4

POR ALGÚN TIEMPO la tierra lo retuvo en una especie de vacío que podría haber recibido el nombre de satisfacción. Se levantaba al amanecer, sembraba, veía crecer las plantas y atendía a sus necesidades; maldecía y hostigaba a los negros y a las mulas hasta ponerlos en movimiento y conseguir después que el movimiento durara; logró hacer marchar el molino harinero y enseñó a Caspey a conducir el tractor y, a la hora de comer y por la noche, volvía a casa oliendo a aceite de máquina, a establo y a arcilla y se acostaba con músculos agradecidos y con los sobrios ritmos de la tierra identificados con su cuerpo; y en seguida se quedaba dormido. Pero aún se despertaba a veces, sin previo aviso, en la tranquila oscuridad de su lecho, crispado y sudando a causa de los viejos terrores. Entonces, por unos momentos, el mundo desaparecía y volvía a ser un animal atrapado en lo más alto del cielo, luchando por la supervivencia, preso en la hábil maraña que había traicionado a aquel que se arriesgara demasiado; y volvía a pensar en si, cuando la bala lo encuentra a uno, sería posible estrellarse hacia arriba, estallar; todo mejor que caer a tierra. No era la muerte, no: era el impacto contra el suelo que se revivía tantas veces antes de llegar allí lo que a uno le contraía la garganta en inevitables y repetidas arcadas.

Pero al menos sus días eran jornadas de plenitud, y el joven Bayard descubrió de nuevo el orgullo. Ahora iba en coche a la ciudad para buscar a su abuelo sólo por costumbre, y aunque todavía consideraba las cuarenta y cinco millas por hora una velocidad normal, ya no experimentaba un frío y diabólico placer en tomar las curvas sobre dos ruedas o en separar las parejas de mulas de los carros golpeando los balancines con el parachoques al pasar. El viejo Bayard todavía insistía en ir con él cuando tenía que trasladarse a algún sitio, pero su respiración era más tranquila; y una vez incluso comunicó a Miss Jenny su esperanza de que Bayard hubiera superado el impulso que lo empujaba hacia una muerte violenta.

Miss Jenny, que era una verdadera optimista —es decir, una persona que espera siempre lo peor y por lo tanto recibe una agradable sorpresa al comprobar que ha pasado otro día sin que se produzca la catástrofe—, se apresuró a desengañarlo. Mientras tanto, Miss Jenny le daba leche en abundancia, vigilaba su dieta y su horario con su característico rigor ordenancista, y a veces entraba de noche en su cuarto y se sentaba durante un rato sin hacer el menor ruido junto a la cama donde dormía.

Sin embargo el joven Bayard mejoraba. Sin darse cuenta del progreso, había llegado a sumergirse en la continuidad de los días, se había dejado atrapar por el ritmo de unas actividades repetidas una y otra vez hasta que sus músculos se familiarizaron tanto con ellas que su cuerpo atravesaba los días como una entidad independiente, sin ayuda alguna del mismo Bayard. La tierra, la vieja Dalila, lo había engañado tan bien que ni siquiera advertía la desaparición de sus guedejas, ni se daba cuenta de que Miss Jenny y el viejo Bayard se preguntaban cuánto tiempo pasaría antes de que le crecieran de nuevo. «Necesitaba una esposa», era lo que pensaba Miss Jenny; «quizá entonces se conformara con llevar el pelo corto. Una persona joven que comparta sus preocupaciones», se dijo a sí misma. «Bayard es demasiado viejo y yo tengo demasiadas cosas que hacer para dedicarme a eso».

Bayard veía a Narcissa por la casa de vez en cuando, a veces en el comedor, y era consciente del encogimiento de la muchacha y del desagrado que él le inspiraba. Miss Jenny los contemplaba, meditativa y un tanto exasperada por aquella manera que tenían de ignorarse mutuamente. «Él la trata como un perro trataría una jarra de cristal tallado y ella lo mira como una jarra de cristal tallado miraría a un perro», se dijo a sí misma.

