SIMÓN, a veces, en lugar de perder el tiempo por la casa durante el día miraba más allá del establo, hacia los pastizales, y veía los caballos de tiro que, debido al ocio y a la falta de atención, perdían prestancia y se hacían cada vez más perezosos; o bien pasaba junto al carruaje inmóvil en el cobertizo, con la lanza apuntalada en un ángulo acusador sobre el mecanismo de madera que Simón había inventado para sujetarla; o cruzaba por el cuarto de los arreos, donde el sobretodo y la chistera acumulaban polvo lentamente en un clavo de la pared, profiriendo, en su muda espera, pacientes quejas llenas de interrogaciones. Y, a veces, cuando con su aspecto raído, un tanto abatido por la edad y la testaruda perplejidad, se detenía en la veranda con sus rosas antiguas y la glicina y toda su inmutable serenidad y veía ir y venir a los Sartoris en un artefacto que un caballero de otra época hubiera despreciado, al alcance de cualquier pobretón y que sólo un loco utilizaría, sentía a su lado la presencia de John Sartoris, expresando en su rostro barbado con perfil de halcón, todo el inmenso desprecio que aquello le inspiraba.
Mientras Simón permanecía así, con el sol de la tarde cayendo oblicuamente sobre el extremo del porche, entre los innumerables olores embriagantes de todo lo que florece en primavera, el somnoliento zumbido de los insectos y los pájaros cantando incansables dominándolo todo, Isom, en el sombreado y fresco vano de la puerta o junto a la esquina de la casa, le oía mascullar su monótona cantinela hecha de incomprensión y del quejumbroso resentimiento de los viejos; y luego se retiraba a la cocina donde su madre, conservando en su cara la misma expresión de placidez y dejando brotar de sus labios la misma interminable salmodia, trabajaba sin desfallecimientos.
—El abuelo está ahí fuera hablando otra vez con míster John —dijo Isom aquella tarde—. Dame las patatas, mamá, que tengo hambre.
—¿No te ha encargado Miss Jenny algún trabajo para hoy? —preguntó Elnora, haciendo una pausa para darle las patatas.
—No. Se ha marchado otra vez en el coche.
—Es una bendición de Dios que no hayáis ido los dos, como sucede siempre que Mr. Bayard te lo permite. Y ahora sal de mi cocina. Acabo de fregar el suelo y no quiero que me lo dejes lleno de marcas de pies.
No era infrecuente en aquellos días que Isom oyera a su abuelo hablando con John Sartoris cuando trabajaba en el establo o en los arriates de delante de la casa, en permanente diálogo con aquel fantasma arrogante que dominaba la casa y sus ocupantes e incluso el escenario en su conjunto, atravesado por el ferrocarril que él mismo construyera y que se divisaba con toda nitidez a pesar de que la distancia lo hacía parecer diminuto, como si todo ello fuera un teatro preparado para diversión de aquél cuyo sueño testarudo, que se burló de él tan tortuosa y astutamente mientras fue impuro, había terminado por delinearse con toda claridad y precisión ahora que el soñador había quedado purgado de la imperfección del orgullo mediante la desaparición de su carne mortal.
—No debieran hacerlo —masculló Simón. Estaba otra vez trabajando con su azada en el arriate de salvia al principio de la avenida—. No debieran pasearse en ese trasto, mientras el coche de caballos se apolilla en el establo.
No estaba pensando en Miss Jenny. No tenía mucha importancia lo que usaran las mujeres para pasear, siempre, por supuesto, que sus maridos se lo permitiesen. En todo caso, no hacían más que lucir el carruaje de un caballero; no eran más que el barómetro de su situación social, el indicador de su categoría: hasta los mismos caballos lo sabían.
—Su mismo hijo, Coronel, y su nieto se atreven a aparecer delante de usted en un artefacto como ese —continuó—, y usted les deja hacerlo. Es usted tan culpable como ellos. Tiene que decirles con toda claridad cuál es la ley, amo John; con todas esas guerras extranjeras y cosas parecidas la gente joven ya no se comporta correctamente; no saben cómo debe conducirse un caballero. ¿Qué se imagina que piensa la gente cuando ven a los Sartoris en el mismo vehículo que a los pobretones? Tiene usted que imponerse, amo John. ¿No han marcado los Sartoris el criterio de calidad en este país desde que usted nació? Mírelos ahora en cambio.
Se apoyó en la azada y vio cómo el automóvil subía por la avenida para detenerse delante de la casa. Miss Jenny y el joven Bayard se apearon y subieron al porche. El motor seguía en marcha, y la tenue nube del escape se extendía por el aire luminoso de las primeras horas de la tarde. Simón se acercó con la azada y echó una ojeada al despliegue de contadores y manecillas del tablero. Bayard, ya en la puerta de la casa, se dio la vuelta y lo llamó.
—Apaga el motor —ordenó.
—¿Que haga qué? —preguntó Simón.
—Esa palanquita de color brillante junto al volante. Bájala.
—No, señor —contestó Simón, retrocediendo—. No pienso tocarlo. No tengo ganas de que me explote en la cara.
—No te pasará nada —dijo Bayard, impaciente—. No tienes más que poner la mano y empujar hacia abajo. Ese aparatito brillante que tienes ahí.
Simón contempló con gesto dubitativo los instrumentos y mandos, pero sin dar un solo paso hacia adelante; después estiró más el cuello y recorrió todo el coche con la mirada.
—No veo más que una palanca muy grande que sale del suelo. No es ésa de la que me habla, ¿verdad?
—Demonios —dijo Bayard, bajando en dos zancadas. Inclinándose sobre la portezuela bajó la palanca ante la curiosidad parpadeante de Simón. El ronroneo del motor cesó inmediatamente.
