HORACE BENBOW, con su limpio uniforme caqui que le sentaba horriblemente mal, pero que servía para acentuar su aspecto de elegante y delicada futilidad, y cargado con una asombrosa impedimenta de mochilas, maletines y paquetes, se apeó del tren de las dos y media. A través de la muchedumbre de pasajeros que descendían del tren o se subían a él, le llegó el sonido de una voz que pronunciaba su nombre, y Horace paseó de un lado a otro su mirada aturdida, como un sonámbulo que se despierta con gran esfuerzo para evitar que lo atropellen, examinando la multitud de rostros.
—Hola, hola —dijo, y, abriéndose paso, llegó a un sitio despejado; allí se desprendió de todos los bultos que llevaba y con inusitada rapidez se dirigió hacia la cabecera del tren, donde se hallaba el vagón de los equipajes.
—¡Horace! —llamó de nuevo su hermana, corriendo tras él. El factor salió de su oficina, lo detuvo sujetándolo como si fuera un inquieto caballo de raza, estrechó su mano, y en aquel momento su hermana lo alcanzó. Él se volvió al oír su voz, salió por completo de su ensimismamiento, la cogió en brazos hasta que los pies de Narcissa perdieron contacto con el suelo y la besó en la boca.
—Mi querida Narcy —dijo, besándola de nuevo. Después la depositó en el suelo y le pasó las manos por la cara como haría un niño.
—Mi querida Narcy —repitió, tocándole la cara con sus finas y delicadas manos, contemplándola como si estuviera bebiendo la inextinguible serenidad de su hermana a través de la mirada. Y continuó repitiendo Mi querida Narcy y acariciándole la cara, completamente olvidado de lo que le rodeaba, hasta que ella se lo recordó.
—¿Puede saberse a dónde vas en esta dirección?
Entonces él cayó en la cuenta, se separó de ella, apresuró el paso, seguido de Narcissa, hasta detenerse frente a la puerta del vagón de los equipajes, donde el mozo de la estación y el del tren recogían los baúles y las cajas a medida que el factor los iba colocando inclinados sobre el borde.
—¿No puedes mandar luego a recogerlo? —preguntó Narcissa.
Pero él siguió mirando hacia el interior del vagón, olvidándola de nuevo. Tuvo que apartarse porque estorbaba el trabajo de los dos negros, pero siguió escudriñando el interior del tren, con movimientos de cabeza semejantes a los de un pájaro.
—Ya mandaremos luego a buscarlo —sugirió su hermana nuevamente.
—¿Cómo? Cada vez que cambiaba de trenes he venido a comprobar que no la habían perdido —explicó, olvidando por completo lo que Narcissa le había dicho—. Sería absurdo que desapareciera cuando la tengo ya a la puerta de mi casa, ¿no te parece?
Los negros se alejaron llevando un baúl y él se adelantó otra vez y escudriñó el interior del vagón.
—Y seguro que es eso lo que ha pasado; algún mozo se olvidó de ponerlo en el tren en M… Ahí está —se interrumpió—. Tenga cuidado, por favor —exclamó con febril alarma al ver que el empleado del tren dejaba caer sobre el borde del vagón una caja de aspecto extranjero, marcada con una dirección militar—. Tiene cristal dentro.
—De acuerdo, coronel —asintió el empleado—, creo que no hemos roto nada. Pero en el caso contrario no tiene más que demandarnos.
Los dos negros regresaron junto al tren y Horace posó sus manos sobre la caja mientras el empleado la inclinaba.
—Tened cuidado, muchachos —repitió nervioso, y los siguió al trote por el andén—. Dejadla en el suelo muy despacio. Oye, Narcy, ¿quieres echarnos una mano?
—La tenemos bien sujeta, capitán —dijo el mozo de la estación—. No vamos a dejarla caer.
Pero Horace siguió tocándola suavemente y cuando la depositaron en el suelo, inclinó la cabeza sobre ella, escuchando.
—No se ha roto nada, ¿verdad?
—Está perfectamente —le tranquilizó el mozo del tren. Luego se dio la vuelta—. ¡Vámonos! —gritó en dirección al factor.
—Me parece que no le ha pasado nada —concedió Horace, todavía con la oreja pegada a la caja—; no oigo ningún ruido. Está muy bien embalada.
La máquina silbó, Horace se incorporó de un salto y echó a correr hacia los vagones en movimiento, buscándose algo en el bolsillo. El mozo estaba ya cerrando la puerta corredera, pero se agachó hacia la mano extendida de Horace y al incorporarse después saludó tocándose la gorra. Horace volvió junto a su caja y le dio otra moneda al mozo de la estación.
—Haz el favor de meterla dentro con cuidado —le indicó—. Volveré en seguida por ella.
