6

LO RECOGIERON y lo llevaron a la ciudad en un automóvil requisado, despertando de la siesta al doctor Peabody, que procedió a vendar, con acompañamiento de palabras malsonantes, la cabeza de Bayard, y después de darle un trago de la botella que guardaba en la papelera junto con otras muchas cosas, amenazó con telefonear a Miss Jenny si no se iba directamente a casa. Rafe MacCallum prometió ocuparse de que lo hiciera, y el propietario del automóvil requisado se ofreció a llevarlo. El vehículo era un Ford que, en lugar de asiento posterior, tenía una cabaña en miniatura con una sola habitación, hecha de láminas de hierro y poco más grande que una perrera; a través de sus ventanas simuladas podía verse a una ama de casa también pintada sonriendo bobaliconamente junto a una máquina de coser igualmente pintada; dentro de la cabaña estaba colocada una máquina de coser auténtica, con la que el viajante recorría las zonas rurales. Su nombre era V. K. Suratt, y se trataba de un hombre de rostro despierto, que inspiraba confianza, y que en aquel momento estaba sentado detrás del volante. Bayard, con la cabeza llena de zumbidos, se hallaba a su lado, y en el guardabarros iba montado un joven de morenos antebrazos y ladeado sombrero de paja completamente nuevo, cuyo ágil cuerpo absorbía las sacudidas con negligente destreza juvenil a medida que el coche traqueteaba sin prisa por la carretera del valle.

El licor que le había dado el doctor Peabody, en lugar de sosegar su crispado sistema nervioso, ardía y rebotaba contra las paredes de su estómago y sólo servía para marearlo un poco; dentro de sus párpados cerrados, extrañas formas rojas daban vueltas en pulsátiles y tediosos ciclos. Bayard las contemplaba sin interés ni asombro mientras surgían de la oscuridad y giraban lentamente, se consumían y reaparecían, cada vez un poco más débiles a medida que su mente se aclaraba. Y sin embargo, mezclada con ellas de alguna manera, pero al mismo tiempo aparte y más allá de ellas, con serena indiferencia e inmóvil entre sus espirales sin sentido, surgía un rostro. Parecía tener alguna relación con el instante mismo que culminaba en la oscuridad producida por el golpe; y también, a pesar de su indiferencia, formaba parte del subsiguiente caos giratorio que ahora lo envolvía; era parte de todo ello, trayendo sin embargo a su centro mismo una especie de permanente frescura, como una leve brisa entre árboles frondosos. Así permaneció, indiferente y sin concretarse del todo, mientras las formas giratorias se transformaban en un sordo malestar exclusivamente físico debido a las sacudidas del coche, dejando a su alrededor, como un eco, aquella fresca serenidad y algo más: un sentimiento de fascinada repulsión, del que él o algo que él había hecho era el objeto.

Avanzaba la tarde. A los dos lados de la carretera el algodón y el maíz formaban puntiagudos promontorios verdes sobre la tierra fértil y oscura, y en las manchas de bosque florecido las palomas se arrullaban melancólicamente. Al cabo de un rato Suratt se salió de la carretera principal entrando en un desdibujado camino para carros con hondos surcos, situado entre un sembrado y una zona de árboles. El sol les daba ahora de frente y Bayard se puso el sombrero delante de la cara.

—¿Le hace daño el sol? —preguntó Suratt a su lado—. Ya no falta mucho.

El camino se curvó entre árboles donde el sol llegaba intermitentemente y se alzó gradualmente hacia una cresta arenosa. Detrás, la tierra se extendió en campos irregulares mal cultivados, y más allá, entre un grupo de árboles frutales y un bosquecillo de plateados álamos, tan pálidos como ajenjo y que temblaban incesantemente aunque no había ni una brizna de viento, se alzaba una casita con techo de dos aguas. Más allá asomaba un granero gris y desvencijado mucho más grande. El camino se bifurcaba allí. Un ramal casi desdibujado con abundante arena torcía en dirección a la casa; el otro seguía entre malezas decrépitas hacia el granero. El joven que viajaba sobre el guardabarros introdujo la cabeza por la ventanilla del coche.

—Sigue hasta el granero —indicó.

Suratt obedeció. Más allá de la maleza que bordeaba el sendero una valla conseguía apenas mantenerse en pie y de entre las malas hierbas surgía la esteva de un arado cuya reja se oxidaba plácidamente sobre el suelo; otros aperos se enmohecían medio ocultos por la maleza: esqueletos de trabajo vestidos por la tierra que tendrían que haber violado y que se mostraba más benévola que ellos. La valla cambiaba de dirección haciendo un ángulo, Suratt detuvo el coche, el joven descendió, abrió un portón de maderas alabeadas, y Suratt entró con el coche en un corral que albergaba un carro de ruedas borrachas, una cama de fabricación casera y el oxidado esqueleto de un Ford. A los lados de su abombado radiador sin capó los dos faros le daban una expresión de paciente asombro, como una calavera. Había también una vaca enjuta que estaba rumiando y que los contempló con ojos melancólicos.

Las puertas del granero colgaban ebriamente de goznes quebrados, sujetas a las jambas con alambre de embalar retorcido; más allá, la caverna del zaguán bostezaba en rancia desolación: parodia de la acumulada plenitud de la tierra y de sus suculentas consecuencias. Bayard se sentó en el guardabarros, apoyó la vendada cabeza contra el coche y contempló cómo Suratt y el joven entraban en el granero y ascendían lentamente hasta desaparecer por los invisibles peldaños de una escalera de mano. La vaca seguía rumiando con la misma expresión de abatimiento, y bajo un grupo de retoños de acacia y de sauce, sobre la amarillenta superficie de una charca con orillas de arcilla resquebrajada por el sol, se deslizaban unos gansos, simulando nubecillas embarradas. Los rayos de un sol ya muy bajo iluminaban sus traseros y sus esbeltos cuellos y el descarnado flanco de la vaca, recorrido por rítmicos estremecimientos, subrayando sus ya visibles costillas con oro deslustrado. En seguida reaparecieron las piernas de Suratt tanteando el camino escalera abajo, seguidas de su cauteloso cuerpo, y tras él descendió sin esfuerzo el joven, dejándose caer de escalón en escalón con una sola mano.