—¡Vaya! —dijo Simón—. ¿Era ésa la que decía usted?
Contempló la palanca durante un rato, luego se enderezó y miró el capó.
—¿Ha dejado de hacer ruido, no es cierto? ¿Es así como hace que se detenga?
Pero Bayard había vuelto a subir los escalones, desapareciendo en el interior de la casa.
Simón se quedó allí un poco más examinando con parsimonia aquella larga cosa reluciente, tan dinámica y tan impresionante como una locomotora, tocándola suavemente y frotándose luego la mano contra el muslo. Dio la vuelta alrededor, lentamente, y palpó los neumáticos hablando consigo mismo y moviendo la cabeza. Acababa de volver a su arriate de salvia cuando Bayard salió de nuevo.
—¿Quieres venir a dar un paseo, Simón? —preguntó.
La azada de Simón se detuvo y él se enderezó.
—¿Quién, yo?
—Claro. Vamos. —Simón, inmóvil la azada, empezó a rascarse la cabeza lentamente. Bayard siguió persuadiéndolo—. Vamos; sólo iremos un rato por la carretera. No te pasará nada.
—No, señor; no creo que me pase nada —concedió.
Después se fue acercando al coche de manera gradual, contemplando sus diferentes partes con lenta reflexión llena de parpadeos, al ver que aquella máquina iba a adquirir peso de realidad en su vida. Ya ante la portezuela, con un pie en el guardabarros, hizo un último intento de resistir el maléfico poder de aquellos cantos de sirena.
—¿No irá a salirse de la carretera como cuando usted e Isom se cruzaron con el Coronel y conmigo camino de casa, verdad?
Bayard lo tranquilizó. Simón subió al coche lentamente, mascullando sonidos premonitorios, y se sentó inclinado hacia adelante, con los pies recogidos, agarrando con una mano la portezuela y con la otra un bulto bajo la camisa a la altura del pecho. Cuando atravesaron el portón y entraron en la carretera, Simón todavía seguía inclinado hacia adelante. Al aumentar el coche la velocidad, con un rápido movimiento convulso, tuvo que sujetarse el sombrero que había estado a punto de salir volando.
—Creo que ya hemos ido bastante lejos, ¿no le parece? —sugirió, alzando la voz. Se encasquetó el sombrero, pero al ir a soltarlo tuvo que agarrarlo otra vez con toda su fuerza, por lo que decidió quitárselo y llevarlo bajo el brazo; de nuevo su mano buscó algo desmañadamente a la altura del pecho, hasta inmovilizarse sujetando firmemente el pequeño bulto bajo la camisa.
—Tengo que arrancar las malas hierbas del arriate de salvia hoy por la mañana —dijo, en voz aún más alta—. Por favor, míster Bayard —añadió, y su cuerpo acartonado se inclinó aún más hacia adelante en el asiento mientras lanzaba rápidas miradas furtivas para comprobar la creciente velocidad con que se deslizaba el seto que corría paralelo a la carretera.
Luego Bayard se inclinó hacia adelante y Simón vio cómo se tensaban sus antebrazos y el coche salía disparado hacia adelante con un estruendo de confusas alas tormentosas. La tierra, en forma de carretera, se hacía pedazos bajo ellos, reapareciendo por detrás en espirales de polvo, pardas y fatigosas, como la náusea de la velocidad; también el verdor de los lados del camino era un rígido túnel que fluía sin solución de continuidad. Pero Simón no dijo nada más, y al volver Bayard hacia él la cruel burla de sus dientes descubiertos, el viejo criado estaba arrodillado en el suelo, con su viejo y desastrado sombrero bajo el brazo y aferrando con la mano el bulto bajo la camisa. Después, cuando el hombre blanco se volvió de nuevo hacia él, Simón lo estaba mirando, y el borroso iris de sus ojos no era ya de un marrón uniforme desprovisto de pupila: había adquirido color de sangre; a pesar del chorro de aire Simón no parpadeaba y había en sus ojos la salvaje fosforescencia de un animal acorralado. Bayard apretó el acelerador hasta el fondo.
El carro avanzaba, somnoliento y pacífico, por la carretera. Tiraban de él dos mulas y estaba lleno de negras que dormían en sillas. Algunas llevaban bragas. Las mismas mulas no llegaron a despertarse, y siguieron adelante, con su paso cansino, arrastrando el carro vacío y las sillas volcadas incluso cuando el coche se metió en la cuneta, volvió otra vez al camino y continuó su tormentosa carrera sin disminuir la velocidad. Luego cesó el rugido del motor, pero el coche siguió corriendo y, debido a su propia inercia, empezó a dar bandazos mientras Bayard intentaba arrancar las manos de Simón de la palanca del contacto. Pero Simón, arrodillado en el suelo, con los ojos cerrados y el aire jugando con los restos entrecanos de su cabello, seguía sujetando la palanca con las dos manos.
—¡Suéltala! —gritó Bayard.
—¡Así es como haces que se pare, Señor! ¡Así es como haces que se pare! —salmodió Simón, cubriendo la palanca con las dos manos mientras Bayard se las martilleaba con el puño. Y siguió así hasta que el coche disminuyó la marcha y se detuvo por completo. Luego consiguió torpemente abrir la portezuela y se apeó del coche. Bayard lo llamó pero él echó a andar en dirección contraria, un tanto renqueante pero a buen paso.
—¡Simón! —llamó Bayard de nuevo, pero el otro no disminuyó el paso ni miró para atrás, de manera que Bayard puso el coche en marcha y siguió avanzando hasta poder dar la vuelta. Simón estaba a un lado de la carretera, con la cabeza inclinada sobre algo que tenía en las manos, cuando Bayard lo alcanzó y se detuvo a su lado.
