YA SÉ lo que quieres que haga —le dijo Miss Jenny al viejo Bayard por encima del periódico—. Que me despreocupe de llevar la casa y me pase todo el tiempo en ese coche; eso es lo que quieres. Bueno, pues no voy a hacerlo. No me importa acompañarlo de cuando en cuando, pero tengo demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo evitando que vaya demasiado de prisa. Y tampoco me gusta arriesgar el pellejo todos los días —añadió sacudiendo el periódico con viveza—. Además, no estás tan loco como para creer que conducirá despacio porque vaya alguien a su lado, ¿verdad? Si crees que sí, no tienes más que mandar a Simón con él. Bien sabe Dios que a Simón le sobra tiempo. Desde que has dejado de usar el coche de caballos ignoro cuáles puedan ser sus ocupaciones.
Miss Jenny volvió otra vez a su periódico. El puro de Bayard humeaba entre sus dedos.
—Puede que mande a Isom —dijo.
El periódico de Miss Jenny crujió con violencia y ella permaneció con los ojos fijos en su sobrino durante un largo rato.
—¡Cielo santo! ¿Por qué no lo atas con una cadena y así terminas de una vez?
—¿No acabas de sugerirme tú misma que mande a Simón con él? Simón tiene cosas que hacer; Isom, en cambio, se limita a ensillar la yegua una vez al día, y eso lo puedo hacer yo.
—Estaba tratando de mostrarme irónica —dijo Miss Jenny—. Aunque bien sabe Dios que ya tendría que haber escarmentado. Pero si tienes que inventar nuevas ocupaciones para los negros, encárgaselas a Simón. Yo necesito a Isom para que tú sigas teniendo un techo sobre la cabeza y comida en la mesa —tamborileó con los dedos sobre el periódico—. ¿Por qué no vas al grano directamente y le dices que no conduzca tan de prisa? Un hombre que tiene que estarse ocho horas cada día sentado en una silla a la puerta de ese banco, no tendría que pasar el resto de la tarde yendo en un automóvil como un loco si no tiene ganas de hacerlo.
—¿Crees que serviría de algo pedírselo? Ninguno de ellos se ha molestado nunca en tener en cuenta ni uno solo de mis deseos.
—¿Pedírselo? ¡Qué tontería! —dijo Miss Jenny—. ¿Quién ha hablado aquí de pedir? Dile que no lo haga. Dile que si te enteras de que ha vuelto a ir demasiado de prisa le romperás el alma. De todas maneras, estoy convencida de que te gusta ir en ese coche, pero no quieres reconocerlo y no quieres que lo conduzca cuando tú no le acompañas.
Pero el viejo Bayard había dejado caer los pies sobre el suelo con gran estrépito y, levantándose, salió pesadamente de la habitación.
En lugar de subir las escaleras, Miss Jenny pudo oír cómo sus pisadas se alejaban por el vestíbulo; en seguida se levantó y le siguió hasta el porche de atrás, donde el anciano permanecía de pie, envuelto en tinieblas. La noche estaba muy oscura, aunque habitada por los innumerables olores de la primavera y por los insectos. Como una mancha negra sobre un fondo menos negro, el establo se destacaba contra el cielo.
—No ha vuelto todavía —dijo Miss Jenny, con tono impaciente, tocándole el brazo—. Te lo podría haber dicho yo. Sube a acostarte, anda; sabes perfectamente que irá a hacerte una visita cuando vuelva. Seguro que te lo estás imaginando ya tumbado en alguna cuneta.
Luego añadió con tono más amable:
—Te lo tomas demasiado a pecho. Ese coche no es más peligroso de noche que con luz de día. Vamos, sube a acostarte.
Él le apartó la mano, pero se volvió obedientemente y entró en la casa. Esta vez subió las escaleras y Miss Jenny le oyó en su cuarto, andando pesadamente. En seguida dejó de dar portazos y de abrir y cerrar cajones, se tumbó bajo la lámpara con su novela de Dumas y estuvo leyendo tranquilamente. Al cabo de un tiempo se abrió la puerta, entró el joven Bayard y se llegó hasta el cono de luz con sus ojos sombríos.
Su abuelo no advirtió su presencia y él tocó el brazo del anciano. Al levantar éste la vista, su nieto se dio la vuelta y salió de la habitación.
Después de bajar las persianas de las ventanas a las tres en punto, el viejo Bayard se retiró a su despacho para esperar a que su nieto viniera a buscarlo. En la parte delantera del banco el cajero y el contable le oían hablar solo y tropezar con los muebles. El cajero hizo una pausa, sujetando hábilmente un montón de monedas de plata con los dedos de una mano.
—¿Lo oyes? —dijo—. Hay algo que le preocupa últimamente. Solía estarse tan quieto como un ratón en su agujero hasta que venían a buscarlo, pero en las últimas semanas no hace más que dar vueltas y tropezar con todo como si estuviera peleándose con un avispero.
El contable no dijo nada. El cajero dejó a un lado el montón de monedas y empezó a hacer otro.
—Hay algo que le preocupa. Quizá el último inspector ha conseguido que le zumben los oídos.