Después pasó el tiempo de la siembra y llegó el verano, y Bayard se encontró un día sin nada que hacer. Era como despertarse aturdido y verse expulsado de los cálidos y soleados valles donde vivía la gente a una región donde frías cumbres de rabiosa desesperación se alzaban sombrías sobre los valles perdidos, entre negras e indómitas estrellas.

La carretera descendía en una curva de color rojizo, entre pinos agitados por los cálidos vientos de julio con un ruido como de trenes lejanos, y terminaba en el verde más claro de un grupo de sauces, donde un riachuelo corría bajo un puente de piedra. En lo alto de la pendiente, las esmirriadas mulas de largas orejas se detuvieron, el negro más joven se apeó, sacó del carro un joven tronco de roble blanco lleno de muescas y frenó la rueda trasera más próxima al borde de la carretera introduciéndolos entre los torcidos radios recubiertos de alambre hasta apoyarlo sobre el eje posterior. Después volvió a subirse al decrépito carro, donde el otro negro, alzadas las riendas hechas de cabos de cuerda, y con la cabeza inclinada en dirección al riachuelo, permanecía completamente inmóvil.

—¿Qué ha sido eso? —dijo.

—¿Qué ha sido el qué? —preguntó el más joven.

Pero el de más edad siguió en la misma actitud de inmóvil y concentrada atención y el otro se puso también a escuchar. Pero no se produjo ningún sonido excepto el largo suspiro del viento entre los austeros pinos y el canto de una codorniz dentro de su verde fortaleza.

—¿Qué oyes, papá? —repitió.

—He oído un golpe allá abajo. Quizá un árbol que se ha caído —dio un tirón a las riendas—. Vamos, mulas.

Las mulas agitaron sus orejas de conejo, pusieron el carro en movimiento y empezaron a descender entre las frescas sombras moteadas, acompañados por el desagradable chirrido de la rueda frenada que iba dejando atrás una brillante cinta azulada sobre el suave polvo rojizo. Al pie de la colina la carretera cruzaba el puente e iniciaba otra vez la ascensión; debajo, el riachuelo se ondulaba y brillaba con reflejos pardos entre los sauces; junto al puente y boca arriba sobre el riachuelo, yacía un automóvil. Las ruedas delanteras giraban aún y el motor seguía marchando en ralenti, mientras el tubo de escape dejaba escapar un leve rastro de humo. El negro de más edad condujo el carro hasta el puente, lo detuvo y los dos negros se pusieron a mirar con gran calma la larga panza del coche. El más joven habló de repente:

—¡Está ahí! Dentro del agua, debajo. Le veo los pies, que sobresalen.

—Es muy posible que se ahogue —dijo el otro, manifestando interés y desaprobación al mismo tiempo. Los dos se apearon del carro. El más joven se deslizó hasta la orilla del riachuelo; el otro ató pausadamente las riendas a uno de los palos que unían el suelo del carro con el resto de la estructura, tiró la vara pelada de nogal que usaba para azuzar a las mulas detrás del asiento, dio la vuelta alrededor del vehículo, sacó el tronco que frenaba la rueda y lo puso en el interior del carro. Luego también él se deslizó cuidadosamente hasta la orilla del riachuelo donde su hijo, en cuclillas, contemplaba las piernas sumergidas del joven Bayard.

—No te acerques demasiado a esa cosa, muchacho —ordenó—. Podría estallar. ¿No oyes que está funcionando todavía?

—Tenemos que sacar a ese hombre —replicó el más joven—. Se va a ahogar.

—No lo toques. Los blancos dirán que lo hemos hecho nosotros. Vamos a no movernos de aquí hasta que aparezca algún blanco.

—Se habrá ahogado antes de que pase nadie —dijo el otro—, si sigue dentro del agua.

Estaba descalzo y avanzó hasta meterse en el riachuelo; luego se detuvo de nuevo mientras el agua parda se alzaba en remolinos alrededor de las flacas pantorrillas negras.

—¡John Henry! —dijo su padre—. ¡Sal de ahí!