El muchacho salió del granero llevando una garrafa de arcilla apoyada contra la pierna. Suratt lo siguió con su limpia camisa azul sin corbata y le hizo un gesto a Bayard con la cabeza; luego los dos doblaron la esquina del granero y se alejaron siguiendo la pared, entre malezas que les llegaban hasta la cintura. Bayard los alcanzó cuando el joven con la garrafa se deslizaba en ágil y continuo movimiento entre dos hilos muy flojos de alambre espinoso, Suratt se agachó para pasar más calmosamente y tensó el de arriba sujetando el de abajo con un pie mientras cruzaba Bayard. Detrás del granero la tierra descendía en sombras hacia la maraña vegetal de un sauce y un saúco, contra la que se recortaban como fantasmas jaspeados las siluetas de una haya gigantesca y de un grupo de retoños, y de donde subió a recibirlos una humedad tan refrescante como una brisa. La fuente surgía entre las raíces de la haya, iba a parar a un cerco de madera hundido hasta el borde en arena blanca que temblaba delicada e incesantemente bajo la límpida movilidad del agua, para deslizarse después hacia la maraña del sauce y el saúco sin hacer el menor ruido.

La tierra alrededor de la fuente estaba apisonada y alisada hasta parecer el suelo de una casa. Cerca de la fuente una ennegrecida cacerola de hierro descansaba sobre cuatro ladrillos, y debajo había un montón de incoloras cenizas, tizones apagados y los chamuscados restos de algunas ramillas. Apoyada contra la cacerola había una tabla de lavar, recubierta por un lado con una plancha de metal estriado, que brillaba con la uniforme opacidad de la plata vieja; una oxidada taza de estaño colgaba de una escarpia clavada en la haya junto a la fuente. El muchacho depositó la garrafa en el suelo y Suratt y él se sentaron ceremoniosamente frente a ella.

—No sé si nos meteremos en un lío dándole whisky a Bayard, Hub —dijo Suratt—. Pero el mismo doctor Peabody le dio un trago, de manera que calculo que podemos darle otro. ¿No es cierto, Bayard?

Sentado como estaba, tuvo que levantar la cabeza para mirar a Bayard con su rostro afable y despierto. Hub sacó el tapón hecho con el corazón de una mazorca y le pasó la garrafa a Suratt que se la ofreció a Bayard.

—Conozco a Bayard desde que llevaba pantalones cortos —explicó Suratt a Hub—, pero ésta es la primera vez que bebemos juntos. ¿No es cierto, Bayard?… Imagino que querrá usted un vaso para beber, ¿no?

Pero Bayard ya estaba bebiendo, con la garrafa inclinada sobre el antebrazo en posición horizontal y acercando la boca del recipiente a los labios con la misma mano, como mandan los cánones.

—Sabe beber de una garrafa, ¿verdad? —añadió Suratt—. Estaba seguro de que era un buen tipo —dijo, reivindicando lo acertado de su opinión con tono confidencial.

Bayard bajó la garrafa y se la devolvió a Suratt, que se la ofreció cortésmente a Hub.

—Sigue tú —dijo Hub—. ¿A qué esperas?

Suratt lo hizo así, con medidas contracciones de su tensa garganta, en relieve sobre el verde concentrado de la maraña vegetal. Por encima de la corriente, los mosquitos giraban y se revolvían en un rayo horizontal de sol como erráticas limaduras de oro. Suratt pasó la garrafa a Hub y se secó la boca con el revés de la mano.

—¿Qué tal se encuentra ahora, Mr. Bayard? —preguntó. Después añadió laboriosamente—: Tendrá usted que disculparme. Creo que debiera haber dicho capitán Sartoris, ¿no es verdad?

—¿Por qué? —preguntó Bayard.

También él se sentó sobre los talones, de espaldas al árbol, junto a la límpida risa muda de la fuente. La loma por la que habían bajado ocultaba el granero y la casa y los tres estaban sentados en un minúsculo cuenco de paz, alejado del mundo y de sus rumores, lleno con la incesante y fresca respiración del manantial y con un rezumar de luz de sol entre el saúco y el sauce semejante a un vino muy lentamente derramado. Sobre la superficie de la fuente descansaba el reflejo del cielo, punteado de inmóviles hojas de haya. Hub se abrazaba las rodillas con los morenos antebrazos, mientras fumaba un cigarrillo bajo el ala inclinada de su sombrero de paja. Suratt estaba frente a él al otro lado de la fuente. Llevaba una camisa limpia de un azul descolorido, y en contraste con ella sus manos y su rostro eran de un uniforme marrón oscuro, como caoba. La garrafa reposaba en el centro, ofreciéndoles su generosa rotundidad.

—Sí, señor —repitió Suratt—, siempre descubro que la mejor cura para una herida es whisky en abundancia. Los médicos, esos médicos jóvenes tan estirados que hay ahora, dicen que no es cierto, pero el viejo doctor Peabody le cortó una pierna a mi abuelo mientras estaba tumbado en la mesa del comedor con una garrafa en la mano, un colchón y una silla sobre las piernas, y cuatro hombres sujetándolo; y él juraba y cantaba unas cosas tan escandalosas que las mujeres y los niños se fueron al prado, detrás del granero a esperar. Eche otro trago —dijo, alcanzando la garrafa desde el lado de allá de la fuente; y Bayard bebió de nuevo—. Imagino que se va sintiendo mucho mejor, ¿no es cierto?

—Que me aspen si lo sé —contestó Bayard—. Esto es dinamita, muchachos.

Suratt se echó a reír con la garrafa ya en el aire; luego aplicó los labios contra el cuello y su nuez subió y bajó de nuevo en arqueado relieve sobre las enmarañadas ramas del saúco y del sauce. El saúco florecería pronto, con pálidos grupos de flores diminutas. Miss Jenny hacía un poco de vino con ellas todos los años. Buen vino, si se sabía hacer y se tenía la paciencia necesaria. Vino de flores de saúco. Como el ritual de un juego infantil; para que lo jueguen niñitas con pálidos vestidos después de cenar y antes de acostarse. Sobre la hondonada donde la luz del sol llegaba aún en un rayo horizontal, los mosquitos giraban y se revolvían como motas de polvo en una tranquila habitación que no se usa. La voz de Suratt seguía sonando afablemente, manifestando una y otra vez su cortés admiración por la dureza del cráneo de Bayard y por el hecho de que era aquélla la primera vez que Bayard y él echaban un trago juntos.

