HORACE se acomodó en seguida a la ordenada monotonía de los días repartidos entre el despacho y la casa; se familiarizó de nuevo con los solemnes y anticuados volúmenes forrados en piel que nadie había tocado durante su ausencia y en cuyas polvorientas encuadernaciones podrían encontrarse aún huellas de los dedos muertos de Will Benbow; por las tardes jugaba un poco al tenis, de ordinario en la excelente pista de Harry Mitchell; y a las cartas después de cenar, también con Belle y Harry la mayoría de las veces o, mejor aún, pasaba las veladas acudiendo a la magia siempre accesible que nunca le defraudaba, la de las páginas impresas, mientras su hermana se sentaba al otro lado de la mesa o tocaba el piano en sordina en la habitación a oscuras al otro extremo del vestíbulo. De cuando en cuando venían hombres a visitarla; Horace los recibía con inalterable cortesía y cierto grado de exasperación, y acababa marchándose a pasear por las calles o se iba a leer a la cama. El doctor Alford aparecía, lleno de envaramiento, una o dos veces por semana, y Horace, que era algo aficionado a la casuística, se divertía despuntando dardos metafísicos, con un delicado penacho de plumas, contra la imperturbable piel científica del médico por espacio de una hora aproximadamente; y sólo entonces se daban cuenta de que Narcissa no había dicho una palabra durante sesenta, setenta u ochenta minutos.
—Vienen a verte por eso precisamente —le dijo Horace—. Emocionalmente, estas visitas son para ellos como un tratamiento médico, como si se dieran baños de lodo para curarse el reumatismo.
La tía Sally había vuelto a su casa, con la bolsa de retales de distintos colores y los dientes postizos, dejando tras de sí la impalpable certeza de unos derechos, nebulosos pero reales, obtenidos mediante algún innominado sacrificio personal, y un débil olor de ajada carne femenina que desaparecía muy lentamente de las habitaciones, demorándose en sitios inesperados, hasta el punto de que Narcissa, al despertarse a oscuras por la noche y disfrutar del placer sensual de saber que Horace estaba otra vez en casa, se imaginaba oír, mezclados con los innumerables y oscuros sonidos que formaban el silencio de la casa, los suaves y plácidos ronquidos de tía Sally.
Algunas veces la sensación de su presencia era tan clara que Narcissa hacía repentinamente una pausa y pronunciaba su nombre en una habitación vacía. Y a veces la tía Sally contestaba, porque había usado nuevamente la prerrogativa de presentarse sin avisar a cualquier hora para ver qué tal se iban desenvolviendo y para lamentarse quejumbrosamente de la situación en su propia casa. La tía Sally era vieja, demasiado vieja, para acomodarse fácilmente al cambio, y le resultaba difícil aceptar las costumbres de sus hermanas después de pasar una larga temporada en una casa en la que todo el mundo cedía ante ella en los asuntos domésticos. En su casa, la hermana mayor gobernaba eficientemente pero con mal genio; y ella y su hermana más pequeña insistían en tratar a tía Sally como la niña que había sido sesenta y cinco años antes, y a supervisar con rigor y excesiva minuciosidad todo lo relativo a su dieta, a su ropa y a su horario.
—No me dejan ir en paz ni al cuarto de baño —se lamentaba, quejumbrosa—. Estoy casi decidida a hacer las maletas, volverme aquí y dejarles que se las entiendan como puedan.
Malhumorada, se balanceaba en la mecedora que por tácito acuerdo nadie le disputaba, mientras examinaba la habitación con una mirada turbia, cansada, pero siempre dispuesta a encontrar motivos de queja.
—Esa negra apenas limpia desde que me marché. Esos muebles, por ejemplo… con un paño húmedo…
—Me gustaría que volviera a vivir contigo —le dijo a Narcissa la hermana mayor, Sophia—. Se ha vuelto tan quisquillosa que no es posible vivir con ella. ¿Cuál es esa nueva afición de Horace? ¿Hacer objetos de vidrio?
