ERA la tarde del recital de la pequeña Belle, punto culminante de su año musical. Durante toda la velada Belle no le había mirado ni dicho una sola palabra, incluso cuando —entre los invitados que se arracimaban a la puerta y mientras Harry trataba de persuadirle para subir a tomar un último trago— la sintió junto a sí por un instante, así como el fuerte perfume que usaba siempre. Pero tampoco entonces le dijo nada y, después de librarse de Harry, la puerta se cerró, ocultando a la pequeña Belle y la lustrosa calva de su padre. Al volverse hacia la oscuridad, Horace descubrió que Narcissa no le había esperado y avanzaba ya por el sendero camino de la calle.
—Si vas en la misma dirección que yo, te acompaño —exclamó.
Ella no respondió ni disminuyó su paso, como tampoco lo aceleró cuando él se puso a su altura.
—¿Por qué será —comenzó Horace— que las personas mayores ponen tanto interés en que los niños hagan cosas ridículas? ¿Qué opinas tú? Belle ha llenado la casa de gente que no le interesa y que en su mayor parte desaprueban su conducta y ha hecho que la pequeña Belle se acueste tres horas más tarde de lo habitual; el resultado es que Harry está medio borracho, Belle de un humor insoportable, la pequeña Belle demasiado excitada para dormirse y que tú y yo lamentamos haber salido de casa.
—¿Por qué has venido entonces? —preguntó Narcissa fríamente.
Horace acusó el golpe inmediatamente. Siguieron andando por una zona a oscuras, hacia la luz del farol más próximo. A su alrededor, las ramas de los árboles destacaban como corales negros en un océano amarillo.
—Vaya —dijo Horace. Y añadió después—. Ya he visto que esa gata vieja estaba hablando contigo.
—¿Por qué llamas gata vieja a Mrs. Marders? ¿Porque me contó algo que me incumbe y que el resto de la gente parece saber ya?
—Es eso lo que te ha contado, ¿verdad? Me lo estaba temiendo… —deslizó el brazo por dentro del de ella, que se mostró completamente pasivo—. Mi querida Narcy.
Atravesaron el amplio redondel de luz y se adentraron de nuevo en la oscuridad.
—¿Es cierto? —preguntó ella al cabo de un rato.
—Te olvidas de que mentir es parte del combate por la supervivencia —dijo él—. Es la manera que tienen los insignificantes seres humanos de manipular las circunstancias para que se ajusten a la imagen preconcebida que tienen de sí mismos como figuras del mundo. Su venganza contra los dioses siniestros.
—¿Es cierto? —insistió Narcissa.
Siguieron andando del brazo, ella seria y perseverante y esperando; él elaborando y descartando frases mentalmente, sin dejar por ello de encontrar tiempo para divertirse al tomar conciencia una vez más de su total impotencia ante la constancia de su hermana.
—De ordinario la gente no miente sobre cosas que no les afectan —contestó cansadamente—. El mundo les tiene sin cuidado aunque nunca pierden el interés en sus propias vidas. Sobre todo cuando los hechos son mucho más divertidos que las historias que ellos pudieran inventar —añadió.
Narcissa se separó de él con tranquila determinación.
—Narcy…
—No —dijo—. No me llames así.
La esquina siguiente, donde había otro farol encendido, era la suya; allí torcerían. Sobre los muros vegetales de la calle, que casi formaban un túnel al arquearse, los dioses siniestros los contemplaban con sus ojos sin color, de párpados inmóviles. Horace metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y durante unos instantes también él se inmovilizó mientras sus dedos examinaban el objeto desconocido que habían encontrado allí. Luego lo sacó: una hoja de papel grueso, con dos dobleces, que aún conservaba trazas de un perfume agobiante. Un perfume familiar, y sin embargo momentáneamente desconcertante, como un rostro mirándolo desde un tapiz. El rostro tardaría muy poco en concretarse, pero mientras sostenía la nota y buscaba el rostro por los corredores de su momentánea confusión, su hermana, otra vez junto a él, habló de pronto y con dureza.
—¡Todo tú hueles a ella! ¡Es una mujer atroz, Harry!
—Lo sé —contestó él tristemente—. Lo sé muy bien.