—¡Vamos, súbete! —le ordenó.
—No, señor. Voy a ir andando —contestó Simón.
—Que subas, te he dicho —insistió Bayard, secamente. Luego abrió la portezuela, pero Simón siguió inmóvil en la cuneta con una mano dentro de la camisa; fue entonces cuando Bayard notó que estaba temblando de pies a cabeza—. Vamos, no seas tonto; no voy a hacerte ningún daño.
—Volveré andando a casa —repitió Simón testarudamente aunque sin calor—. Siga usted adelante.
—Vamos, sube. No me había dado cuenta de que estuvieras tan asustado. No volveré a hacerlo.
—Vuelva usted a casa —dijo Simón—. Estarán preocupados por usted. Puede decirles lo que me ha pasado.
Bayard lo contempló durante un momento, pero Simón no lo miraba, y en seguida cerró la portezuela y siguió adelante. Tampoco entonces levantó Simón la vista, ni siquiera cuando el coche produjo otra vez el estruendo de rugientes alas dentro de una arremolinada nube de polvo que siguió flotando pesadamente después de que cesara el fragor. Al cabo de un rato surgió el carro entre el polvo, con las mulas a un trote rápido que les hacía agitar las orejas, pasando a su lado con un repiqueteo de campanillas, y dejando tras sí, en el aire polvoriento poblado de chirridos de insectos, el sonido de una voz de mujer en trémula histeria sin palabras, pasiva pero vibrante y sostenida. Luego también el carro desapareció, hundiéndose muy despacio en el tenue resplandor de la llanura. Simón se sacó de la camisa el objeto que colgaba de una cuerda alrededor de su cuello. Era pequeño, vagamente redondo, reseco y cubierto de pelo espeso y sucio: la primera sección de la pata trasera de un conejo, teóricamente capturado en un cementerio en noche de luna nueva; Simón se frotó con ella la frente sudorosa y el cogote, volviéndola a colocar después dentro del pecho. Todavía le temblaban las manos, mientras se ponía el sombrero y regresaba a la carretera, donde tomó la dirección de la casa de los Sartoris bajo el calor del polvoriento mediodía.
Bayard atravesó el valle en dirección a la ciudad, pasando ante el portón de hierro que no se cerraba nunca y la serenidad de la casa blanca entre los árboles añosos, y luego siguió adelante cada vez más de prisa. El sonido del motor sin silenciador se estrellaba contra el polvo arremolinándolo en formas letárgicas que se disgregaban, desapareciendo, insignificantes, sobre el valle fecundo, preñado de algodón y maíz. En las afueras de la ciudad se cruzó con otro negro en un carro y mantuvo el coche en línea recta hacia el vehículo hasta que las mulas se espantaron, ladeando el carro por un momento. Entonces Bayard giró y le pasó rozando sin que le sobrara más de una pulgada; tan cerca, que el negro del carro, que no paraba de gritar, pudo advertir la burla salvaje de sus dientes descubiertos.
Siguió adelante y en un rápido descenso como de avión en picado, pasó a toda velocidad el cementerio con la pomposa efigie de su bisabuelo mirando a través del valle hacia el ferrocarril. Bayard pensó en el viejo Simón renqueando camino de casa por la carretera polvorienta, bien agarrado a su pata de conejo y volvió a sentir el mismo feroz deseo de violencia y la misma vergüenza.
En seguida apareció la ciudad entre árboles, con las calles sombreadas como túneles verdes en las que vidas sin horizontes llevaban a buen término sus pacíficas tragedias; Bayard puso el silenciador y se dirigió despacio hacia la plaza. Sobre los olmos frondosos el reloj del juzgado asomaba sus cuatro esferas, fugazmente enmarcadas entre los arcos que formaban los robles próximos a la calle. Las doce menos diez. A las doce en punto su abuelo se retiraría al despacho en la parte trasera del banco y allí se bebería la pinta de leche que llevaba consigo todas las mañanas en un termo, para dormir después, por espacio de una hora, en el sofá del rincón más oscuro de la habitación. Cuando Bayard entró en la plaza la silla inclinada junto a la puerta del banco estaba ya vacía; disminuyó la velocidad y fue a detenerse junto a la acera, delante de un tablero doble apoyado directamente sobre el suelo en el que estaba escrito, con tiza diluida, Hoy Barbos Frescos; de las puertas batientes que había detrás llegaba un olor a alimentos refrigerados: queso y pepinillos, junto con una leve sugerencia de grasa frita.
Estuvo un momento parado en la acera mientras las personas que dejaban de trabajar a las doce salían a la calle y pasaban a su alrededor. Negros lentos e indecisos como figuras en un oscuro y plácido sueño, con olor animal, cuchicheando y riendo entre ellos. Había en sus murmullos sin consonantes una propensión al regocijo, y en su risa, seriedad y tristeza; campesinos —hombres vestidos con mono o pantalones de pana o ropa caqui, que iban sin corbata; mujeres con informes trajes de percal y bonetes para el sol; grupos de muchachas engalanadas con tiesos atavíos comprados contra reembolso, desvirtuada ya la gracia natural de sus cuerpos jóvenes por la falta de espontaneidad, por el trabajo y por los altos tacones y muy pronto definitivamente oscurecida por los embarazos; muchachos y hombres jóvenes, un poco beligerantemente vocingleros, con trajes, camisas y gorras baratos y de mal gusto, pero con pieles saludables y miembros tan bien proporcionados como los de los caballos de raza. En cuclillas contra la pared, un mendigo negro y ciego con una guitarra y un armazón de alambre sujetando una armónica delante de sus labios, ponía fondo a los olores y sonidos con una quejosa reiteración de amplios y monótonos acordes, tan rítmicos como una fórmula matemática pero sin relación alguna con la música. Era un hombre alrededor de los cuarenta y tenía la paciente resignación de muchos años de ceguera; vestía sin embargo sucia ropa caqui con galones de cabo en una manga, un emblema de Boy Scout torpemente bordado en la otra, y, sobre el pecho, una insignia del cuarto empréstito para la Libertad[9] y un pequeño broche de metal con dos estrellas doradas, concebido sin duda como adorno femenino. Su añejo sombrero hongo llevaba, a modo de cinta, el cordón de una gorra de oficial, y en el suelo entre sus pies descansaba una taza de estaño con una moneda de diez centavos y tres de uno.
