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CUANDO Miss Jenny y Bayard estaban ya cerca del banco, apareció Narcissa, que se aproximaba en la dirección contraria, y los tres se encontraron en la puerta. El anciano hizo un trabajoso y complicado elogio de la belleza de la muchacha y ella se detuvo con su pálido vestido estampado y alzó su grave voz hasta la sordera del otro. Luego el viejo Bayard se instaló de nuevo en su silla inclinada, y Miss Jenny entró con Narcissa en el banco y la acompañó hasta la ventanilla. En aquel momento sólo estaba el contable que, después de lanzarles una breve y cauta mirada por encima del hombro, bajó de su taburete y cruzó hasta la ventanilla con paso subrepticio y sin levantar la vista.

Recogió el talón de Narcissa, y mientras ella escuchaba el resumen que le hacía Miss Jenny de la testaruda estupidez masculina de Bayard y Loosh Peabody, la muchacha, por debajo del ala de su sombrero, se fijó en los antebrazos del contable, que llevaba remangada la camisa, y en cómo el fino vello rojizo que los cubría llegaba incluso hasta la segunda articulación de los dedos; y cuando Miss Jenny cesó momentáneamente de exteriorizar sus ultrajados sentimientos, notó con desagrado y un poco de asombro, porque el día no era particularmente caluroso, que los brazos y manos del contable estaban cubiertos de gotas de sudor.

Después borró toda expresión de sus ojos, recogió los billetes que él presentaba por debajo de la rejilla y abrió el bolso para guardarlos. Sobre el forro de satén azul destacó de repente la esquina de un sobre y parte de la dirección, pero ella lo escondió en seguida, puso el dinero encima y cerró el bolso. Las dos se alejaron sin que Miss Jenny dejara de hablar, y al llegar a la puerta Narcissa hizo otra pausa, envuelta en su aura de tranquilidad, gritando serenamente al viejo Bayard que bromeaba, con pesada galantería, sobre los imaginarios amores de Narcissa, único tema de conversación entre los dos. Luego la muchacha siguió andando, rodeada de su tranquilidad como si fuera una presencia visible, o un olor, o un sonido.

Mientras Narcissa permaneció junto a la puerta, el contable siguió pegado a la ventanilla. Con la cabeza inclinada, estuvo haciendo una serie de figuras sin sentido en el bloc que tenía debajo de la mano. Luego Narcissa se puso otra vez en movimiento y desapareció. También él se movió entonces, y al hacerlo notó que el bloc se le había pegado a la muñeca sudorosa, de manera que al levantar el brazo se alzó con él, hasta que cayó al suelo, liberado por su propio peso.

Cuando el banco se cerró aquella tarde, Snopes cruzó la plaza, entró por una de las calles que desembocaban en ella y se dirigió hacia un edificio cuadrado de madera con un porche doble, del que brotaba la penosa cacofonía de un fonógrafo barato. Snopes entró en la casa. La música procedía de una habitación a la derecha; al pasar ante la puerta vio a un hombre con una camisa sin cuello, sentado en una silla y con los pies en otra, que fumaba en pipa. El desagradable olor del tabaco quemado le fue siguiendo mientras avanzaba por el corredor, que olía a jabón barato; el linóleo que cubría el suelo brillaba, todavía húmedo. Siguiéndolo hacia el interior de la casa, se fue acercando a un ruido de incesante y rabiosa actividad, hasta llegar junto a una mujer con un informe vestido gris que dejó de fregar y le miró por encima del hombro, echándose los lacios cabellos grises a un lado con un antebrazo enrojecido.

—Buenas tardes, Mrs. Beard —dijo Snopes—. ¿Está Virgil en casa?

—Ha pasado por aquí hace un minuto —contestó ella—. Si no lo ha visto usted delante de la casa imagino que su padre lo habrá mandado a hacer un recado. Mr. Beard tiene otra vez dolores en la cadera. Quizá haya mandado a Virgil a hacer alguna cosa. —Sus lacios cabellos le cayeron otra vez sobre la cara, y de nuevo los apartó con un gesto brusco—. ¿Tiene otro trabajo para él?

—Sí, señora. ¿No sabe en qué dirección se marchó?

—Si Mr. Beard no lo ha mandado a algún sitio puede que esté en el patio de atrás. No suele alejarse mucho.

Mrs. Beard volvió a apartarse el cabello; sus músculos estaban tan acostumbrados al trabajo que les desconcertaba la inacción. Acto seguido empuñó de nuevo la bayeta.