Estaba bien entrado el mes de junio y el aroma de los jazmines trasplantados de Miss Jenny se introducía persistentemente en la casa, rodeándola de constantes oleadas que se acumulaban como un prolongado acorde de violas. Las flores tempranas habían desaparecido, y los pájaros, después de comerse todas las fresas, se pasaban el día en las higueras, esperando a que maduraran; las zinias y las espuelas de caballero florecían sin la colaboración de Isom a quien, como Caspey había vuelto más o menos a la normalidad y la época de recoger las cosechas estaba todavía lejos, podía encontrarse en el lado sombreado del seto de aligustre que corría paralelo a la verja del jardín, recortando una a una las hojas de un tallo con unas tijeras de cortar el pelo a las mulas hasta que Miss Jenny volvía a casa, momento que aprovechaba para retirarse a descansar el resto de la tarde tumbado pacíficamente a la orilla del arroyo, con el sombrero echado sobre los ojos y una caña de pescar sujeta entre los dedos de los pies.
Simón se ocupaba de insignificancias entre quejas constantes. Su guardapolvo y el sombrero de copa acumulaban polvo y briznas de paja en el clavo del cuarto de los arreos, mientras los caballos de tiro engordaban cada vez más y se volvían más insolentes y perezosos, pastando de la mañana a la noche. El guardapolvo y el sombrero sólo abandonaban el clavo, y los caballos sólo volvían a ocupar su lugar delante del vehículo una vez a la semana: los domingos para ir a la iglesia. Miss Jenny decía que llevaba demasiado camino hecho para arriesgar su salvación trasladándose a la iglesia a cincuenta millas por hora; que no andaba sobrada de méritos, especialmente si se consideraba que era ella quien tendría que hacer entrar en el paraíso de alguna manera el alma del viejo Bayard, que se dedicaba todas las tardes a correr por las carreteras como un loco en compañía de su nieto, siempre a punto de romperse la crisma. En cuanto al alma del joven Bayard, Miss Jenny no sentía la menor preocupación: aquel no la tenía.
Mientras tanto el joven Bayard recorría las plantaciones, acosando a los arrendatarios negros con su característica frialdad, y con unos pantalones de color caqui y unas botas camperas que le habían costado catorce guineas, ponía en marcha la maquinaria agrícola y conducía un tractor que el viejo Bayard había comprado por consejo suyo: de momento casi se había vuelto una persona civilizada. Sólo iba a la ciudad de cuando en cuando, a caballo en muchos casos, y en conjunto su vida se había convertido en algo tan convenientemente inocuo que tanto su tía como su abuelo se estaban poniendo nerviosos, incapaces de creer en un futuro sin catástrofes.
—Fíjate en lo que te digo —le dijo Miss Jenny a Narcissa el día que fue de nuevo a visitarla—. Está acumulando maldad: el día menos pensado estallará toda junta y se armará una buena. Sólo Dios sabe la que organizará… Quizá Isom y él se monten uno en el coche y otro en el tractor y hagan una carrera de obstáculos… ¿A qué vienes? ¿Has recibido otra carta?
—He recibido varias más —contestó Narcissa quitándole importancia—. Las estoy guardando hasta que tenga suficientes para un libro, y entonces se las traeré todas para que las lea.
Miss Jenny estaba frente a ella, erguida como un centinela perfectamente adiestrado, con su característico aire de fría eficiencia gracias al cual vendedores, representantes y extraños en general cometían absurdas equivocaciones al enfrentarse con ella, convencidos antes ya de empezar de la inevitabilidad de su fracaso. Su huésped se quedó inmóvil, con el lacio sombrero de paja sobre las rodillas.
—He venido sólo a verla a usted —añadió, y por un momento apareció en su rostro un gesto tal de desesperación que Miss Jenny se irguió todavía más en el asiento y contempló a Narcissa con sus inquisitivos ojos grises.
—¿Qué es ello, chiquilla? ¿Es que ese hombre se te ha metido en casa?
—No, no —la expresión había desaparecido, pero Miss Jenny siguió contemplándola con aquella mirada penetrante que parecía ver mucho más de lo que uno pensaba… o deseaba—. ¿Quiere que toque el piano? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, ¿no es cierto?
—De acuerdo —asintió Miss Jenny—, si te apetece hacerlo.
Había polvo en el piano; Narcissa levantó la tapa con cierta timidez.
—Si me permite que vaya a buscar un trapo…
—Ya me encargo yo —dijo Miss Jenny; luego, cogiendo su falda por el dobladillo, limpió el teclado de un manotazo—. Con eso es suficiente.