Bayard se metió la mano en el bolsillo. El mendigo notó que se acercaba y su tonada se convirtió en un único acorde repetido sin variación rítmica hasta que la moneda rebotó en la taza; sin romper el rasgueo monocorde ni los sonidos lineales de la armónica, su mano izquierda, con un solo movimiento, descendió para palpar el interior de la taza y averiguar el valor de la moneda; a continuación la guitarra y la armónica reanudaron la tonada anterior. Cuando Bayard se disponía a alejarse alguien habló a su lado: un hombre corpulento y ancho de espaldas, con rostro bronceado y despierto y sienes canosas. Llevaba botas y pantalones de pana, su cuerpo tenía elasticidad de jinete y sus morenas manos tranquilas eran las manos que los caballos respetan. Su nombre, MacCallum; miembro de una familia de seis hermanos que vivían en las colinas a dieciocho millas de distancia. Bayard y John habían cazado zorros y mapaches con ellos durante las vacaciones escolares.
—Me han hablado mucho de tu coche —dijo MacCallum—. ¿Es ése, verdad?
Bajó de la acera y se paseó alrededor del automóvil, examinándolo, con las manos en las caderas.
—Demasiada barriga —dijo—, y da la impresión de ser de huesos pesados. Torpe. Seguro que tienes que montarlo con barbada, ¿no es cierto?
—Te equivocas —contestó Bayard—. Súbete y te enseñaré lo que es capaz de hacer.
—No, muchísimas gracias —respondió el otro, volviéndose a la acera, entre los negros congregados para admirar el coche.
El reloj del juzgado dio las doce y por la calle aparecieron grupitos de niños camino de casa debido al descanso escolar del mediodía: niñitas con cajas de colores, libros, cuerdas para saltar a la comba, que hablaban siseando entre ellas de absorbentes preocupaciones femeninas y muchachitos, en diferentes grados de desarreglo indumentario, gritando, peleándose y dando empujones a las niñitas, que se apelotonaban y les devolvían frías miradas de indignación.
—Voy a comer algo —explicó MacCallum. Cruzó la acera y abrió la puerta batiente—. ¿Has almorzado ya? —preguntó, mirando para atrás—. Entra un minuto de todas formas —y se golpeó la cadera significativamente.
La tienda era mitad pastelería y almacén de ultramarinos y mitad restaurante. Cierto número de clientes estaba de pie en la parte delantera, escasa de espacio pero limpia, con bocadillos y botellas de refrescos, y el propietario les hizo una inclinación de cabeza con apresurada y un tanto ausente afabilidad desde detrás del mostrador. La mitad posterior de la sala estaba llena de mesas en las que unos cuantos hombres y una mujer o dos, campesinos en su mayor parte, comían con envarado y solemne decoro. Al lado estaba la cocina, rebosante de olores a fritura y del característico chirrido de los alimentos al freírse, donde dos negros se movían como espectros apáticos entre nubes de humo azulado. Los recién llegados cruzaron esta sala; luego MacCallum abrió una puerta colocada en un saliente de la pared y entraron en una habitación muy pequeña, o más bien una amplia despensa en desuso. Había una ventana diminuta en lo alto de la pared, una mesa sin mantel y tres o cuatro sillas; en seguida el más joven de los dos negros entró tras ellos.
—Ustedes dirán, Mr. MacCallum y Mr. Sartoris.
Colocó encima de la mesa dos vasos recién enjuagados, con agua escurriendo todavía por las paredes, y se quedó en pie, al lado de la mesa, secándose las manos en el delantal. Tenía un rostro ancho y tranquilo, una de esas caras que inspiran confianza.
—Limones, azúcar y hielo —dijo MacCallum—. ¿Tú no querrás algún refresco de esos, verdad? —El negro se detuvo con la mano en el picaporte.
—No —contestó Bayard—. Prefiero un ponche frío.
—Sí, señor —asintió el negro—. Todos ustedes quieren ponche. —Inclinó la cabeza con sesudo gesto aprobatorio, se dio la vuelta y se hizo a un lado para dejar pasar al propietario, que se había puesto un delantal limpio, y entró trotando atropelladamente como era costumbre suya.
—Buenos días —dijo mientras se frotaba las manos contra las caderas—. ¿Qué tal, Rafe? Bayard, el otro día vi a Miss Jenny y al viejo Coronel camino de la consulta del doctor Alford. ¿No es nada grave, verdad?
Su cabeza era como un huevo invertido; llevaba el pelo de color rojizo meticulosamente ondulado a partir de una raya central, formando dos alas simétricas a manera de tupé, y sus ojos castaños brillaban con suavizada vehemencia.
