LO QUE PASA es que usted no planta lo que se debe plantar en el sitio en que hay que plantarlo —dijo Simón.
Estaba sentado en el último peldaño del porche, afilando la hoja de su azadón con una lima. Miss Jenny —con unos guantes muy gruesos y un sombrero masculino de fieltro— se hallaba en el borde de la veranda encima de él, acompañada de una visita. Por debajo de la cintura le colgaban unas tijeras de podar, que brillaban al sol de la mañana.
—Y eso, ¿a quién le importa? —preguntó ella—. Porque no será ni a ti ni al Coronel. Cualquiera de los dos es bien capaz de haraganear en este porche y de decirme en qué sitio agarrará mejor una planta o dónde tendrá mejor aspecto, pero ninguno de los dos ha conseguido nunca hacer crecer un miserable hierbajo, que yo sepa. Me importa dos cominos dónde haya que plantar una flor según tú o el Coronel; yo planto mis flores exactamente en el sitio donde quiero plantarlas.
—Y luego las desafía a que se atrevan a no salir —añadió Simón—. Así es como usted e Isom trabajan en el jardín. Hay que darle gracias a Dios de que Isom no tenga que ganarse la vida con la jardinería que aprende aquí. —Sin dejar de afilar la hoja del azadón, movió la cabeza en dirección a la casa.
Simón llevaba un sombrero horrendo, hecho de un tejido que ya podía ser calificado de anónimo cuando se fabricó muchos años atrás. Miss Jenny lo estuvo contemplando desapasionadamente desde arriba.
—Isom ha conseguido ganarse la vida naciendo negro —dijo con voz tajante—. Supongamos que dejas de rascar ese azadón y vas a ver si puedes desafiar a las malas hierbas del arriate de salvia para que no se atrevan a salir.
—Tengo que afilar esta almohaza —dijo Simón—. Usted váyase a su jardín, ya me encargo yo de limpiar el arriate.
Y siguió raspando el azadón sin inmutarse.
—Llevas haciendo eso el tiempo suficiente para comprender que no conseguirás desgastar la azada hasta el mango con una simple lima. Has estado rascando desde el desayuno. Te he oído. Y ya sé que te pones ahí para que las personas que pasan piensen que estás trabajando.
Simón gruñó y empleó medio minuto en dejar la lima. La puso primero en un escalón, luego la cogió y la trasladó a otro. A continuación la situó contra el escalón de atrás. Luego pasó un pulgar por el borde de la pala, examinándola con malhumorada expectación.
—Puede que sirva —dijo—. Pero seguirá siendo como arrancar malas hierbas con una almohaza.
—Inténtalo, de todas formas —replicó Miss Jenny—. Quizá las malas hierbas piensen que es una azada. Dales una oportunidad por lo menos.
—Ya he dicho que voy, ya he dicho que voy —aseguró Simón con tono irritado, levantándose renqueante—. Vaya usted a ver qué tal va su jardín que ya me ocupo yo de esto.
Miss Jenny y su visitante descendieron los escalones y doblaron la esquina de la casa.
—Por qué prefiere quedarse ahí sentado y rascar ese azadón nuevo con una lima en lugar de arrancar media docena de hierbas malas en el arriate de salvia, es algo que no logró entender —dijo Miss Jenny—. Pero lo cierto es que lo prefiere. Se sienta ahí y si se le deja afila la azada hasta que parece una sierra. Bayard compró una máquina para segar el césped hace tres o cuatro años. Dios sabe para qué, y se lo traspasó a Simón, claro. El año pasado, leyendo acerca de todos esos destrozos y desastres pensé con frecuencia en lo bien que Simón lo hubiera pasado en la guerra. Les habría enseñado cosas sobre arrasar y devastar que nunca hubieran imaginado antes. ¡Isom! —gritó.
Entraron en el jardín y Miss Jenny se detuvo junto a la puerta.
—Isom, ¿dónde te has metido?
Esta vez obtuvo respuesta y Miss Jenny siguió adelante con su visitante; Isom se levantó de algún sitio donde estaba tumbado y cerró la puerta tras de sí.
—Por qué no… —empezó Miss Jenny mirando hacia atrás por encima del hombro, pero en seguida se detuvo y contempló brevemente la repentina apariencia militar de Isom con desapasionado asombro. Porque Isom iba vestido de color caqui con el emblema de una división en el hombro y un deslucido galón en el puño. Su flaco cuello de muchacho de dieciséis años encontraba amplio acomodo en el desmesurado abrazo de la desaseada guerrera y una sorprendente cantidad de brazo resultaba visible por debajo de los puños. Los pantalones hacían unas bolsas imposibles antes de desaparecer bajo las polainas que, ya fuera por un sentido muy agudizado de la originalidad o un total desinterés por las costumbres militares, Isom se había abrochado antes de ponerse las botas. En cuanto a la gorra del Ejército Expedicionario, descansaba de la manera más lamentable que imaginarse pueda sobre su redonda cabeza.
—¿De dónde has sacado esa ropa?
La luz del sol se reflejó en las tijeras para podar de Miss Jenny, y Miss Benbow, con un vestido blanco y un sombrero blando de paja, también se volvió a mirar a Isom con una extraña expresión.
—Es de Caspey —contestó Isom—. Acabo de cogerla prestada.
—¿Caspey? —repitió Miss Jenny—. ¿Ha vuelto a casa?
—Sí, señora. Llegó anoche en el tren de las nueve y media.
—¿Anoche, eh? ¿Dónde está ahora? Imagino que durmiendo, ¿no es cierto?
—Sí, señora. Eso era lo que estaba haciendo cuando salí de casa.
—Y me imagino que esa es la razón de que te haya prestado el uniforme —dijo Miss Jenny con aspereza—. Bueno, que duerma toda la mañana. Le daremos un día para que se olvide de la guerra. Porque si está tan entontecido como Bayard, será mejor que se ponga otra vez el uniforme y se vuelva a Europa. Nadie me negará que los hombres no parecen capaces de soportar nada.
Miss Jenny echó a andar nuevamente, seguida de su invitada con su sencillo vestido blanco.
—Trata usted muy duramente a los hombres a pesar de no tener un marido del que preocuparse, Miss Jenny —dijo—. Además, juzga a todos los hombres como si fueran sus Sartoris.