El contable no dijo nada. Trasladó la máquina de sumar a su escritorio y apretó la palanca. En el cuarto de atrás, el viejo Bayard hacia ruidos perfectamente audibles. El cajero hizo un montón perfecto con las monedas que quedaban y empezó a liar un cigarrillo. El contable, inclinándose, concentró su atención sobre la máquina de sumar y su monótono repiqueteo, mientras el otro, después de encender el pitillo, se acercó hasta la ventana y apartó la cortina.
—Simón ha venido con los caballos —dijo—. Ese muchacho ha debido estrellar por fin el automóvil. Será mejor avisar al Coronel.
El contable se levantó del taburete y llegándose hasta la puerta del despacho, la abrió. El viejo Bayard levantó la vista del escritorio.
—Está bien, Byron —dijo. El contable se dio la vuelta.
El anciano cruzó el banco, abrió la puerta de la calle y se quedó inmóvil, con la mano en el picaporte.
—¿Dónde está Bayard? —dijo.
—No viene —contestó Simón. El anciano cruzó la acera.
—¿Qué? ¿Dónde está?
—Isom y él se marcharon en el coche —contestó Simón—. Dios sabe dónde estarán ya. ¡Llevarse a ese muchacho a pasear en coche al mediodía, cuando tendría que estar trabajando! Después de lo que me he esforzado por meterle un poco de sentido común en la cabeza a ese chico —continuó—. A pasear en coche. Eso es lo que ha hecho, llevárselo a pasear.
—Que me ahorquen —dijo el viejo Bayard— si en todo el mundo hay alguien que tenga que sacar adelante a un grupo de gente tan absurda y despilfarradora como vosotros. Sólo me queda un consuelo: y es que cuando finalmente me vaya al asilo ya me habréis precedido vosotros.
—Regáñeme usted también —dijo Simón—. Miss Jenny gritándome hasta que salí por la puerta y ahora empieza usted en cuanto llego. Pero si Mr. Bayard no deja a ese chico en paz, no será mejor que los negros de ciudad a pesar de todo lo que yo pueda hacer.
—De arruinarlo ya se ha encargado Jenny —dijo el anciano—. Bayard no podrá perjudicarlo mucho.
—Ahí ha dicho usted una cosa bien cierta —asintió Simón, agitando las riendas—. Vamos.
—Espera un momento, Simón —dijo Bayard.
Simón tiró de las riendas.
—Y ahora, ¿qué quiere usted?
El anciano volvió a respirar hondo.
—Entra en mi despacho y tráeme un cigarro del bote que hay en la repisa.
Dos días después, mientras Simón y él avanzaban sosegadamente hacia casa, casi simultáneamente con la advertencia sonora del ruido del motor, el mismo coche apareció ante ellos en una curva, giró hacia la cuneta, volvió otra vez a la carretera y siguió a toda velocidad; y en el vertiginoso momento del cruce Bayard y Simón vieron el blanco de los ojos de Isom y la marfileña floración de sus dientes detrás del volante. Más tarde, cuando el coche volvió a casa, Simón llevó a Isom al establo y le dio una azotaina con las correas de una brida.
Aquella noche tía y sobrino estaban sentados en el despacho después de cenar. El viejo Bayard tema entre los dedos un cigarro sin encender. Miss Jenny leía el periódico. Llegaba hasta ellos una brisa muy suave, cargada de efluvios de primavera.
De repente, Bayard dijo:
—Quizá se canse de él cuando pase algún tiempo.
Miss Jenny levantó la cabeza.
—Y cuando eso suceda —dijo—, ¿sabes lo que hará? ¿Cuándo descubra que el coche no corre lo suficiente? —preguntó, mirándolo por encima del periódico.
Bayard seguía con el cigarro en la mano y la cabeza un poco inclinada.
—Se comprará un aeroplano —dijo Miss Jenny. El periódico crujió al volver la página—. Tendría que casarse —añadió con voz indiferente, poniéndose otra vez a leer—. Que tenga un hijo y luego podrá romperse la crisma todas las veces que le apetezca. No parece que la providencia tenga el menor sentido de la justicia —dijo, pensando en los mellizos y en el hermano muerto—. Pero bien sabe Dios que no me gustaría nada ver casada con él a una chica que me fuera simpática —hizo otra vez ruido con el periódico al pasar la página—. No sé qué esperas de él. O de cualquier Sartoris. Y no me digas que te pasas las tardes en ese coche porque crees que con eso vas a impedir que lo vuelque: vas con él porque quieres estar dentro cuando suceda. Así que, ¿de verdad crees que tienes más consideración por los demás que tu nieto?
Él seguía con el cigarro en la mano, sin mirarla. Miss Jenny lo contempló por encima del periódico.
—Mañana por la mañana voy a ir contigo a la ciudad para que el doctor te mire ese bulto que tienes en la cara, ¿me oyes? En su habitación, mientras se quitaba el cuello y la corbata delante de la cómoda, Bayard reparó en la pipa que había dejado allí encima cuatro semanas antes. Al dejar el cuello y la corbata, la cogió y empezó a frotar lentamente con el pulgar la ennegrecida cazoleta.
