del sofá, consciente de que con cada minuto más que esperaban la opinión que Miss Jenny tema de él descendía varios puntos. Para entonces también el viejo Bayard estaba acobardado, aunque de cuando en cuando todavía protestaba con inútil terquedad.
—No me des la lata —le interrumpía Miss Jenny—. Ahora ya no puedes escaparte. Ahí tienes el periódico de hoy. Ponte a leerlo y estáte quieto.
Luego entró el especialista caminando a buen paso y al llegar junto a la telefonista el doctor Alford lo vio y poniéndose en pie se acercó a donde estaba. El especialista se dio la vuelta —un hombre enérgico, apuesto, de arrogantes movimientos espasmódicos, como si estuviera siempre practicando con un florete—, y al hacerlo casi pisó al doctor Alford lanzándole además una mirada vidriosa e impaciente. En seguida le estrechó la mano y empezó a hablar muy deprisa, cortando las palabras y con tono bastante agudo.
—A la hora en punto, ya veo. Prontitud. Prontitud. Eso está bien. ¿La enferma ya está aquí? ¿Ha resistido bien el viaje?
—Sí, doctor, es…
—Bien, excelente. ¿Le ha dicho ya que se desnude?
—El paciente es un…
—Un momento, por favor —se volvió—. Mrs. Smith.
—Sí, doctor.
La telefonista no levantó la cabeza, y en aquel momento otro especialista, de mayor tamaño, con el aspecto majestuoso y discreto de un embalsamador regio, entró y reclamó la atención del primero y durante un rato los dos hicieron uso de la palabra alternativamente mientras el doctor Alford, olvidado, sufría cortésmente, sin perder la compostura, sintiendo cómo la opinión de Miss Jenny sobre su prestigio profesional descendía más y más. Cuando los dos especialistas terminaron, el doctor Alford condujo a su hombre hacia donde estaba el viejo Bayard.
—¿Dice usted que el paciente está preparado? Bien, bien; ahorraremos tiempo. Hoy como en el centro. ¿Almorzó usted ya?
—No, doctor. Pero el paciente es un…
—Ya me imaginaba que no —asintió el especialista—. Tiempo de sobra, desde luego.
Se volvió decidido hacia una puerta con una cortina, pero el doctor Alford lo tomó firme aunque cortésmente del brazo y le obligó a detenerse. El viejo Bayard estaba leyendo el periódico. Miss Jenny los contemplaba fríamente, con la toca situada en el centro exacto de la cabeza.
—Mrs. Du Pre, Coronel Sartoris —dijo el doctor Alford—, éste es el doctor Brandt. El Coronel Sartoris es su p…
—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? ¿Ha venido con el paciente, eh? ¿Hija? ¿Nieta?
El viejo Bayard levantó la vista.
—¿Cómo? —dijo, ahuecando la mano alrededor de la oreja y descubriendo que el especialista le estaba examinando la cara.
—¿Qué es eso que tiene usted ahí? —preguntó, adelantando la mano y tocando la ennegrecida excrecencia escamosa. Al hacerlo, la protuberancia se le quedó entre los dedos, dejando en la arrugada pero inmaculada mejilla del viejo Bayard un redondel tan rosado y suave como la piel de un niño de pecho.
A última hora de la tarde en el tren de vuelta, el viejo Bayard, que llevaba un buen rato sumido en profunda meditación, preguntó súbitamente:
—Jenny, ¿a qué día del mes estamos?
—A nueve —respondió Miss Jenny—. ¿Por qué?
El viejo Bayard no respondió pero se puso en pie al cabo de un rato.
—Creo que voy a salir a fumarme un cigarro —dijo—. Imagino que un poco de tabaco no me hará daño, ¿verdad, doctor?
Tres semanas después recibieron una factura del especialista por un importe de cincuenta dólares.
—Ahora ya sé por qué es tan famoso —dijo Miss Jenny con ácida ironía. Y luego añadió, dirigiéndose a su sobrino—: Dale gracias al cielo de que no fuera el sombrero lo que intentó quitarte.
A partir de aquel momento su actitud hacia el doctor Alford se hizo desafiantemente protectora; al viejo Falls lo saludaba con una inclinación de cabeza muy breve y extremadamente fría, y en cuanto a Loosh Peabody, ni siquiera hablaba con él.