Los apropiados crisoles y retortas habían llegado intactos. Al principio Horace había insistido en usar el sótano, quitando de allí la cortadora del césped, los utensilios del jardín y todas las demás cosas acumuladas; tenía intención de tapiar las ventanas y convertirlo en una mazmorra. Pero Narcissa consiguió convencerle para que usara el piso alto del garaje. Instaló allí su horno, logrando, después de cuatro intentos frustrados, una vasija casi perfecta de ámbar claro, más grande, más elegante y más castamente serena que la primera. Horace la había puesto en su mesilla de noche, llamándola con el nombre de su hermana en los momentos rapsódicos en que tomaba conciencia del valor de la paz y de cómo alcanzarla inmaculadamente, y apostrofando a las dos imparcialmente con «Oh, tú, novia aún inviolada de la quietud».[14]
Destocado, con pantalones de franela, una chaqueta azul con el emblema de su club de Oxford bordado sobre el bolsillo del pecho y la raqueta debajo del brazo, Horace dobló la esquina de la casa, apareciendo ante él la pista completa y sus dos ocupantes en fluida y violenta actividad. Detrás de una arcada de pilastras blancas y vigas decoradas con enredaderas, Belle, rodeada de todos los frágiles y armoniosos utensilios que la ocasión requería, daba la impresión de ser una mariposa. Dos personas la acompañaban, en brillante relieve contra el oscuro follaje de los mirtos todavía sin florecer. La otra mujer (el tercer miembro del grupo era una jovencita vestida de blanco, con un austero flequillo color de miel y una raqueta de tenis sobre las rodillas) le dijo unas palabras y Belle le saludó con una especie de lánguida y desolada posesividad. Su mano era cálida, prensil, como mercurio derramado, capaz de explorar suavemente la palma de Horace con huesos delicados y carne perfumada e impaciente. Sus ojos eran como uvas de invernadero y su boca rojamente móvil destilaba descontento.
Se había quedado sin Meloney, le dijo.
—Meloney se ha dado cuenta de que tu distinción era falsa —respondió Horace—. Probablemente te descuidaste. Tu elegancia es muy inferior a la suya. Estoy seguro de que no soñabas con engañar eternamente a alguien que aporta tanta rígida incomodidad a la simple función de comer y beber como Meloney sabe hacerlo, ¿no es cierto? ¿O acaso se ha vuelto a casar?
—Se ha metido en negocios —contestó Belle de mala gana—. Un salón de belleza. ¿Por qué? No soy capaz de entenderlo. Ese tipo de cosas nunca prospera aquí. ¿Te imaginas a las mujeres de Jefferson manteniendo un salón de belleza, con la excepción de nosotras tres? Mrs. Marders y yo quizá fuésemos; estoy segura de que lo necesitamos, pero a Frankie, ¿qué falta le hace?
—Lo que me gustaría saber —dijo la otra mujer— es de dónde ha salido el dinero. La gente pensaba que quizá se lo hubieras dado tú, Belle.
—¿Desde cuándo me dedico yo a la beneficencia pública? —replicó Belle con frialdad. Horace sonrió débilmente.
Mrs. Marders dijo:
—Vamos, Belle, todos sabemos que tienes muy buen corazón; no seas modesta.
—He hablado de beneficencia pública —insistió Belle.
Horace intervino rápidamente:
—Bueno; Harry cambiaría una doncella por un buey en cualquier momento. Por lo menos se evitaría un gasto considerable en bebidas alcohólicas, porque no tendría que contrarrestar los efectos de tu té en un considerable número de estómagos masculinos con los que no tiene la menor relación. Imagino que ya no se volverá a tomar el té aquí, ¿no es cierto?
—No seas tonto —dijo Belle.
Horace respondió:
—Ahora me doy cuenta de que yo no venía por el tenis, sino por la inconmensurable cantidad de incómoda superioridad con la que me enfrentaba siempre cuando Meloney me servía el té… He visto a tu hija mientras venía.