Después acercó una silla que estaba detrás del piano y se instaló en ella. Sumida en sus reflexiones seguía contemplando el perfil de Narcissa, pero muy pronto las viejas melodías despertaron de nuevo sus recuerdos y durante un rato su mirada se hizo más remota y la muchacha y el sufrimiento que había aparecido momentáneamente en su cara se fue perdiendo en las muertas veladas juveniles de Miss Jenny, en sus ya superados aunque permanentes dolores, y pasó algún tiempo antes de que se diera cuenta de que la otra lloraba en silencio mientras seguía tocando.
Sin levantarse, Miss Jenny se inclinó hacia adelante y tocó a Narcissa en el brazo.
—Vamos, vamos: dime lo que te pasa —le ordenó.
Y Narcissa se lo contó tranquilamente, con su grave voz de contralto, mientras de sus ojos seguían manando las lágrimas mansamente.
—Humm —dijo Miss Jenny—. Era de esperar tratándose de un hombre que tiene tan poco que hacer como Horace. No entiendo por qué te afecta tanto.
—Es que esa mujer —gimió Narcissa de repente, como una niñita, escondiendo el rostro entre las manos—, ¡es un ser inmundo!
Miss Jenny buscó en el bolsillo de su falda y le alargó un pañuelo de hombre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿No se lava con frecuencia?
—No, no me refiero a eso. Quiero decir que… —Narcissa se volvió de pronto y apoyó la cabeza sobre el piano.
—Oh —dijo Miss Jenny—. Todas las mujeres son así, si te refieres a eso.
Siguió sentada, tan fieramente erguida como siempre, contemplando los hombros de su joven amiga, estremecidos por los sollozos.
—Humm —dijo de nuevo—. Horace ha pasado tantos años educándose que no ha tenido tiempo de aprender nada… ¿Por qué no lo paraste a tiempo? ¿No te diste cuenta de lo que pasaba?
La otra lloraba ya más resignadamente. Se incorporó y se limpió los ojos con el pañuelo de Miss Jenny.
—Empezó antes de que Horace se marchara a la guerra. ¿No se acuerda?
—Creo recordar una larga serie de cotilleos femeninos. De todas formas, ¿quién te lo ha dicho? ¿Horace?
—Ha sido Mrs. Marders. Y luego también me lo dijo Horace. Pero nunca creí que él… nunca pensé… —su cabeza se recostó de nuevo sobre el piano, oculta entre sus brazos—. Yo no le hubiera tratado de esa manera.
—Así que fue Sarah Marders, ¿eh? Podría habérmelo imaginado… Admiro los caracteres fuertes, aunque sean detestables —hizo saber Miss Jenny—. Bueno, llorando no vas a arreglar nada —se alzó enérgica—. Ya pensaremos qué es lo que se puede hacer. Aunque de momento yo le dejaría seguir adelante; no le vendría nada mal que ella cambiara de actitud y lo utilizara como felpudo… Es una pena que Harry no tenga nervio suficiente para… más bien imagino que se alegrará; yo me pondría más contenta que unas pascuas, desde luego… Vamos, vamos —dijo, al advertir la expresión de asombro y alarma en el rostro de Narcissa—, no creo que Harry le haga el menor daño. Sécate las lágrimas. Será mejor que vayas al cuarto de baño y te arregles un poco. Bayard llegará de un momento a otro y no querrás que note que has estado llorando.
Narcissa lanzó una mirada furtiva hacia la puerta y se dio unos precipitados golpecitos en las mejillas con el pañuelo de Miss Jenny.
A veces Horace la buscaba por la casa, o cruzaba la avenida y descendía hasta el sitio donde ella se instalaba, vestida con uno de los trajes blancos que a él le gustaban tanto bajo el roble en el que todas las tardes venía a cantar un sinsonte, para mostrarle el resultado de su último experimento en la fabricación de cristal. Había completado cinco recipientes de colores distintos, todos casi perfectos, y cada uno con su nombre propio. Y en cuanto los acababa y todavía sin terminar de enfriarse, atravesaba el césped hasta donde ella estaba sentada con un libro, o quizá con una sorprendida visitante, desaliñado, con la ropa llena de manchas, llevándole las vasijas, que yacían púdicas y frágiles como burbujas en sus manos cubiertas de hollín, y el rostro también ennegrecido por el humo y un poco enojado, lleno de pasión, delicado y austero.