Luego, con repentina determinación, salió de su cuarto y descendió a la planta baja. Al fondo del vestíbulo, a oscuras, empezaba una escalera. Antes de subir buscó a tientas un interruptor y luego fue siguiendo con muchas precauciones las apretadas curvas de la espiral hasta llegar a una puerta colocada en un difícil ángulo, que se abrió dejando ver una habitación muy ancha y de poca altura, con techo en declive y olor a polvo y a silencio y a cosas antiguas que llevaban mucho tiempo sin usarse.
En la habitación se amontonaban los muebles más variados —sillas y sofás que como pacientes fantasmas rodeaban a otros fantasmas en seco y rígido abrazo—, creando un lugar muy adecuado para que los Sartoris muertos se reunieran a hablar entre ellos de desastrosos y fascinantes tiempos pasados. La lámpara sin pantalla colgaba de un único cordón desde el centro del techo. El anciano deshizo el nudo que tenía, extendiendo el cable del todo y llevando la bombilla hasta un clavo en la pared, encima de un cofre de cedro. Ató allí el cordón, acercó una silla hasta ponerla junto al baúl y se sentó.
El cofre no se abría desde 1901, cuando su hijo John había muerto de la fiebre amarilla y de una antigua herida de bala. Había habido dos ocasiones más para abrirlo desde entonces, en julio y en octubre del año anterior, pero su otro nieto era todavía un hombre capaz de hacer las cosas de prisa y con todo el peso incalculable de su ominosa herencia. De manera que Bayard lo había ido retrasando, con la esperanza de matar dos pájaros de un tiro, por así decirlo.
El candado no quería abrirse, y el anciano forcejeó con él pacientemente durante un rato. El orín, al desprenderse, le iba manchando las manos; finalmente desistió y, poniéndose en pie, estuvo buscando por el desván hasta regresar junto al arcón con una pesada palmatoria de hierro forjado. Luego golpeó el candado hasta hacerlo saltar. Después de retirarlo, levantó la tapa. Del arcón se levantó un olor a madera de cedro, estimulante, aunque tenue, y algo más: un aroma seco y mohosamente nostálgico, como de cenizas antiguas, y las manos del anciano, bien formadas pero no tan grandes y un poco menos capaces que las de su padre, descansaron levemente sobre una prenda de brocado. El tejido había enriquecido sus matices al perder color y los vuelos de encajes de Malinas resultaban tan amarillentos, pálidos e inconsútiles como la luz del sol en febrero. Bayard alzó el vestido cuidadosamente. Los encajes, pálidos y ambarinos, se extendieron sobre sus manos como un vino derramado. Poniéndolo a un lado sacó un espadín del arcón. Era de acero toledano, con una hoja tan bella y delicada como una nota sostenida por el arco de un violín; la funda, de terciopelo, aunque elegante y barroca, estaba manchada y se le habían saltado las costuras.
El anciano tuvo el espadín entre las manos durante un rato, sopesándolo. Era el tipo de utensilio que un Sartoris consideraría adecuado para cultivar tabaco en un territorio sin civilizar; espadín, botas carmesíes y puños con fruncidos, para enfrentarse con subrepticios y elementales vecinos.
También acabó dejándolo a un lado. A continuación venía un pesado sable de caballería, y una caja de palo de rosa que contenía dos pistolas de duelo con adornos de plata y la esbelta y engañosa delicadeza de caballos de raza, y junto a ellas lo que el viejo Falls llamaba «aquel maldito derringer»: una pistola chata de aspecto siniestro, con tres cañones, fría y malignamente utilitaria, que yacía entre las otras dos como un insecto venenoso entre dos flores.
Sacó después un quepis azul de los años cuarenta, un pequeño frasco de cerámica, un machete mejicano y una aceitera de cuello muy largo, como las que usan los maquinistas. Era de plata y grabado en ella, rodeado con una guirnalda muy barroca, se veía el dibujo de una locomotora con una enorme chimenea en forma de campana. Debajo el nombre, «Virginia», y la fecha, «9 de agosto de 1873».
Bayard dejó estas cosas a un lado y con repentina determinación retiró los otros dos objetos —una guerrera gris confederada con galones y alamares y un vestido de muselina bordada con un leve aroma de lavanda, evocador de antiguos y ceremoniosos minuetos y de madreselvas entre llamas de candelabros—, llegó a un conglomerado de papeles amarillentos cuidadosamente ordenados en paquetes, y finalmente a una enorme biblia con cierres de latón. Bayard la alzó hasta el borde del arcón, abriéndola. El papel se había vuelto frágil y de color marrón con los años, adquiriendo una textura de cenizas de madera ligeramente húmedas, como si fuera la arcaica y casi desvanecida impresión lo que impedía que las páginas se deshicieran. Fue pasando las hojas cuidadosamente hasta llegar a la cubierta de atrás. Empezando en la parte baja de la última página en blanco, se alzaba, con absoluta simplicidad, una columna de nombres y fechas que se iban haciendo más débiles cuanto más alejados en el tiempo. Al principio de aquella página eran legibles todavía, y también en la parte inferior de la página precedente. Pero a mitad de ella desaparecían y de ahí en adelante las hojas quedaban en blanco, con la excepción de las manchas amarillentas de los años y de algún trazo ocasional a pluma que aún sobrevivía.