—Tenemos que sacarlo de ahí debajo —repitió el muchacho, y, el uno en el agua y el otro en la orilla, discutieron amigablemente mientras la corriente se ondulaba alrededor de las punteras de las botas de Bayard. Finalmente el negro más joven se acercó cautelosamente, agarró a Bayard por una pierna y tiró de ella. El cuerpo respondió y se desplazó, pero en seguida volvió a detenerse; gruñendo quejumbrosamente el negro de más edad se sentó, se quitó los zapatos y se introdujo en el agua.

—Se ha enganchado —dijo John Henry, poniéndose en cuclillas en el agua y buscando bajo el coche con la mano—. Está enganchado en el volante. Pero parte de la cabeza la tiene fuera del agua. Voy a buscar el madero.

Subió la pendiente desde la orilla, sacó del carro el tronco de roble y regresó junto a su padre, que se había quedado con un sobrio gesto de desaprobación muy cerca de las piernas del blanco. Con la ayuda del tronco alzaron el coche lo suficiente para sacar a Bayard. Lo llevaron hasta la orilla y allí se quedó, tendido al sol, con su rostro tranquilo y sus enmarañados cabellos, mientras sus botas rezumaban agua y los negros permanecían a su lado, cambiando el peso de un pie a otro mientras se escurrían las perneras del mono.

—Es el nieto del Coronel Sartoris, ¿no es cierto? —dijo por fin el de más edad, agachándose con dificultad hasta la arena, gimiendo y gruñendo, para ponerse otra vez los zapatos.

—Sí, señor —contestó John Henry—. ¿Está muerto, papá?

—Claro que está muerto —contestó el otro de mal humor—. ¿No se ha caído el automóvil con él desde ese puente aplastándolo contra el arroyo? ¿Cómo quieres que esté, si no es muerto? ¿Y qué vas a decir cuando la policía te pregunte por qué eres tú el único que lo ha encontrado muerto? Dímelo, anda.

—Diré que tú me ayudaste.

—Eso no es asunto mío. Yo no he saltado desde el puente en coche. Fíjate, todavía sigue funcionando. Será mejor que nos marchemos antes de que estalle.

—Hay que llevarlo a la ciudad —dijo John Henry—. Puede que por aquí no pase nadie más en todo el día —se agachó y alzó a Bayard por los hombros hasta dejarlo sentado—. Ayúdame a llevarlo hasta la carretera, papá.

—Eso no es asunto mío —repitió el otro, pero se inclinó, cogió a Bayard por las piernas y entre los dos lo levantaron. Bayard dejó escapar un gemido, aunque sin despertarse.

—¿Has oído? —exclamó John Henry—. No está muerto.

Pero podía muy bien haberlo estado, con aquel largo cuerpo suyo tan completamente inerte y la cabeza torcida en un ángulo increíble contra el hombro de John Henry. Después de asegurarse de que lo tenían bien cogido giraron hacia la carretera.

—¡Venga! —dijo John Henry.

Treparon con él por la pendiente pizarrosa hasta llegar a la carretera, donde el de más edad dejó que su lado de la carga se fuera escurriendo hasta el suelo.

—¡Vaya! —respiró entrecortadamente—. Pesa tanto como un barril de harina.

—Vamos, papá —dijo John Henry—, hay que llevarlo hasta el carro.

El otro se agachó de nuevo, alzaron a Bayard —los húmedos muslos enrojecidos por el polvo convertido en lodo— y lo fueron transportando hasta el carro.

—Parece que estuviera muerto —comentó John Henry—; al menos no hace nada para que se piense lo contrario. Iré junto a él para que no se golpee la cabeza.

—Sube el tronco para frenar que te has dejado en el riachuelo —le ordenó su padre, y John Henry recogió el madero, subió otra vez al carro y colocó la cabeza de Bayard sobre sus rodillas. El de más edad desató las riendas, se situó sobre el desvencijado asiento y empuñó su pelada vara de nogal.

—No me gusta llevar este tipo de mercancías —hizo saber—. Arre, mulas.