—Debe de andar por ahí, creo —asintió Belle con tono indiferente—. Todavía no has ido a cortarte el pelo —hizo notar—. ¿Por qué será que los hombres no tienen el menor sentido común en lo relativo a las peluquerías? —dijo sin dirigirse a nadie en particular. La de más de edad los contemplaba con interés pero con frialdad por encima de sus dos papadas. La jovencita seguía tranquilamente sentada con su conjunto de una blancura virginal, la raqueta en el regazo y una mano morena descansando encima como un dormido cachorro bronceado. Miraba a Horace con sincero interés pero sin descortesía, como hacen los niños—. O se niegan por completo a ir a la peluquería o insisten en que les embadurnen la cabeza con pomadas y cosas así —añadió Belle. —Horace es un poeta —dijo la otra mujer. Su carne colgaba de los huesos de sus mejillas como lujoso terciopelo levemente ajado; sus ojos eran como los ojos de un pavo viejo, rapaces, sin parpadeos, un tanto obscenos—. A los poetas hay que perdonarles las cosas que hacen. No debes olvidarlo, Belle.
Horace le hizo una inclinación de cabeza. —El tacto de las personas de tu sexo no falla nunca —dijo—. Mrs. Marders es una de las pocas personas que conozco capaz de valorar la abogacía como se merece.
—Es una ocupación como otra cualquiera, imagino —respondió Belle—. Hoy has llegado tarde. ¿Por qué no ha venido Narcissa?
—Me refiero a catalogarme como poeta —explicó Horace—. El derecho, como la poesía, es el último recurso de los lisiados, los cojos, los imbéciles y los ciegos. Me atrevería a decir que César inventó la abogacía para protegerse contra los poetas.
—¡Qué listo eres! —dijo Belle.
La muchachita habló de repente.
—¿Por qué le preocupa lo que los hombres se pongan en el pelo, Miss Belle? Mr. Mitchell está calvo.
La otra mujer se echó a reír untuosamente, sin altibajos, contemplándolos a los dos con sus ojos sin párpados que no reían en absoluto. Miraba a Belle y a Horace y seguía riendo sin altibajos, lúcida y fríamente—. «De la boca de los niños…» —dijo.
La muchachita los contempló a todos con sus ojos claros y serios. Luego se puso en pie.
—Iré a ver si me dejan jugar un set —dijo.
Horace también inició un movimiento.
—Vamos a ver si tú y yo… —empezó a decir. Sin volver la cabeza, Belle lo tocó con la mano.
—Siéntate, Frankie —ordenó—. No han terminado todavía. No debiera usted reírse tanto con el estómago vacío —le dijo a la otra mujer—. Haz el favor de sentarte, Horace.
La muchacha siguió en pie, con esbelto y desgarbado encanto, empuñando la raqueta. Miró un momento a Belle y luego volvió otra vez la cabeza hacia la pista. Horace se sentó en la silla que estaba más allá de Belle; su mano se reunió con la de él, mediante un preciso movimiento muchas veces repetido, e inmediatamente quedó completamente pasiva; como si se hubiera desconectado una corriente eléctrica en algún sitio: como alguien que entra en una habitación oscura buscando algo y cuando lo encuentra apaga otra vez la luz.
—¿No te gustan los poetas, Frankie? —preguntó Horace. El cuerpo de Belle quedaba entre los dos.
—No saben bailar —contestó la muchacha—. Aunque en realidad no tengo nada contra ellos. Los buenos al menos fueron a la guerra. Había uno que jugaba bien al tenis. Lo mataron. He visto su fotografía, pero no me acuerdo del nombre.
—No empecéis a hablar de la guerra, por favor —dijo Belle. Su mano se movió dentro de la de Horace—. Me he pasado dos años escuchando a Harry. Explicándome por qué no podía ir. Como si a mí me importara si iba o no.
—Tenía una familia que mantener —sugirió Mrs. Marders con expresión radiante.
Belle se había reclinado a medias, la cabeza contra el respaldo de la silla, y su mano oculta seguía moviéndose lentamente dentro de la de Horace, explorando y girando sin cesar como una voluntad separada, llena de curiosidad pero sin calor.
—Algunos eran aviadores —continuó la muchacha. Seguía en pie, con una cadera casi infantil apoyada contra la mesa y la raqueta debajo del brazo, pasando las páginas de una revista. Luego la cerró y contempló de nuevo las dos figuras y sus esbeltas evoluciones sobre la pista—. Una vez bailé con uno de los Sartoris. Estaba demasiado asustada para enterarme de con cuál de los dos. No era más que una niña.