Bayard permaneció inmóvil durante mucho tiempo, mirando la austera apoteosis de disolución experimentada por su nombre. Los Sartoris se habían burlado del Tiempo, pero el Tiempo no era vengativo porque duraba más que los Sartoris. Probablemente ni se daba cuenta de su existencia. Pero era un gesto válido, de todas formas. Y el anciano recordó las palabras de su padre.
«En el siglo diecinueve —había dicho John Sartoris— es necedad discutir sobre genealogías. Esto es especialmente cierto en América, donde sólo tiene valor lo que un hombre obtiene y conserva, donde todos tenemos antepasados comunes y sólo podemos estar seguros de descender de Old Bailey.[8] Sin embargo, el hombre que manifiesta un absoluto desinteres por sus antepasados sólo es un poco menos vanidoso que el que basa todas sus acciones en la sangre que ha heredado. Y yo creo que un Sartoris tiene derecho a un poco de vanidad y a un poco de teatro, si así lo desea». Sí, era una postura aceptable, y Bayard meditó sosegadamente sobre el tiempo verbal que acababa de usar sin darse cuenta: era. Otra vez la Fatalidad: el augurio, la premonición sobre su destino que un hombre puede ver mirándolo desde el seto a un lado del camino si es capaz de reconocerlo; y mientras Bayard seguía contemplando, con ojos que no veían, la página que tenía delante, el Tiempo dio marcha atrás y el anciano volvió a correr jadeando entre la maleza mientras la patrulla yanqui se alejaba al galope, hasta agacharse, totalmente sin aliento, junto a un zarzal y oír el decreciente fragor de los cascos de los caballos junto a un camino para carros apenas marcado. Después siguió andando a gatas hasta llegar a una fuente que conocía bien y que manaba entre las raíces de un haya; cuando acercó la boca al agua, la última luz del día se reflejó en su cara, poniendo muy de relieve la frente y la nariz sobre las cavernosas órbitas de los ojos y el jadeante gruñido animal que escapaba entre sus dientes; y desde el agua tranquila, por un fugaz momento, lo estuvo contemplando una calavera.
Las esquinas todavía por doblar del destino de un hombre. Bien; el cielo, aquel lugar tan superpoblado, estaba justo detrás de una de ellas, según todos aseguraban; el cielo, lleno de todas las ilusiones de un hombre sobre sí mismo y de las conflictivas ilusiones que acerca de él cruzan las mentes de otras ilusiones… Bayard cambió levemente de posición, suspiró tranquilamente y abrió su pluma estilográfica. Al final de la columna escribió:
«John Sartoris, 5 de julio de 1918.»
y debajo:
«Caroline White Sartoris y su hijo. 27 de octubre de 1918.»
Cuando la tinta estuvo seca, cerró el libro y lo volvió a poner en su sitio. Luego sacó la pipa del bolsillo y la colocó en la caja de palo de rosa, entre las pistolas de duelo y el arma de cañón corto. A continuación volvió a meter todas las demás cosas en el arcón y bajó la tapa.
El joven Bayard llevó a Jenny a la ciudad a la mañana siguiente. El viejo Bayard estaba sentado a la puerta del banco, con el respaldo inclinado, como de costumbre, y miró a su tía fingiendo sorpresa, al mismo tiempo que su sordera parecía acentuarse más de lo ordinario. Pero ella le hizo levantarse de la silla con implacable frialdad y lo condujo, todavía refunfuñando, calle adelante, donde los comerciantes y los que holgazaneaban ante las tiendas hablaban a Miss Jenny como si se tratara de una divinidad guerrera, mientras el anciano caminaba a su lado con calmosa desgana, como un niño pequeño.
En seguida torcieron y subieron por una estrecha escalera entre dos tiendas, debajo de una hilera de deslustrados rótulos profesionales. Arriba había un pasillo oscuro con varias puertas. La más cercana era de pino, y en la parte inferior carecía de pintura, como si hubiera sido repetidamente pateada a la misma altura y con la misma fuerza. En la puerta misma, cerca del borde, dos agujeros a una pulgada de distancia daban mudo testimonio de la cadena ausente, que colgaba de una argolla en la jamba, sujeta a ella por un enorme candado oxidado de un modelo muy antiguo. Bayard hizo ademán de detenerse allí, pero Miss Jenny le guió sin vacilaciones hacia una puerta al otro lado del corredor.
Esta puerta estaba recién pintada, con vetas que imitaban nogal. En la parte superior había un lienzo de grueso cristal opaco con un nombre en letras doradas en relieve y las horas de consulta. Miss Jenny abrió esta puerta y, seguida de Bayard, entró en una habitación diminuta de una asepsia espartana pero sin estridencias. Las paredes eran de un gris inmaculado, con una reproducción de un Corot y dos grabados a buril de líneas muy finas y marcos muy estrechos; la habitación contenía además una alfombra nueva de color ante, una mesa sin ningún adorno y cuatro sillas de roble, todo impersonal, limpio y barato, pero que revelaba en seguida el alma de su propietario; un alma constreñida en aquel momento por estrecheces materiales, pero destinada y decidida a funcionar algún día entre alfombras persas, muebles de caoba o teca y un único grabado irreprochable en una casta pared. La joven de uniforme blanco almidonado que estaba detrás de una mesa en un rincón se levantó alisándose el pelo.