Los animales pusieron el carro en movimiento una vez más y siguieron adelante. Detrás de ellos, en el riachuelo, quedaba el automóvil panza arriba con el motor todavía rezongando y murmurando en ralentí.

Mientras tanto, su propietario yacía en un carro sin ballestas, sometido a constante traqueteo aunque inerte y relajado y sin conciencia de todo ello. Así avanzaron varias millas, mientras John Henry protegía del sol el rostro de Bayard manteniendo en alto su roto sombrero de paja, hasta que los muchos saltos del camino fueron penetrando en la región a la que Bayard se había retirado y le hicieron gemir de nuevo.

—Haz que las mulas vayan más despacio, papá —dijo John Henry—. El traqueteo lo está despertando.

—No puedo evitarlo —respondió el de más edad—. No soy yo el que se ha tirado del puente con ese automóvil. Tengo que llegar a la ciudad y luego volver a casa. Vamos, mulas.

John Henry trató de moverlo para que le molestaran menos los saltos; Bayard gimió de nuevo, levantó una mano hasta el pecho, movió los ojos y los abrió. Pero los cerró inmediatamente al deslumbrarle el sol y se puso a maldecir sobre las rodillas de John Henry. Luego volvió a moverse, tratando de sentarse. John Henry se lo impidió, con firmeza aunque tímidamente, y él abrió otra vez los ojos, forcejeando.

—¡Déjame, maldita sea! —dijo—. Estoy herido.

—Sí, capitán; lo que tiene usted que hacer es quedarse quieto.

Bayard se desplazó violentamente, sujetándose el costado; le brillaron los dientes entre los labios contraídos y agarró el hombro de John Henry con unos dedos que apretaban como garfios de acero.

—¡Deten el carro! —gritó, lanzando feroces miradas al cogote del negro más viejo—. ¡Haz que se pare! Está consiguiendo empalarme con mis propias costillas.

Maldijo de nuevo, tratando de ponerse de rodillas, agarrado al hombro de John Henry y sujetándose el costado con la otra mano. El negro de más edad se dio la vuelta y lo miró.

—¡Tírale algo! —gritó Bayard—. Haz que se pare. ¡Estoy herido, maldita sea!

El carro se detuvo. Bayard se apoyaba ahora sobre las manos y las rodillas, completamente doblado, como una bestia herida. Los dos negros lo contemplaban en silencio y él, sin dejar de sujetarse el costado, siguió moviéndose y trató de apearse del carro. John Henry se bajó de un salto y le ayudó y él descendió lentamente y se apoyó contra una rueda, el rostro exangüe y perlado de gotas de sudor y la tensa sonrisa sobre los dientes apretados.

—Súbase otra vez al carro, capitán; tenemos que llegar a la ciudad para que lo vea un médico —dijo John Henry.

El color parecía haber desaparecido hasta de sus ojos. Bayard se apoyó contra el carro, humedeciéndose los labios con la lengua. Después se puso de nuevo en movimiento y se sentó en el borde de la carretera, buscando torpemente los botones de la camisa. Los dos negros seguían mirándolo.

—¿Tienes un cuchillo, muchacho? —preguntó inmediatamente.

—Sí.

John Henry sacó su cuchillo y siguiendo las instrucciones de Bayard le cortó la camisa. Luego entre los dos vendaron lo mejor que pudieron el pecho de Bayard, que en seguida se puso en pie.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó.

John Henry no tema.

—Mi padre lleva tabaco de mascar —sugirió.

—Dame un trozo, entonces.

Se lo dieron, le ayudaron a volver al carro y a sentarse en el asiento; el de más edad tomó las riendas. Fueron tintineando y traqueteando interminablemente camino adelante sobre el polvo rojizo, atravesando zonas de sombra y trozos iluminados por el sol, cuesta arriba y cuesta abajo, mientras Bayard se apretaba el pecho con los brazos, mascaba tabaco y maldecía alternativamente. A cada salto y cada vez que respiraba, sus costillas rotas se le clavaban en la carne, ahondando más y más; y así iban pasando de la sombra al sol para volver de nuevo a la sombra.