—No son mis Sartoris —aclaró Miss Jenny inmediatamente—. Yo no he hecho más que heredarlos. Pero aguarda un poco; pronto vas a tener un hombre del que preocuparte; sólo necesitas que Horace vuelva a casa y esperar a ver cuánto tiempo le hace falta para olvidarse de la guerra. No parece que los hombres tengan nervio para nada —repitió—. Ni siquiera soportan una espera sin preocupaciones ni responsabilidades y en cuanto a las mezquindades que se les pueden ocurrir, su número es infinito. ¿Crees que un hombre aguantaría, como lo hace cualquier mujer, viendo pasar los días y los meses en una casa a muchas millas de cualquier sitio y teniendo que llenar el tiempo entre las sucesivas listas de bajas haciendo hilas con la ropa de las camas y las mantelerías y viendo cómo desaparecen las reservas de azúcar, de harina y de carne, y teniendo que usar teas de madera de pino para alumbrarte porque no hay velas ni candelabros donde ponerlas en el caso de que las hubiera, y escondiéndote en las cabañas de los negros mientras los generales yanquis completamente borrachos prenden fuego a la casa que construyó tu tatarabuelo y donde has nacido tú y toda tu familia? No me hables de los sufrimientos de los hombres durante la guerra —Miss Jenny se puso a podar salvajemente las espuelas de caballero—. Espera a que Horace vuelva a casa, entonces verás. No es más que una buena excusa para dar la lata y estorbar mientras las mujeres de sus familias tratan de poner orden en la confusión que ellos dejan con sus guerras. John por lo menos, después de meterse en un asunto que le traía totalmente sin cuidado, ha tenido la consideración de no volver y empezar otra vez a darnos a todos quebraderos de cabeza. Pero ahí tienes a Bayard, sin ir más lejos, que se volvió cuando la guerra estaba a mitad e hizo creer a todo el mundo, cuando se puso a enseñar en la escuela de aviación de Memphis, que por fin había sentado cabeza, y luego fue y se casó con esa muchacha tan estúpida.
—¡Miss Jenny!
—Bueno, no era eso lo que quería decir, pero habría que haberle dado una buena azotaina. Ya sé: me vas a decir que yo hice lo mismo. Fueron todos esos arreos que llevaba Bayard. ¡Y luego decimos que los hombres se dejan influir por los uniformes! —Miss Jenny siguió podando espuelas de caballero—. Hacerme ir hasta allí para la boda, fíjate bien, con no sé cuántas espadas alquiladas y algunos de los alumnos de Bayard tratando de echar rosas a la calle. Imagino que algunos no eran alumnos suyos porque uno por fin dejó caer varias rosas sin que se quedaran enganchadas en los balcones —Miss Jenny podó más deprisa—. Cené con ellos una noche. Estuve una hora esperando en el hotel hasta que vinieron a buscarme. Después nos paramos en una delicatessen,[6] Bayard y Caroline se apearon, entraron y volvieron a salir con un montón de paquetes que tiraron dentro del coche, debajo de mis pies. Aquella era la cena a la que me habían invitado, fíjate; no había el menor rastro de algo con pinta o con olor de cocina en el sitio donde vivían. Tampoco yo me ofrecía a ayudarles. Le dije a Caroline que no sabía nada de aquella manera de llevar una casa, porque mi familia estaba tan pasada de moda que cocinábamos nosotros.
»Luego llegaron los demás: soldados amigos de Bayard y una manada de esposas de otros hombres, por lo que me pareció entender. Mujeres jóvenes, que en lugar de estar en sus casas, ocupándose de la cena, iban por allí cotorreando y dando chillidos de la forma tan estúpida en que suelen hacerlo las casadas jóvenes cuando quieren desagradar a sus maridos. Empezaron a abrir envoltorios que no contenían más que botellas, por lo menos una docena; luego llegaron Bayard y Caroline trayendo la cubertería de plata que les regalé, servilletas con iniciales y lo que habían comprado en la delicatessen, que sabía a hierba de cenagal, colocado en platos de papel. Lo comimos allí, sentados en el suelo, o en pie o donde quiera que uno estuviera en el momento de servirlo.
»Ésa era la idea que tenía Caroline de cómo llevar una casa. Dijo que se instalarían de verdad cuando se hicieran viejos. Hacia los treinta y cinco, imagino que era lo que quería decir. Tan delgada como un alambre; no habría sido fácil darle una azotaina. Pero le hubiera ido muy bien. En cuanto se enteró de que iba a tener un niño, le puso nombre. Lo llamó Bayard nueve meses antes de que naciera y se lo iba diciendo a todo el mundo. Y hablaba de él como si fuera su abuelo o algo parecido. Siempre andaba comentando que Bayard no le dejaría hacer esto o lo de más allá.
Miss Jenny seguía podando espuelas de caballero, acompañada por la alta visitante vestida de blanco. La elegante simplicidad de la enorme casa surgía entre los apretados árboles mientras el jardín brillaba al sol en innumerables floraciones, envueltas en aromas y en el somnoliento zumbido de las abejas —un ininterrumpido sonido dorado, como la luz del sol hecha audible— configurando así el velo impalpable de lo inmediato, de lo familiar; un poco más allá parecía surgir una muchacha con cabellos de bronce y cuerpo pequeño y flexible, en constante inquietud epicena, con un dinamismo contenido como el de talladas figuras sin sexo, capturadas en el momento de la acción, del esfuerzo; como un mecanismo en el que todos los miembros necesitan moverse para realizar el acto más insignificante, con sus manos fogosas que no acusaban ya aunque siguieran siendo apasionadas, más allá del velo impalpable pero igualmente eficaz.
Miss Jenny se inclinó sobre el arriate de espuelas de caballero y su espalda, aunque doblada, todavía seguía siendo recta e indomable. Un zorzal brilló modestamente cruzando el aire luminoso y fue a ocultarse en el magnolio describiendo una parábola.
—Y luego, cuando él tuvo que volverse a la guerra, la trajo aquí, por supuesto, dejándola a mi cargo.
La visitante seguía escuchándola, con su altura realzada por el vestido blanco, y Miss Jenny añadió:
—No; no es eso lo que quiero decir.
Cortó más espuelas de caballero.
—Pobres mujeres —dijo—. Imagino que no nos queda más remedio que vengarnos cuando podemos y como podemos. Pero ella tendría que haberse desahogado con Bayard.
—¿A pesar de que cuando murió —dijo Narcissa—, él no se enteró y de que no hubiera podido venir aunque lo hubiera sabido? ¿Cómo puede usted decir esas cosas?
—¿Crees que ese demonio sin pizca de humanidad puede querer a alguien? —Miss Jenny seguía cortando espuelas de caballero—. Nunca le ha importado nadie en toda su vida excepto John —sus movimientos se hicieron frenéticos—. Y por ahí anda, lleno de resentimiento como si tuviéramos nosotros la culpa, como si les hubiéramos obligado a ir a esa maldita guerra. Y ahora necesita un automóvil y tiene que irse a Memphis a comprar uno. Un automóvil en el establo de Bayard Sartoris, fíjate bien, cuando su abuelo no presta dinero en el banco a un hombre que tenga uno… ¿Quieres guisantes de olor?