—Buenos días, Myrtle —dijo Miss Jenny—. Dile al doctor Alford que nos gustaría verlo, por favor.
—¿Tienen ustedes hora? —preguntó la muchacha con una voz sin inflexiones.
—No, pero podemos pedirla ahora mismo —replicó Miss Jenny—. ¿No querrás decir que el doctor Alford viene a la consulta después de las diez, verdad?
—El doctor Alford no recibe a nadie sin cita previa —recitó la muchacha mirando al vacío—. Si no tienen hora, tendrán que pedir…
—Vamos, vamos —le interrumpió Miss Jenny con gesto enérgico—. Pórtate como una buena chica y corre a decirle al doctor Alford que el Coronel Sartoris quiere verlo.
—Sí, señora —dijo la chica obedientemente, empezando a cruzar la habitación; pero al llegar a la puerta del fondo se detuvo otra vez y su voz cambió de nuevo—. ¿Harían el favor de sentarse? Voy a ver si el doctor está ocupado.
—Entra y dile al doctor Alford que estamos aquí —repitió Miss Jenny afablemente—. Dile que tengo que hacer algunas compras esta mañana y no puedo esperar.
—Sí, Miss Jenny —asintió la muchacha, desapareciendo y regresando después de un decoroso intervalo, poseída una vez más de su actitud impecablemente profesional—. El doctor los verá ahora mismo. Pasen, por favor —dijo, sujetando la puerta y apartándose a un lado.
—Gracias, querida —replicó Miss Jenny—. ¿Tu mamá sigue en la cama?
—No, señora, ya se levanta, gracias.
—Eso está bien —aprobó Miss Jenny—. Vamos, Bayard.
Esta habitación era más pequeña que la otra y olía brutalmente a ácido fénico. Había un armario blanco esmaltado, lleno de siniestros brillos niquelados, una mesa metálica de operaciones y una serie de calderas eléctricas, hornos y esterilizadores. El doctor, con una chaqueta blanca, estaba inclinado sobre un pequeño escritorio y durante algún tiempo les ofreció su elegante y abstraído perfil. Después alzó la vista y se irguió.
Era un hombre joven, alrededor de los treinta, aunque sería difícil precisar su edad exacta; recién llegado a la ciudad, pero sobrino de un antiguo residente. Había obtenido excelentes calificaciones durante la carrera y tenía un aspecto agradable, pero había en él una especie de preocupada dignidad, una como fría y erudita actitud desilusionada sobre la humanidad que frenaba la fácil intimidad de las ciudades pequeñas y hacía que incluso los que recordaban las visitas que había hecho durante la adolescencia a su tía y a su tío, se dirigieran a él sin apear el tratamiento de doctor. Tenía un bigotito y un rostro que parecía una máscara en reposo: un rostro tranquilizador pero frío; mientras Bayard se agitaba inquieto, sus dedos inmaculados palpaban delicadamente el bulto en la cara del anciano. Miss Jenny le hizo una pregunta, pero él continuó absorto la delicada exploración como si no hubiera oído, como si Miss Jenny nunca hubiera abierto los labios, y procedió a introducir una pequeña bombilla, que previamente esterilizó, en la boca de Bayard, encendiendo y apagando su rojizo resplandor desde dentro de la mejilla. Después la sacó, volvió a esterilizarla y la colocó de nuevo en el armario.
—¿Y bien? —dijo Miss Jenny, impaciente.
El doctor cerró el armario pausadamente, se secó las manos, y se acercó a donde ellos estaban; luego, con los pulgares enganchados en los bolsillos de la chaqueta, adoptó una actitud solemne y untuosa, dejando caer sus duras palabras con epicúrea ponderación.
—Habría que extirparlo inmediatamente —concluyó—. No le causa dolores y ésa es la razón de que aconseje operarlo ahora.
—¿Quiere usted decir que puede convertirse en cáncer? —preguntó Miss Jenny.
—Sin duda alguna. Cuestión de tiempo. Si lo abandonan, no puedo prometer nada; extírpeselo ahora y no tendrá que volver a preocuparse —contempló de nuevo a Bayard fría y desapasionadamente—. Será muy sencillo. Se lo puedo quitar sin la menor dificultad —e hizo un breve gesto con la mano.
—¿Cómo dice? —quiso saber Bayard.
—Digo que puedo quitarle ese bulto tan fácilmente que no se dará usted cuenta, Coronel Sartoris.
—¡Que me ahorquen si le dejo! —Bayard se puso en pie con uno de sus característicos movimientos precipitados.
—Siéntate —le ordenó Miss Jenny—. Nadie te va a operar sin que lo sepas. ¿Habría que hacerlo inmediatamente? —preguntó.
—Sí, señora. Yo no tendría eso en mi cara una noche más. Si no, me parece justo advertirle que no acepto ninguna responsabilidad… No tardaría más de dos minutos en quitárselo —añadió, contemplando fríamente una vez más el rostro de Bayard.