El contable siguió adelante, deteniéndose en los escalones de la cocina que daban a un patio desprovisto de hierba, con un corral para pollos también sin hierba, en el que unas pocas aves se apelotonaban o movían sobre el polvo en desesperanzada confusión. A un lado había una pequeña huerta, bien cuidada. Y en una esquina de la valla, una especie de refugio, hecho con tablas curtidas por la intemperie.

—¡Virgil! —llamó.

Aquel patio desolado estaba lleno de fantasmas; fantasmas de malas hierbas arrancadas, de alimentos en forma de latas, de cajas rotas y de barriles. Había también un montón de leña para la estufa y un taco de madera sobre el que descansaba un hacha cuyo mango había sido reparado con alambre herrumbroso, atado de forma muy poco profesional. Al descender Snopes hasta el patio, los pollos se fijaron en él y alzaron un clamor discordante, imaginando, sin duda, que venía a darles de comer.

—¡Virgil!

Los gorriones, al parecer, encontraban algún tipo de alimento en el polvo entre las aves, pero éstas, quizá con un presentimiento de destrucción, caminaban apelotonadas arriba y abajo junto a la alambrada, discordantes y desesperanzadas, vigilando a Snopes con insolentes ojos apremiantes. Estaba a punto de darse la vuelta para regresar a la cocina cuando el muchacho surgió del refugio, silenciosa e inocentemente, con su pelo color paja y sus ojos poco expresivos. La boca apenas tenía color y casi resultaba agradable, pero en las comisuras había líneas que indicaban reserva. En cuanto a la barbilla, casi no existía.

—Hola, Mr. Snopes, ¿me llamaba usted?

—Sí, a menos que estés haciendo algo importante —contestó Snopes.

—No —dijo el muchacho.

Juntos entraron en la casa y cruzaron la habitación en que la madre de Virgil trabajaba con monótona furia. El olor acre de la pipa y los lúgubres compases del fonógrafo siguieron llenando el corredor mientras ellos subían las escaleras, también alfombradas con linóleo sujeto a cada escalón mediante traicioneras láminas de hierro que trataban de imitar latón, deformadas y arañadas por pies cansados o poco cuidadosos. En el pasillo del piso alto se alineaban dos hileras de puertas idénticas. Entraron en una habitación que contenía una cama, una silla, un tocador y un lavamanos con una tinaja al lado. El suelo estaba cubierto con una estera de paja deshilachada en algunos sitios. La única bombilla colgaba sin pantalla de un cordón verdoso. Desde la pared, sobre la chimenea llena de papeles, en una litografía enmarcada, una doncella india con unos inmaculados pantalones de ante inclinaba su pecho desnudo sobre un barroco estanque de mármol italiano iluminado por la luna, llevando en las manos una guitarra y una rosa. Desde el alféizar de la ventana, polvorientos gorriones llenos de vida contemplaban al hombre y al niño, a través de la polvorienta persiana.

Al entrar en la habitación el muchacho, discretamente, captó con una sola mirada todos los objetos que contenía. Y en seguida preguntó:

—¿No ha llegado todavía la escopeta de aire comprimido, Mr. Snopes?

—No, todavía no —contestó Snopes—. Pero la traerán en seguida.

—Ya hace mucho tiempo que la encargó usted.

—Es cierto. Pero vendrá en seguida. Quizá no tengan una en el almacén ahora mismo.

El contable se llegó hasta el tocador, sacó unas cuartillas de un cajón y las puso encima; luego acercó la silla, arrastró la maleta que estaba debajo de la mesa y la colocó sobre la silla. Después cogió la pluma estilográfica que llevaba en el bolsillo y la destapó, situándola al lado de las cuartillas.

—Llegará cualquier día de estos.

El niño se sentó sobre la maleta y cogió la pluma.

—Tienen una en el almacén de Watt —sugirió.

—Si la que he encargado no llega pronto, la compraremos allí —dijo Snopes—. ¿Cuándo la encargamos, te acuerdas?

—El martes hizo una semana —contestó el chico sin pensarlo dos veces—. Lo tengo apuntado.

—Bueno; estará aquí en seguida. ¿Estás listo?

El niño se acodó delante del papel.

—Si, señor.

Snopes sacó el papel doblado del bolsillo para el reloj y lo extendió.

—Número de orden, cuarenta y ocho. Míster Joe Butler, Saint Louis, Missouri —leyó. Luego, inclinándose sobre el hombro del muchacho, observó los movimientos de la pluma—. Así está muy bien: muy cerca del borde —elogió—. Ahora.