—Sí, por favor —dijo la invitada. Miss Jenny se enderezó, quedándose después completamente inmóvil.
—Mira ese muchacho, hazme el favor —dijo, señalando con las tijeras—. Ésos son los sufrimientos que les causa la guerra, pobrecillos.
Más allá de un emparrado de guisantes de olor, Isom, vestido de uniforme, marcaba el paso solemnemente, arriba y abajo. Sobre el hombro derecho llevaba una azada y en el rostro una expresión de arrobo; cada vez que se daba la vuelta, repetía como para sus adentros una rítmica cantinela.
—¡Oye, Isom! —gritó Miss Jenny.
El muchacho se detuvo a mitad de una zancada, todavía con el arma al hombro.
—Diga, señora —contestó afablemente.
Miss Jenny siguió mirándolo con evidente indignación y su porte marcial se desvaneció; en seguida bajó la azada del hombro y trató de ejecutar un movimiento como de disculpa a pesar de su envoltura militar.
—Deja esa azada y trae el cesto que tienes al lado. Es la primera vez que te veo coger un instrumento de jardinería por voluntad propia. Me encantaría descubrir el tipo de uniforme capaz de hacerte sujetar la azada con las dos manos; puedes estar seguro de que te lo compraría.
—Sí, señora.
—Si quieres jugar a los soldados vete con Bayard. Soy capaz de ocuparme de las flores sin ninguna ayuda del ejército —añadió, volviéndose hacia su huésped con el manojo de espuelas de caballero.
—Y tú, ¿de qué te estás riendo? —le preguntó.
—Resultaban los dos muy divertidos —explicó la joven—. Usted tenía mucho más aspecto militar que el pobre Isom, a pesar del uniforme.
Se tocó los ojos con la punta de los dedos.
—Siento haberme reído. Miss Jenny sorbió aire por la nariz con gesto altivo. Puso las espuelas de caballero en el cesto y se dirigió al emparrado de los guisantes de olor. La invitada fue detrás y lo mismo hizo Isom con el cesto. En cuanto Miss Jenny terminó con los guisantes de olor se puso otra vez en movimiento, seguida por su séquito, haciendo pausas aquí y allá para cortar alguna rosa y deteniéndose delante de un arriate donde los tulipanes alzaban sus brillantes corolas. Isom y ella habían acertado en aquel caso; los diferentes colores armonizaban perfectamente.
—Cuando los plantamos el otoño pasado —dijo Miss Jenny a su huésped—, colocaba un tulipán rojo en la mano derecha de Isom y otro blanco en la izquierda y luego le decía «Vamos a ver, Isom, dame el rojo». No fallaba nunca: siempre extendía la mano izquierda y si me quedaba mirándolo el tiempo suficiente, acababa extendiendo las dos manos. «¿No te dije que sujetaras el rojo en la mano derecha?», le decía. «Sí, señora, aquí está». Y extendía otra vez la mano izquierda. «Ésa no es la mano derecha, estúpido», le decía. «Ésa es la que usted dijo hace un rato que era mi mano derecha», contestaba Míster Isom. ¿No es cierto, negrito?
Miss Jenny volvió a mirar a Isom con profunda desaprobación, y éste intentó a su vez un torpe movimiento de disculpa, protegido por la lenta ecuanimidad de su sonrisa de marfil.
—Sí señora; supongo que sí.
—Más te vale —replicó Miss Jenny con tono de amonestación—. De manera que, ¿cómo puede nadie tener un jardín decente con semejante cretino? Todas las primaveras espero que aparezca maíz o tréboles o cualquier otra cosa en el arriate de los jacintos.
Examinó los tulipanes de nuevo, considerando mentalmente el armonioso contraste de colores.
—No, seguro que no quieres tulipanes —decidió con voz enérgica, poniéndose otra vez en movimiento.
—No, Miss Jenny —asintió la invitada, modestamente.
Siguieron andando hasta llegar a la puerta donde Miss Jenny se detuvo de nuevo y le pidió el cesto a Isom.
—Y tú vete a casa y quítate eso, ¿me oyes? —le dijo al muchacho.
—Sí, señora.
—Y cuando mire por esa ventana dentro de unos minutos quiero verte otra vez en el jardín con esa azada —añadió—. Y quiero verte manejándola con esas dos manos derechas que Dios te ha dado. ¿Me oyes?
—Sí, señora.
—Y dile a Caspey que mañana por la mañana esté listo para ponerse a trabajar. Hasta los negros que comen aquí tienen que trabajar de cuando en cuando.
Pero Isom ya se había marchado, y las dos mujeres siguieron andando hasta los escalones del porche.
—¿No daba toda la impresión de que iba a hacer exactamente lo que le he mandado? —el tono de Miss Jenny se volvió confidencial mientras cruzaban el vestíbulo—. Pero sabe tan bien como yo que nunca me atreveré a mirar por la ventana después de lo que he dicho. Pasa —dijo abriendo la puerta de la sala de visitas.
Esta habitación se abría ya muy pocas veces aunque en los días de John Sartoris se usara constantemente. Él siempre estaba dando cenas y, en algunas ocasiones, incluso bailes, abriendo las puertas plegables que separaban el comedor de la sala, con tres negros que tocaban instrumentos de cuerda escondidos en la escalera y todos los candelabros encendidos. Debido a su confesada preferencia por lo espectacular y a su innata sociabilidad, le gustaba rodearse de una atmósfera de aromas, de telas delicadas, de manjares y de música. También estuvo de cuerpo presente en aquella habitación, enfundado en su uniforme gris, concluyendo así el brillante, aunque no siempre inmaculado, espectáculo de su propia carrera; quizá los fantasmas que él conoció lo recibieron allí de nuevo, agrupados como en otros tiempos junto a la grata tibieza de su chimenea.
Pero durante la época de Bayard se fue usando cada vez menos, y lenta e imperceptiblemente perdió su alegre aunque majestuosa virilidad, convirtiéndose mediante un tácito acuerdo en un lugar que su mujer y la mujer de su hijo John y Miss Jenny limpiaban minuciosamente dos veces al año y en el que recibían a las visitas más importantes, realizando previamente la ritual operación de quitar y doblar las grisáceas fundas de holanda que cubrían los muebles. Tal era la situación de la sala cuando nacieron los nietos de Bayard y murieron sus padres; y así continuó hasta que falleció su mujer. A partir de entonces Miss Jenny se preocupaba muy poco de las visitas de etiqueta y todavía menos de la sala. Decía que le daba escalofríos.