Después torció a medias la cabeza y se detuvo en actitud de escuchar; desde el otro lado de la frágil pared retumbó una voz que se fue extendiendo en cálidas oleadas.
—Buenos días, hermana —estaba diciendo—. ¿No acabo de oír a Bayard Sartoris maldiciendo ahí dentro?
El doctor y Miss Jenny siguieron inmóviles unos instantes; luego la puerta se abrió y el hombre más gordo del condado la tapó por completo. Vestía una brillante chaqueta de alpaca sobre un chaleco y unos pantalones de velarte negro, sin planchar y con rodilleras; sobre la pechera plisada, sus diferentes papadas ocultaban prácticamente el cuello de la camisa y el nudo de su corbatín negro. Su cabeza de senador romano estaba adornada con una ensortijada melena de cabellos plateados.
—¿Qué demonios te pasa? —tronó mientras entraba de lado en la habitación, llenándola por completo y empequeñeciendo a sus ocupantes y todo el mobiliario.
Era el doctor Lucius Quintus Peabody, de ochenta y siete años, trescientas diez libras y el tubo digestivo de un caballo. Ya practicaba la medicina en el condado cuando el equipo de un doctor consistía en una sierra, un galón de whisky y un saquito de calomelanos; había sido cirujano del regimiento de John Sartoris, y hasta la aparición del automóvil se ponía en camino a cualquier hora del día o de la noche, sin importarle el mal tiempo ni la distancia, y recorriendo caminos prácticamente intransitables sobre una calesa escorada, para visitar a cualquiera, blanco o negro, que lo llamara; y aceptando normalmente como honorarios una torta de maíz y un café o quizá una pequeña cantidad de grano o de fruta, unos cuantos bulbos de flores o algún injerto.
Cuando era joven e impaciente había llevado un diario, haciendo meticulosas anotaciones hasta que las partidas de su hipotético activo sumaron diez mil dólares. Pero de esto hacía ya cuarenta años y desde entonces no había vuelto a apuntar nada; y ahora, de cuando en cuando, un campesino entraba en su desastrada oficina y satisfacía una deuda, conmemorando a veces su propia venida al mundo; deuda contraída por su padre o su abuelo y que el mismo doctor Peabody había olvidado hacía ya mucho tiempo. Todos los habitantes del condado lo conocían y se decía que podría pasar el resto de sus días recorriendo la zona en la calesa que todavía seguía usando, sin tener que preocuparse por la manutención y el alojamiento ni gastar un céntimo en ninguna de las dos cosas.
El doctor Peabody llenó la habitación con su humanidad cordial y fanfarrona y mientras atravesaba la habitación y le daba unas palmadas en la espalda a Miss Jenny con una mano tan ancha como un rastrillo, el edificio entero temblaba al ritmo de sus pisadas.
—Buenos días, Jenny —dijo—. ¿Es que quieres hacerle a Bayard un seguro de vida?
—Este maldito carnicero quiere sajarme —dijo Bayard quejumbrosamente—. Haz que me dejen en paz, Loosh.
—Las diez de la mañana es demasiado pronto para empezar a trinchar blancos —tronó el doctor Peabody—. Con los negros es diferente. Con un negro se puede hacer picadillo a cualquier hora a partir de la medianoche. ¿Qué le pasa, hijo? —le preguntó al doctor Alford.
—Yo creo que no es más que una verruga —dijo Miss Jenny—. Pero estoy cansada de verla.
—No es una verruga —le corrigió el doctor Alford algo molesto. Acto seguido resumió su diagnóstico en términos técnicos, mientras el doctor Peabody los envolvía a todos en la rubicunda magnanimidad de su presencia.
—¿Tiene mala pinta, verdad? —comentó, y el piso retembló de nuevo mientras hacía sentarse otra vez a Bayard con una mano enorme al tiempo que con la otra le levantaba la cara para que le diera mejor la luz. Después sacó unos quevedos con montura de hierro del bolsillo de la chaqueta y examinó el bulto de Bayard a través de ellos—. ¿Crees que hay que quitárselo, no es cierto?
—Así es —contestó fríamente el doctor Alford—. Me parece imprescindible que le sea extirpado. Totalmente innecesario ahí. Cáncer.
—La gente se las arreglaba con el cáncer mucho tiempo antes de que se inventaran los cuchillos —dijo el doctor Peabody secamente—. Estate quieto, Bayard.
Y las personas como usted son una de las razones, estuvo a punto de decir el joven doctor. Pero se contuvo y dijo en cambio:
—Puedo extirparle ese bulto en dos minutos, Coronel Sartoris.
—¡Que me ahorquen si lo permito! —replicó Bayard bruscamente, tratando de levantarse—. Déjame en paz, Loosh.
—Estáte quieto —dijo el doctor Peabody afablemente, obligándolo a seguir sentado, mientras palpaba el bulto—. ¿Te duele?
—No. Nunca he dicho que me doliera. Y que me condene…
—Probablemente te condenarás de todas formas —le dijo el doctor Peabody—. Y en cualquier caso no estarías mucho peor muerto. No conozco a nadie que se divierta viviendo menos que tú.