Bebieron de nuevo y Hub empezó a pedirle pitillos a Bayard y a contar enjundiosas anécdotas salpicadas de palabrotas en su jerga campesina; anécdotas sobre whisky y chicas y dados; y en seguida Suratt y él empezaron a discutir amigablemente sobre el trabajo. Parecían capaces de seguir sentados eternamente en aquella postura, pero a Bayard se le durmieron las piernas en seguida y tuvo que estirarlas, padeciendo el característico hormigueo de la sangre liberada, de manera que se sentó con la espalda contra el árbol y las largas piernas por delante, oyendo la voz de Suratt sin escucharla. Su cabeza no era ya más que una tensa incomodidad; a veces parecía separarse flotando de sus hombros y colgar junto a la muralla de verdor como un globo transparente, dentro o más allá del cual, aquella cara que ni llegaba a precisarse por completo ni desaparecía del todo, dejando así de molestarle, seguía persistiendo con incorpórea exasperación: unos ojos muy abiertos, asustados, asombrados sin perder su seriedad, dos manos alzadas que aparecían por un momento tras la minúscula camisa blanca y los pantalones azules, antes del brusco giro y del salto en el aire con la caída, el estruendo, el golpe, la oscuridad…

La voz lenta y convincente de Suratt seguía sonando incansable, pero sin cualidades irritantes. Parecía encajar sin problemas en el tranquilo escenario, hablando de cosas vulgares.

—La manera que tuve de aprender a cortar el algodón —estaba diciendo— fue que mi hermano mayor me llevó y me puso en la misma hilera por delante de él. Me enseñó cómo se hacía y no había hecho más que dar un par de golpes cuando vi que casi me había alcanzado. En el tiempo que yo tardaba en dar una azadonada él daba dos. Y por entonces nunca llevaba zapatos —añadió fríamente—. De manera que tuve que aprender a cortar de prisa. Pero juré que pasara lo que pasara, nunca volvería a plantar nada en cuanto pudiera evitarlo. Está muy bien para gente que tenga tierras, pero las familias como la mía nunca han tenido tierra y cada vez que hacíamos un surco, estábamos destripando terrones para otros. —Los mosquitos danzaban y giraban aún más de prisa en los rayos del sol sobre la escondida trayectoria del arroyo y la luz iba tomando un suntuoso matiz cobrizo. Suratt se puso en pie—. Bueno, muchachos, tengo que volver a la ciudad —miró de nuevo a Bayard con sus ojos sagaces y sociables—. Imagino que míster Bayard se ha repuesto completamente del golpe, ¿no crees?

—Maldita sea —dijo Bayard—, deja de llamarme Mr. Bayard.

Suratt cogió la garrafa.

—Sabía que era un buen tipo; sólo hace falta conocerlo bien —le dijo a Hub—. Lo conozco desde cuando apenas levantaba un palmo del suelo, pero no habíamos pasado juntos un rato como el de hoy. A mí me educaron como a pobre, mientras que la familia de Mr. Bayard vivía en esa casa tan grande, con mucho dinero en el banco y negros para servirlos. Pero él es un buen tipo —repitió—. Y no dirá nada sobre quién le invitó a whisky.

—Que lo diga si quiere —contestó Hub—. Me trae sin cuidado.

Bebieron de nuevo. El sol casi se había ocultado y desde las escondidas zonas pantanosas del arroyo llegaban los frágiles silbidos de las ranas jóvenes. Se oyó mugir a la vaca desde el corral, Hub colocó el tapón sobre la boca de la garrafa, le dio un golpe con la palma de la mano para ajustado y los tres subieron la loma por encima de la fuente y se agacharon para cruzar la valla de alambre espinoso. La vaca estaba junto a la puerta del granero, los vio aproximarse y volvió a mugir, melancólica y doliente. Los gansos habían salido de la charca y se dirigían procesionalmente, atravesando el corral, hacia la casa en cuya puerta, enmarcada por dos arbustos de mirto, permanecía inmóvil una mujer.

—Hub —dijo con característico acento campesino.

—Voy a la ciudad —le informó Hub lacónicamente—. Tendrá que ordeñarla Sue.

La mujer siguió en la puerta sin moverse. Hub entró en el granero con la garrafa. La vaca se dio la vuelta y lo siguió, pero él, al oírla, giró y le dio una sonora patada en las costillas, mientras la insultaba sin ira. Reapareció en seguida, se llegó al portón, lo abrió y esperó a que Suratt lo atravesara con el coche. Después lo cerró, pasó el alambre que hacía de picaporte y se subió al guardabarros. Pero Bayard se corrió hacia adentro y Hub entró también en el coche. La mujer seguía en la puerta, mirándolos en silencio. Cerca de la entrada los gansos se agitaban, erráticos, entre gritos discordantes y cuellos tan gráciles y ondulantes como los gestos ritualizados de una pantomima.

La sombra del bosquecillo de álamos se alargaba sobre los campos descuidados, y la del automóvil se adelantó también, como si fuera la sombra de un gigantesco pájaro jorobado. Subieron la colina arenosa entre los últimos rayos del sol, descendiendo luego hacia una penumbra violeta. La arena hacía el camino silencioso y el coche se inclinó sobre los gastados y torcidos surcos hasta salir de nuevo a la carretera del valle.

La luna, en cuarto creciente, estaba suspendida sobre sus cabezas, aunque todavía no daba luz alguna, y ellos continuaron camino de la ciudad, pasando de cuando en cuando un carro campesino de vuelta a casa; Suratt, que conocía a casi todo el mundo en el condado, los saludaba con un gesto de su mano morena y, en seguida, en el sitio en que la carretera cruzaba un puente de madera entre más sauces y saúcos y donde la penumbra era ya más densa, Suratt paró el coche y salió por la ventanilla.

—Quédense donde están —dijo—. Será cosa de un minuto. Tengo que llenar el radiador.

Le oyeron llegarse hasta la parte trasera del vehículo, para reaparecer luego con un cubo de hojalata y descender cautelosamente por la frondosa ribera. El agua reía y murmuraba bajo el puente, invisible en la penumbra, y su murmullo crecía con las voces de los grillos y las ranas. Sobre los sauces que señalaban su curso, los mosquitos todavía giraban y se revolvían, porque aparecían murciélagos de no se sabía dónde cayendo en picado, desvaneciéndose luego a mitad de su trayectoria para reaparecer de nuevo contra el cielo sereno, descendiendo otra vez, silenciosos como gotas de agua sobre un cristal; rápidos, callados y decididos como si sus alas estuvieran hechas de penumbra y de silencio.

Suratt trepó por la ribera con su balde, quitó la tapa del radiador e inclinó el cubo sobre la abertura. La luna seguía luciendo descolorida sobre sus cabezas, aunque la débil sombra del balde caía ya sobre el capó del coche y, en la pálida tablazón del puente, las colgantes frondas de los sauces se repetían débilmente pero con delicada precisión. Cuando las últimas gotas de agua fueron aceptadas por las entrañas del motor con suaves borborigmos, Suratt devolvió el cubo a la parte posterior del coche y trepó por encima de la puerta que no se abría. Los faros estaban alimentados por un generador y procedió a encenderlos. Mientras el coche iba en primera o en segunda, la luz aumentaba, pero cuando apretaba el embrague se convertía en un mero resplandor intermitente que arrojaba una vaga sombra luminosa sobre la cinta de la carretera.