—Cierra la puerta y acércate —ordenó MacCallum. El otro obedeció inmediatamente. Acto seguido Rafe sacó de debajo de la chaqueta una botella de asombrosas proporciones y la puso sobre la mesa. Contenía un delicado líquido ambarino. El propietario del restaurante se frotó las manos contra las caderas, clavando glotonamente en la botella sus ojos ardientes y sumisos.
—¡Cielo santo! —dijo—, ¿dónde tenías escondida esa garrafa, en la pernera del pantalón?
MacCallum descorchó la botella y la presentó al propietario quien, después de inclinarse para olería con los ojos cerrados, dio un suspiro.
—Es de Henry —dijo MacCallum—. La mejor partida que ha fabricado nunca. Imagino que querrás echar un trago si Bayard y yo te sostenemos después, ¿no es cierto?
El otro rió con fuerza, untuosamente.
—¿No es un tipo muy divertido? —le preguntó a Bayard—. Todo un gracioso, ¿verdad? —Lanzó una mirada a la mesa—. No tenéis más que dos vasos. Esperad a que…
Alguien dio unos golpes a la puerta: el propietario inclinó en aquella dirección su cónica cabeza y agitó una mano hacia los otros dos. MacCallum escondió la botella sin apresurarse demasiado mientras el dueño abría la puerta. Era el mismo negro, con otro vaso, limones, azúcar y trozos de hielo en un cuenco. El propietario lo dejó pasar.
—Si preguntan por mí, di que he salido pero que volveré en seguida, Houston.
—Sí, señor —replicó el negro, poniendo sobre la mesa las cosas que traía.
MacCallum sacó otra vez la botella.
—¿Por qué sigues contando esa historia tan vieja a tus clientes? —preguntó—. Todo el mundo sabe lo que estás haciendo.
El propietario rió de nuevo, contemplando la botella con ansia.
—Sí, señor —repitió—. Todo un gracioso. Bueno, muchachos, vosotros tenéis mucho tiempo por delante, pero yo he de volver tras el mostrador y hacer que siga marchando el negocio.
—Sírvete —le dijo MacCallum y el dueño se preparó un ponche. Alzó el vaso, agitándolo y oliéndolo alternativamente mientras los otros mezclaban el limón, el whisky y el agua. Después el propietario sacó su cucharilla, dejándola sobre la mesa.
—Bueno, siento tener que beberme de prisa una cosa tan buena —dijo—, pero el deber es antes que la devoción, ya se sabe.
—No cabe duda de que el trabajo interfiere con la bebida —asintió MacCallum.
—Sí, señor, ya lo creo que lo hace —replicó el otro. Alzó su vaso—. A la salud de tu padre —dijo. Bebió—. No lo he visto mucho por aquí, últimamente.
—No —contestó MacCallum—. No ha llegado a reponerse de que Buddy se fuera al ejército yanqui. Asegura que no volverá a la ciudad hasta que los demócratas repudien a Woodrow Wilson.[10]
—Sería lo mejor que hayan hecho nunca; tendrían que echarlo y elegir presidente a un hombre como Debs o el senador Vardaman —corroboró prudentemente el propietario—. Sí, señor, el ponche estaba muy bueno —añadió—. Henry sabe lo que se hace, ¿no es cierto? —dejó el vaso y se dirigió hacia la puerta—. Bien, chicos, ya sabéis: como si estuvierais en vuestra propia casa. Si necesitáis algo, llamad a Houston.
Y salió de la habitación trotando aturulladamente.
—Ponte cómodo —dijo MacCallum. Él se acercó una silla y Bayard colocó otra frente a él al lado opuesto de la mesa—. Deacon debe de saber cuándo un whisky es bueno. Con lo que ha bebido se podría inundar este local y hacer que el mostrador saliera flotando por la puerta principal.
Se llenó el vaso, empujó la botella hacia Bayard y los dos bebieron de nuevo en silencio.
—Tienes mal aspecto, chico —dijo MacCallum de repente; y Bayard al levantar la cabeza encontró al otro examinándolo con su mirada serena y llena de viveza—. Pareces desconcertado —añadió; y Bayard hizo un brusco gesto negativo y alzó de nuevo el vaso. Pero se daba cuenta de que el otro lo seguía mirando fijamente, aunque sin descortesía—. Bueno; en cualquier caso no te has olvidado de cómo beber buen whisky… ¿Por qué no vienes a cazar con nosotros? Hay un zorro viejo por allí que te lo estamos reservando. Llevamos dos años siguiéndolo con los perros jóvenes, pero en seguida pierden el rastro. No le he echado el viejo General todavía, porque ése seguro que lo encuentra y yo quería guardarlo para vosotros. A John le hubiera gustado este zorro. ¿Te acuerdas de aquella noche que Johnny tomó un atajo hasta el puente de Samson, llegó antes que los perros, y para cuando aparecimos nosotros, venían el zorro y él por el río, subidos en un tronco, el zorro en un extremo y John, cantando aquella canción tan loca a voz en grito, en el otro? A John le hubiera gustado este zorro. Siempre consigue despistar a los perros jóvenes. Pero el viejo General lo atrapará.
Bayard le escuchaba dando vueltas al vaso entre las manos. Sacó un paquete de cigarrillos de la chaqueta y volcó unos cuantos en la mesa; luego arrojó el paquete hacia el otro lado. MacCallum se bebió el ponche sin hacer ninguna pausa y volvió a llenarse el vaso. Bayard encendió uno de los cigarrillos, vació su vaso y cogió la botella.
—Tienes muy mal aspecto, en serio —repitió MacCallum.