—Por una vez has dicho la verdad —concedió Jenny—. Es el hombre más viejo que he conocido en mi vida.
—De manera —continuó mansamente el doctor Peabody—, que yo no me preocuparía por ello. Que siga ahí. A nadie le importa qué aspecto tiene tu cara. Si fueras un jovencito que tuviera que deslumbrar a las muchachas por la noche…
—Si al doctor Peabody se le permite interferir impunemente… —empezó el joven doctor.
—Will Falls dice que me lo curará —intervino Bayard.
—¿Con ese ungüento suyo? —preguntó el doctor Peabody.
—¿Ungüento? —repitió el doctor Alford—. Coronel Sartoris, si usted permite que el primer curandero que aparezca le trate ese tumor con remedios caseros o elixires curalotodo, estará usted muerto antes de seis meses. Hasta el doctor Peabody me dará la razón en esto —añadió, marcando la ironía.
—No sé qué decir —replicó lentamente el doctor Peabody—. Will ha hecho cosas muy curiosas con ese ungüento suyo.
—Tengo que protestar contra esto —dijo el doctor Alford—. Mrs. Du Pre, protesto contra el hecho de que un miembro de mi profesión sancione semejante práctica, aunque sea absteniéndose de condenarla.
—Vamos, muchacho —contestó el doctor Peabody—. No le vamos a dejar a Will que ponga su emplasto en la verruga de Bayard. Está bien para los negros y para el ganado, pero Bayard no lo necesita. Vamos a dejarlo tranquilo mientras siga sin dolerle.
—Si este tumor no es extirpado inmediatamente, renuncio a toda responsabilidad —afirmó el doctor Alford—. Descuidarlo será tan contraproducente como el ungüento de Mr. Falls. Mrs. Du Pre, pongo a usted como testigo de que esta consulta ha tomado derroteros contrarios a la ética profesional sin culpa alguna por mi parte y a pesar de mis protestas.
—Vamos, muchacho —dijo de nuevo el doctor Peabody—. ¡Si apenas merece la molestia de ponerse a cortarlo! Te reservaremos un brazo o una pierna en cuanto ese cretino que tiene por nieto vuelque el automóvil con los dos dentro. Ven conmigo, Bayard.
—Mrs. Du Pre… —trató de intervenir el doctor Alford.
—Bayard puede volver aquí, si quiere —el doctor Peabody palmeó el hombro del joven médico con su pesada mano—. Voy a llevarlo a mi oficina y a hablar con él un rato, Jenny lo puede traer luego si así lo desea. Vamos, Bayard.
E hizo salir al anciano de la habitación. Miss Jenny se puso también en pie.
—Ese Loosh Peabody es tan carcamal como el viejo Falls —dijo—. Todos estos vejestorios me sacan de quicio. Usted espere aquí: se lo volveré a traer inmediatamente y terminaremos con este asunto de una vez.
El doctor Alford le abrió la puerta. Miss Jenny salió muy tiesa, con un rabioso crujir de sedas, y fue siguiendo a su sobrino y al doctor Peabody hasta el otro lado del corredor, donde cruzó la puerta con la parte inferior despintada y el candado oxidado, y entró en una habitación que era una reproducción en miniatura de los efectos de un ciclón, pacíficamente dulcificada con polvo que nadie se había molestado en quitar desde hacía mucho tiempo.
—Óyeme bien, Loosh Peabody —dijo Miss Jenny.
—Siéntate, Jenny —le dijo el doctor Peabody—, y estáte quieta. Desabróchate la camisa, Bayard.
—¿Qué? —dijo el anciano con tono belicoso.
El otro le hizo sentarse.
—Quiero verte el pecho —explicó. Se llegó a un viejo buró y empezó a explorar el polvoriento revoltijo de cosas que lo cubría. La enorme habitación estaba llena de polvo y de objetos varios. Sus cuatro ventanas miraban a la plaza, pero los olmos y las moreras daban sombra a las oficinas del primer piso, de manera que el sol llegaba tan filtrado como la luz dentro del agua. En las esquinas del techo se acumulaban telas de araña tan espesas como musgo y tan sucias como encajes grisáceos; las paredes, blancas en otro tiempo, eran de un discreto y uniforme color pardo con la excepción de rectángulos más claros aquí y allá en los sitios donde algún viejo calendario había sido finalmente retirado. Además del escritorio la habitación contenía tres o cuatro sillas enormes con los muelles rotos, una estufa oxidada dentro de una caja llena de serrín, y un sofá de cuero que retenía sufridamente en su gastada superficie la figura reclinada del doctor Peabody; junto a él y acumulando lentamente sucesivas capas de polvo, había un montón de novelas baratas. Era la biblioteca del doctor Peabody, y en aquel sofá, leyéndolas una y otra vez, transcurrían sus horas de oficina. En la habitación no había ningún otro libro.