—Sí, míster Benbow. Ya me ocupo yo de ella.
—Una vez creí que se había perdido —explicó mientras agarraba a su hermana del brazo y echaban a andar en dirección contraria, camino del automóvil—. En Brest la dejaron en tierra y tuvo que esperar al barco siguiente. El primer equipo que compré, uno más pequeño, lo llevaba conmigo y ése casi lo perdí también. Estaba haciendo una pequeña vasija en mi camarote una tarde cuando se prendió fuego todo, incluida la cabina. El capitán decidió que seria mejor no volver a intentarlo hasta que llegara a tierra, teniendo en cuenta la de hombres que había a bordo. La vasija salió bastante bien, a pesar de todo —hablaba deprisa, descargándose de la tensión anterior—. Francamente bonita. Estoy mejorando mucho, te lo digo en serio. Venecia. Un sueño de voluptuosidad, aunque un poco siniestro. Tengo que llevarte allí algún día.
Luego apretó el brazo de su hermana y repitió varias veces Mi querida Narcy, como si al modular con su lengua el familiar diminutivo paladeara un sabor que le gustaba mucho y que no había olvidado. Todavía quedaban unas cuantas personas en la estación. Algunos le hablaron y él se detuvo a estrecharles la mano; un marinero raso con el emblema de la Segunda División en el hombro —una cabeza india— se percató del triángulo[11] en la manga de Horace y emitió un ruido de desprecio sin separar los labios.
—¿Cómo estás, compañero? —dijo Horace, volviéndose tímidamente hacia él, con aire sorprendido.
—Buenas tardes, general —contestó el marinero. Luego escupió, sin apuntar a los pies de Horace pero tampoco a ningún otro sitio preciso.
Narcissa con el codo apretó el brazo de su hermano.
—Vámonos a casa para que te pongas una ropa más decente —dijo en voz baja, tirando de él.
—¿Que me quite el uniforme? —dijo—. Yo me siento muy bien vestido de caqui —añadió, un tanto herido—. ¿De veras crees que estoy ridículo vestido así?
—Claro que no —contestó ella inmediatamente, apretándole la mano—. Claro que no. Siento haberte dicho eso. Puedes llevar el uniforme todo el tiempo que quieras.
—Es un buen uniforme —dijo Horace, tratando de no poner énfasis en la voz—. No me refiero a esto —añadió, señalando el emblema que llevaba en la manga. Siguieron andando—. La gente se dará cuenta de ello dentro de diez años, cuando se haya pasado la histeria de la no intervención y cada uno de los soldados descubra que el Ejército Expedicionario Americano no inventó la desilusión.
—¿Qué ha inventado entonces? —preguntó ella, apretándole el brazo y rodeándolo con la cálida e indiscriminada serenidad de su afecto.
—Sabe Dios… Mi querida Narcy —dijo él de nuevo, mientras cruzaban el andén en dirección a su coche—. Así que tanto caqui te ha embotado el paladar.
—Por supuesto que no —contestó ella, sacudiéndole un poco el brazo antes de soltarlo—. Lleva el uniforme todo el tiempo que quieras. Narcissa abrió la portezuela del coche. Alguien los llamó y al volver la cabeza vieron al mozo trotando hacia ellos con el equipaje de mano que Horace había olvidado en el andén.
—Vaya por Dios —exclamó Horace—: estoy pendiente de ello durante cuatro mil millas y lo pierdo al llegar a casa. Muchas gracias, Sol. —El mozo metió las cosas dentro del coche—. Es el primer equipo que compré —añadió, dirigiéndose a su hermana—. Y la vasija que hice a bordo. Te la enseñaré cuando lleguemos a casa. Narcissa se sentó al volante. —¿Dónde llevas la ropa? ¿Dentro de la caja? —Me he quedado sin nada. Tuve que desprenderme de la mayor parte al hacer sitio para lo otro. No quedó más espacio.
Su hermana lo miró un momento con incredulidad y afectuosa irritación.
—¿Qué te pasa? —preguntó él inocentemente—. ¿También has olvidado tú algo?
—No. Sube. Tía Sally está esperando para verte. El coche remontó la sombreada y suave colina hacia la plaza, y Horace contempló feliz escenas familiares. Vías muertas con vagones de mercancías; el andén que en otoño estaría lleno de balas de algodón en apretadas filas; la central eléctrica de la ciudad, un edificio de ladrillo del que surgía un continuo zumbido sin altibajos, y a cuyo alrededor, en primavera, los nudosos árboles del paraíso balanceaban sus flores de color lila contra el ocre chillón y el almagre del terraplén de arcilla que había detrás. Luego una calle con casas más bien pequeñas, nuevas en su mayor parte. Idénticas casas diminutas con la menor cantidad posible de césped —hogares edificados por campesinos y situados muy cerca de la calle, según la moda rural—; en otros casos, edificios en construcción en solares que estaban vacíos dieciséis meses antes, cuando él se marchara. Más allá se extendían otras calles con más sombra y casas un poco más antiguas y un poco más señoriales a medida que se alejaban de la estación; y peatones: a esta hora, usualmente, muchachos negros haraganeando o ancianos camino de la ciudad después de la siesta, para pasar la tarde en serias ocupaciones perfectamente inútiles.