De manera que permanecía cerrada casi todo el tiempo y poco a poco adquirió una solemne y macabra atmósfera de decadencia y se hablaba de ella como de la Sala con S mayúscula. A veces el joven Bayard o John abrían la puerta tratando de penetrar con la mirada la solemne oscuridad en la que los muebles enfundados destacaban con una especie de fantasmal benevolencia, semejantes a albinos mastodontes. Pero nunca entraban; en su mente la habitación estaba ya asociada con la muerte, idea que ni siquiera el muérdago y los oropeles de la Navidad lograban oscurecer por completo. Estaban ya estudiando en un internado cuando alcanzaron la edad necesaria para asistir a fiestas, pero incluso durante las vacaciones, aunque llenasen la casa con la discreta algarabía de sus contemporáneos, la habitación seguía utilizándose sólo la víspera de Navidad. Y después de que se marcharan a Inglaterra en 1916, sólo se había abierto dos veces cada ario para limpiarla —siguiendo el viejo ritual que el mismo Simón había heredado de sus antepasados— y para afinar el piano; y también se abría cuando Miss Jenny y Narcissa Benbow pasaban allí unas horas de la mañana o de la tarde; pero en ninguna otra ocasión.
Los muebles semejaban bultos informes envueltos en sus grisáceas fundas; sólo el piano estaba destapado y la joven acercó el taburete, se quitó el sombrero y lo dejó deslizarse hasta el suelo a su lado. Miss Jenny dejó también el cesto y de las tinieblas que rodeaban el piano extrajo una silla de asiento duro y respaldo recto que tampoco estaba enfundada, sentándose en ella después de quitarse el sombrero de fieltro que cubría su pulcra cabeza cana. Entraba luz por la puerta abierta y algo más se filtraba a través de las pesadas cortinas marrones con encajes, aunque todo ello sólo sirviera para realzar la oscuridad y dotar de siluetas todavía más informes a los anónimos muebles encapuchados.
Pero detrás de aquellos bultos grisáceos y en todos los rincones de la habitación, como esperan los actores entre bastidores, aguardaban figuras con miriñaques y con vestidos de seda y muselina, o con alzacuellos y chaquetas amplias; y también figuras en gris, con fajines de color carmesí y sables en envainado reposo: quizá Jeb Stuart en persona, sobre su reluciente bayo, cubierto de guirnaldas, o con sus cabellos dorados cayendo sobre fino velarte bajo las ramas de muérdago y acebo en Baltimore el año cincuenta y ocho. Miss Jenny se sentó con su inflexible espalda de granadero y el sombrero sobre las rodillas y se dispuso a escuchar. El vestido blanco de Narcissa resultaba tan dúctil como la luz al enfrentarse con las tinieblas e igualmente sereno; y sus manos, al posarse sobre el teclado, consiguieron mezclarlas y hacer que descendiera el telón sobre la escena.
En la cocina, Caspey desayunaba mientras Simón, su padre, Elnora, su hermana, e Isom, su sobrino (todavía con el uniforme puesto), lo contemplaban. Antes de la guerra, Caspey había sido ayudante de Simón en el establo y encargado general de arreglos, haciendo todos los trabajos que Simón, mediante la engañosa excusa de su decrepitud, conseguía dejar caer sobre sus hombros así como los que Miss Jenny inventaba y Caspey no lograba eludir. Bayard Sartoris también lo utilizaba de cuando en cuando para trabajar en el campo. Luego lo llamaron a filas y dio con sus huesos en Francia —más concretamente en los muelles de Saint Sulpice— como miembro de un batallón de trabajo; allí hizo todas las faenas que cabos y sargentos conseguían dejar caer sobre sus hombros (totalmente desprovistos de marcialidad) así como las que los oficiales blancos inventaban y Caspey no lograba eludir.
De manera que desde la marcha de Caspey todo el trabajo en casa de los Sartoris recaía sobre Simón e Isom, pero como Miss Jenny retenía a Isom mucho tiempo en el jardín para faenas perfectamente baladíes, Simón adoptó muy pronto una actitud tan amarga hacia los Señores de la Guerra[7] como cualquier demócrata profesional. Mientras tanto Caspey trabajaba poco y adoptaba ante la vida europea, con las transformaciones que la guerra había introducido en ella, una frívola actitud que redundaría en su propio detrimento, porque llegó un momento en que la confusión se extinguió, los capitanes se marcharon y dejaron un vacío que vinieron a llenar los herederos legales de Armageddon con sus enconadas disputas; y Caspey regresó a su tierra natal hecho una completa ruina, desde un punto de vista sociológico, con una decidida aversión hacia el trabajo (honrado o de cualquier otro tipo) y dos dignísimas heridas recibidas en una partida de dados que terminó a navajazos. Eso sí, volver, lo que se dice volver, había vuelto para satisfacción de su quejumbroso padre y admiración de Elnora e Isom, y ahora, sentado en la cocina, les estaba hablando a los tres de la guerra.
—No, señor, ya no volveré a permitir que ningún blanco me diga lo que tengo que hacer —estaba diciendo—. La guerra ha cambiado todo eso. Si nosotros, la gente de color, servimos para salvar a Francia de los alemanes, quiere decirse que también servimos para tener los mismos derechos que los alemanes. Los franceses opinan así, en cualquier caso, y si los americanos no lo aceptan, hay maneras de enseñárselo. Sí señor, han sido los soldados de color los que han salvado Francia y América. Los regimientos de negros han matado a más alemanes que todos los blancos juntos, aparte de descargar buques de la mañana a la noche por un dólar al día.
—En cualquier caso, la guerra no le ha hecho ningún daño a esa bocaza tuya —dijo Simón.
—La guerra ha desatado la boca del negro —corrigió Caspey—. Le ha dado el derecho a hablar. Matad alemanes y después decid lo que tengáis que decir, nos dijeron. Bueno, ya lo hemos hecho.
—¿Cuántos has matado, tío Caspey? —preguntó Isom con tono deferente.
—Nunca me he molestado en contarlos. A veces he matado más en una mañana que personas hay en toda esta casa. Un día estábamos en la bodega de un buque amarrado al muelle y uno de esos submarinos alemanes vino y se detuvo junto al barco y todos nuestros oficiales blancos se fueron corriendo al muelle y se escondieron. Nosotros no supimos que pasaba nada raro hasta que los alemanes empezaron a bajar por las escalerillas. Nunca teníamos armas cuando estábamos descargando, de manera que al ver un uniforme verde bajando por la escalerilla, nos pusimos todos detrás y a medida que llegaban, uno los golpeaba en la cabeza con un trozo de madera, otro los arrastraba a un lado y les cortaba el cuello con una navaja. Liquidamos cosa de treinta… Elnora, ¿queda algo de café?
—Vaya —murmuró Simón, mientras los ojos de Isom se abrían desmesuradamente y Elnora retiraba la cafetera del fuego para volver a llenar la taza de Caspey.