Después de una última cuesta, abandonaron la última zona de sombra, cruzaron el valle, llano y sin árboles, y entraron en la carretera principal; allí se detuvieron, mientras el sol arrojaba fuego sobre los desnudos hombros de Bayard y sobre su cabeza descubierta, y él y el negro más viejo discutieron sobre si debían llevarlo a su casa o no. Bayard maldijo y se enfadó, pero el otro se mostró quejumbrosamente inflexible. Por fin Bayard le quitó las riendas, dio la vuelta a las mulas para que fueran valle arriba y con el extremo de las correas golpeó a los asombrados animales hasta hacerlos correr desesperadamente.

Lo peor fue la última milla. Por todas partes los campos cultivados se extendían hacia las colinas resplandecientes: la tierra, saturada de calor, arada y removida, estaba otra vez ahita y ebria, desprendiendo calor, como un borracho exuda alcohol al respirar. Los árboles a lo largo de la carretera eran escasos y demasiado jóvenes y las mulas avanzaban a una marcha increíblemente lenta, envueltas con el polvo que producían. Bayard devolvió las riendas y, medio en sueños, se esforzó por mantenerse en el asiento, consciente tan sólo de una sed espantosa y de que estaba perdiendo la cabeza. Los negros también lo comprendieron y el más joven se arrastró a duras penas hacia adelante y le ofreció su roto sombrero de paja. Bayard lo aceptó y se lo puso.

Las mulas, con sus cómicas y desmesuradas orejas adquirían siluetas fantásticas, mezclándose con otras formas sin significado; formas que surgían para desaparecer inmediatamente. A veces Bayard tenía la impresión de que viajaban hacia atrás, de que pasaban arrastrándose una y otra vez ante el mismo árbol o poste de teléfonos; y también le parecía que tanto ellos tres como el carro bamboleante y las dos mulas estaban atrapados, para siempre y sin posibilidad de escape, en una noria sin sentido, en un movimiento incesante sin progreso.

Pero por fin y sin que él se diera cuenta, el carro torció, pasando entre las hojas del portón de hierro, y sus hombros desnudos agradecieron la protección de la sombra. Al abrir los ojos Bayard vio cómo su casa flotaba y se mecía, convertida en un pálido espejismo. Cesó el traqueteo, los dos negros le ayudaron a bajarse y el más joven le siguió hasta los escalones, sosteniéndole del brazo. Pero Bayard se soltó, subió los peldaños y cruzó el porche. En el vestíbulo, viniendo de la luminosidad exterior, no pudo ver nada durante unos momentos y se quedó parado, un poco mareado, parpadeando. Luego los ojos de Simón surgieron de la oscuridad, girando dentro de sus órbitas.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Simón—. ¿Qué le ha pasado esta vez?

—¿Simón? —le interrogó Bayard. Luego dio un traspiés y para no perder el equilibrio siguió avanzando y tropezó con algo—. ¿Simón?

Simón se movió rápidamente y lo tocó.

—No me canso de decirle que ese coche acabará matándolo. ¡Cuantas veces se lo habré dicho!

Le pasó la mano por la cintura y lo fue llevando hacia el pie de las escaleras, pero el otro no quiso girar allí; siguieron vestíbulo adelante y Simón le ayudó a entrar en el despacho de su abuelo, donde Bayard se detuvo apoyándose contra una silla.

—Las llaves —dijo con voz estropajosa—. Tía Jenny. Necesito un trago.

—Miss Jenny se ha ido a la ciudad con Miss Benbow —respondió Simón—. Aquí no hay nadie, no hay nadie en absoluto excepto los negros. ¡Cuántas veces se lo habré dicho! —gimió de nuevo, pasándole a Bayard la mano por encima—. Sangre no tiene usted. Venga al sofá y échese, Mr. Bayard.

Bayard se puso otra vez en movimiento ayudado por Simón. Con paso vacilante dio la vuelta alrededor del sillón y se derrumbó sobre él, sujetándose el pecho.

—No tiene sangre —balbuceó Simón.

