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EL JOVEN Bayard regresó de Memphis con su automóvil. Memphis estaba a setenta y cinco millas, y tardó una hora y cuarenta minutos en hacer el viaje porque algunas de las carreteras eran caminos vecinales muy estrechos y con firme de tierra. El coche era largo, aerodinámico y gris. El motor de cuatro cilindros tenía dieciséis válvulas y ocho bujías, y el vendedor había garantizado las ochenta millas por hora, aunque una tira de papel pegada al parabrisas —de la que Bayard no hizo el menor caso— pedía en letras rojas que no se fuera a esa velocidad durante los primeros quinientos kilómetros.

Bayard subió con el coche por la avenida y se detuvo delante de la casa, en el sitio donde su abuelo estaba sentado con los pies en la barandilla del porche. Miss Jenny se hallaba de pie junto a una columna, muy pulcra con su vestido negro, y en seguida bajó los escalones, examinó el automóvil, abrió la portezuela, se subió y probó uno de los asientos. Simón se llegó hasta la puerta de la casa, lanzó una breve y desdeñosa mirada al coche y se retiró inmediatamente. En cuanto a Isom, apareció por una esquina y estuvo dando vueltas alrededor del automóvil con viva y anhelante admiración. El viejo Bayard, por su parte, con el cigarro entre los dedos, miró aquella cosa tan larga y cubierta de polvo y dejó escapar un gruñido.

—Vaya, es tan cómodo como una mecedora —dijo Miss Jenny—. Ven aquí a probarlo —le gritó a su sobrino. Pero él gruñó de nuevo, con los pies en la barandilla, y vio cómo el joven Bayard se situaba detrás del volante. El motor arrancó sin convicción para detenerse en seguida. Isom estaba muy cerca, como un perro de caza atado aún a la correa. El joven Bayard lo miró un momento.

—Vendrás la próxima vez —dijo.

—¿Por qué no ahora? —dijo Miss Jenny—. Súbete, Isom.

Isom obedeció y el viejo Bayard les vio deslizarse colina abajo y cómo el coche se perdía de vista por el valle. En seguida se alzó una nube de polvo por encima de los árboles hasta el azul de la tarde, adquiriendo un tono rosado bajo los rayos del sol y también un sonido como de trueno enjaulado desapareció rezongando tras él. El viejo Bayard dio otra chupada a su cigarro. Simón apareció de nuevo en la puerta y se quedó allí.

—¿Dónde se imagina usted que podrán haber ido a la hora de cenar? —dijo. El viejo Bayard lanzó un gruñido, y Simón siguió en la puerta, hablando consigo mismo.

Veinte minutos más tarde el coche se deslizó avenida arriba hasta detenerse casi en el mismo sitio donde habían quedado sus huellas. En el asiento de atrás el rostro de Isom era como un piano enseñando todas las teclas. Miss Jenny no se había puesto el sombrero y venía sujetándose el pelo con las dos manos. Cuando el coche se detuvo siguió sentada durante un momento. Luego respiró muy hondo.

—Siento que no me guste fumar —dijo, y añadió—: ¿Es eso todo lo de prisa que puede ir?

Isom se apeó y le abrió la portezuela. Miss Jenny descendió con movimientos algo envarados, pero le brillaban los ojos y tenía las viejas y secas mejillas cubiertas de arrebol.

—¿Hasta dónde han ido? —preguntó Simón desde la puerta.

—Hemos llegado hasta la ciudad —explicó orgullosa, con voz tan firme como la de una muchacha. La ciudad quedaba a cuatro millas.

Un día de la semana siguiente el viejo Falls fue a la ciudad y visitó al viejo Bayard en su despacho, que era también el del director del banco. Se trataba de un cuarto muy amplio con una larga mesa y sillas alineadas a ambos lados, y un armario donde se guardaban impresos diversos para operaciones bancarias; también estaba allí el buró de Bayard, su silla giratoria y un sofá donde dormía la siesta durante una hora todas las tardes.