—¿Eran poetas? —preguntó Horace—. Me refiero al que ha vuelto. Ya sé que el otro, el muerto, lo era.
—Por lo menos ese coche que tiene lo sabe conducir deprisa —contestó ella, sin dejar de mirar a los jugadores, con su pelo liso (era la primera que llevaba el pelo muy corto en la ciudad), ni castaño ni dorado, su breve nariz y sus manos morenas, sujetando siempre la raqueta.
Belle se removió en la silla y soltó la mano de Horace.
—Id a jugar, vamos —dijo—. Me ponéis nerviosa.
Horace se levantó con presteza.
—Vamos, Frankie. Tú y yo contra ellos.
Ocuparon la pista, emparejados contra los dos jóvenes. Horace era un tenista excepcional, irregular pero brillante. Alguien que conociera bien el juego y tuviera paciencia y sangre fría podría haberle derrotado sin dificultad capitalizando sobre sus fallos. Pero no aquellos dos. Su compañera trataba de alcanzar demasiadas pelotas, pero normalmente Horace lograba imponerse mediante golpes audaces o una estrategia que ocultara los defectos de sus presupuestos tácticos.
Justo en el momento en que Horace ganaba el último punto apareció Harry Mitchell con unos ajustados pantalones de franela, camisa blanca de seda y unas barrocas playeras deportivas que costaban veinte dólares. Con su nueva raqueta con la correspondiente funda de cuero y la prensa, se quedó de pie junto al cuadro perfectamente estudiado que componía su mujer, luciendo sus piernas rechonchas, su calva cabeza redonda y su mandíbula prominente de dientes cariados. Muy pronto, en cuanto se le hubiera hecho beber su taza de té, congregaría a todos los hombres presentes y les haría atravesar la casa hasta llegar a su cuarto de baño para darles whisky, no sin antes mandar una copa a Rachel, la cocinera. Harry era capaz de darle la camisa a cualquier amigo. Se dedicaba a especular con el algodón y lo hacía muy bien; feo como un pecado, con un corazón de oro, dogmático y hablador, estuvo llamando «madrecita» a su mujer hasta que Belle consiguió quitarle la costumbre.
Horace y su compañera salieron juntos de la pista y se acercaron al grupo.
Mrs. Marders parecía haber hundido sus colgantes papadas en la taza de té que se llevaba a los labios.
La muchacha se volvió hacia él con ensayada cortesía.
—Gracias por jugar conmigo —dijo—. Llegaré a hacerlo mejor, espero. Las ganaremos —añadió, sin considerar necesarias más precisiones, al parecer.
—Tú y esa mocita les habéis hecho toda una demostración, ¿no es cierto? —dijo Harry Mitchell, mostrando sus dientes descoloridos. Su pesada mandíbula se estrechaba muy deprisa hasta quedar cortada abruptamente, dándole una expresión de belicoso desconcierto.
—Fue sólo Mr. Benbow —corrigió la muchacha con su nítida voz, sentándose en la silla junto a Belle—. Yo estaba siempre descolocada.
—Horace —dijo Belle—. Se te enfría el té.
El servicio de té lo había traído el jardinero, mozo de establo y chófer, reclutado provisionalmente para sustituir a Meloney, y que desprendía un fuerte aroma a caucho vulcanizado y a amoníaco. Mrs. Marders sacó las papadas de la taza.
—Horace juega demasiado bien —dijo—. Los demás no pueden compararse con él. Has sido afortunada teniéndolo por compañero, niña.
—Sí —dijo la muchacha—. No creo que se arriesgue otra vez.
—Tonterías —replicó Mrs. Marders—. Horace lo ha pasado muy bien jugando contigo. Con una chica tan joven y tan llena de vida. ¿No lo has notado, Belle?
—Belle no contestó. Le sirvió el té a Horace y en aquel momento la hija de Belle apareció cruzando el césped con su traje amarillo azafranado. Sus ojos eran como estrellas, más suaves y acuosos que los de un ciervo, y resplandecieron al mirar a Horace.
—¿Qué hay, Titania?[15] —dijo él.