La colina terminaba en la meseta sobre la que se construyó la ciudad propiamente dicha más de cien años atrás, y la calle adquirió en seguida un aire decididamente urbano, con garajes y tiendas nuevas con comerciantes en mangas de camisa y clientes; el cine, y su vestíbulo cubierto con las coloreadas mutaciones litográficas que imitaban la vida. A continuación la plaza, con los enormes techos bajos de los edificios de ladrillo deslucido por el tiempo y los descoloridos nombres muertos que se negaban testarudamente a desaparecer bajo los más recientes, superimpuestos; y negros a la deriva con ropa de dril usada por los dos sexos; campesinos con prendas de color caqui; y la gente de la ciudad, más apresurada, tejiendo sus trayectorias entre la tranquila placidez de los que mascaban chicle y de los grupos sentados en sillas delante de algunas tiendas.
El juzgado también era de ladrillo, con arcos de piedra que se alzaban entre los olmos, junto con el monumento al soldado confederado, semejante a un cirio blanco. Bajo los pórticos del juzgado y en los bancos repartidos sobre el césped se sentaban, hablaban y dormitaban los padres de la ciudad, vestidos de uniforme en algunos casos. Pero el suyo era el uniforme gris de Old Jack y de Beauregard y de Johnston[12] y los que lo usaban permanecían en la plaza con la serena tranquilidad que les proporcionaban sus insignificantes prebendas políticas, murmurando, fumando y escupiendo alrededor de tableros de damas en los que se jugaba sin prisa. Cuando el tiempo era malo se refugiaban dentro de la oficina del secretario del juzgado.
Era en aquella plaza donde haraganeaban los jóvenes, jugando a meter monedas en un agujero o a tirar pelotas de béisbol de un lado a otro o donde se tumbaban en la hierba hasta que aparecían las muchachas con sus vestidos de colores y sus baratos perfumes nostálgicos camino de la heladería a última hora de la tarde. Cuando el tiempo era malo los jóvenes se refugiaban en las tiendas donde vendían refrescos y en la barbería.
—Todavía se ven muchos uniformes —dijo Horace—. Todos estarán en casa para junio. ¿Han vuelto los Sartoris?
—John murió —contestó su hermana—. ¿No lo sabías?
—No —contestó él deprisa, con súbita preocupación—. Pobre abuelo Bayard. Tienen una suerte atroz. Curiosa familia. Siempre yendo a la guerra y siempre haciéndose matar. Y la mujer de Bayard murió también: me lo contaste en una carta.
—Sí. Pero Bayard está aquí. Se ha comprado un automóvil de carreras y se pasa el tiempo superando sus propias marcas de velocidad. Todos los días tememos oír que se ha matado.
—Pobre diablo —dijo Horace, y en seguida repitió—: Pobre Coronel. Sentía por los automóviles el mismo afecto que por las serpientes. Me pregunto qué piensa de todo esto.
—Se pasea con él.
—¿Cómo? ¿El viejo Bayard en un automóvil?
—Miss Jenny dice que es para evitar que su nieto se rompa la cabeza. Luego añade que, aunque el Coronel no lo sabe, a Bayard le da lo mismo que la cabeza se la rompan los dos. Y que probablemente no tardará mucho en hacerlo —condujo atravesando la plaza, entre carros y coches aparcados sin orden—. Detesto a Bayard Sartoris —dijo con repentina vehemencia—. Detesto a todos los hombres. Horace le lanzó una mirada rápida.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ha hecho Bayard? No; al revés. ¿Qué le has hecho tú a Bayard?
Pero ella no contestó. Giró entrando en otra calle en la que se alineaban tiendas de negros de un solo piso, con toldos metálicos; bajo ellos callejeaban los negros, pelando plátanos o sacando pasteles de pequeños recipientes recargados de adornos; y luego un molino de harina movido por un espasmódico motor de gasolina. Expulsaba paja desmenuzada y un polvo cernido que oscurecía el sol; y sobre la puerta un letrero minuciosamente escrito a mano: MOLINO DE W. C. BEARD. Entre él y una cerrada y silenciosa desmotadora adornada con plumosos festones sucios de borra vieja, se oía el clamor de un yunque al fondo de un callejón muy breve lleno de carros, caballos y mulas, sombreado por moreras bajo las que se sentaban campesinos vestidos con mono.
