5

EL VIEJO FALLS, luego de caminar entre el lozano follaje de principios de junio, había llegado a la ciudad muy de mañana, cuando los rayos del sol aún iluminaban la tierra horizontalmente, y estaba sentado, con su mono bien lavado aunque cubierto con el polvo del camino, frente al viejo Bayard que, vestido con un inmaculado traje de hilo, llevaba puesto en el ojal un geranio semejante a una alborozada herida. El despacho del banco, iluminado por la clara luz matutina, era todo frescor y quietud, sin otra posible conmoción que el polvo levantado muy de tarde en tarde por las ineficaces operaciones de limpieza que practicaba el ordenanza negro. A medida que Bayard se hacía más viejo y se intensificaba la rigidez de su comportamiento supuestamente ligada a la sordera, manifestaba una creciente preferencia por cosas de naturaleza semejante a la suya y una increíble capacidad para rodearse de sirvientes que giraban en torno suyo realizando tareas perfectamente inútiles con imperturbable concentración. Uno de ellos era el ordenanza, que había ascendido al viejo Bayard a general, y que recibía de él y de otros clientes para los que también realizaba tareas a todas luces interminables a la vez que insignificantes y perezosamente realizadas, el apelativo de doctor Jones. Era de raza negra, estaba encorvado por la edad y la autocompasión y se aprovechaba concienzudamente de todas las personas que se lo permitían. El viejo Bayard lo maldecía constantemente pero le consentía que le robara el tabaco, así como las reservas invernales de carbón para el banco que el doctor Jones vendía luego a otros negros.

Las ventanas del despacho donde se reunían el viejo Bayard y su visitante daban a un solar vacío en el que se amontonaban desperdicios entre hierbajos polvorientos. Este solar quedaba limitado por las descoloridas fachadas posteriores de diversos edificios de madera de un solo piso en cuyo interior pequeños negocios —talleres de reparaciones, tiendas de artículos de segunda mano y otras cosas parecidas— llevaban una existencia humilde y frecuentemente anónima. El solar mismo lo utilizaban durante el día los campesinos para dejar sus parejas de mulas; algunos somnolientos animales estaban ya atados y alrededor de las secas deyecciones con olor a amoníaco de sus pacientes predecesores, se arremolinaban los gorriones en nubes parlanchinas, y aterrizaban las palomas con ruido de persianas oxidadas, o se paseaban y acicalaban lustrosas, pomposamente desafiantes, arrullándose distraídas.

El viejo Falls estaba sentado al otro extremo de la chimenea abarrotada de objetos variopintos, secándose el sudor del rostro con un pañuelo azul muy limpio de grandes dimensiones.

—Son las malditas piernas —bramó, como disculpándose—. Solía costarme menos trabajo andar veinticinco millas para ir de excursión o a cantar en un coro, del que me cuesta ahora recorrer las tres millas que hay que hacer para venir a la ciudad.

Con el pañuelo seguía secándose aquel rostro suyo, curtido y revitalizado durante tantos años por la pródiga madre tierra.

—Parece como si las piernas estuvieran a punto de dejarme plantado y en realidad sólo tengo noventa y tres años.

Sostenía el paquete de los regalos con una mano, pero seguía secándose el sudor con la otra, sin hacer ningún movimiento para abrirlo.

—¿Por qué no has esperado a que pasara algún carro? —gritó el viejo Bayard—. Siempre hay algún tonto con un campo lleno de maleza que se viene para la ciudad.

—Supongo que podría haberlo hecho —concedió el otro—. Pero llegar aquí tan deprisa me hubiera estropeado el día de fiesta. Yo no soy como vosotros, la gente de la ciudad. No tengo tanto tiempo como para consumirlo a toda prisa.

Se guardó el pañuelo, se puso en pie y colocó cuidadosamente el paquete sobre la repisa de la chimenea. Luego se sacó de la camisa un pequeño objeto envuelto en un trapo raído pero limpio. Bajo sus dedos lentos y meticulosos apareció una cajita de rapé de estaño que, debido al paso del tiempo y al uso frecuente, tenía desde años atrás el suave brillo del raso o de la plata. El viejo Bayard lo contempló tranquilamente mientras el viejo Falls le quitaba la tapa a la caja y la dejaba a un lado, también con gran cuidado.