—Debe ser que estoy seco —contestó Bayard con voz tan serena como la de su amigo. Se preparó otro ponche, mientras el cigarrillo humeaba a su lado sobre el borde de la mesa. Levantó el vaso, pero en lugar de beber lo alzó hasta la nariz, dilatando las ventanas con una fuerte contracción muscular; luego apartó el vaso y con mano segura derramó el contenido sobre el suelo. El otro lo contempló tranquilamente mientras cogía otra vez la botella, se llenaba el vaso hasta la mitad, añadía una pizca de agua y se lo echaba al coleto.
—Llevo demasiado tiempo portándome bien —dijo Bayard con voz fuerte, y empezó a hablar de la guerra. No de combates, sino más bien de un mundo poblado de hombres jóvenes semejantes a ángeles caídos, más allá del cielo o del infierno y participando de ambos: condenados a la inmortalidad de un fracaso eterno.
MacCallum le escuchaba con atención, bebiendo whisky lenta pero continuamente aunque sin efecto apreciable, como si fuera leche lo que bebía; Bayard siguió hablando y de pronto se dio cuenta, sin sorprenderse, de que estaba comiendo. Quedaba menos de la mitad de la botella. Houston, el negro, había traído comida, bebiéndose de paso un vaso de whisky puro sin parpadear.
—Si tuviera una vaca que diera eso, el choto se quedaría sin leche —dijo—. Tampoco creo que hiciera mantequilla. Muchas gracias, Mr. MacCallum.
Cuando volvió a salir, la voz de Bayard se alzó otra vez sobre el olor de comida barata, cocinada precipitadamente, y sobre el fuerte aroma del whisky derramado, llenando aquel cuchitril con fantasmas de algo tan exaltado como un ataque de histeria, como un resplandor de meteoros caídos sobre la oscura retina del mundo. De nuevo unos suaves golpes en la puerta, seguidos por la cabeza ahuevada del dueño y sus ardientes ojos inseguros.
—¿No os hace falta nada? —preguntó, frotándose las manos en las caderas.
—Pasa y échate otro trago —dijo MacCallum, indicando la botella con un gesto de cabeza; el dueño se hizo otro ponche en el vaso usado, se lo bebió y siguió allí mientras Bayard terminaba una historia sobre él, un mayor australiano y dos damas, una noche en un bar de Leicester (el bar estaba fuera de la zona militar y el australiano perdió dos dientes y su chica, mientras Bayard no pasaba de un ojo morado), contemplando al narrador con sumiso asombro.
—¡Cielo santo! —dijo—, los aviadores eran gente de cuidado, ¿no es cierto? Bueno, me imagino que estoy haciendo falta en el mostrador. Hay que estar siempre a la que salta para ganarse la vida en estos días que corren.
Y se esfumó de nuevo.
—Llevo demasiado tiempo portándome bien —repitió Bayard ásperamente, viendo cómo MacCallum llenaba los dos vasos—. Johnny no sirvió nunca más que para eso. Evitar que me acostumbrara a la rutina. Maldita rutina, con un par de viejos pendientes de mí y sin otra cosa que hacer, excepto asustar negros decrépitos.
Se bebió el whisky y puso el vaso sobre la mesa pero sin soltarlo.
—Maldito alemán —dijo—. Johnny nunca aprendió a volar. Traté de evitar que subiera tan alto con aquel condenado avión de juguete —e insultó a su hermano muerto salvajemente. Luego alzó de nuevo el vaso hacia la boca, pero se detuvo a mitad de camino—. ¿Qué ha pasado con el whisky?
MacCallum vació la botella en el vaso de Bayard, que se bebió el licor y golpeó la mesa con el grueso fondo del vaso. Luego, alzándose, retrocedió con paso vacilante hacia la pared. Su silla cayó hacia atrás y él se enderezó mirando al otro.
—Traté de impedir que subiera allá arriba con aquel Camel. Pero me mandó una rociada. Pasó rozándome las narices.
MacCallum se levantó también.
—Ven, vámonos —dijo calmosamente e intentó coger a Bayard del brazo, pero Bayard le evitó y así atravesaron la cocina y el largo túnel del establecimiento. Bayard andaba sin dar bandazos, y el propietario les hizo una inclinación de cabeza desde detrás del mostador.
—Vuelvan pronto, caballeros —dijo—. Vuelvan pronto.
—De acuerdo, Deacon —contestó MacCallum. Bayard siguió adelante sin volver la cabeza. Antes de que llegaran a la puerta un joven abogado que acompañaba a un desconocido se dirigió a Bayard.
—Capitán Sartoris, estreche la mano de Mr. Gratton, aquí presente. Gratton estuvo en el frente británico durante algún tiempo el año pasado.
El desconocido se dio la vuelta y ofreció la mano, pero Bayard lo miró sombríamente y siguió andando tan sin cambiar de ritmo que el otro, involuntariamente, dio un paso atrás para no verse arrollado.
—¡Caramba! ¡Por mí que se vaya al infierno! —dijo a espaldas de Bayard. El abogado lo cogió del brazo.
—Está borracho —susurró precipitadamente—, está borracho.
—Me importa un comino —dijo el otro alzando la voz—. El que fuera un oficial no le da derecho…
—Shhh, shhh —susurró el abogado. El dueño apareció junto a la vitrina de los dulces, con los ojos muy abiertos en encendida alarma.
—¡Caballeros, caballeros! —exclamó.
El forastero hizo otro movimiento violento y Bayard se detuvo.
—Espera un momento mientras le rompo la cara —le dijo a MacCallum, dándose la vuelta.
El forastero apartó al abogado a un lado y dio un paso al frente.
—Eso es más fácil decirlo que… —empezó.
MacCallum agarró a Bayard por el brazo, suave pero firmemente.