—Tendría que ser un poco más considerado con el viejo —dijo Horace con tono preocupado—. De todas formas, acaban de pasar por una experiencia que ha debido resquebrajarles todas las certezas y los sentimientos humanitarios; y les espera pronto otra que rematará el destrozo convenientemente. Bastará darle un poco de tiempo… Aunque personalmente no veo por qué no le dejan que se mate si es eso lo que quiere. Lo siento por Miss Jenny, claro.
—Sí —asintió su hermana, serenada otra vez—; también les preocupa el corazón del Coronel Sartoris. Están todos preocupados excepto Bayard y él, naturalmente. No sabes lo que me alegro de que tú seas tú y no uno de esos Sartoris, Horry.
Con suavidad, puso una mano rápida sobre su flaca rodilla. —Mi querida Narcy —dijo él; luego su rostro se ensombreció de nuevo—. Ése es un hombre sin principios —dijo—. Bueno; el problema es suyo. ¿Qué tal, tía Sally? —Bien.
En seguida añadió:
—No sabes lo contenta que estoy de tenerte otra vez en casa. Las miserables tiendas habían quedado atrás y la calle se abría entre jardines de árboles añosos, amplios y llenos de quietud. Aquellas casas eran muy antiguas, si no siempre de hecho al menos en apariencia y, situadas a considerable distancia de la calle y de su polvo, emanaban paz: una paz tan inmutable como una tarde sin viento en un mundo silencioso e inmóvil. Horace miró a su alrededor y respiró hondo.
—Quizá sea esto lo que justifica las guerras —dijo—. El valor de la paz. Torcieron en un cruce, entrando en una calle más estrecha pero con más sombra y todavía más silenciosa, con una dorada somnolencia arcádica, y atravesaron el portón de una verja cubierta de madreselvas y con puntas de hierro. Desde el portón, la avenida con piso de ceniza ascendía curvándose entre cedros. Los cedros habían sido colocados por un arquitecto inglés en los años cuarenta; aquel arquitecto construyó la casa en el fúnebre estilo Tudor preferido por la entonces joven reina Victoria (aunque con la pequeña concesión de un porche); y sobre los árboles y también entre ellos, incluso en los días más claros, flotaba siempre una penumbra resinosa que resultaba estimulante. Los sinsontes, los tordos y los zorzales, púdicamente tiernos al atardecer, los preferían; pero bajo ellos la hierba era escasa o faltaba por completo y no había insectos, excepto luciérnagas al anochecer.
La avenida subía hasta la casa, se curvaba delante de ella y descendía de nuevo a la calle en un ininterrumpido arco de cedros. Dentro del arco se alzaba un roble solitario, ancho, voluminoso y bajo; alrededor de su tronco había un banco de madera. Ciñendo esta media luna de césped y por fuera del arco de la avenida, se alzaban arbustos de espireas y mirtos tan viejos y tan grandes como sus posibilidades naturales, sin limitación de tiempo, les permitían. Eran tan altos como árboles. En una esquina de la verja había un asombroso grupo de plátanos enanos y en la otra una lantana de coaguladas heridas que Francis Benbow trajo desde Barbadas el año 71 en la caja de un sombrero de copa.
Alrededor del roble y desde la fúnebre cimitarra de la avenida, césped de buena calidad se extendía en dirección a la calle, interrumpido por grupos distribuidos al azar de junquillos, narcisos y gladiolos. Al principio esta zona estuvo dividida en terrazas, y las flores quedaban encerradas en un típico arriate en la primera de ellas. Pero Will Benbow, el padre de Horace y Narcissa, decidió eliminar las terrazas. Lo hizo utilizando arados y escardillos, y plantando luego toda la extensión con nuevas semillas de césped, por lo que Will pensó haber destruido el arriate de las flores. Pero la primavera siguiente los bulbos esparcidos brotaron de nuevo y a partir de entonces cada año el césped se poblaba de flores amarillas, blancas y rosadas sin orden ni concierto. Los hijos de los vecinos jugaban sosegadamente bajo los cedros y unas pocas jovencitas pedían y recibían permiso para cortar algunas de las flores cada primavera. En la parte más alta, donde la avenida se curvaba para descender de nuevo, estaba el edificio con aire de casa de muñecas donde vivían Horace y Narcissa, siempre rodeados del olor fresco y algo astringente de los cedros.