Se hizo completamente de noche antes de que llegaran a la ciudad. Desde el valle sin altibajos las luces del reloj del juzgado eran como cuentas amarillas suspendidas sobre los árboles, por encima de la oscura línea del horizonte; sobre el verde resplandor crepuscular hacia el este, se alzaba una columna de humo como una pluma en equilibrio. Suratt los dejó a la puerta del restaurante, continuando después su camino. Al verlos entrar el propietario alzó su cónica cabeza y sus sumisos ojos asombrados tras la fuente de soda.

—¡Santo cielo, muchacho! —exclamó—. ¿Todavía no has vuelto a casa? El doctor Peabody anda tras de ti desde las cuatro, y Miss Jenny ha venido a la ciudad en el coche de caballos, buscándote. Te vas a matar como sigas haciendo estas cosas.

—Vete a ese infierno que tienes ahí mismo —contestó Bayard— y tráenos a Hub y a mí unos dos dólares de huevos con jamón.

Más tarde, cuando volvieron por la garrafa en el coche de Bayard, les acompañaba un tercer joven, factor en la estación del ferrocarril, y en el asiento de atrás tres negros con un contrabajo. Pero sólo llegaron hasta el límite del sembrado que quedaba por encima de la casa. Se quedaron allí mientras Hub seguía a pie por el camino arenoso bordeado de maleza que llevaba hacia la plateada soledad del granero. La luna brillaba pálida y fría sobre sus cabezas y por todas partes los insectos chillaban entre la maleza polvorienta. En el asiento de atrás los negros susurraban entre ellos.

—Hermosa noche —sugirió Mitch, el factor. Pero Bayard fumaba un pitillo melancólicamente, con la cabeza bien protegida por el casco de sus vendajes blancos. La luna y los insectos eran una sola realidad, audible y visible, carente de dimensiones y de origen.

Al cabo de un rato Hub apareció de nuevo en la diluida vaguedad de la carretera, coronado por el resplandor de su sombrero y, alzando la garrafa hasta la portezuela, le quitó el tapón. Mitch se la pasó a Bayard.

—Bebe —dijo Bayard lacónicamente; Mitch lo hizo así y después también bebieron los otros.

—No tenemos nada para que beban los negros —dijo Hub.

—Es cierto —asintió Mitch. Luego giró en el asiento—. Muchachos, ¿ninguno de vosotros tiene un vaso o algo parecido?

Los negros emitieron suaves susurros, interrogándose entre sí con dulce consternación.

—Esperad —dijo Bayard. Apeándose, levantó el capó y quitó la tapa del tubo por donde se echaba el aceite—. No sabrá muy bien las dos primeras veces, pero después no lo notaréis ya.

—No, señor —asintieron los negros a coro. Uno de ellos cogió la tapadera, la limpió con una esquina de su chaqueta y fueron bebiendo por turno, chasqueando la lengua apreciativamente. Después Bayard puso la tapa en su sitio y se volvió a sentar.

—¿Alguien quiere otro trago ahora mismo? —preguntó Hub, colocando el tapón sobre la boca de la garrafa.

—Dale a Mitch —indicó Bayard—. Tiene que ponerse a nuestra altura.

Mitch volvió a beber. A continuación fue Bayard quien cogió la garrafa. Los otros lo miraron respetuosamente.

—Que me aspen si no bebe de verdad —murmuró Mitch—. Yo tendría miedo de beber tan de prisa si fuera usted.

—Es esta maldita cabeza. —Bayard bajó la garrafa y se la pasó a Hub—. Todas las veces pienso que con otro trago dejará de molestarme.

—El doctor le puso el vendaje demasiado apretado —dijo Hub—. ¿Quiere que se lo aflojemos un poco?

—No sé —Bayard encendió otro cigarrillo y tiró la cerilla—. Me parece que me lo voy a quitar. Ya lo he tenido bastante tiempo puesto.

Alzó las manos y empezó a hurgar en el vendaje.

—Será mejor que no lo toque —le advirtió Mitch.

Pero Bayard estaba ya despegando el esparadrapo, luego metió los dedos por debajo de una de las vueltas de la venda y tiró de ella salvajemente. Uno de los negros se inclinó hacia adelante con una navajita y la cortó; los demás vieron en silencio cómo Bayard terminaba de quitársela, tirándola después.

—No debiera haber hecho eso —dijo Mitch.

—Déjale que se la quite si quiere —dijo Hub—. Está perfectamente.

Luego se sentó en el coche con la garrafa entre las rodillas. Bayard dio la vuelta. El camino arenoso silbó bajo sus anchos neumáticos y fue elevándose otra vez hacia los árboles donde la moteada luz de la luna se filtraba intermitentemente, creando engañosas perspectivas. Invisibles y sin ubicación entre los cambiantes dibujos de luz y sombra, las chotacabras sonaban como flautas de líquidas modulaciones. La carretera salió del bosque y descendió, con la arena cubriendo los irregulares baches que el coche pasaba silenciosamente, hasta encontrarse entre campos cada vez más llanos que les llevaban a la recta carretera del valle. Al llegar a ella tomaron la dirección opuesta a la ciudad.

El automóvil siguió adelante, acompañado por el uniforme silbido del silenciador. Los negros del asiento de atrás susurraban entre sí y suaves ráfagas de risas escapaban de sus labios como fragmentos de papel que se alejaran revoloteando. Pasaron el portón de hierro y la casa de Bayard que soñaba serenamente a la luz de la luna entre los árboles, y también dejaron atrás el silencioso apeadero rectangular y la desmotadora con techo de metal sobre el desvío del ferrocarril.

Finalmente la carretera se empinó entre las colinas. A pesar de sus curvas, era ancha y lisa y estaba vacía, y los negros guardaron silencio cuando Bayard aumentó la velocidad, pero no era aún nada parecido a lo que habían imaginado. Otras dos veces más se detuvieron a beber y finalmente, desde la cima de una última colina vieron a lo lejos un grupo de luces. Hub volvió a quitar la tapa del tubo del aceite y bebieron una vez más.

Recorrieron pausadamente calles idénticas a las de Jefferson camino de una plaza también idéntica. Los peatones se volvían a mirarlos con curiosidad. Cruzaron la plaza sin detenerse y entraron en otra calle silenciosa; avanzaron entre amplias extensiones de césped y ventanas con las cortinas echadas, hasta que más allá de una verja de hierro, a bastante distancia entre árboles añosos, aparecieron ventanas iluminadas en ordenadas hileras, como linternas rectangulares colgadas entre las ramas.