Belle giró a medias la cabeza, con la tetera levantada; Harry dejó su taza en la mesa, y fue a poner una rodilla en tierra por donde tenía que pasar su hija como quien se dispone a juguetear con un cachorro. La niña se acercó, mirando siempre a Horace con radiante y acuosa timidez, y permitió que su padre la abrazara y la acariciara con sus manos anchas, de dedos cortos.
—La niña mimada de su papá —dijo Harry. Ella consintió que le arrugara el vestido, aunque con algún síntoma de impaciencia; sus ojos se escapaban, brillando de nuevo.
—No te arruges el vestido —dijo Belle. La niña se apartó de las manos de su padre con meticulosa prontitud—. ¿Qué sucede? —preguntó su madre—. ¿Por qué no juegas?
—No pasa nada. Quería volver a casa.
Se acercó con desconfianza hasta la silla de su madre.
—Di algo a nuestros invitados —dijo Belle—. ¿No te han enseñado a saludar a las personas mayores?
La niñita lo hizo, tímidamente pero sin equivocarse, saludándolos a todos por orden y su madre se volvió para acariciarle los suaves cabellos lisos.
—Ahora vete a jugar. ¿Por qué quieres estar siempre con las personas mayores? No te interesa lo que estamos haciendo.
—Déjala que se quede, mamá —dijo Harry—. Quiere ver cómo su papá y Horace juegan al tenis.
—Ya te puedes ir —añadió Belle, acompañándose con una última palmadita y sin hacer el menor caso a Harry—. Y no te manches el vestido.
—Sí, mamá —consintió la niña, girando obedientemente, no sin antes lanzar a Horace otra mirada luminosa. Él la siguió con la vista y vio cómo Rachel abría la puerta de la cocina y hablaba con ella al pasar; la niña se dio en seguida la vuelta y subió los escalones hasta entrar en la cocina.
—¡Qué niña tan bien educada! —dijo Mrs. Marders.
—¡Es tan difícil hacer carrera con ellos! —dijo Belle—. Tiene algunos rasgos de su padre. Harry, bébete el té.
Harry alzó la taza y sorbió el tibio líquido, ruidosa y obedientemente.
—Bueno, grandullón, ¿qué tal si jugáramos un set? Esos monicacos creen que nos pueden ganar.
—Frankie quiere jugar otra vez —intervino Belle—. Déjale la pista un rato.
Harry estaba ocupado sacando la raqueta. Se detuvo y alzó su prominente mandíbula y sus ojos apagados, llenos de amabilidad.
—No, no —protestó en seguida la muchacha—. Ya he jugado bastante. Creo que prefiero mirar un rato.
—No seas tonta —dijo Belle—. Ellos pueden jugar en cualquier momento. Haz que la dejen jugar, Harry.
—Claro; que juegue la señorita —dijo Harry—. Por supuesto; juegue todo el tiempo que quiera.
Se inclinó de nuevo, metiendo la raqueta en su complicada funda, apretando tuercas aquí y allá, mientras su espalda denunciaba un enfado que tenía algo de infantil.
—Por favor, Mr. Mitchell —dijo la muchacha.
—Adelante —insistió Harry—. Vosotros, renacuajos, ¿por qué no organizáis un set con la señorita?
—No te preocupes —intervino Belle—. Horace y él pueden jugar en otro momento. Id vosotros a jugar, chicos. Aunque Harry tendrá que ser el cuarto, de todas formas.
Los dos jugadores se habían inmovilizado, esperando cortésmente.
—Vamos, Mr. Harry. Frankie y yo contra usted y Joe —dijo uno de ellos.
—Jugad un set vosotros —repitió Harry—. Tengo que discutir un asuntillo con Horace. Seguid sin mí.
Ignoró sus corteses protestas y los otros se situaron en la pista. Después le hizo a Horace un significativo movimiento de cabeza.
—Vete con él —dijo Belle—. Es como un niño. —Sin mirarlo, sin tocarlo, Belle conseguía rodear a Horace de una atmósfera de exquisitas promesas latentes. Mrs. Marders los contemplaba desde el otro lado de la mesa, con su taza de té, curiosa, despierta y calculadora—. A no ser que quieras jugar otra vez con esa niña tonta.
—¿Tonta? —repitió Horace—. Es todavía demasiado joven para ser inconscientemente tonta.