La casa tenía adornos en blanco y ventanas de dos hojas traídas de Inglaterra; en los aleros del porche y sobre la puerta crecía una enredadera de glicina tan oscura como una soga bien alquitranada y más gruesa que la muñeca de un hombre. Las ventanas de la planta baja estaban abiertas, permitiendo que las cortinas de cotonía blanca se agitaran suavemente; sobre el alféizar hubiera sido lógico encontrar un cuenco de madera bien limpio o al menos un inmaculado y desdeñoso gato. Pero en la ventana no había más que un cestillo de costura que, como una flor lánguida, salía el extremo de una labor hecha con retales blancos y carmesíes; y en el umbral, la tía Sally, una mujer pequeña y un tanto chalada con un bonete de encaje, se apoyaba sobre un bastón de ébano con empuñadura de oro.
Exactamente como tenía que ser, y Horace se dio la vuelta y miró a su hermana que estaba cruzando la avenida con todos los paquetes que él había olvidado de nuevo.
Horace daba golpes y chapoteaba alegremente en su cuarto de baño, hablando a gritos, a través de la puerta, con su hermana que estaba sentada en la cama. Su uniforme caqui descansaba sobre una silla, reteniendo aún, debido a la larga asociación, en sus ásperos pliegues pardos, algo de la tensa y delicada futilidad de su dueño. Sobre la cómoda antigua cubierta de mármol se apilaban el crisol y los tubos de su equipo para soplar vidrio, el primero que había, comprado, y al lado la vasija que hizo a bordo: un objeto de vidrio transparente de líneas muy simples que no tenía más que cuatro pulgadas de altura, tan frágil como un lirio de plata e inacabado.
—Trabajan en cuevas —gritó Horace desde el otro lado de la puerta—, hay que descender infinitos escalones para llegar allí. Se nota cómo brota el agua bajo los pies mientras se pasa al escalón siguiente, y cuando se extiende la mano para mantener mejor el equilibrio y se toca la pared, al retirarla está mojada. Y se queda uno con la impresión de que es sangre.
—¡Horace!
—Sí, es magnífico. Muy a lo lejos se ve el resplandor. De repente, no se sabe de dónde, aparece el túnel brillando. Después el horno, con cosas que suben y bajan delante de él, y cuando tapan la luz las paredes brillan de nuevo. Al principio no son más que cosas sin forma que se mueven. Todo resulta extraño con aquellas sombras en las paredes húmedas y además rojas; un apagado resplandor granate y formas negras, como recortadas en cartón, subiendo y bajando, igual que el obturador de una linterna mágica. Y luego aparece un rostro, soplando, y las otras caras, que también parecen salir del rojo oscuro como globos pintados.
»¡Y los mismos objetos! Absoluta y trágicamente bellos. ¿Sabes? Como flores momificadas. Macabras e inmaculadas; purificadas como el bronce, y al mismo tiempo frágiles como pompas de jabón. Música de caramillos, cristalizada. Flautas y oboes, pero sobre todo cañas. Tallos de avena. ¡Florecen delante de tus ojos, maldita sea! El sueño de la noche de San Juan de una salamandra.
Su voz se hizo ininteligible, remontándose en frases medidas que ella era incapaz de reconocer pero que, por el timbre de su voz, supuso serían las de los arcángeles de Milton hundiéndose en su estrepitosa ruina.
Finalmente apareció él, con camisa blanca y pantalones de sarga, pero todavía volando solitario sobre sus ardientes alas verbales y, mientras su voz salmodiaba en sílabas medidas, ella sacó un par de zapatos del armario; todavía con los zapatos en la mano, él dejó de salmodiar y le tocó la cara de nuevo como lo habría hecho un niño.
A la hora de la cena, la tía Sally interrumpió su entrecortado parloteo.
—¿No ha vuelto Snopes contigo? —preguntó.
Este Snopes era un joven, miembro de una familia al parecer inagotable, que durante los diez o doce últimos años había ido emigrando a la ciudad poco a poco desde un pequeño pueblo conocido como Frenchman’s Bend. Flem, el primero de los Snopes, había aparecido un día, sin llamar la atención y sin provocar la menor alteración en la vida de la ciudad, tras el mostrador de un pequeño restaurante en una calle sin importancia, que frecuentaban los campesinos. Con este apoyo y como Abraham en tiempos pretéritos, fue trasladando a su familia a la ciudad, pieza a pieza. El mismo Flem era ya gerente de la central eléctrica y del suministro de agua a la ciudad y durante algún tiempo también había sido una especie de factótum de la alcaldía. Tres años antes, para sorpresa y consternación del viejo Bayard Sartoris y a pesar de su evidente disconformidad, se había convertido en vicepresidente de su bando, donde un pariente suyo era ya contable.