Se detuvieron allí entre las sombras. Los negros se apearon y sacaron el contrabajo y una guitarra. El tercer negro sostenía entre las manos un esbelto cilindro adornado con registros sobre los que la intermitente luz de la luna se reflejaba con apagados brillos. Luego juntaron las cabezas, susurrando entre ellos y arrancando de las cuerdas sofocados acordes quejosos. Finalmente el del clarinete se lo llevó a los labios.

Las melodías eran antiguas. Algunas de ellas, sofisticadas y de complicada estructura; todo esto se perdía sin embargo al interpretarlas y quedaban hermanadas en quejumbrosa semejanza y borrosa y rítmica simplicidad, extendiéndose por el aire plateado en melancólicos acordes, disolviéndose y muriendo en ecos apagados entre las engañosas perspectivas de luna y sombras. Tocaron otra vez, un viejo vals. El perro guardián de la residencia universitaria acudió por el césped hasta la verja, pero sin intenciones hostiles. Al otro lado de la calle, entre las sombras, escuchaban otros espectadores; un coche se acercó, parándose junto a la acera, y apagó el motor y las luces; en las ventanas de la residencia se recortaban las cabezas, aureoladas por las luces de las habitaciones, sin individualidad, pero femeninas, distantes, delicadas y divinamente jóvenes.

Tocaron al fin Home, sweet Home, y cuando los últimos acordes en tono menor se extinguieron, llegó hasta ellos un suave aplauso de manos esbeltas. Después Mitch cantó Goodnight, Ladies con su voz de tenor, demasiado acaramelada, y las palmas juveniles se hicieron más insistentes; luego, mientras el coche se alejaba, en las ventanas iluminadas seguían recortándose las gráciles cabezas, aureoladas de cabellos brillantes; los suaves aplausos les fueron siguiendo durante un largo rato, cada vez más débiles en el silencio plateado.

En la cima de la primera colina al salir de la ciudad se detuvieron y Hub quitó la tapa del tubo del aceite. Quedaban tras ellos las luces diseminadas entre los árboles, y era como si todavía les llegara, a través del mundo en silencio, el sonido de aplausos juveniles como delicadas flores, ofrecidas a su juventud y a su masculinidad; bebieron en silencio, sin hablar, envueltos todavía en la magia agonizante del momento perdido. Mitch cantaba muy bajo como para sí mismo; el coche se deslizaba ronroneando nuevamente. La carretera descendía en curvas suaves, vacías y descoloridas. La voz de Bayard resonó áspera, cortante.

—Quita el silenciador, Hub —dijo.

Hub se inclinó hacia adelante y extendió la mano bajo el tablero. El coche siguió deslizándose con un uniforme murmullo contenido como de alas tormentosas que se despiertan; luego la carretera se allanó en una larga curva hacia otra altura y el murmullo pasó a rugido en un rápido crescendo y el coche salió disparado hacia adelante con violencia capaz de desencajar el cuello. Los negros habían dejado de hablar y uno de ellos dejó escapar un grito que era un gemido.

—Reno ha perdido el sombrero —dijo Hub, mirando para atrás. —No lo necesita —replicó Bayard. El automóvil rugió colina arriba, atravesó como una flecha la cumbre y tomó a la misma velocidad una curva flanqueada por un precipicio.

—¡Dios mío! —gimió el negro—. ¡Míster Bayard! —sus palabras salían volando como hojas arrancadas por el vendaval—. ¡Deje que me apee, míster Bayard!

—Salta si quieres —contestó Bayard.

La carretera se alejaba tras ellos como un suelo que se hunde y los iba precediendo a través del valle, tan recta como una cuerda tensa. Los negros sujetaban sus instrumentos y se agarraban entre sí. El cuentakilómetros señaló 55 y 60 y siguió avanzando lentamente. Casas aisladas surgían ante el abanico luminoso de los faros, brillando un instante para adormecerse otra vez en la distancia, mientras campos y zonas de bosque se transformaban en túneles.

La carretera siguió atravesando la tierra, negra y plateada. Las chotacabras se llamaban unas a otras desde ambos lados en inquieto asombro de líquidas modulaciones; a intervalos, cuando la luz de los faros, en las curvas pronunciadas, se salía de la carretera, dos puntos de pálido fuego parpadeaban en el polvo antes de que el pájaro desapareciera torpemente en algún lugar por debajo del radiador. La cordillera seguía elevándose, con pendientes boscosas a ambos lados. De cuando en cuando se veían cabañas de negros construidas a mitad de una ladera o junto a la carretera.

El automóvil se hundió para volver a alzarse después en una larga pendiente interrumpida por otro descenso; después la carretera se alzó directamente delante de ellos como una pared. El coche siguió disparado cuesta arriba y al llegar al cambio de rasante las cuatro ruedas abandonaron la calzada, cayendo después en picado mientras el unísono gemido de los negros quedaba flotando, desesperanzado, sobre la carretera. Finalmente, la cordillera alcanzó su punto más alto; allí cesó el rugido del coche que, poco a poco, disminuyó la marcha hasta detenerse por completo. Los negros estaban sentados en el suelo.

—¿Es esto el cielo? —murmuró uno al cabo de un rato.

—No creo que te dejaran entrar oliendo a whisky y sin sombrero, muchacho —dijo otro.

—Si el Señor no tiene más cuidado de mí que de mi sombrero, no tengo interés en ir allí —replicó el primero.

—Mmmm —asintió el segundo—. Cuando bajábamos la última cuesta, casi se me fue de las manos el clarinete y no digamos nada del sombrero.

—Pues cuando saltamos sobre aquel tronco o lo que fuese allí atrás —añadió el tercero—, pensé por un momento que todo el automóvil se me había ido de las manos.

Bebieron de nuevo. Estaban a bastante altura y la brisa era más fresca. A ambos lados yacía un valle en sombra, lleno de chotacabras que cantaban incesantes; más allá de aquellos valles, la tierra plateada seguía girando en el cielo. Atravesándola, dolorido y remoto, llegó el aullido de un perro. La cabeza de Bayard estaba tan fría y tan clara como una campana sin badajo y sin viento. Dentro de ella, aquel rostro apareció por fin con claridad: los dos ojos tan abiertos, graves y llenos de asombro, serenamente coronados por cabellos oscuros partidos en dos. Era esa chica Benbow, dijo para sus adentros, y se quedó quieto un rato, mirando al cielo. Las luces del reloj del juzgado brillaban uniformes, amarillas y sin parpadeos, a una distancia imprecisa; pero en todas las otras direcciones el mundo seguía girando con sus dormidas cordilleras, lechosamente opalinas.