—Las llaves —dijo Bayard de nuevo—. Tráeme las llaves.

—Sí, señor. Voy a buscarlas.

Pero Simón siguió agitando sus aturdidas manos alrededor de Bayard hasta que el otro se puso a maldecirlo y le dio un violento empujón. Sin dejar de gemir. No tiene sangre, Simón se dio la vuelta y se escabulló de la habitación. Bayard se inclinó hacia adelante, sujetándose el pecho; oyó cómo Simón subía las escaleras y cruzaba el piso alto. Luego volvió y Bayard vio cómo abría el escritorio, sacaba el frasco con tapón de plata y salía otra vez de la habitación. Cuando Simón regresó con un vaso se encontró a Bayard apoyado contra el escritorio, bebiendo directamente del frasco. Simón le ayudó a volver al sillón y le sirvió más licor en el vaso. Después le buscó un cigarrillo y se quedó revoloteando a su alrededor sin saber qué hacer.

—Déjeme que vaya a buscar al médico, Mr. Bayard.

—No. Dame otro trago.

Simón obedeció.

—Con éste hacen ya tres. Déjeme que vaya a buscar a Miss Jenny y al doctor. Por favor, Mr. Bayard.

—No. Déjame en paz. Vete de aquí.

Vació otra vez el vaso. El mareo, la sensación de estar viendo un espejismo, habían desaparecido y se sintió mejor. A cada respiración se le clavaban en el costado agujas incandescentes, de manera que procuró hacer respiraciones poco profundas. Si fuera capaz de recordarlo… Sí, se sentía mucho mejor, de manera que se levantó con mucho cuidado, se llegó hasta el escritorio y echó otro trago. Sí, aquello era lo que hacía falta para curar una herida, como Suratt había dicho. Igual que aquella vez, cuando le entró una bala trazadora en la tripa y lo único que retenía en el estómago era ginebra con leche. En cuanto a este accidente, no era nada: unos cuantos listones partidos. Podía arreglarse el fuselaje con un poco de alambre fino en diez minutos. No como Johnny. Todas las balas fueron directamente a los muslos. Aquel maldito alemán no se molestó siquiera en alzar un poco el punto de mira. Tenía que acordarse de que las respiraciones fueran poco profundas.

Cruzó la habitación despacio. Simón revoloteó delante de él en el vestíbulo apenas iluminado, y Bayard subió las escaleras lentamente, agarrándose a la barandilla mientras Simón agitaba las manos sin dejar de mirarlo. Bayard entró en su habitación, que había sido también de Johnny, y se detuvo algún rato hasta que fue otra vez capaz de respirar a ritmo lento. Después cruzó el cuarto hasta llegar al armario y lo abrió; arrodillándose con muchas precauciones y sujetándose el costado con la mano sacó el cajón que estaba en la parte inferior.

No había muchas cosas dentro: una prenda de vestir; un librito encuadernado en piel; un casquillo de bala con un trozo de alambre del que colgaba una arrugada zarpa de oso. El primer oso de John y la bala que lo había matado cerca de la casa de los MacCallum, en la hondonada junto al río, cuando tenía doce años. El libro era un Nuevo Testamento; en la guarda estaba escrito con tinta marrón casi desvanecida: «Para mi hijo John, en su séptimo cumpleaños, 16 de marzo de 1900, de su madre». Bayard tenía otro exactamente igual; era el año en el que su abuelo hizo que el tren de mercancías matutino se detuviera para llevarlos a la ciudad el primer día que fueron a la escuela. La prenda de vestir era una cazadora de lona, con manchas que habían sido de sangre, muy rozada, con desgarrones de zarzas y oliendo todavía débilmente a nitrato sódico.

Siempre de rodillas, sacó los objetos uno a uno y los puso en el suelo. Cogió otra vez la cazadora y percibió —como un indicio de vida y de calor— su débil olor acre y rancio. —Johnny —susurró—. Johnny.