—Vamos, muchacho.
—Voy a partirle la cara —anunció Bayard mirando al indignado forastero con expresión sombría.
El abogado cogió de nuevo a su acompañante por el brazo.
—Déjame tranquilo —dijo el otro, sacudiéndoselo—. Déjale que lo intente. Ven a por mí, inglesito…
—¡Caballeros, caballeros! —gimió el propietario.
—Vamos, anda —dijo MacCallum—. Tengo que echarle un vistazo a un caballo.
—¿Un caballo? —repitió Bayard. Después de darse la vuelta obedientemente, recapacitó, se detuvo y miró para atrás—. No le puedo partir la cara ahora mismo —le dijo al desconocido—. Lo siento. Tengo que ir a ver un caballo. Lo buscaré luego en el hotel.
Pero el forastero le daba ya la espalda y desde detrás el abogado le hacía muecas a MacCallum, moviendo la mano.
—Lléveselo, MacCallum, por el amor de Dios.
—Le romperé la cara luego —repitió Bayard—. A ti, no puedo, Eustace —añadió, dirigiéndose al abogado—. En la academia nos enseñaron que no se debe seducir a las tontas ni pegarles palizas a los lisiados.
—Vamos, anda —repitió MacCallum, llevándoselo. En la puerta Bayard tuvo que pararse de nuevo a encender un cigarrillo, pero después reanudaron la marcha. Eran las tres en punto y de nuevo caminaron entre oleadas de colegiales. Bayard caminaba sin dar tumbos y con ademán algo beligerante. En seguida MacCallum torció para meterse por una calle lateral, cruzaron delante de tiendas de negros, y pasaron entre un molino harinero y una silenciosa desmotadora de algodón hasta llegar a un callejón lleno de caballos y de mulas atados, en cuyo fondo retumbaba un yunque. Dejaron atrás el rojo resplandor de la fragua y la línea de hombres vestidos con monos, acuclillados junto a la pared en sombra, hasta llegar a una valla con un portón detrás de un largo edificio de ladrillo de color grisáceo que olía a amoníaco. Había unos pocos hombres sentados encima del portón y otros apoyados de brazos en él; del interior del corral salían voces y a través de los listones del portón brillaba una altiva silueta inmóvil, como una llama bruñida.
El semental se recortaba contra la bostezante caverna de la caballeriza como una inmóvil llama de bronce y a lo largo de su piel bruñida corrían a intervalos pequeños temblores de un fuego más pálido, pequeñas llamaradas de nerviosismo y orgullo. Pero su ojo permanecía inmóvil y arrogante, y de cuando en cuando, con gesto aristocrático y desdeñoso, su vista recorría el grupo del portón —sin verlos en absoluto como individuos aislados—, y de nuevo lenguas de un fuego más pálido ondulaban levemente su piel. Llevaba cabezada que, por el ramal, estaba sujeta a una jamba de la puerta, y al fondo un blanco se movía a respetuosa distancia con aire de ser el propietario: junto a él, un mozo de cuadra de raza negra llevaba un saco de arpillera atado alrededor de la cintura. MacCallum y Bayard se detuvieron junto al portón y el blanco describió un círculo alrededor de la altanera inmovilidad del semental y se dirigió hacia ellos. El negro se acercó al caballo con un trapo sucio, salmodiando una triste cantinela. El semental le permitió acercarse y consintió que borrara con su trapo las llamitas nerviosas que corrían en renovadas oleadas bajo su piel.
—¿No es una preciosidad? —preguntó el blanco a MacCallum, apoyándose con un codo en el portón. Llevaba un reloj barato de níquel colgado de un tirante de cuero sin curtir, ennegrecido y suavizado por los años, y su barba afeitada se marcaba especialmente desde las comisuras de los labios hasta la barbilla; siempre daba la impresión de estar mascando tabaco con la boca abierta. Era un tratante de caballos, que pleiteaba frecuentemente con la compañía del ferrocarril por la muerte violenta de algunos de sus animales.
—Fíjense en ese negro —añadió—. A Tobe le deja que cuide de él como si fuera un niñito. Yo no me acercaría a menos de diez pies. Que me ahorquen si sé cómo lo hace Tobe. Debe de ser algún tipo de parentesco entre los negros y los animales, es lo que siempre digo.
—Me imagino que el caballo tiene miedo de que cruces la vía con él a la hora que pasa el treinta y nueve —dijo MacCallum con seriedad.
—Sí; nadie tiene peor suerte que yo —asintió el otro—. Pero esta vez cederán: los tengo bien cogidos.
—Sí —dijo MacCallum—. La compañía del ferrocarril tendría que proporcionar un horario de trenes a tus animales.
Los otros espectadores rieron a carcajadas.
—La compañía tiene mucho dinero —replicó el tratante. Luego añadió—: Hablas como si hubiera puesto las mulas delante del tren. Déjame que te explique lo que pasó…
—Estoy seguro de que a ése no conseguirás ponerlo nunca delante de un tren —dijo MacCallum indicando el semental con un movimiento de cabeza. El negro le abrillantaba la lustrosa piel, canturreando monótonamente. El tratante rió.
—Creo que no —reconoció—. A no ser que Tobe fuera también. Míralo. Tengo tan poca intención de acercarme a ese animal como de echarme a volar.
—Voy a montar ese caballo —dijo Bayard de repente.
—¿Qué caballo? —preguntó el tratante, y los otros espectadores vieron cómo Bayard se subía al portón y saltaba al interior del corral.
—Deje usted tranquilo a ese caballo —añadió el tratante, pero Bayard no le hizo el menor caso. Al notar que se movía, el semental lo miró altivamente, sin llegar a detener la vista.