Caspey guardó silencio unos instantes, ocupado en beberse el café.
—Otra vez un muchacho y yo íbamos por una carretera. Nos habíamos cansado de descargar barcos de la mañana a la noche, y un día, el asistente del capitán descubrió dónde guardaba los impresos para los pases y se llevó un buen paquete; así que él y yo íbamos ya por la carretera camino de la ciudad cuando apareció un camión y el negro que lo conducía nos preguntó si queríamos subir. Como había ido a la escuela, sabía rellenar los pases, y lo hacía siempre que llegábamos a un sitio donde pudiera estar investigando la policía militar, de manera que nos fue muy bien a los tres, recorriendo el país en aquel camión para nosotros solos; hasta que una mañana miramos hacia donde estaba el camión y vimos a uno de la policía militar sentado dentro mientras nuestro amigo el conductor trataba de darle explicaciones. Así que nos dimos la vuelta y salimos de allí a patita. Después de eso teníamos que evitar las ciudades donde había policía militar porque ni mi amigo ni yo sabíamos rellenar los pases.
»Un día íbamos por una carretera. Estaba completamente destrozada y no tenía pinta de ser una zona donde hubiera policía militar, pero como los habíamos visto en la última ciudad que esquivamos, no supimos lo cerca que estábamos del frente hasta que al salir de una curva que daba a un puente, nos encontramos con todo un regimiento de alemanes nadando por el río. Ellos nos vieron casi al mismo tiempo y se pusieron a bucear. De manera que yo y el otro chico agarramos dos ametralladoras que estaban allí, nos colocamos en la barandilla del puente y cada vez que un alemán sacaba la cabeza para respirar, disparábamos. Era como cazar tortugas en un estero. Calculo que matamos cerca de cien antes de que se acabara la munición. Y ésa es la razón de que el capitán me diera esto.
Caspey se sacó del bolsillo una barroca medalla plateada de procedencia portorriqueña, e Isom se acercó sosegadamente a verla.
—Humm —dijo Simón. Tenía las manos sobre las rodillas y contemplaba a su hijo con extasiado asombro.
Elnora también se acercó a ver, con los brazos enharinados. —¿Qué aspecto tienen los alemanes? —preguntó Elnora—. ¿Son como personas?
—Enormes —contestó Caspey—. Tienen la piel de color sonrosado y miden más de dos metros. La única gente de todo el ejército americano capaz de enfrentarse con ellos eran los regimientos negros. Isom se volvió a su rincón junto al montón de la leña. —¿No tienes que trabajar en el jardín, muchacho? —le preguntó Simón. —No, señor —contestó Isom, sin dejar de mirar a su tío con ojos embelesados—. Miss Jenny ha dicho que ya nos hemos puesto al día esta mañana.
—Bueno, luego no vengas a llorarme cuando se te eche encima —le advirtió—. ¿Cuándo volvisteis a matar más? —preguntó después a su hijo. —Ya no matamos a más después de aquello —contestó Caspey—. Decidimos que ya era bastante y que mejor les dejábamos el resto a los muchachos que cobraban por matar. Seguimos adelante hasta que la carretera terminaba en un campo. Había trincheras y alambradas viejas y hoyos, con gente viviendo dentro. Eran soldados americanos y nos aconsejaron que eligiéramos un hoyo y nos quedáramos una temporada si queríamos conocer la paz y las comodidades de la guerra. De manera que buscamos uno que estaba seco y nos instalamos allí. No había nada que hacer durante todo el día excepto tumbarse a la sombra, ver pasar los dirigibles y escuchar los tiroteos en la carretera unas cuatro millas más allá. Los soldados americanos sabían escribir, de manera que nos rellenaban los pases, y podíamos ir hasta donde estaban las tropas para conseguir comida. Cuando se nos acabaron los pases descubrimos un sitio en el bosque donde estaba viviendo un ejército francés con varios cañones, de manera que íbamos allí y comíamos.
«Seguimos así durante mucho tiempo, hasta que un día desaparecieron los dirigibles y los soldados americanos dijeron que había que cambiarse otra vez de sitio. Pero a nosotros no nos pareció que hiciera falta marcharse, así que el otro chico negro y yo nos quedamos. Aquella noche fuimos a donde estaba el ejército francés a por algo de comer, pero también ellos se habían ido. Mi amigo dijo que quizá los hubieran atrapado los alemanes, pero no lo sabíamos con certeza; no habíamos oído ruido de disparos desde el día anterior. Así que volvimos a nuestra cueva. Como no había nada de comer, nos acostamos y dormimos aquella noche y a la mañana siguiente alguien vino a nuestro hoyo haciendo ruido y nos despertamos. Era una de esas mujeres que van detrás de los ejércitos buscando bayonetas alemanas y hebillas de cinturones. Dijo “¿Quién está ahí?”, y mi amigo contestó, “Tropas de asalto”. De manera que salimos, pero no habíamos dado más de tres pasos cuando apareció un camión de la policía militar. Y ya no teníamos pases.
—¿Qué hicisteis entonces? —preguntó Simón.
Los ojos de Isom se dilataron sosegadamente en la oscuridad detrás de la leña.
—Nos agarraron y nos metieron en la cárcel una temporada. Pero la guerra estaba casi terminada y nos necesitaban para volver a cargar los barcos, así que nos mandaron a una ciudad llamada Brest… No permito que ningún blanco me diga lo que tengo que hacer, tanto si es de la policía militar como si no —hizo saber Caspey nuevamente—. Unos cuantos negros jugábamos una noche a los dados en una habitación. El corneta ya había tocado retreta, pero estábamos en el ejército, donde un hombre puede hacer lo que quiera mientras le dejen, de manera que cuando la policía militar llegó y dijo «Apagad esa luz», uno de los chicos dijo «Entrad aquí y os apagaremos la vuestra». Los de la policía militar eran dos: abrieron la puerta a patadas y empezaron a disparar. Alguien tiró a la luz y salimos corriendo. A la mañana siguiente encontraron a uno de la policía sin nada donde abrocharse el cuello; dos de los nuestros también estaban muertos. Pero a los demás no nos descubrieron. Y después volvimos a casa.
Caspey vació la taza.
—Ya no permito que ningún blanco me diga lo que tengo que hacer, ni teniente, ni capitán, ni policía militar. La guerra les ha enseñado a los blancos que son capaces de salir adelante sin los negros. Mucho revolearlos por el polvo, pero cuando aparecen los problemas, empiezan a decir «Por favor, Señor Negro, siga adelante hasta donde suena la corneta; es usted el salvador de la patria». Y ahora la raza negra va a cosechar los beneficios de la guerra, y muy ponto.