En aquel escritorio, como en el de su casa, se acumulaba una sorprendente variedad de objetos carentes de cualquier relación con los asuntos bancarios, y en la repisa de la chimenea encontraban acomodo otros de naturaleza agrícola, así como un polvoriento surtido de pipas y tres o cuatro botes de tabaco que proporcionaban solaz a todos los empleados del banco y a los clientes que fumaban en pipa. Si el tiempo lo permitía, el viejo Bayard pasaba la mayor parte de la jornada en una silla echada para atrás a la puerta del banco, y cuando los clientes lo veían allí, se llegaban hasta la oficina en la parte de atrás para llenar la pipa. Existía un tácito convenio que prohibía coger más tabaco del necesario para cargar la pipa una vez. A esta habitación se retiraban Bayard y el viejo Falls cuando el anciano le hacía sus visitas mensuales, y se gritaban el uno al otro (los dos eran sordos) por espacio de media hora, poco más o menos. Desde la calle y a través de las paredes de las tiendas vecinas se les podía oír sin dificultad.

Los ojos del viejo Falls eran azules e inocentes como los de un muchacho y lo primero que hacía era abrir el paquete que el otro le tenía preparado, sacar una pastilla de tabaco para mascar, cortar un trozo, metérselo en la boca, poner la pastilla en su sitio y atar de nuevo el paquete con gran meticulosidad. Dos veces al año el paquete contenía un traje nuevo con todos sus accesorios y en las otras ocasiones tabaco y una bolsita de caramelos de menta. Nunca cortaba el cordel, sino que desataba el nudo con sus rígidos y deformes dedos para volverlo a atar a continuación. Tampoco aceptaba dinero.

En aquel momento estaba sentado con su mono limpio y desteñido, y el paquete sobre las rodillas, hablándole a Bayard del automóvil que le había adelantado aquella mañana mientras caminaba por la carretera. El anciano permaneció inmóvil, contemplándolo con gesto fiero hasta que terminó.

—¿Estás seguro de que era él?

—Pasó a mi lado demasiado deprisa para saber siquiera si iba alguien dentro. He preguntado quién era al llegar a la ciudad. Parece que todo el mundo sabe lo deprisa que conduce excepto tú.

Bayard siguió sin moverse durante algún tiempo. Luego alzó la voz.

—Byron.

Se abrió la puerta y entró el contable.

—¿Qué desea, Coronel? —preguntó con voz sin inflexiones.

—Telefonee a mi casa y diga a mi nieto que no toque el coche hasta que yo vuelva.

—Sí, Coronel.

Y desapareció tan silenciosamente como había entrado.

Bayard se volvió violentamente en la silla giratoria y el viejo Falls se inclinó hacia adelante, fijando la mirada en su rostro.

—¿Qué es eso que tienes en la cara, Bayard? —preguntó.

—¿El qué? —quiso saber el otro; y en seguida alzó la mano hasta un pequeño bulto que su cara, al enrojecer, había dotado de blanco relieve—. ¿Esto? No sé lo que es. Lleva ahí cosa de una semana, pero no creo que tenga importancia.

—¿Se está haciendo más grande? —preguntó el viejo Falls.

Poniéndose en pie, dejó el paquete en el suelo y extendió la mano. Bayard apartó la cara.

—No es nada —repitió con tono irritado—. Déjalo tranquilo.

Pero el viejo Falls le apartó la mano y tocó el bulto con los dedos.

—Humm —dijo—. Duro como una roca. Todavía crecerá más. Yo lo vigilaría y cuando estuviera a punto, me lo quitaría. Pero aún no está maduro.

El contable apareció de repente a su lado sin hacer el menor ruido.

—Su cocinera dice que él y Miss Jenny han ido en coche a algún sitio. Le he dejado el recado.

—¿Jenny está con él?

—Eso es lo que dice la cocinera —repitió el contable con su voz sin inflexiones.

—Bien, de acuerdo.

—El contable se retiró y el viejo Falls recogió su paquete.

—Yo también me voy a ir —dijo—. Vendré la semana que viene y veré qué tal lo tienes. Será mejor que no lo toques hasta que yo vuelva.

Salió del despacho detrás del contable y en seguida Bayard se levantó, cruzó el vestíbulo y se sentó otra vez junto a la puerta echando para atrás el respaldo de la silla.

Cuando llegó a casa aquella tarde no se veía el automóvil por ningún sitio ni obtuvo respuesta al llamar a su tía. Subió a su habitación, se puso las botas de montar y encendió un puro, pero cuando se asomó al patio de atrás no vio ni a Isom ni a la yegua ensillada. El viejo setter estaba mirando hacia su ventana. Cuando vio aparecer la cabeza del anciano, se alzó y fue a situarse delante de la puerta de la cocina; luego miró otra vez hacia la ventana. El viejo Bayard bajó pesadamente las escaleras, atravesó el vestíbulo y entró en la cocina. Allí estaba Caspey, comiendo y hablando con Isom y Elnora.