—Vete —dijo Belle—. Y vuelve pronto. Mrs. Marders y yo ya estamos cansadas la una de la otra.
Horace siguió los pasos cortos y bamboleantes y la calva intrepidez de su anfitrión hasta el interior de la casa. Desde la cocina, mientras pasaban, les llegó el tranquilo flujo de la voz de la pequeña Belle, relatando algún motivo de asombro, con alguna exclamación de Rachel de cuando en cuando como contrapunto. Una vez en el cuarto de baño, Harry sacó una botella del armario, y precedida por el lento retumbar de sus pisadas ascendentes, Rachel entró, sin llamar a la puerta, con una jarra de agua helada en la mano.
—¿Por qué no juegan si tienen ganas? —preguntó—. ¿Por qué permite que esa mujer lo trate a usted y a la niña como los trata? —insistió, dirigiéndose a Harry—. Tendría que darle una lección con un buen palo. Ensuciándome la cocina a las cuatro de la tarde. Y usted tampoco ayuda nada —le dijo a Horace—. Déme un traguito, Mr. Harry, haga el favor.
Alzó su vaso, el otro se lo llenó y Rachel salió pesadamente del cuarto de baño, con su contoneo de pato; la oyeron bajar las escaleras lenta y pesadamente sobre sus pies planos.
—Belle no saldría adelante sin Rachel —dijo Harry. Enjuagó dos vasos con agua helada y los dejó sobre el lavabo—. Habla demasiado, como todos los negros. Oyéndola se diría que Belle es una especie de animal salvaje, ¿no es cierto? Una tigresa o algo parecido. Pero Belle y yo nos entendemos. Con las mujeres hay que tener tolerancia, de todas formas. Son distintas de los hombres. Nacidas para llevar la contraria; se lamentan cuando no se las complace y también cuando se les dice que sí. —Añadió un poco de agua a su vaso. Luego siguió hablando con una asombrosa falta de continuidad—: Mataría al hombre que tratara de destrozar mi hogar como si fuera una víbora. Bueno, vamos a echarnos un trago, grandullón.
Acto seguido vertió agua helada en el vaso que acababa de vaciar, se la bebió de un trago y reanudó sus quejas.
—No consigo jugar en mi propia pista —dijo—. Belle invita a esos estúpidos todos los días. Lo que quiero es tener una pista en la que pueda jugar dos sets a buen ritmo cuando vuelvo del trabajo por la tarde. Como un aperitivo antes de la cena. Pero todos los días al llegar a casa me encuentro con una manada de jovencitas y de monicacos que vienen a usarla como si fuera una pista pública.
Horace bebió su whisky con más calma. Harry encendió un cigarrillo, tiró la cerilla al suelo y puso una pierna encima del lavabo.
—Imagino que tendré que hacer otra pista para uso mío y poner una alambrada con un candado para que Belle no organice allí sus picnics. Hay sitio de sobra junto a la verja de atrás. Sin árboles, además. Bastará colocarla a pleno sol para que Belle me deje usarla de cuando en cuando. Bueno; será cuestión de volver.
Llevó a Horace atravesando el dormitorio principal y se detuvo para enseñarle un nuevo rifle de repetición que acababa de comprar y para obligarle a aceptar un paquete de cigarrillos que importaba de Sudamérica. Luego descendieron y salieron a una tarde que se volvía ya atardecer. El sol estaba a la misma altura que la pista donde los tres jugadores saltaban y corrían con acompañamiento de suaves chasquidos rápidos de suelas de goma, siguiendo el huidizo impacto de la pelota. Mrs. Marders continuaba sentada con sus incesantes papadas, aunque estaba hablando de marcharse cuando ellos llegaron. Belle giró la cabeza, apoyándola contra el respaldo de la silla, pero Harry indicó a Horace que siguiera adelante.
—Vamos a buscar sitio para otra pista de tenis. Creo que voy a aficionarme yo también —le dijo a Mrs. Marders con desmañada ironía.
Cuando regresaron, Mrs. Marders se había marchado y Belle estaba sola, sumergida en la lectura de una revista. Un muchacho con un Ford destartalado había venido a buscar a Frankie, pero había aparecido otro joven y cuando Harry y Horace regresaron los tres muchachos reclamaron cortésmente que el dueño de la casa jugara con ellos.