—Vaya —dijo Simón, impresionado.
—Sí, señor. Y también las mujeres. Ya tuve una mujer blanca en Francia y la tendré también aquí.
—Déjame que te diga una cosa, negro —intervino Simón; el Señor, que es bondadoso, lleva mucho tiempo cuidando de ti, pero no creas que está obligado a hacerlo siempre.
—En ese caso imagino que saldré adelante sin Él —replicó Caspey.
Levantándose de la silla se estiró.
—Me parece que voy a echarme carretera adelante hasta que alguien me lleve en coche a la ciudad. Quítate el uniforme, Isom.
Miss Jenny y su huésped estaban de pie en la veranda cuando pasó junto a la casa y cruzó el césped hacia la avenida.
—Ahí va su jardinero —dijo Narcissa.
Miss Jenny se volvió a mirar.
—Éste es Caspey —le corrigió—. ¿Adonde crees que irá? A la ciudad, apuesto cualquier cosa —añadió, contemplando su ociosa espalda color caqui, con la que de alguna manera conseguía diseminar una sensación de perezosa insolencia.
—¡Oye, Caspey!
El negro disminuyó la marcha al pasar junto al coche de Narcissa que estaba aparcado a un lado de la avenida, y lo examinó con un menosprecio demasiado perezoso incluso para llegar a darle expresión corporal; luego se alejó indolentemente.
—¡Caspey! —volvió a llamar Miss Jenny, alzando la voz.
Pero él siguió alejándose por la avenida, insolente, perezoso, tomándose todo el tiempo del mundo.
—Me ha oído —dijo Miss Jenny con tono ominoso—. Ya hablaremos de eso cuando vuelva. ¿A quién se le ocurriría, de todas formas, vestir a los negros con el mismo uniforme que a los blancos? Mr. Vardamanf sabía lo que iba a suceder y les dijo a esos cretinos de Washington en su momento cuáles serían los resultados. Pero ¡ya se sabe con los políticos! —en su boca aquella palabra se cargaba con el más total e inmisericorde de los desprecios—. Si alguna vez me canso de relacionarme con gente bien nacida, sé muy bien lo que haré: presentarme como candidata para el Congreso… ¡Vaya! Ya estoy otra vez discurseando. Te aseguro que, a veces, me convenzo de que todos estos Sartoris y sus posesiones no tienen otra finalidad que molestarme y amargarme la vida. Gracias a Dios, no tendré que seguir viviendo con ellos después de muerta. No sé dónde se meterán, pero puedes estar segura de que ningún Sartoris se quedará en el cielo más tiempo del estrictamente necesario.
La otra se echó a reír.
—Parece usted muy segura del juicio divino, Miss Jenny.
—¿Por qué no habría de estarlo? ¿No me he pasado muchos años almacenando arpas y coronas de martirio?
Se colocó una mano sobre los ojos para evitar el brillo del sol y miró hacia el fondo de la avenida. Caspey había atravesado el portón y estaba parado junto a la carretera, esperando que alguien lo llevara a la ciudad.
—No se te ocurra parar para recogerlo, ¿me oyes? —dijo de repente—. ¿Por qué no te quedas a cenar?
—No —contestó la otra—. Tengo que volver a casa. Tía Sally no se encuentra bien hoy…
Se detuvo un momento, meditabunda, bajo el sol, con el sombrero y el cesto de flores colgado del brazo. Después, como resultado de una repentina decisión, de la pechera del vestido sacó un papel doblado.
—Has recibido otra, ¿no es cierto? —preguntó Miss Jenny, mirándola fijamente—. Déjame verla.
Cogió el papel, lo desdobló y dio un paso atrás para resguardarse del sol. Sus quevedos colgaban de un fino cordón de seda que se enrollaba alrededor de un muelle en una funda de oro prendida del pecho. Dio un tirón del cordón y situó los quevedos sobre su curva nariz. Tras ellos sus ojos grises eran fríos y penetrantes como los de un cirujano.
El papel era una cuartilla sin ninguna marca especial; estaba escrito con una letra clara que a primera vista no revelaba la menor individualidad; una mano juvenil pero al mismo tiempo tan insulsa y tan poco reservada que despertaba sospechas.
«No respondiste a mi carta del día veinticinco. No esperaba que lo hicieras. Pero me contestarás pronto. Esperaré. No te haré daño. Soy una persona formal y honrada como comprobarás cuando nuestros caminos se encuentren. Sé que no me contestarás todavía. Pero ya sabes dónde».
Miss Jenny volvió a doblar el papel con un gesto de delicada repugnancia.
—La quemaría si no fuera porque es la única cosa que tenemos para atraparlo. Se lo daré a Bayard esta noche.
—No, no —protestó la otra, precipitadamente, extendiendo la mano—. Eso no, por favor. Déjeme que la rompa yo.
—No seas niña, es nuestra única prueba… ésta y la otra. Contrataremos a un detective.
—No, no, ¡por favor! No quiero que lo sepa nadie más. Por favor, Miss Jenny —extendió la mano de nuevo.
—Quieres conservarla —le acusó Miss Jenny fríamente—. Te sientes halagada por una cosa así como cualquier jovencita estúpida.
—La romperé yo —repitió la otra—. Lo hubiera hecho ya, pero quería contárselo a alguien. Me pareció que… que no me sentiría tan sucia después de habérsela enseñado a otra persona. Devuélvamela, por favor.
—Bobadas. ¿Por qué tendrías que sentirte sucia? ¿No lo habrás fomentado, verdad?
—Por favor, Miss Jenny.
Pero Miss Jenny seguía sin entregarle la carta.
—No seas absurda —dijo con tono cortante—. ¿Cómo es posible que una cosa así te haga sentirte sucia? Cualquier mujer joven está expuesta a recibir una carta anónima. Y hay muchas a quienes les gusta. Todas estamos convencidas de que los hombres nos miran siempre así y no podemos sino admirar a uno que tiene la valentía de decírnoslo, sea quien sea.
—Si al menos firmara. No me importaría quién fuera. Pero así… Por favor, Miss Jenny.
—No seas absurda —repitió Miss Jenny—. ¿Cómo vamos a enterarnos de quién es, si destruyes la carta?
—No quiero saberlo.
Miss Jenny le entregó el papel. Narcissa lo rompió en pedazos muy pequeños, los arrojó por encima de la barandilla y se frotó las manos en el vestido.
—No quiero saberlo. Quiero olvidarme de ello por completo.
—¡Bah! Estás deseando saberlo. Estoy segura de que miras a todos los hombres que pasan y te preguntas si será ése. Y mientras no hagas algo concreto, te seguirá pasando. Peor aún, probablemente. Será mejor que me dejes decírselo a Bayard.