—¡Deje tranquilo a ese caballo —gritó el tratante—, o haré que lo detengan!
—Déjale —intervino MacCallum.
—¿Y que eche a perder un semental que vale mil quinientos dólares? Ese caballo lo va a matar. ¡Eh, usted, Sartoris!
MacCallum se sacó un fajo de billetes sujetos con una goma del bolsillo trasero del pantalón.
—Déjale —repitió—. Es eso lo que quiere.
El tratante lanzó rápidamente una mirada calculadora al dinero.
—Todos ustedes son testigos, caballeros… —empezó a decir con voz muy alta, luego se calló y contempló junto con los otros, en tenso silencio, cómo Bayard se acercaba al semental. El animal volvió a mirarlo con brillantes ojos altaneros, alzó la cabeza sin alarma y resopló; el negro se arrimó a la paletilla del caballo y su salmodia adquirió un ritmo más rápido. Luego el animal resopló de nuevo, alzó la cabeza, rompió el ramal como si fuera una tela de araña, y el negro agarró inmediatamente el cabo suelto.
—Váyase, blanco —dijo muy de prisa—. Váyase en seguida.
Pero el semental eludió su mano. Enseñó los dientes en un arco salvaje y el negro saltó y cayó tendido mientras el cuerpo entero del animal se alzaba como una explosión bronceada. Bayard evitó sus cascos y mientras el caballo arremolinaba las innumerables lenguas temblorosas de su lustrosa piel, los espectadores vieron que el hombre había conseguido sujetarle el hocico con el cabo suelto; y luego vieron cómo el animal se alzaba de brazos otra vez levantando al hombre del suelo, zarandeando su cuerpo como un trapo. Después se detuvo, temblando, mientras Bayard le apretaba el hocico con el ramal torcido, y de repente ya estaba a caballo mientras el animal todavía continuaba con la cabeza baja, girando los ojos, llenándose la piel bruñida de temblorosas lenguas de fuego antes de explotar otra vez.
El animal estalló como si desplegara sus alas de bronce; los mirones se bajaron a trompicones y buscaron refugio mientras el portón se disgregaba en astillas del tamaño de fósforos bajo la volcánica violencia de su choque. Bayard iba acurrucado detrás del cuello, sujetándole la cabeza, e inmediatamente se lanzaron al callejón, creando absoluto pandemonio entre los pacientes caballos y mulas que estaban atados delante de la fragua del herrero y entre los carros. Donde el callejón desembocaba en una calle, un grupo de negros se dispersó delante de ellos y el semental, sin disminuir la marcha, saltó sobre un niñito negro agarrado a un bastón de caramelo que se cruzó directamente en su camino. Un carro tirado por mulas iba a entrar en el callejón: los animales se encabritaron, retrocediendo ante el asombro boquiabierto del blanco que conducía el vehículo, y de nuevo Bayard hizo dar la vuelta a su ciclón alejándolo de la plaza. Tras él, corrían los espectadores, gritando, con el tratante entre ellos y Rafe MacCallum todavía empuñando su fajo de billetes.
El semental se movía bajo Bayard como una música absolutamente enloquecida, incontrolada, espléndidamente incontrolable. El ramal servía sólo para modificar su dirección, no su velocidad, y entre los gritos que le llegaban desde las aceras a los dos lados, hizo torcer al animal por otra calle que se abrió repentinamente ante sus ojos. Era una calle más tranquila; pronto estarían en el campo y el semental podría desahogar su rabia sin el peligro añadido de coches y peatones. Las voces se iban debilitando tras él, mezcladas con el trueno de las herraduras: «¡Apártense, apártense!», pero esta calle estaba desierta, con la excepción de un automóvil pequeño que iba en la misma dirección, y más allá, bajo el somnoliento túnel de los árboles, diminutas manchas brillantes de color se escabulleron hacia un lado, apelotonándose. Niños. «Confío en que se queden ahí», se dijo Bayard a sí mismo. Le lloraban un poco los ojos; debajo de él la marea se alzaba y descendía; a las ventanas de la nariz le llegaba una acre sensación de rabia y de energía y el calor humeante del cuerpo del animal. Al adelantar al automóvil se fijó durante una fracción de segundo en un rostro de mujer, una boca con los labios separados y dos ojos muy abiertos, serenamente asombrados. Pero la cara desapareció sin grabarse en su mente y vio a los niños, tensas formas asustadas de colores brillantes, y al otro lado de la calle un negro regando la acera, y junto a él un segundo negro con un rastrillo.
Alguien chilló desde un porche próximo, y el grupo de niños se dispersó gritando; una figurilla con camisa blanca y diminutos pantalones de color azul pálido se precipitó en la calzada desde la acera, y Bayard se inclinó hacia adelante y tiró de la cuerda haciendo que el caballo torciera en dirección a la acera opuesta, donde estaban los dos negros. La figurilla quedó atrás sin percance; después, verde que se precipitaba hacia él bajo los cascos del semental; y al pasar junto a un desnudo tronco de árbol, el animal hizo que brotaran chispas del cemento húmedo, resbaló, trató de enderezarse y cayó; en cuanto a Bayard, lo vio todo rojo y en seguida, oscuridad total. El caballo consiguió levantarse, se dio la vuelta y golpeó furiosamente al jinete caído con las patas delanteras, pero el negro con el rastrillo lo apartó; el semental, agitando la cabeza, volvió calle abajo con un trote algo envarado y pasó junto al coche inmóvil. Al final de la calle se detuvo temblando y resoplando y permitió que el mozo negro le tocara. Rafe MacCallum todavía llevaba en la mano el fajo de billetes.