Cuando llegó la hora de cenar había perdido el apetito y tía Sally Wyatt engulló sus alimentos blandos, especialmente preparados para ella, mientras se lamentaba de que Narcissa no quisiera comer.

—Mi madre se ocupaba de que me tomara una buena taza de té de sasafrás cuando me sentaba enfurruñada a la mesa y no quería comer —hizo saber tía Sally—, pero ahora todo el mundo cree que el Señor les mantendrá sanos sin que tengan que molestarse en levantar un dedo.

—Estoy perfectamente —insistió Narcissa—. Lo único que me pasa es que no tengo ganas de cenar.

—Eso es lo que tú dices. Si te pones enferma, Dios sabe que me faltan las fuerzas para cuidarte. En mis tiempos los jóvenes eran más considerados con las personas de edad.

Tía Sally siguió masticando con su característica falta de elegancia —quejosa y monótonamente rememorativa—, mientras Narcissa jugueteaba inquieta con los alimentos que se sentía incapaz de comer. Más tarde tía Sally continuó su monólogo en la mecedora, mientras proseguía su interminable labor de costura. Nunca explicaba qué sería cuando estuviera terminada, ni para quién la hacía, aunque llevaba quince años trabajando en ella, como tampoco se desprendía nunca de una informe bolsa, sucia y raída, de brocado, que contenía retales de colores de todas las formas imaginables. No acababa de decidirse a cortarlos, de manera que les daba vueltas, los colocaba en una posición, cavilaba, y volvía a cambiarlos como si fueran trozos de un rompecabezas, tratando de encajarlos en un patrón, o de crearlo sin tener que cortarlos; y así seguía alisando los retales de colores sobre una mesa con dedos blandos y pacientes de color de masilla, cambiándolos de sitio una y otra vez. En el delantero de su vestido estaba clavada, todavía sin utilizar, la aguja que Narcissa le había enhebrado.

La muchacha estaba sentada al otro lado de la habitación, con un libro sobre el regazo. La voz de tía Sally zumbaba con quejumbrosa perseverancia mientras Narcissa leía. De repente se levantó, dejó el libro, cruzó la habitación y entró en el cuarto donde estaba el piano. Pero antes del cuarto compás, dejó caer las manos sobre el teclado, bajó la tapa y fue a llamar por teléfono.

Miss Jenny le agradeció su solicitud ásperamente, y se atrevió a afirmar que Bayard estaba perfectamente bien y seguía siendo un miembro activo de la —así llamada— raza humana; de lo contrario habrían recibido ya alguna comunicación del forense. No, no se sabía nada de él desde que Loosh Peabody telefoneara a las cuatro en punto para informarle de que Bayard iba hacia casa con la cabeza rota. Que tuviera la cabeza rota lo había aceptado inmediatamente; en cambio la otra parte del mensaje no le había parecido digna de crédito, ya que después de vivir ochenta años con aquellos condenados Sartoris sabía muy bien que a ninguno que tuviera la cabeza rota se le ocurriría volver a casa. No, tampoco sentía el menor interés por su ubicación presente, y confiaba en que no hubiese hecho daño al caballo. Los caballos eran animales valiosos.

Narcissa regresó a la sala de estar y explicó a tía Sally con quién había estado hablando y por qué; luego acercó una silla baja a la lámpara y tomó de nuevo el libro.

—Está bien —dijo tía Sally al cabo de un rato—. Si no vas a decirme ni una palabra… —Amontonó sus retales de colores y los volvió a meter en la bolsa de brocado—. A veces doy gracias a Dios de que tú y Horace no seáis parientes míos, viendo la forma que tenéis de comportaros. Aunque si quisieras sasafrás, no sé quién te lo conseguiría: yo ya no puedo ir a cogerlo y tú serías capaz de confundirlo con manzanilla cimarrona o con candelaria.

—Pero si estoy perfectamente —protestó Narcissa.

—Tú sigue así —insistió tía Sally—, y cuando tengas que meterte en la cama sólo estaremos yo y esa negra con cabeza de chorlito para cuidarte. Que yo sepa, lleva seis meses sin quitar el polvo a los cuadros. Y yo he hecho todo lo posible, excepto rogar y suplicar. —Se puso en pie, dio las buenas noches y salió renqueando de la habitación.

Narcissa continuó sentada, pasando páginas, oyendo cómo la otra subía las escaleras acompañada por los laboriosos y mesurados golpes de su bastón de ébano, y durante algún tiempo más siguió sentada pasando las páginas del libro. Al cabo de un rato lo dejó y volvió al piano, pero tía Sally golpeó el suelo con el bastón desde el piso de arriba, por lo que Narcissa desistió y regresó a su libro. De manera que cuando poco después el doctor Alford llamó a la puerta, lo recibió con sincero alivio.

—Pasaba por aquí y oí el piano —explicó—. ¿Ha dejado usted de tocar?

Ella le explicó que la tía Sally ya se había acostado, y él se sentó ceremoniosamente y con el tono pedante y envarado que le era habitual estuvo habiéndole durante dos horas de temas tan eruditos como carentes de interés. Luego se fue y Narcissa se quedó en la puerta viéndole alejarse. La luna brillaba en el cielo; a lo largo de la avenida, los cedros, en solemne curva, apuntaban hacia un cielo pálido y vagamente estrellado.

Narcissa regresó a la sala de estar, recogió el libro, apagó las luces y subió las escaleras. Al otro lado del corredor tía Sally roncaba plácidamente y Narcissa se quedó un momento en el descansillo, escuchando aquel ruido tan familiar. «Qué bien me parece que Horry esté a punto de volver a casa», pensó mientras echaba otra vez a andar.

Encendió la luz, se desnudó, y se llevó el libro a la cama; allí siguió manteniendo su imaginación deliberadamente sumergida en él como se mantiene en un perrillo recién nacido bajo el agua hasta que su cuerpo deja de ofrecer resistencia. Y al cabo de un rato su mente se rindió al libro incondicionalmente y continuó leyendo, deteniéndose a veces para pensar gustosamente en el sueño y seguir después con la lectura. Así que cuando los negros empezaron a tocar sus instrumentos delante de la casa, apenas les hizo el menor caso. «¿Qué hacen esos locos dándome una serenata?», pensó, vagamente divertida, imaginándose inmediatamente a tía Sally con su gorro de dormir asomada a la ventana y gritándoles que se fueran. Y siguió en la cama, con el libro entre las manos, viendo sobre sus páginas abiertas la escena imaginada, mientras subía hasta su ventana el ritmo melancólico de las cuerdas y del clarinete.