—No, no. Sería horrible que lo supiera, que pensara que yo… haya podido… No tiene importancia: quemaré todas las que lleguen después de ésta sin abrirlas… No tengo más remedio que irme.
—Claro: las echarás directamente a la lumbre —asintió Miss Jenny, fríamente irónica.
Narcissa descendió los escalones y Miss Jenny se adelantó hasta la zona donde daba el sol, y los quevedos, al dejarlos caer, volvieron a meterse solos en la funda.
—Es asunto tuyo, por supuesto. Pero yo no lo aguantaría, si me pasara a mí. También es cierto que ya no tengo veintiséis años… Bueno, ven cuando recibas otra carta o necesites más flores.
—Sí; lo haré. Gracias por éstas.
—Y no dejes de contarme lo que sepas de Horace. Gracias a Dios que no es más que una máquina para soplar vidrio y no una viuda de guerra.
—Sí; lo haré. Hasta la vista.
Atravesó las franjas de luz y sombra con su sencillo vestido blanco en contraste con las manchas del cesto de flores y se subió al coche. Tenía quitada la capota y Narcissa se colocó el sombrero, puso el motor en marcha, miró para atrás y agitó la mano.
—Hasta la vista.
El negro había echado a andar carretera adelante, muy despacio, para volverse a parar en seguida, y la estaba mirando disimuladamente mientras se acercaba. Al pasar junto a él, levantó los ojos y Narcissa se dio cuenta de que estaba a punto de pedirle que lo llevara a la ciudad. Apretó el acelerador, el coche aumentó de velocidad y la muchacha condujo deprisa todo el camino hasta Jefferson, donde vivía sobre una colina, en una casa de ladrillo entre cedros.
Estaba arreglando las espuelas de caballero en un jarrón de color amarillo pálido colocado sobre el piano. Tía Sally se balanceaba pausadamente en su mecedora junto a la ventana, golpeando el suelo de plano con los pies para tomar impulso. El cesto de la costura descansaba sobre el reborde de la ventana entre la suave ondulación de los visillos y a su lado había un bastón de caoba.
—De manera que has estado allí dos horas —dijo tía Sally—, ¿y no lo has visto ni un solo momento?
—No estaba allí —contestó Narcissa—. Se ha ido a Memphis.
Tía Sally siguió meciéndose pausadamente.
—Si yo estuviera en su lugar, no lo dejaría volver. No tendría a ese muchacho cerca de mí, tanto si fuera pariente mío como si no… ¿Se puede saber a qué ha ido a Memphis? Creía que esa organización suya de los aeroplanos se había disuelto ya.
—Imagino que ha ido por cuestión de negocios.
—¿Qué negocios pueden ser ésos? Bayard Sartoris tiene el suficiente sentido común para no confiarle ningún negocio a ese loco salvaje.
—No lo sé —contestó Narcissa, distribuyendo las espuelas de caballero—. Volverá pronto, me imagino. Se lo podrás preguntar entonces.
—¿Yo? ¿Preguntarle? No he hablado dos palabras con él en toda mi vida. Y además no tengo ningún interés. Estoy acostumbrada a tratar con gente bien nacida.
Narcissa cortó algunos de los tallos, y arregló las flores siguiendo un esquema decorativo.
—¿Qué ha hecho él que no hagan los caballeros, tía Sally?
—¿Qué ha hecho? Saltar desde depósitos de agua y subir en globo para asustar a la gente. ¿Tú crees que viviría tranquila con ese muchacho cerca? Haría que lo encerraran en un manicomio si yo fuera Bayard o Jenny.
—No saltó desde el depósito. Se columpió en una cuerda desde él y se tiró de cabeza a una piscina. El que subió en globo fue John.
—No es eso lo que yo he oído. A mí me han dicho que saltó desde aquel depósito, por encima de toda una línea de vagones de mercancías y montones de madera, y que no le faltó más de una pulgada para chocar con el borde de la piscina.
—No, no es cierto. Se columpió en una cuerda desde la azotea de una casa y después se tiró a la piscina. La cuerda estaba atada al depósito.
—Bueno, pero ¿no tuvo que saltar por encima de muchísima madera y vagones de mercancías? ¿Y no se podía haber roto el cuello exactamente igual que si hubiera saltado desde el depósito?
—Sí —dijo Narcissa.
—¡Ahí lo tienes! ¿Qué es lo que yo había dicho? ¿Y qué ganaba haciéndolo?
—No lo sé.
—Claro que no lo sabes. Por eso lo hizo.
Tía Sally se meció triunfalmente durante un rato. Narcissa dio los últimos toques al dibujo azul que formaban las espuelas de caballero. Un gato de color caramelo apareció repentina y silenciosamente en la ventana junto al cestillo de la costura. Todavía agazapado, contempló un momento la habitación, luego retrocedió hasta el alféizar y arqueando el cuello procedió a lavarse una paletilla con su puntiaguda lengua sonrosada. Narcissa se acercó a la ventana y puso una mano sobre la lustrosa espalda del animal.
—Y después, subiéndose en aquel globo, cuando…
—No fue Bayard —repitió Narcissa—. Fue John.
—No es eso lo que yo he oído. Me dijeron que fue el otro y que Bayard y Jenny estuvieron los dos pidiéndole con lágrimas en los ojos que no lo hiciera. Y que…
—Ninguno de los dos estaba allí. Bayard tampoco. Fue John el que lo hizo. Y lo hizo porque el hombre que vino con el globo se puso enfermo. John subió para que los campesinos no se quedaran sin espectáculo. Yo estaba presente.
—¿Estabas allí y le dejaste hacerlo, cuando podías telefonear a Jenny o cruzar la plaza hasta el banco y decírselo a Bayard? ¿Te quedaste allí sin decir esta boca es mía?
—Sí —contestó Narcissa.
Se quedó allí, al lado de Horace, en el círculo de parsimoniosos e intrigados campesinos, viendo cómo el globo se hinchaba y chocaba con las cuerdas, contemplando a John Sartoris con una camisa descolorida de franela y unos pantalones de pana, mientras el feriante le explicaba el manejo del escape de gas y del paracaídas; se quedó allí sintiendo que le costaba trabajo respirar cuando el globo empezó a subir dando tumbos con John sentado en una frágil barra de trapecio que se columpiaba debajo; y con los ojos que no era capaz de cerrar vio cómo el globo y la gente y todo lo demás giraba lentamente hacia arriba y después se encontró agarrada a Horace, refugiada detrás de un carro, tratando de recobrar el aliento.