—Horace es mejor —dijo Harry, evidentemente halagado—. Aprenderéis mucho más con él.
Pero Horace puso reparos; los otros siguieron insistiendo.
—Voy a coger la raqueta —dijo Harry finalmente, y Horace siguió con la vista la pesada carrera de su trasero mientras atravesaba la pista. Belle levantó un momento los ojos para mirarlos.
—¿Encontraste un sitio? —preguntó.
—Sí —contestó Harry, desenfundando otra vez la raqueta—. Un sitio donde de cuando en cuando podré jugar solo. Lo suficientemente lejos de la calle para que los que pasan por aquí no lo vean y se paren.
Pero Belle estaba otra vez leyendo. Harry desatornilló la prensa y sacó la raqueta.
—Jugaré un set. Después tú y yo podemos echar uno rápido antes de que oscurezca —le dijo a Horace.
—Sí —asintió el otro. Luego se sentó y vio cómo Harry avanzaba pesadamente sobre la pista, se colocaba en su sitio y devolvía el primer saque. En seguida Belle cerró la revista y la dejó caer sobre la mesa.
—Ven —dijo, levantándose. Horace la siguió; Belle fue precediéndolo mientras cruzaban el césped y entraban en la casa. Se oía moverse a Rachel en la cocina. Siguieron atravesando la casa, donde todos los ruidos se hacían remotos y los muebles brillaban envueltos en una suave calma, confundidos bajo la luz agonizante del atardecer. Belle puso su mano en la de él aprentándola contra su cadera a través de la fina tela del vestido, y lo llevó a través de un corredor oscuro hasta la sala de música. También esta habitación estaba silenciosa y vacía y allí Belle se detuvo apoyándose contra él, volviéndose a medias, y se besaron. Pero ella apartó la boca en seguida y siguió andando. Él sacó el taburete del piano, se sentaron cada uno a un lado y volvieron a besarse.
—No me has dicho que me quieres —dijo Belle, tocándole la cara y el sempiterno desorden de su pelo con las yemas de los dedos—. Hace mucho tiempo que no me lo dices.
—El tiempo que va de ayer a hoy —puntualizó Horace; pero se lo dijo de todas formas mientras ella apoyaba su pecho contra él, escuchándolo con una especie de voluptuosa y extasiada indiferencia, como un enorme gato inmóvil; y cuando él terminó y empezó a tocarle la cara y el pelo con manos delicadas y bulliciosas, Belle se apartó, abrió el piano y pulsó las teclas. Interpretó dulzonas melodías, aprendidas de oído, que respondían a la moda del momento y que cualquiera podía escuchar en un escenario de vodevil; tocaba con mecánica habilidad, recalcando sólo los matices almibarados. Permanecieron así durante algún tiempo, mientras la luz desaparecía y Belle habitaba otro vacío transitorio, repleto de descontento, construyendo un mundo por el que deambulaba romántica y delicadamente y de manera un tanto trágica, con Horace sentado junto a ella, contemplando no sólo a Belle en el dramático papel autoelegido, sino también a sí mismo actuando como pueda hacerlo un galán maduro a quien le clarea el cabello y empieza a traicionarle el perfil por culpa de la barbilla, pero capaz todavía de cambiar de registro sin necesidad de ensayos, mientras los actores más jóvenes se muerden amargamente las uñas entre bastidores.
En seguida se oyó otra vez el rápido retumbar de los pies de Harry subiendo las escaleras y el alboroto de su voz rasposa mientras llevaba a alguien al cuarto de baño utilizando la puerta de atrás. Belle dejó de tocar, e inclinó el cuerpo hacia Horace, para besarlo de nuevo, despaciosamente.
—Esto es intolerable —dijo, apartando la boca con un movimiento de cabeza. Por un instante resistió la presión de su brazo, luego sus manos cayeron discordantes sobre el teclado y en seguida regresaron, tensas, al cabello y a las mejillas de Horace. Belle volvió a apartar la boca.
—Ahora, ve a sentarte allí —le indicó.