—Y también una vez, yo y otro chico… —estaba diciendo Caspey.

Isom, al ver a Bayard, se levantó de su asiento junto al montón de la leña abriendo los ojos desmesuradamente. Elnora detuvo también el movimiento de la escoba, pero Caspey, volviendo la cabeza sin levantarse y todavía masticando plácidamente, se limitó a mirar con sorpresa la figura de Bayard en el marco de la puerta.

—Hace una semana te mandé recado de que vinieras aquí inmediatamente o que no volvieras más —dijo Bayard—. ¿No lo recibiste?

Caspey murmuró algo, sin dejar de masticar, y el anciano entró en la habitación.

—Levántate de ahí y ensíllame el caballo.

Pausadamente, Caspey le volvió la espalda y alzó el vaso de leche que tenía sobre la mesa.

—Vamos, Caspey —le susurró Elnora.

—No trabajo aquí —contestó él con voz suficientemente baja como para que Bayard no le oyera. Luego se volvió hacia Isom—: ¿Por qué no vas a por su caballo? Tú sí que trabajas aquí.

—Caspey, ¡por el amor de Dios! —imploró Elnora—. Sí, Coronel; ahora mismo va —añadió en voz más alta.

—¿Quién? ¿Yo? —dijo Caspey—. ¿Tengo pinta de ir a hacerlo?

Se llevó calmosamente el vaso a la boca, pero al ver que Bayard avanzaba de nuevo, perdió su sangre fría y se levantó a toda prisa antes de que el otro lo alcanzara y empezó a cruzar la cocina en dirección a la puerta, pero manifestando su malhumorada insolencia hasta en la manera misma de mover la espalda. Mientras manipulaba desmañadamente el picaporte, Bayard lo alcanzó.

—¿Vas a ensillar la yegua? —preguntó.

—No voy a escurrir el bulto, grandullón —contestó Caspey de forma que Bayard no pudiera oírle.

—¿Qué?

—¡Dios mío! —gimió Elnora.

Isom se acurrucó en su rincón. Caspey levantó los ojos para mirar a Bayard a la cara y abrió la puerta.

—Digo que no voy a escurrir el bulto —repitió, alzando la voz.

Simón estaba inmóvil al pie de los escalones, con el setter al lado, mirándolos con la desdentada boca abierta. El viejo Bayard cogió un palo del montón de leña y golpeó a Caspey, que cayó fulminado a los pies de su padre.

—Ahora ya puedes ir a ensillar la yegua —dijo.

Simón ayudó a su hijo a levantarse y lo fue guiando, un poco tambaleante, hacia el establo, y también en busca de un sitio donde no se pudiera oír lo que hablaran, mientras el setter los contemplaba con sesudo interés.

—Ya te dije que esas ideas nuevas de la guerra no iban a funcionar en este sitio —le explicó Simón con tono enojado—. Más vale que le des gracias a Dios por esa cabeza tan dura que tienes. Vete a ensillar la yegua y guárdate tus discursos sobre la libertad de los negros para la gente de la ciudad: quizá a ellos no les parezcan mal. De todas formas, ¿para qué queremos la libertad los negros? ¿No tenemos ya todos los blancos que podemos aguantar?

Aquella noche, durante la cena, el viejo Bayard miró fijamente a su nieto desde el otro lado del cordero asado.

—Will Falls me ha dicho que lo adelantaste esta mañana en la colina del asilo yendo a más de cuarenta millas por hora.

—Cuarenta bobadas —dijo Miss Jenny con presteza—; eran cincuenta y cuatro. Precisamente iba yo mirando el… ¿cómo se llama, Bayard? el cuentakilómetros.

El anciano inclinó un poco la cabeza, viendo cómo le temblaban las manos mientras empuñaba el cuchillo y el tenedor de trinchar; oyendo —bajo la servilleta que se sujetaba con el chaleco— cómo los latidos de su corazón se debilitaban y hacían demasiado rápidos; y sintiendo los ojos de Miss Jenny fijos en él.

—Bayard —dijo con voz inquisitiva—. ¿Qué es eso que tienes en la cara?

El anciano se levantó tan de repente que la silla cayó para atrás con gran estruendo, y después salió de la habitación ciegamente, temblándole las manos y el corazón latiéndole cada vez más de prisa.