—Ahora vuelve la cara hacia la luz —indicó el viejo Falls. —Loosh Peabody dice que ese potingue me envenenará la sangre. El otro continuó sus lentos preparativos, los inocentes ojos azules siempre absortos en lo que estaba haciendo.

—Loosh Peabody nunca ha dicho eso —corrigió calmosamente—. Esto te lo ha dicho uno de esos médicos jóvenes. Vuelve la cara hacia la luz.

El viejo Bayard seguía tiesamente apoyado contra el respaldo del sillón, con las manos en los brazos, contemplando al otro con ojos inquisitivos y un tanto nostálgicos, ojos atentos y, como los ojos de los viejos leones, llenos de cosas innombrables.

El viejo Falls se untó el dedo con un poco de pomada oscura, dejó la caja cuidadosamente en la silla que había estado ocupando y le puso una mano en la cara al viejo Bayard. El anciano se resistió todavía, aunque pasivamente, con ojos llenos de preguntas no formuladas. El otro lo empujó con firmeza pero con suavidad hacia la luz que entraba por la ventana.

—Vamos. Soy demasiado viejo para perder el tiempo haciendo daño a nadie. Quédate quieto para que no te manche la cara. Ya no tengo las manos tan firmes como antes.

Bayard le dejó hacer y el viejo Falls distribuyó el ungüento por la superficie del bulto con delicados toques. Después cogió el trapo, retiró con él el exceso de pomada y se limpió los dedos; luego dejó caer el trapo en el hogar, se arrodilló con dificultad y le acercó una cerilla encendida.

—Siempre lo hacemos así —explicó—. A mi abuela le enseñó a prepararlo una india Choctaw hace ya casi ciento treinta años. Y ninguno hemos dicho nunca con qué está hecho ni hemos dejado ningún resto después de usarlo.

Se puso otra vez en pie y se limpió las rodillas. Tapó la caja de nuevo tan despacio y tan meticulosamente como la había abierto, la guardó, cogió el paquete de la repisa de la chimenea y volvió a sentarse.

—Se pondrá negro mañana, y mientras siga negro quiere decir que la pomada está haciendo efecto. No te des agua en la cara hasta mañana. Yo volveré dentro de diez días y lo untaré de nuevo y el… —reflexionó un momento, calculando con sus dedos nudosos, moviendo los labios pero sin producir sonidos— nueve de julio se caerá. No hagas ningún caso de lo que te diga Miss Jenny o cualquiera de los doctores esos.

Se había sentado con las rodillas muy juntas, colocando encima el paquete que se disponía ya a abrir siguiendo el laborioso ritual perfectamente establecido, que comenzaba con sus esfuerzos para desatar el nudo rosado haciendo gala de una paciencia que hubiera hecho desesperar a un espectador más joven. Bayard se limitó a encender un puro y a apoyar los pies contra la esquina de la chimenea. A su debido tiempo el viejo Falls deshizo el nudo y dejó el cordel sobre el brazo del sillón, pero en seguida se cayó al suelo. Él se agachó, consiguió recogerlo con sus torpes dedos, lo puso otra vez sobre el brazo del sillón y estuvo un rato mirándolo, no fuera a caerse otra vez. Por fin abrió el paquete. Primero estaba la caja de tabaco de mascar. Sacó una tableta, la olió, le dio la vuelta en la palma de la mano y volvió a olería. Pero sin llegar a morderla la puso a un lado junto con sus compañeras y siguió investigando. Abrió la bolsa de papel que venía a continuación y sus inocentes ojos de muchacho contemplaron con sobria satisfacción el contenido.

—Tengo que confesarlo —dijo—. A veces me avergüenza ser tan goloso. Nunca se me quitan las ganas de comer cosas dulces.

Sin perder de vista los otros objetos que aún tenía sobre las rodillas, inclinó la bolsa y, agitándola, hizo que cayeran sobre la palma de su mano abierta dos o tres objetos con estrías y aspecto de crustáceos; después devolvió a la bolsa todos menos uno que se introdujo en la boca.

—Ahora me da miedo pensar que algún día se me caerán los dientes y tendré que pegármelos o empezar a comer caramelos blandos, que nunca me han gustado mucho.

Su curtida mejilla se hinchó levemente, con la lenta regularidad de una respiración. Miró otra vez dentro de la bolsa y estuvo unos instantes sopesándola con la mano.