Todavía conservaba el restaurante, y la tienda de lona en la parte posterior que él, su mujer y un niño pequeño habían utilizado como vivienda durante los primeros meses de residencia en la ciudad y que posteriormente servía de apeadero para los Snopes que iban llegando, hasta que se distribuían por los variados e insignificantes negocios de tercera categoría —tiendas de ultramarinos, barberías (había un Snopes, aquejado de alguna especie de invalidez, que regentaba un tostador de cacahuetes de segunda mano), etc.— donde se multiplicaban y florecían. Los residentes más antiguos, en sus hogares de estilo Jefferson y en sus decorosas tiendas y oficinas, los contemplaban divertidos al principio. Pero hacía ya mucho tiempo que esta actitud se había convertido en algo mucho más parecido a la consternación.
El Snopes al que se refería la tía Sally se llamaba Montgomery Ward y acababa de cumplir veintiún años en 1917. Muy poco antes de que se proclamara la ley sobre conscripción obligatoria se presentó voluntario en una oficina de reclutamiento en Memphis y fue rechazado debido a una afección cardíaca. Posteriormente, para sorpresa de todo el mundo, y en particular de los amigos de Horace Benbow, se marchó con él a ocupar un puesto en la Y.M.C.A. Más adelante se dijo que, el día que fue a ofrecerse voluntario, viajó todo el camino hasta Memphis con una pastilla de tabaco de fumar bajo la axila izquierda. Pero él y su protector ya se habían marchado cuando esta historia salió a luz.
—¿Y Snopes no ha vuelto contigo? —preguntó la tía Sally.
—No —contestó él, y su rostro nervioso y descarnado se ensombreció, expresando una helada repugnancia—. Me defraudó mucho. Ni siquiera me apetece hablar de ello.
—Cualquiera te lo podría haber dicho ya cuando te marchaste —dijo la tía Sally, masticando lentamente.
Horace meditó un momento, mientras su mano apretaba cada vez con más fuerza el tenedor.
—Son los individuos de esa especie, los parásitos… —comenzó, pero su hermana le interrumpió.
—¿A quién le importa un Snopes cualquiera, después de todo? —dijo Narcissa—. Además, hoy ya es demasiado tarde para hablar de los horrores de la guerra.
La tía Sally hizo un ruido húmedo a través de la comida que tenía en la boca, reivindicando la superioridad de su buen juicio.
—La culpa es de los generales que hay ahora —dijo—. Ni el general Johnston ni el general Forrest[13] hubieran admitido a un Snopes en el ejército.
La tía Sally no tenía el menor parentesco con los Benbow. Vivía dos puertas más arriba con dos hermanas solteras, una más joven y otra mayor que ella. Llevaba entrando y saliendo de la casa desde que Horace y Narcissa tenían uso de razón y ya se había atribuido ciertos derechos sobre sus vidas desde antes de que supieran andar; privilegios no expresados que ella nunca reclamaba, pero que siempre había tenido buen cuidado de qué no cayeran en desuso. Entraba en cualquiera de las habitaciones sin anunciarse, y le gustaba hablar largo y tendido y con cierta falta de tacto de las enfermedades infantiles de Horace y Narcissa. Se decía que en una ocasión había mirado con ojos tiernos a Will Benbow aunque ya era una mujer de treinta y cuatro o treinta y cinco cuando Will se casó; y todavía hablaba de él con un vago aire posesivo; de su mujer también hablaba bien. «Julia era una chica excelente con muy buen carácter», solía decir.
De manera que cuando Horace se fue a la guerra, la tía Sally se mudó para hacer compañía a Narcissa: a ninguno de los tres se le había ocurrido que fuera posible otro arreglo; que Narcissa tuviera a tía Sally en la casa durante un año, o dos o tres, parecía tan inevitable como el hecho de que Horace se fuera a la guerra. La tía Sally era una buena mujer, pero vivía demasiado en el pasado, cerrando su inteligencia con imperturbable determinación a todo lo que había sucedido a partir de 1901. Para ella, el tiempo se había marchado tirado por caballos y el chirriar de los frenos de un automóvil no había penetrado nunca en la plácida y testaruda vacuidad de su existencia. La tía Sally tenía muchos de los defectos a que tienen derecho los ancianos. Le gustaba demasiado el sonido de su propia voz, prefería no quedarse sola en la casa después de oscurecer, y como nunca había llegado a acostumbrarse a sus dientes postizos y sólo los tocaba para cambiar de vez en cuando el agua del vaso donde estaban, comía sin elegancia alimentos poco atractivos pero fácilmente maleables.
Narcissa extendió la mano por debajo de la mesa y tocó la rodilla de su hermano.
—No sabes lo contenta que estoy de tenerte otra vez en casa, Horry.