El chico bajó la pluma como dos pulgadas y mientras Snopes leía, él iba transcribiendo sus palabras con letra clara, casi de modelo caligráfico, deteniéndose sólo de cuando en cuando para preguntar la ortografía de alguna palabra.

—Pensé en una ocasión que trataría de olvidarte. Pero no te puedo olvidar porque tú no me puedes olvidar. Hoy he visto mi carta en tu bolso. Todos los días podría extender la mano y tocarte y tú no te darías cuenta. Me basta con verte andar por la calle. Saber lo que sé y que también tú sabes. Algún día lo sabremos juntos cuando te acostumbres. Guardas mi carta pero no la contestas. Eso es una buena señal de que no… —el muchacho había llegado al final de la cuartilla. Snopes la retiró, dejando lista la siguiente. Y continuó leyendo con su voz monótona, sin inflexiones—: me olvidas o no la guardarías. Pienso en ti por la noche, tu manera de andar por la calle como si yo fuera basura. Puedo decirte algo que te sorprendería, sé algo más de ti que verte andar por la calle con la ropa puesta. Lo haré algún día y no te sorprenderás entonces. Pasas junto a mí, tú no te das cuenta, yo sí. Lo sabrás algún día. Porque yo te lo diré. Ahora —dijo Snopes, y el chico bajó la pluma hasta el pie de la página—. Sinceramente suyo Hal Wagner. Número de orden, veinticuatro.

Volvió a mirar por encima del hombro de Virgil.

—Muy bien.

Pasó papel secante sobre la última cuartilla y la recogió también. El muchacho cerró la pluma, echó la silla para atrás y Snopes sacó de la chaqueta la bolsa de papel con los caramelos.

Virgil la recibió con aire indiferente.

—Muchas gracias, Mr. Snopes —dijo. Abrió la bolsa y lanzó una mirada de soslayo a su contenido—. Es curioso que la escopeta de aire comprimido no haya llegado todavía.

—Sí que lo es —asintió Snopes—. No me explico cómo no ha llegado.

—Quizá la hayan perdido en correos —sugirió el muchacho.

—Quizá. Puede que sea eso lo que ha pasado. Volveré a escribir mañana.

El chico se levantó, pero se quedó en pie con su pelo color de paja y su cara inocente, poco expresiva. Sacó un caramelo de la bolsita y empezó a masticarlo sin entusiasmo.

—Será mejor que le diga a papá que vaya a correos y pregunte si se ha perdido.

—No, yo no haría eso —dijo Snopes muy de prisa—. Espera un poco; ya me ocuparé yo de ello. Ya verás cómo lo conseguimos en seguida.

—A papá no le importaría ir allí y enterarse en cuanto llegara a casa. Seguro que podría encontrarlo ahora mismo y pedirle que lo hiciera.

—No conseguiría nada —contestó Snopes—. Déjamelo a mí. Tendrás tu escopeta, puedes estar seguro.

—Podría decirle que he estado trabajando para usted —siguió el muchacho—. Me acuerdo de las cartas.

—No, no, tú espera y deja que me ocupe yo de ello. Será lo primero que haga mañana por la mañana.

—Está bien, Mr. Snopes —se puso a masticar otro caramelo, también sin entusiasmo. Anduvo en dirección a la puerta—. Me acuerdo de todas las cartas. Apuesto cualquier cosa a que sería capaz de sentarme y escribirlas de nuevo. Estoy seguro de que podría. Dígame, Mr. Snopes, ¿quién es Hal Wagner? ¿Vive en Jefferson?

—No, no. No lo conoces. No viene casi nunca aquí. Por eso me ocupo yo de sus asuntos. No me olvidaré de la escopeta, puedes estar seguro.

El chico abrió la puerta y luego se detuvo otra vez.

—Las tienen en el almacén de Watt. De buena calidad. Me gustaría mucho tener una de ésas. Me gustaría muchísimo, de verdad.

—Claro, claro —intervino Snopes—. La nuestra estará aquí mañana. No tienes más que esperar: ya me ocupo yo de que tengas tu escopeta.

El chico se fue. Snopes cerró la puerta con llave, y durante algún tiempo permaneció junto a ella con la cabeza inclinada, apretando y retorciendo las manos lentamente. Después quemó la hoja doblada en la chimenea y con el tacón redujo a polvo el papel carbonizado. Cortó la dirección ficticia del borde superior de la primera cuartilla y la firma al final de la segunda, las dobló y las metió dentro de un sobre barato. Cerró la carta, le puso el sello y con la mano izquierda escribió laboriosamente la dirección con letra de imprenta. Aquella noche la llevó a la estación y la echó en el vagón correo.