—Hubo momentos en los años sesenta y tres y sesenta y cuatro en que se podía comprar un pedazo de tierra y un negro por una bolsa de caramelos como ésta. Me acuerdo muchas veces de cómo todo se nos puso en contra, y no había azúcar, ni café, ni apenas nada que comer; robábamos maíz si es que había maíz para robar y si no, comíamos las hierbas que arrancábamos; por la noche acampábamos al aire libre aunque lloviera, como si fuéramos…

Su voz se desvaneció entre los viejos espectros de las tribulaciones del alma y del cuerpo, por las regiones de las caballerescas e inútiles empresas donde moran esos espectros. Después se rió entre dientes y siguió chupando su caramelo de menta.

—Recuerdo un día que estábamos evitando tropezamos con el ejército de Grant e íbamos en dirección norte. Grant estaba entonces en Grenada y el Coronel nos hizo levantar y coger los caballos para reunimos con la caballería de Van Dorn[16] que iba en aquella misma dirección. Por entonces era cuando el Coronel tenía el semental de color plateado. Grant estaba todavía en Grenada, pero un buen día Van Dorn se puso de pronto en camino hacia el norte; nosotros eso no lo sabíamos. Quizá el Coronel sí lo supiera pero a nosotros no nos lo dijo nunca. Tampoco nos importaba mucho con tal de que fuésemos hacia casa.

»De manera que nuestros chicos cabalgaban en paralelo al resto del ejército para unirnos con ellos más adelante. Por lo menos eso es lo que ellos creían. Pero el Coronel nunca tuvo la menor intención de hacerlo; el maíz estaba todavía sin recoger y él quería pasar unos días en casa. No es que huyéramos —explicó el viejo Falls—. Sabíamos que Van Dorn podía tener a los yanquis a raya sin el menor problema durante una semana o dos. Ya lo había hecho otras veces. Era un hombre excelente —dijo el viejo Falls—. Muy buena persona.

—Todos eran muy buenas personas en aquellos días —concedió el viejo Bayard—. Pero vosotros dejabais de pelear y os ibais a casa con demasiada frecuencia.

—Bueno —replicó el viejo Falls, poniéndose a la defensiva—, aunque uno se tropiece con osos por todas partes, no se puede pasar la vida entera cazándolos. Tiene que dejarlos en paz de cuando en cuando, aunque sólo sea para dar de comer a los perros y a los caballos y para que descansen un poco. Aunque estoy seguro de que los perros y los caballos podrían seguir a un oso tanto como el que más —añadió con comedido orgullo—. Claro está que no todo el mundo era capaz de seguir el paso de aquel semental plateado. Sólo había un caballo en todo el ejército de la Confederación que pudiera competir con él… el que trajo Zeb Fothergill de las estacadas de Sherman[17] en el último viaje que hizo a Tennessee.

«Nadie supo nunca qué era lo que Zeb hacía en aquellos viajes; el Coronel aseguraba que iba sólo a robar caballos. Lo cierto es que siempre volvía por lo menos con uno. Y otra vez trajo siete de las criaturas más ingobernables que jamás hayan visto la luz del día. Trató de cambiarlos por carne y harina de maíz pero nadie quiso; luego intentó dárselos al ejército pero tampoco el ejército los aceptó. De manera que terminó por soltarlos y mandó una factura al cuartel general de Joe Johnston[18] por diez caballos vendidos a la caballería de Forrest. No sé si llegaron a contestarle. Nate Forrest no se hubiera quedado con aquellos caballos. Dudo incluso que se los hubieran llegado a comer en Vicksburg… Nunca me fié mucho de Zeb Fothergill, siempre yendo y viniendo por su cuenta como hacía él. Pero entendía de caballos, y solía volver a casa con uno bueno cada vez que se iba hacia el frente. Pero nunca trajo ninguno tan bueno como aquel último.

El bulto del caramelo había desaparecido de su mejilla y el viejo Falls sacó la navaja, cortó limpiamente un trozo de tabaco de mascar y lo recogió con los labios. Luego rehizo el paquete y volvió a atar el cordel cuidadosamente. La ceniza del puro de Bayard tembló delicadamente alrededor de la parte incandescente, pero no llegó a caerse. El viejo Falls colocó un certero escupitajo marrón en el frío hogar de la chimenea.