De repente alzó la prenda hacia su cara pero se detuvo bruscamente, y con la cazadora a mitad de camino miró rápidamente por encima del hombro. Pero en seguida se recobró, alzó la cazadora, apoyó la cara contra ella, con deliberación y gesto desafiante, y permaneció arrodillado durante algún tiempo.

Después se levantó, recogió el libro, el trofeo de caza y la chaqueta de lona, y llegándose hasta su armario tomó una fotografía que estaba encima, en la que se veía un grupo del club de gourmets al que John pertenecía en Princeton. Se la puso bajo el brazo, descendió las escaleras y salió de la casa por la puerta de atrás. En el momento de aparecer él, Simón estaba cruzando el patio con el coche de caballos y al pasar junto a la cocina Elnora canturreaba una de sus suaves e interminables canciones.

Detrás del ahumadero estaba el caldero negro y las artesas de madera que Elnora usaba para lavar cuando hacía buen tiempo. Había hecho colada aquel día; la cuerda de tender se curvaba con el peso de la ropa húmeda y de debajo del caldero salían espirales de humo de los rescoldos aún vivos bajo las suaves cenizas de la madera. Bayard empujó el caldero con un pie, apartándolo, y de la leñera cogió una brazada de ramillas de pino y las colocó sobre las cenizas. En seguida surgió la llama, pálida en contraste con el soleado día; y cuando la madera estuvo bien encendida, Bayard puso encima la cazadora, el Nuevo Testamento, el trofeo y la fotografía y los movió y les dio la vuelta hasta que se consumieron por completo. En la cocina Elnora canturreaba dulcemente mientras trabajaba; su voz, llena de tristes y quejumbrosas modulaciones, le llegaba a Bayard a través de los soleados corredores del aire. Tenía que acordarse de hacer respiraciones poco profundas.

Simón tomó el camino de la ciudad lo más deprisa que pudo, pero ya se le habían adelantado los dos negros, que lo contaron al tendero cómo habían encontrado a Bayard junto a la carretera. La noticia llegó en seguida al banco, y el Coronel Sartoris mandó llamar al doctor Peabody. Pero Peabody se había ido a pescar, de manera que acudió a Alford y los dos, en el coche del médico, se cruzaron con Simón, muy cerca ya de la ciudad. El criado negro dio la vuelta y los siguió, pero cuando llegó a la casa encontró a Bayard anestesiado, y temporalmente incapacitado para hacer nuevos estragos; y cuando Miss Jenny y Narcissa Benbow se presentaron una hora más tarde, sin sospechar nada, ya lo habían vendado y se hallaba otra vez consciente. Ellas no estaban al tanto de lo que había pasado pero, aunque Miss Jenny no reconoció el coche del doctor Alford, le bastó ver un automóvil desconocido para imaginarse lo peor.

—Ese loco ya ha conseguido matarse —dijo, y apeándose del coche de Narcissa se abalanzó sobre la casa como un nublado.

Bayard estaba tumbado en la cama, pálido, inmóvil y un tanto avergonzado. El viejo Bayard y el médico salían en aquel momento, y Miss Jenny esperó a que abandonaran la habitación para enfurecerse y reñirlo y acariciarle el pelo mientras Simón, en el rincón entre la cama y la pared, asentía con la cabeza y gemía.

—¡Así es, Miss Jenny, como usted dice! ¡Cuántas veces no se lo habré advertido yo!

Después Miss Jenny salió del cuarto y descendió a la veranda donde el doctor Alford se había inmovilizado en impecable gesto de despedida. El viejo Bayard también esperaba, sentado ya en el coche. Al aparecer Miss Jenny el doctor se animó de nuevo para completar la despedida con su rigidez habitual, y él y el viejo Bayard se alejaron por la avenida.

Miss Jenny miró a su alrededor, primero en la veranda y luego en el vestíbulo.

—¿Dónde…? —dijo; luego alzó la voz—: ¡Narcissa!

Se oyó una respuesta y Miss Jenny añadió:

—¿Dónde estás?

De nuevo le contestó la voz de Narcissa y al entrar en la casa, Miss Jenny vio el vestido blanco de la muchacha en la penumbra de la sala de las visitas. Estaba sentada en el taburete del piano.