Él la obedeció. Belle, al piano, quedaba casi en sombras. La luz de la tarde se esfumaba por momentos; sólo destacaba la línea de su cabeza inclinada y su espalda, trágica e inmóvil, que lograba crear en Horace la sensación de ser joven de nuevo. Nos gusta sorprendernos a nosotros mismos al doblar una esquina, como ancianas llenas de dudas que espían a sus criados, pensó. No, más bien como chiquitos que quieren estar en el cruce antes de que llegue el desfile.
—Siempre existe el divorcio —dijo él.
—¿Casarse otra vez? —sus manos se detuvieron en unos compases, que se mezclaron y desvanecieron en un motivo secundario para una sola mano. Por encima de sus cabezas Harry se movía pesadamente con su entrecortada manera de andar, haciendo retumbar la casa—. Serías un marido atroz.
—No podré serlo mientras no me case —contestó Horace.
Ella dijo:
—Ven aquí —él fue hacia ella, y en la penumbra Belle resultaba otra vez trágica, joven y familiar creando al mismo tiempo una obsesiva sensación de vacío, y Horace comprendió la triste fecundidad del mundo y la esperanzada desilusión del tiempo que se engaña a sí mismo—. Quiero tener un hijo tuyo —dijo ella, y en aquel momento su propia hija llegó desde el vestíbulo y se paró tímidamente ante la puerta.
Por un instante Belle se comportó como un desmañado animal loco de terror. Se separó de él con un violento gesto de rechazo; sus manos tropezaron con el teclado antes de que pudiera controlar su instintivo movimiento de huida, y dejaron en la penumbra una insensata reacción defensiva, extendiéndose en olas que se acumulaban y que también tenían a Horace por objeto.
—Entra, Titania —dijo Horace.
La niñita siguió en el mismo sitio, tímidamente, recortada en silueta. La brusquedad de su tono de voz puso de manifiesto el alivio que sentía Belle.
—Bueno, ¿qué quieres? —y añadió con un susurro dirigido a Horace—: Siéntate allí. ¿Qué es lo que quieres, Belle?
Horace se apartó un poco, pero sin levantarse.
—Tengo una nueva historia que contarte —le dijo a la niña.
Pero la pequeña Belle siguió inmóvil, como si no hubiera oído, y su madre dijo:
—Vete a jugar, Belle. ¿Por qué has entrado en casa? Todavía no es hora de cenar.
—Se ha ido todo el mundo —dijo ella—. No tengo a nadie con quien jugar.
—Entonces vete a la cocina y habla con Rachel —dijo Belle. Golpeó las teclas de nuevo, bruscamente—. Me preocupa lo indecible verte merodear por la casa.
La niñita siguió inmóvil en la puerta un momento más; luego se dio la vuelta obedientemente y desapareció.
—Siéntate allí —repitió Belle. Horace volvió a su silla y Belle tocó el piano muy fuerte y muy deprisa, con una fría habilidad que dejaba traslucir su tensión histérica. Arriba los pasos de Harry retumbaron de nuevo; le oyeron bajar las escaleras; hablaba con alguien; después las voces se alejaron hacia la parte trasera de la casa y desaparecieron. Belle siguió tocando; Horace aún sentía en la habitación a oscuras la crispación defensiva como una contracción muscular que perdura cuando el espasmo producido por el miedo ha desaparecido. Sin dejar de tocar, Belle preguntó:
—¿Te quedas a cenar?
Horace contestó que no, despertando de pronto. Ella no se levantó al hacerlo él, ni volvió la cabeza; Horace salió de la casa por la puerta principal para entrar en el anochecer de una primavera ya muy avanzada. Una estrella brillaba suavemente sobre los árboles inmóviles. Vio el coche nuevo de Harry delante del garaje. En aquel momento su dueño estaba haciendo algo en el motor, mientras el jardinero-chófer-y-mozo-de-establo sostenía una linterna sobre los prominentes relieves de su cabeza y su hija y Rachel miraban por encima de su espalda inclinada, acercando sus rostros, muy distintos pero igualmente interesados, al suave resplandor azulado de la linterna. Horace siguió andando camino de su casa. Antes de llegar a la estrecha calle en que vivía, los faroles lanzaron un destello y se apagaron para volver a lucir en seguida bajo las oscuras copas de los árboles.