—Aquel día estábamos en el condado de Calhoun —continuó—. Era verano y hacía una mañana preciosa; hombres y caballos habían dormido bien y estaban bien alimentados; iban al trote, llenos de vida, por entre bosques y prados donde cantaban los pájaros y los conejos cruzaban a saltos el camino. El Coronel y Zeb cabalgaban uno al lado del otro en aquellos dos caballos; el Coronel sobre Júpiter y Zeb sobre el alazán de dos años, y tanto el uno como el otro fanfarroneaban de lo lindo. Todos conocíamos el caballo del Coronel, pero Zeb porfiaba asegurando que el suyo no tragaría el polvo de nadie. El camino seguía muy recto cruzando el fondo del valle hacia el río, y Zeb estuvo pinchando al Coronel para que echaran una carrera hasta que el Coronel le dijo, De acuerdo. A nosotros nos mandó que siguiéramos a nuestro paso. Zeb y él nos esperarían en el puente sobre el río, unas cuatro millas más adelante. E inmediatamente se pusieron a la misma altura y salieron galopando a toda velocidad.

»Aquellos caballos eran las criaturas más bonitas que he visto nunca. Salieron juntos como dos halcones, cuello con cuello. Los perdimos de vista en un momento, debido al polvo que se arremolinaba detrás, pero luego pudimos seguirlos precisamente por el polvo que iban levantando, como si fueran uno de esos automóviles que corren ahora por aquí. Cuando llegaron a donde el camino bajaba hacia el río, el Coronel le sacaba a Zeb unas trescientas yardas. Justo al otro lado de la loma había un riachuelo y cuando el Coronel cruzó el punto más alto, se encontró a una compañía de la caballería yanqui, con los caballos formando estacada y los mosquetones en pabellón, almorzando junto al manantial. El Coronel dijo que estaban sentados, mirando hacia la loma cuando apareció él, con tazas de café y trozos de pan en las manos, los mosquetones en pabellón a más de cuarenta pies, y que se quedaron con la boca abierta y los ojos desorbitados.

»Era demasiado tarde para darse la vuelta, en cualquier caso, aunque no creo que el Coronel hubiera dado marcha atrás, de tener tiempo. Picó espuelas ladera abajo, abalanzándose sobre ellos y esparciendo tizones, armas y hombres mientras gritaba “¡Rodeadlos, muchachos! El que se mueva es hombre muerto”. Uno o dos trataron de escaparse, pero el Coronel sacó la pistola, hizo fuego y los fugitivos dieron la vuelta y se juntaron con los demás; y así seguían, con la comida en la mano, cuando apareció Zeb. Y así los encontramos nosotros cuando llegamos diez minutos más tarde —el viejo Falls volvió a lanzar otro certero escupitajo marrón y rió entre dientes mientras le brillaban los ojos—. Aquel café era realmente bueno —dijo.

»De manera que allí estábamos, con un buen puñado de prisioneros que no nos servían para nada. Los conservamos todo aquel día y comimos de sus provisiones; cuando llegó la noche tiramos los mosquetones al arroyo, nos guardamos la munición y el resto de las provisiones y pusimos centinelas para los caballos. Los demás nos echamos a dormir. Pasamos toda la noche tumbados en aquellas estupendas mantas yanquis, oyendo cómo los prisioneros se escapaban uno a uno, escurriéndose hasta la orilla, para cruzar el riachuelo a nado. De cuando en cuando alguno se caía o chapoteaba o algo parecido y entonces todos se quedaban quietos durante un rato. Pero pronto oíamos que empezaban otra vez, reptando entre la maleza hacia el agua y nosotros tumbados, tapándonos la cara con el borde de las mantas. Casi estaba amaneciendo cuando se escapó el último, siguiendo el método que les había parecido más apropiado.

«Entonces el Coronel, desde donde estaba tumbado, dio un grito que aquellos pobres desgraciados tuvieron que oír aunque estuvieran ya a una milla de distancia.

»—¡Ánimo, yanqui! —dijo— ¡y ten cuidado con las víboras de agua!

»A la mañana siguiente ensillamos los caballos, cargamos con el botín y salimos camino de casa, cada hombre con un caballo de más. Cuando llevábamos dos semanas descansando y el Coronel ya tenía recogido el maíz, oímos que Van Dorn, después de llegar cabalgando hasta Holly Springs, había quemado los almacenes de Grant. Por lo que parece no le hacíamos ninguna falta.