Él le lanzó una mirada rápida y la nube desapareció de su rostro tan deprisa como había venido, y se dejó deslizar de nuevo, como si se zambullera en el agua, en la perseverante serenidad de su afecto.
Horace era abogado, sobre todo debido a un sentimiento de deber hacia la tradición familiar, y aunque no tenía otra afinidad con aquella profesión que el gusto por la palabra impresa y los sitios donde se conservan los libros, pensaba en volver a su mohoso despacho casi con… no, no podía hablar de ansia; pero sí de una profunda y total conformidad, casi una sensación de placer. El valor de la paz. Los viejos días todos iguales; sin alas, quizá, pero también sin desastres. Es algo que no se ve ni se siente, excepto con perspectiva. Las luciérnagas no habían llegado aún, y los cedros fluían sin interrupción por ambos lados hasta la calle, como una ola de ébano formando una curva de crestas rígidas que apuntan al cielo. A través de la ventana la luz caía sobre el porche y el arriate de resistentes cañacoros, que parecían hechos de bronce; no había en ellos la menor fragilidad floral; dentro de la habitación, la trémula verborrea de la tía Sally. También Narcissa estaba allí, bajo la lámpara, con su libro, llenando la habitación con su presencia tranquila y constante como un aroma de jazmín, pendiente de la puerta por la que él había salido; y Horace siguió de pie en el porche, con la pipa apagada, rodeado, como si se tratara de otra presencia, por aquel olor fresco y astringente de los cedros. «El valor de la paz», repitió de nuevo para sí mismo, dejando escapar las graves palabras una a una en la fría campana de silencio en la que él había venido por fin a refugiarse, oyéndolas demorarse y morir después con un sonido tan puro como un leve entrechocar de cristal y de plata.
—¿Qué tal está Belle? —preguntó la noche de su llegada.
—Están bien —contestó su hermana—. Tienen un coche nuevo.
—Era de esperar —asintió Horace, indiferente—. La guerra tenía que servir para eso por lo menos.
La tía Sally los había dejado por fin, recorriendo a golpes de bastón su lento camino hacia la cama. Horace extendió sensualmente sus piernas profundas en sarga, dejó durante un rato de arrimar cerillas encendidas a su testaruda pipa y se quedó contemplando la oscura cabeza de su hermana inclinada sobre la revista que tenía en las rodillas, completamente ajena a cosas menos importantes. Sus cabellos eran más suaves que cualquier ala en reposo, reuniéndose con bruñida docilidad en un simple rodete que descansaba sobre el cuello.
—Belle es una pésima corresponsal —añadió su hermano—. Como todas las mujeres.
Narcissa pasó la página sin levantar la vista.
—¿Le has escrito con frecuencia?
—Las mujeres se dan cuenta de que las cartas sólo sirven para enlazar acciones, como los entreactos en las obras de Shakespeare —siguió él, sin atender a la pregunta—. Y, ¿has conocido alguna vez a una mujer que leyera a Shakespeare sin saltarse los entreactos? El mismo Shakespeare lo sabía, y por eso no puso a ninguna mujer. Que los hombres practiquen sus frases ampulosas, haciéndose unos eco de otros, mientras las mujeres se quedan entre bastidores lavando los platos de la cena y acostando a los niños.
—Nunca he conocido a una mujer que leyera a Shakespeare —corrigió Narcissa—. Habla demasiado.
Horace se levantó y poniéndose a su lado le palmeó la oscura cabeza.
—Oh, profundidad —dijo—. Has reducido toda la sabiduría a una frase y medido vuestro sexo por la estatura de una estrella.
—Como quieras, pero es cierto que no lo leen —repitió ella, alzando la cabeza.
—¿No? ¿Y por qué no? —acercó a la pipa otra cerilla encendida, mirando a Narcissa por encima de sus manos ahuecadas, tan serio como ella, con serena avidez, como un pájaro que se dispone a atacar—. Vuestro Arlen y vuestro Sabatini hablan muchísimo, y nadie ha tenido nunca más que decir y más problemas para decirlo que el bueno de Dreiser.
—Pero tienen secretos —explicó ella—. Shakespeare no tiene ningún secreto. Lo cuenta todo.
—Ya entiendo. Shakespeare no sabe discriminar y le falta el sentido de la reticencia. En otras palabras, no es un caballero —sugirió Horace.
—Sí… Eso es lo que quería decir.
—Por lo tanto, para ser un caballero, hay que tener secretos.
—No te pongas pesado.
Narcissa volvió a su revista y él se sentó a su lado en el sofá, le cogió una mano, la llevó hacia sí, pasándosela por la mejilla y por el delicado desorden de sus cabellos.