Pero de pronto se sentó en la cama completamente rígida, poseída de una absoluta certeza; cerró el libro de golpe, se levantó de la cama y fue a mirar por la ventana de la habitación vecina.

Los negros estaban agrupados sobre el césped: el deslustrado clarinete, la guitarra, y el bulto solemne y algo cómico del contrabajo. En la entrada de la avenida, junto a la calle, un automóvil permanecía en la sombra. Los músicos tocaron sólo una vez, alguien los llamó desde el coche y se retiraron cruzando el césped. El automóvil se alejó en seguida con las luces apagadas. A Narcissa no le cupo ya ninguna duda: sólo a él se le ocurriría tocar una pieza bajo la ventana de una dama y marcharse acto seguido, nada más despertarla.

Regresó a su habitación. El libro descansaba boca abajo sobre la cama, pero Narcissa volvió a la ventana y se quedó allí, entre las cortinas abiertas, mirando el mundo negro y plateado y la noche serena. Sentía el sereno frescor del aire contra la cara y entre sus oscuros cabellos partidos en dos. «El animal, el muy animal», musitó. Luego cerró las cortinas y descalza, en total silencio, bajó de nuevo las escaleras y buscó a tientas el teléfono. Con los dedos cubrió la campana para que no se oyera apenas.

La voz de Miss Jenny resonó en la noche con su habitual energía y fría aspereza, sin manifestar sorpresa ni curiosidad. No, no había vuelto a casa porque a aquellas horas estaba convenientemente encerrado en la cárcel, o al menos eso creía ella, a no ser que la policía municipal estuviera demasiado corrompida para obedecer la petición de una dama. ¿Una serenata? Bobadas. ¿Qué interés tendría Bayard en ir por ahí dando serenatas? No podía hacerse daño dando serenatas, a no ser que alguien lo matara, tirándole una plancha o un despertador. Y, ¿por qué se preocupaba por él?

Narcissa colgó y estuvo durante unos instantes en la oscuridad, golpeando con los puños la indiferente caja del teléfono. El animal, el muy animal.

Había recibido tres visitas aquella noche. Un visitante acudió de forma oficial; el segundo sin pedir que se le recibiera; el tercero, anónimamente.

El garaje donde Narcissa guardaba su coche era un pequeño edificio de ladrillo rodeado de enredaderas. Una de las paredes continuaba la valla del jardín. Más allá de la valla, un pasaje en el que crecía la hierba llevaba hasta la calle. El garaje quedaba a unas quince yardas de la casa y su tejado se hallaba a la misma altura que el piso alto. Las ventanas del dormitorio de Narcissa daban precisamente al tejado de pizarra del garaje.

Este tercer visitante entró por el callejón, se subió a la valla del jardín y de allí al tejado del garaje, donde se quedó tumbado bajo la sombra de un cedro cuyas ramas empezaban un poco más arriba, protegiéndose así de la luz de la luna. Pasó mucho tiempo tumbado allí. La habitación frente a él estaba a oscuras cuando llegó, pero, con singular perseverancia, se había mantenido tan silencioso y tan quieto como un animal, sin hacer otro movimiento que levantar de cuando en cuando la cabeza para reconocer rápidamente el escenario con los furtivos dardos de sus ojos.

Pero la habitación frente a él seguía a oscuras al cabo de una hora. En el intervalo entró un coche (que él reconoció porque tenía identificados todos los automóviles de la ciudad) y un hombre cruzó el umbral de la casa. Pasó otra hora y la habitación seguía a oscuras y el coche continuaba parado delante de la casa. Luego el visitante salió y desapareció con su automóvil, y un momento después se apagaron las luces del piso bajo, en seguida la ventana frente a él se iluminó y a través de los visillos casi transparentes vio moverse a Narcissa por la habitación y contempló sus difuminados movimientos mientras se desnudaba. Luego dejó de verla. Pero la luz continuaba encendida y él siguió tumbado con infinita paciencia, de manera que todavía estaba allí cuando al cabo de otra hora un coche distinto se detuvo en la calle y tres hombres que llevaban un bulto de extraña conformación subieron por la avenida y se colocaron bajo la ventana a la luz de la luna; siguió allí mientras tocaban su pieza y se marchaban. Después de que se fueran, ella se acercó a la ventana, abrió los visillos y se quedó quieta durante un rato, con los oscuros cabellos partidos en dos, mirando directamente al sitio donde sus ojos permanecían ocultos.

Luego los visillos se cerraron de nuevo y una vez más la muchacha se convirtió en un borroso movimiento detrás de la ventana. En seguida se apagó la luz y él siguió boca abajo sobre la inclinada vertiente del tejado, absolutamente inmóvil durante mucho tiempo, lanzando incansables miradas furtivas, rápidas como dardos, que captaban todos los detalles de una vez, como los animales.

Finalmente llegaron a casa de Narcissa. Habían visitado las casas adormecidas de todas las otras chicas solteras una a una, quedándose en el coche mientras los negros, sobre el césped, combinaban los sonidos de sus instrumentos. Habían visto aparecer cabezas en ventanas a oscuras; en otros casos se habían encendido las luces; en una ocasión se les invitó a entrar, pero Hub y Mitch, desconfiados, no quisieron aceptar; en otra les sacaron refrescos y en otra, finalmente, recibieron las maldiciones de un joven que estaba sentado con la muchacha en cuestión en un porche a oscuras. Mientras tanto habían perdido el tapón del tubo del aceite y en el trayecto entre casa y casa, los seis bebían fraternalmente de la garrafa, pasándola de mano en mano. Cuando llegaron a casa de los Benbow, los negros cruzaron el césped y tocaron bajo los cedros. Había luz en una ventana pero nadie se asomó a mirar.

La luna estaba muy baja en el cielo. Su luz era ya un frío fulgor de plata, gastado y un poco aburrido, y el mundo daba la impresión de estar completamente desierto mientras avanzaban con los faros apagados por una calle sin vida y tan anclada en negro-y-plata como cualquier calle de la misma luna. Pasaron bajo sombras intermitentes, atravesaron cruces de tranquilas calles que se difuminaban a lo lejos, descubriendo de cuando en cuando un coche inmóvil junto a la acera delante de una casa. Un perro cruzó la calzada trotando delante de ellos, y siguió por un trozo de césped hasta perderse de vista, con aire resuelto aunque sin prisa; pero excepto esto nada se movía en ningún sitio.