Siguió masticando el tabaco durante un rato, rememorando calmosamente, volviendo a vivir —en compañía de hombres ya convertidos en polvo, semejante al polvo por el que, quizá inconscientemente, habían luchado— aquellos días heroicos de estómagos vacíos, en los que muy pocos de los que aún caminaban por aquellas tierras podían acompañarle.

El viejo Bayard sacudió la ceniza de su cigarro.

—Will —dijo—, ¿por qué demonios luchabais, si es que puede saberse?

—Que me aspen si lo he sabido alguna vez —contestó el viejo Falls.

Después de que el viejo Falls se marchara con su paquete y el bulto del tabaco de mascar en la mejilla, el viejo Bayard siguió fumando su puro. En seguida alzó la mano y se tocó el bulto otra vez, muy suavemente, recordando la prohibición que el viejo Falls había vuelto a hacerle antes de irse; y al recordarla, vino detrás la idea de que quizá no fuera aún demasiado tarde, de que quizá todavía estaba a tiempo de quitarse la pomada con agua.

Se levantó y cruzó hasta el lavabo situado en la esquina de la habitación. Encima había un armarito con un espejo en la puerta, y en él examinó la mancha negra de su cara, tocándola otra vez y mirándose luego la mano. Sí, todavía era posible quitar la pomada… Pero no sería él quien lo hiciera; no hay cosa peor que un hombre que no sabe lo que quiere. Tiró el cigarro, salió del despacho y empezó a cruzar el vestíbulo pesadamente, camino de la puerta donde estaba su silla. Pero antes de llegar a la puerta se detuvo, dio la vuelta y se acercó a la ventanilla. Detrás estaba sentado el cajero, con una visera verde.

—Res —dijo.

El cajero levantó la vista.

—¿Diga, Coronel?

—¿Quién es ese maldito crío que anda siempre por ahí fuera, mirando todo el día por la ventana? —preguntó el viejo Bayard, bajando la voz hasta situarla sólo un tono por encima del nivel normal de conversación.

—¿Qué crío, Coronel?

El viejo Bayard señaló con el dedo, y el cajero se levantó de su taburete para mirar por encima del tabique de separación; en el exterior de la ventana señalada vio a un chico de diez o doce años que lo miraba con aire de encontrarse allí por pura casualidad.

—Ah. Es el hijo de Will Beard, el de la pensión que está a la vuelta de la esquina —gritó el cajero—. Creo que es amigo de Byron.

—¿Qué es lo que hace ahí entonces? Cada vez que paso lo veo mirando por la ventana. ¿Qué es lo que quiere?

—Quizá sea un atracador —sugirió el cajero.

—¿Cómo? —el viejo Bayard ahuecó la palma de la mano alrededor de la oreja con gesto fiero.

—Quizá sea un atracador —gritó el otro, inclinándose hacia adelante en el taburete.

El viejo Bayard resopló y se alejó pisando con violencia. Al sentarse, dejó caer la silla pesadamente contra la puerta. El cajero se apelotonó como una masa informe sobre el taburete, gruñendo en las profundidades de su voluminoso cuerpo. Luego dijo sin volver la cabeza:

—El Coronel ha dejado que Will Falls le ponga la pomada esa.

Snopes, desde su pupitre, no respondió; ni siquiera levantó la cabeza. Al cabo de un rato el chiquillo se puso en movimiento, alejándose como sin rumbo fijo, con aire perfectamente inocente.

Virgil Beard poseía ahora una pistola que lanzaba chorros de agua amoniacal, extraordinariamente molestos si se metían en los ojos; una pequeña linterna mágica; una antigua caja de bombones muy lujosa en la que guardaba huevos de pájaros y diversos insectos que habían muerto lentamente, clavados en sus respectivos alfileres; y un modesto tesoro de monedas de cinco, diez y veinticinco centavos.

En julio Snopes se había cambiado de pensión. En la calle evitaba a Virgil y durante dos semanas consiguió no verlo en absoluto, hasta que un atardecer, al salir por la puerta delantera de su nuevo domicilio después de cenar, se lo encontró pacientemente sentado en los escalones de la entrada, con el mismo aire cortés de siempre.

—¿Qué tal, Mr. Snopes? —le dijo Virgil.