—Es como pasear por un jardín al anochecer —dijo él, alegremente—. Las flores que conoces están todas allí, en camisón y con el pelo bien cepillado para irse a la cama; pero como las conoces a todas no las molestas; sólo paseas por allí, y de cuando en cuando te paras y levantas una hoja en la que no habías reparado antes; quizá encuentres debajo una violeta, o una campánula o una luciérnaga; quizá sólo encuentres otra hoja. Pero siempre hay una gota de rocío en ella.
Siguió acariciándose la cara con la mano de su hermana. Con la otra, Narcissa pasó lentamente una hoja de la revista, escuchándolo con su serena y afectuosa indiferencia.
—¿Has escrito muchas veces a Belle? —repitió—. ¿Que le decías?
—Le contaba lo que quería oír. Lo que todas las mujeres quieren oír. La gente tiene realmente derecho a la mitad de lo que creen que les corresponde en justicia.
—¿Qué le decías? —insistió Narcissa, pasando despacio las páginas, sin levantar la vista, manteniendo pasiva la otra mano, siguiendo los movimientos de él.
—Le decía que era desgraciado. Quizá lo era —explicó. Su hermana liberó la mano calmosamente y la puso sobre la revista. Él continuó—: Admiro a Belle. Es tan astutamente estúpida. En otro tiempo me daba miedo. Quizá… no, ahora no. Soy inmune a la destrucción: tengo un talismán. Lo que quizá es un claro signo de que me ha llegado el turno, al decir de los sabios —añadió—. Pero también es cierto que la sabiduría adquirida es una cosa reseca; consigue deshacerse en polvo allí donde una ciega corriente de estúpida savia se revela indestructible —ya no hacía intención de tocarla, súbitamente dominado por una especie de éxtasis—. A diferencia de la tuya, oh serenidad personificada —dijo, saliendo del trance.
En seguida empezó a repetir Mi querida Narcy y le cogió de nuevo la mano. Narcissa no se resistió pero tampoco se rindió por completo.
—No es necesario que me llames torpe con tanta frecuencia, Horry —dijo sin pasión.
—Lo mismo creo yo —asintió él—. Pero de alguna manera tengo que vengarme de tanta perfección.
Más tarde, Narcissa estaba acostada en su habitación a oscuras. Al otro lado del pasillo la tía Sally roncaba con tranquila regularidad; en la habitación contigua, Horace estaría también acostado mientras su desatada fantasía, tan poco práctica, viajaba por regiones solitarias más allá de la luna, entre prados clavados con estrellas al último tejado de las cosas, donde los unicornios galopaban por un aire lleno de relinchos, o pastaban, o yacían en un inquieto reposo de cascos dorados.
Horace tenía siete años cuando ella nació. La infancia de Narcissa había estado marcada por tres seres: un muchachito delgado con un extraño rostro y una inacabable capacidad para crearse problemas; otra silueta de modesta gallardía, con el romántico atractivo de proporcionarle manjares prohibidos, de manos robustas, que siempre olían a un misterioso jabón desinfectante: un ser que representaba algo así como la Omnipotencia, pero sin el lógico acompañamiento de terror; y en último lugar, una figura amable, sin piernas ni otros adminículos que sugirieran ideas de locomoción, como un pequeño santuario, siempre rodeado de una suave melancolía, y de la interminable y delicada manipulación de coloreados hilos de seda. A esta última figura la caracterizaba su suave y melancólica manera de no imponerse nunca; la segunda giraba en una órbita que la llevaba periódicamente al espacio exterior, para regresar luego al concentrado mundo de Narcissa con su fuerte y risueña virilidad; pero en cuanto a la primera, Narcissa se la había asimilado mediante su práctica y maternal perseverancia. De manera que ya para cuando ella tenía no más de cinco o seis años, la gente amenazaba a Horace con ir a contárselo a Narcissa.
Julia Benbow murió delicada e irreprochablemente cuando Narcissa tenía siete años, desapareciendo de sus vidas como se retira una bolsita de lavanda de un armario de ropa blanca, dejando tras sí un rastro delicado e impalpable y durante la intensa madurez de los siete, los ocho y los nueve años, Narcissa había halagado y se había hecho obedecer por los otros dos. Luego Horace se fue a estudiar a Sewanee y más tarde a Oxford, de donde regresó a tiempo para ver cómo Will Benbow se reunía con su mujer entre cedros puntiagudos, palomas esculpidas y otras serenas formas marmóreas; después Horace se había visto separado de su hermana por una desafortunada concatenación del acontecer humano.
Pero ahora Horace ocupa la habitación contigua, viajando, sin peligro alguno, por resplandecientes regiones más allá de la luna y ella yacía en su oscuro lecho, tranquila, llena de paz; demasiado llena de paz para dormir.