Pero la papelera junto al escritorio, la mesa misma, la sucia repisa de la chimenea y los bordes de las ventanas estaban llenos de circulares y catálogos para comprar cosas por correo y de boletines de todas clases. En un rincón, sobre un cajón de embalaje puesto del revés, descansaba un oxidado refrigerador de agua de vidrio coloreado; en otro rincón había un manojo de cañas de pescar alabeándose bajo su propio peso; y en todas las superficies horizontales se acumulaba una colección de objetos que sólo se encontrarían en una tienda de compraventa —ropa vieja, una lámpara de queroseno, un cajón de latas de grasa para ejes prácticamente lleno, un insípido reloj de porcelana en forma de guirnalda de campanillas, sostenido por cuatro doncellas coronadas de flores que habían sufrido diversos y asombrosos percances anatómicos, y aquí y allá, bajo el polvo igualatorio, varios instrumentos relacionados con la profesión del ocupante. Era uno de éstos lo que, sobre el abarrotado escritorio en el que se alzaba una fotografía enmarcada de su hijo, buscaba el doctor Peabody en aquel momento, y aunque Miss Jenny dijo de nuevo. «Escúchame bien, Loosh Peabody», él continuó su investigación con imperturbable ecuanimidad.
—Abróchate la camisa y ahora mismo volveremos con el doctor Alford —ordenó Miss Jenny a su sobrino—. Ni tú ni yo podemos perder más tiempo con un loco senil.
—Siéntate, Jenny —repitió el doctor Peabody mientras abría un cajón, y sacaba una caja de cigarros, un puñado de descoloridas moscas artificiales para pescar truchas, un cuello sucio de celuloide y finalmente un estetoscopio; en seguida dejó caer las otras cosas en el cajón y lo cerró con la rodilla.
Miss Jenny no tuvo más remedio que estarse sentada, muy compuesta y con aire ultrajado, mostrando a las claras su irritación mientras el doctor Peabody auscultaba el corazón de Bayard.
—Bien —dijo ella con voz cortante—, ¿te vas a enterar haciendo eso de cómo quitarle la verruga de la cara? Will Falls no necesitó ningún auricular para averiguarlo.
—Me entero de mucho más —contestó el doctor Peabody—. Me entero de cómo se librará Bayard de todos sus problemas si se sigue montando en ese endemoniado automóvil.
—Bobadas —dijo Miss Jenny—. Bayard es un buen conductor. Nunca he ido con otro mejor.
—Va a hacer falta algo más que un buen conductor para conseguir que esto —golpeó el pecho de Bayard con la roma punta de un dedo— siga marchando cuando ese muchacho tome una o dos curvas más como le he visto hacerlo.
—¿Has oído hablar alguna vez de un Sartoris que muriera de muerte natural como el resto del mundo? —preguntó Miss Jenny—. ¿No te consta que ese corazón no ha de llevarse a Bayard antes de tiempo? Levántate y ven conmigo —añadió, dirigiéndose a su sobrino.
Bayard se abrochó la camisa y el doctor Peabody lo estuvo mirando, sentado tranquilamente en el sofá.
—Bayard —dijo de repente—, ¿por qué te empeñas en ir en ese maldito cacharro?
—¿Qué?
—Si sigues montando en ese coche, no vas a necesitarme ni a mí, ni a Will Falls; ni siquiera vas a necesitar a ese muchacho de ahí al lado con todos sus bisturíes tan bien hervidos y desinfectados.
¿Y a ti que más te da? —quiso saber Bayard—. ¡Santo cielo! ¿Es que no puedo romperme la crisma en paz si me apetece?
Se puso en pie. Estaba temblando otra vez, abrochándose torpemente los botones del chaleco, y Miss Jenny se levantó e intentó ayudarle pero él la rechazó bruscamente. El doctor Peabody siguió tranquilamente sentado, dándose golpecitos en la rodilla con sus gruesos dedos.
—He vivido ya más de lo que me corresponde —continuó Bayard con tono más sosegado—. Soy el primer Sartoris del que se sabe a ciencia cierta que ha cumplido los sesenta. Creo que Dios me conserva como testigo fidedigno de la extinción de mi nombre.
—Bueno —dijo Miss Jenny con fría desaprobación—; ya has lanzado tu discurso y Loosh Peabody ha perdido la mañana ocupándose de ti, de manera que podemos marcharnos y dejar que Loosh vaya a medicinar mulas durante un rato. Tú puedes volver a tu banco a sentarte el resto del día, consciente de ser un Sartoris y apiadándote de ti mismo. Buenos días, Loosh.
—No le dejes que haga nada con el bulto, Jenny —dijo el doctor Peabody.
—¿No se lo ibais a curar entre tú y Will Falls?
—Tú ocúpate de que Will Falls no le ponga nada encima —insistió el doctor Peabody amablemente—. Está perfectamente. Déjalo tranquilo.
—Vamos a ir a un médico, eso es lo que vamos a hacer —replicó Miss Jenny—. Ven aquí.
Cuando la puerta se cerró el doctor siguió inmóvil escuchándolos mientras discutían al otro lado. Después el sonido de sus voces se alejó por el corredor hacia las escaleras, sin dejar de discutir y con profusión de juramentos por parte de Bayard, hasta perderse a lo lejos. Entonces el doctor Peabody se recostó en el sofá que sumisamente reproducía su figura ciclópea y con lentitud poco frecuente abrió una de las novelas que se amontonaban en el suelo a su lado.