—Está despierto —dijo Miss Jenny—. Puedes subir a verlo.

La otra se levantó, volviéndose hacia la luz.

—¿Qué te pasa? —quiso saber Miss Jenny—. Tienes mucho peor aspecto que él. Estás más blanca que una pared.

—Nada —contestó Narcissa—. No me pasa nada.

Miró fijamente a Miss Jenny, apretando los puños contra las caderas.

—Tengo que irme —dijo, saliendo de la sala—. Es tarde y Horace…

—Pero puedes subir un momento y hablar con él, ¿no es cierto? —preguntó Miss Jenny, observándola con curiosidad—. No hay sangre, si es eso lo que te da miedo.

—No es eso —contestó Narcissa—. No tengo miedo.

Miss Jenny se acercó a ella con ojos inquisitivos, llenos de curiosidad.

—Bueno, de acuerdo —le dijo amablemente—, si no te apetece… Como estabas aquí pensé que te gustaría ver que no le ha pasado nada grave. Pero no lo hagas si no tienes ganas.

—Sí, sí que tengo ganas.

Pasó al lado de Miss Jenny y cruzó el vestíbulo. Al llegar al pie de la escalera se detuvo hasta que Miss Jenny la alcanzó; luego subieron la escalera juntas, muy deprisa y Narcissa con la cara vuelta.

—¿Qué te pasa? —preguntó Miss Jenny, tratando de verle el rostro—. ¿Qué es lo que te sucede? ¿Te has enamorado de él?

—¿Enamorada?… ¿de él, de Bayard?

Se detuvo un momento y luego aceleró el paso, agarrándose al pasamanos. Empezó a reír ahogadamente y se tapó la boca con la otra mano. Miss Jenny siguió subiendo a su lado, llena de fría curiosidad. Narcissa apresuró el paso. Al llegar al rellano se detuvo de nuevo, todavía con la cara vuelta, y esperó a que Miss Jenny la precediera; delante de la puerta de la habitación de Bayard se paró otra vez, apoyándose contra ella, tratando de dominar la risa y los estremecimientos. Después entró en la habitación; Miss Jenny estaba junto a la cama, mirándola.

En el cuarto persistía aún el olor dulzón a éter; Narcissa se acercó a ciegas a la cama y se quedó junto a ella, retorciéndose las manos. El rostro de Bayard estaba pálido y en calma, como una máscara cincelada, levemente retocada por la sombra de la violencia ya extinguida. Él la estaba mirando y durante un rato Narcissa lo contempló, y Miss Jenny, la habitación y todo lo demás desaparecieron.

—Bruto, más que bruto —dijo ahogadamente—. ¿Por qué tienes siempre que hacer estas cosas donde no tengo más remedio que verte?

—No sabía que estabas allí —contestó Bayard casi sin voz, vagamente asombrado.

Cada dos o tres días, a petición de Miss Jenny, Narcissa iba a casa de los Sartoris, se sentaba junto a la cama de Bayard y leía en voz alta. A él los libros no le interesaban en absoluto; parece dudoso que alguna vez hubiera leído algún libro por propia iniciativa; pero yacía inmóvil dentro de su escayola mientras la voz de contralto de Narcissa resonaba hora tras hora en la habitación adormecida. A veces Bayard trataba de hablar con ella, pero Narcissa ignoraba sus intentos y seguía leyendo; si insistía, se marchaba y lo dejaba solo. De manera que Bayard aprendió en seguida a quedarse quieto, de ordinario con los ojos cerrados, viajando a solas por los yermos sombríos de su desesperación, mientras la voz de la muchacha subía y bajaba como una marea sobre los sonidos más distantes que los rodeaban: Miss Jenny regañando a Simón o a Isom en el piso bajo o en el jardín; el gorjear de los pájaros en el árbol que crecía junto a la ventana; el gruñido incesante de la bomba de agua debajo del establo. A veces, Narcissa dejaba de leer y al mirarlo descubría que estaba plácidamente dormido.