La plaza se abría espaciosamente alrededor de la masa de olmos de color ajenjo turbio que encuadraba el juzgado. Entre los árboles los globos redondos de los faroles se parecían más que nunca a gigantescos y pálidos granos de uva. Sobre la cámara acorazada, en cada uno de los bancos, estaba encendida una sola bombilla; en el vestíbulo del hotel, frente al cual se alineaban unos cuantos automóviles, brillaba otra más mortecina. Pero no quedaban más luces.

Dieron la vuelta alrededor del juzgado y una sombra se movió junto a la puerta del hotel, llegándose hasta la acera; su camisa blanca destacaba apenas entre los tonos oscuros de la chaqueta desabrochada. Cuando el coche, lentamente, se alejaba camino de otra calle, el hombre los llamó. Bayard disminuyó la marcha hasta pararse, y el hombre atravesó el polvo descolorido y puso una mano en la portezuela.

—Hola, Buck —dijo Mitch—. ¡Qué tarde te acuestas!

El hombre tenía una cara de caballo tranquilo y bonancible y llevaba una estrella de metal en el chaleco sin abrochar. La chaqueta le abultaba un poco más de lo normal a la altura de la cadera.

—¿Qué habéis estado haciendo, chicos? —preguntó—. ¿Venís de un baile?

—Dando una serenata —contestó Bayard—. ¿Quieres un trago?

—No, muy agradecido —seguía con la mano en la puerta, serio y afable al mismo tiempo—. ¿Y no es también un poco tarde para que estéis levantados?

—Sí que se está haciendo tarde —asintió Mitch.

El policía puso un pie en el guardabarros. Bajo el ala del sombrero los ojos le quedaban en sombra.

—Ya nos íbamos —dijo Mitch.

Hub musitó algo, quedamente, y Bayard añadió:

—Claro; estamos ya camino de casa.

El policía torció la cabeza ligeramente y se dirigió a los negros:

—Imagino, muchachos, que también vosotros habéis terminado por hoy, ¿no es cierto?

—Sí, señor —contestaron los negros, apeándose y sacando el contrabajo.

Bayard le puso a Reno un billete en la mano; luego los negros le dieron las gracias y las buenas noches, levantaron el contrabajo y se marcharon silenciosamente por una calle lateral. El policía giró de nuevo la cabeza.

—¿No es tu coche el que está delante del café de Rogers, Mitch? —preguntó.

—Imagino que sí. Ahí es donde lo dejé.

—Bien; supongamos que llevas a Hub a su casa, a no ser que vaya a quedarse esta noche en la ciudad. En cuanto a Bayard, será mejor que venga conmigo.

—¡Caramba, Buck! —protestó Mitch.

—¿Por qué me tengo que ir contigo? —quiso saber Bayard.

—Su familia está preocupada —dijo el otro, hablando con Mitch y Hub—. No han tenido la menor noticia desde que lo tiró el caballo. ¿Qué has hecho con la venda, Bayard?

—Me la quité —contestó él, lacónicamente—. Mira, Buck: íbamos ya a dejar a Mitch y luego Hub y yo seguiremos derechos hasta casa.

—Estás en camino para casa desde las cuatro de la tarde —respondió el policía tranquilamente—, pero no pareces hacer grandes progresos. Será mejor que vengas conmigo como ha dicho tu tía.

—¿Te ha dicho la tía Jenny que me detengas?

—Están preocupados por ti. Miss Jenny acaba de telefonear y de pedirme que me encargue de que no te pase nada durante lo que queda de noche. Creo que será lo mejor. Tenías que haberte ido a casa por la tarde.

—¡Caramba, Buck, no seas tan duro! —dijo Mitch.

—Prefiero enfadar a Bayard que a Miss Jenny —contestó el otro pacientemente—. Vosotros seguid por vuestra cuenta y que Bayard venga conmigo.

Mitch y Hub se apearon, Hub sacó su garrafa, los dos dijeron buenas noches y se dirigieron hacia el sitio donde estaba aparcado el Ford de Mitch. El policía se sentó al lado de Bayard. La cárcel no estaba lejos. En seguida apareció junto al patio amurallado, cuadrada e implacable, con las ventanas del piso alto, poco más anchas que rendijas, tan brutales como sablazos. Entraron en un callejón y el policía se apeó y abrió un portón. Bayard metió el coche en un patio sucio y sin hierba mientras el otro cruzaba hasta un pequeño garaje con un Ford en el interior. Lo sacó marcha atrás e hizo un gesto a Bayard con la mano. El garaje estaba construido para las dimensiones del Ford y cuando el parachoques de Bayard tocó la pared del fondo, todavía quedaba fuera una parte del coche.

—Mejor que nada —comentó el policía—. Vamos.

Pasando por la cocina, llegaron a la zona donde vivía el carcelero, y Bayard se quedó esperando en un pasillo oscuro hasta que el otro encontró la luz y entraron en una habitación limpia y sin personalidad, con unos pocos muebles de conglomerado y alguna ropa de hombre.

—Oye —protestó Bayard—, ¿me vas a dar tu cama?

—No la necesitaré hasta mañana —contestó el otro—. Ya te habrás ido para entonces. ¿Quieres que te ayude a quitarte la ropa?

—No. Estoy perfectamente —y luego añadió más amablemente—: Buenas noches, Buck, y muchas gracias.

—Buenas noches —contestó el policía.

Cerró la puerta al salir, Bayard se quitó la chaqueta, los zapatos y la corbata, apagó la luz y se tumbó en la cama. La luz de la luna se filtraba en la habitación de manera impalpable, sin origen visible; el silencio era absoluto. Más allá de la ventana se alzaba una cornisa en sucesivos escalones poco profundos; y más allá, el cielo, opalino e infinito. Bayard tenía la cabeza clara y fría. El efecto del whisky había desaparecido por completo. O más bien era como si su cabeza fuera un Bayard tumbado en una cama extraña y cuyos nervios, adormecidos por el alcohol, se extendían como cintas de hielo a través de aquel cuerpo que tenía que arrastrar constantemente consigo por un mundo sombrío y desierto.

Se quedó así, tumbado boca arriba, mirando por una ventana donde no había nada que ver, esperando a que llegara el sueño, sin saber si vendría o no y sin importarle un comino cualquiera de las dos posibilidades. Nada que ver y todo el largo trayecto de una vida humana por delante. Tres veces veinte y diez más arrastrando por el mundo un cuerpo testarudo, defraudando sus insistentes demandas. Tres veces veinte y diez más, decía la Biblia. Setenta años. Y él no tenía más que veintiséis. Poco más de la tercera parte. Se lo llevaban los demonios.