John aterrizó tres millas más allá en medio de unos espesos zarzales, se quitó el paracaídas, salió a la carretera y se hizo recoger por un negro que pasaba con un carro. A una milla de la ciudad se encontraron con el viejo Bayard conduciendo furiosamente el coche de caballos y los dos vehículos se detuvieron uno al lado del otro en la carretera mientras el viejo Bayard daba rienda suelta a la furia acumulada de su indignación, mientras su nieto, con la ropa hecha trizas y el rostro cubierto de arañazos, tenía la expresión de alguien que por un instante ha estado a punto de realizar un deseo tan sublime, que el ver cómo se le escapa de entre las manos tiene más de purificación que de pérdida.
Al día siguiente, cuando Narcissa pasaba junto a una tienda, John salió del interior con la abrupta violencia que tenía en común con su hermano, frenando bruscamente para no chocar con ella.
—Perdone… ¡Vaya! ¿Cómo estás? —dijo. Detrás de los parches de esparadrapo su rostro tenía una expresión alegre y desenfadada; llevaba la cabeza descubierta y el pelo alborotado. Por un momento ella lo contempló con ojos muy abiertos y desesperanzados, luego se llevó una mano a la boca y se alejó muy deprisa, casi corriendo.
Después John con su rostro regocijado y audaz y su ropa tosca y raída se marchó, junto con su hermano, atrapados los dos por aquella guerra extranjera como si fueran perros demasiado ruidosos que se ven confinados en una perrera lejos de la casa. Miss Jenny le daba noticias de ambos, de las aburridas y concienzudas cartas que mandaban a casa muy de tarde en tarde; después se enteró que John había muerto. Pero lo había hecho muy lejos, al otro lado del mar, y no existía un cuerpo que devolver torpe y tediosamente a la tierra, y por eso a ella le parecía que todavía se estaba riendo de aquella palabra, muerte, como se había reído de los otros conjuntos de sonidos que querían indicar reposo; le parecía que John no había esperado a que el Tiempo le enseñara que la meta de la prudencia es soñar lo bastante alto como para no perder el sueño mientras se está empeñado en su búsqueda.
La tía Sally seguía meciéndose sosegadamente.
—Bueno, no importa cuál fuera de los dos. Tan malo es el uno como el otro. Pero imagino que no es culpa suya, con la educación que les dieron. Los echaron a perder a los dos, de tan consentidos. Lucy Sartoris no permitió que nadie los controlara mientras ella vivió. Si hubieran sido hijos míos, en cambio… —siguió meciéndose—. Los hubiera molido a palos, te lo aseguro. ¡Criar dos salvajes como ésos! Pero toda aquella gente pensaba que no había nadie en el mundo que se pudiera comparar con un Sartoris. Hasta Lucy Cranston, que venía de una de las mejores familias del Estado, se comportaba como si el casarse con un Sartoris y ser madre de otros dos fuera un favor especialísimo de la divina providencia. Orgullo, falso orgullo.
Seguía meciéndose sosegadamente. Bajo la mano de Narcissa el gato ronroneaba con perezosa arrogancia.
—Ha sido un castigo de Dios que muriera John en lugar de ese otro. John por lo menos se quitaba el sombrero cuando veía a una señora por la calle, pero ese otro muchacho… —seguía meciéndose monótonamente, dando con los pies de plano contra el suelo—. Más valdrá que no te acerques a él. Te mataría de la misma forma que mató a esa esposa suya.
—Al menos, tía Sally, antes tendría que casarse conmigo —dijo Narcissa. Bajo su mano, bajo la lustrosa piel del gato, los músculos se tensaron repentinamente en apretados nudos, como de alambre, y el cuerpo del animal pareció alargarse mientras se deslizaba bajo su mano, desapareciendo instantáneamente al otro lado del porche.
—Oh —dijo Narcissa. Después se dio la vuelta y, cogiendo el bastón de tía Sally, salió corriendo de la habitación.
—¿Qué de…? —dijo la tía Sally—. Devuélveme el bastón inmediatamente. —Y se quedó mirando hacia la puerta, escuchando el veloz repiqueteo de los tacones de la otra en el vestíbulo primero y después en el porche.
Luego se levantó y fue a apoyarse contra la ventana.
—¡Tráeme el bastón! —gritó.
Narcissa atravesó corriendo el porche y bajó al jardín. En el arriate de los cañacoros, el gato, agazapado, levantó la cabeza, mostrando unos ojos amarillos que no parpadearon. Narcissa se acercó a él con el bastón levantado.
—¡Suéltalo! —gritó—. ¡Déjalo caer!
Durante un segundo los ojos amarillos permanecieron fijos en ella, luego el animal agachó la cabeza y se alejó con un grácil salto, llevándose el pájaro entre los dientes.
—¡Maldito seas, cochino… Sartoris! —y le tiró el bastón cuando con un último salto doblaba ya la esquina de la casa.
—¡Recoge mi bastón y devuélvemelo ahora mismo! —gritó la tía Sally desde la ventana.
Narcissa y Miss Jenny estaban sentadas en la penumbra de la sala de visitas. Las puertas, como de costumbre, se hallaban entreabiertas, y el joven Bayard apareció de repente entre ellas y se las quedó mirando.
—Es Bayard —dijo Miss Jenny—. Entra y dile algo a Narcissa, hijo.
Él dijo «Hola» y ella se dio la vuelta en el taburete del piano, encogiéndose un poco contra el instrumento.
—¿Quién es? —dijo él, entrando en la habitación y trayendo consigo como un vendaval aquella violencia contenida que ella recordaba.
—Es Narcissa Benbow —repitió Miss Jenny irritada—. Vamos, dile algo y deja de comportarte como si no supieras quién es.
Narcissa le dio la mano y él estuvo un rato estrechándosela pero sin mirarla. Ella retiró la mano, él fijó los ojos en ella, luego apartó la vista y se quedó allí junto a las dos, pasándose la mano por el pelo.
—Necesito un trago —dijo—. No encuentro la llave del escritorio.
—Quédate a hablar con nosotras unos minutos y tendrás tu trago.
Siguió un momento inmóvil y luego, con un súbito movimiento y antes de que Miss Jenny pudiera hablar, le había quitado la funda a otra silla.
—¡No toques eso, salvaje! —exclamó Miss Jenny, levantándose—. Ten, coge mi silla, si es que no puedes resistir más tiempo de pie. Vuelvo en seguida —añadió, dirigiéndose a Narcissa—. Tengo que ir a por mis llaves.
Él se sentó en la silla descuidadamente, pasándose la mano por el pelo, con su mirada cavilosa perdida en algún lugar entre sus botas. Narcissa permaneció absolutamente quieta, encogida contra el piano. Finalmente dijo:
—Siento mucho lo de tu mujer… y John. Le pedí a Miss Jenny que te lo dijera al escribirte…
Él siguió frotándose la cabeza lentamente, con la cavilosa violencia de su transitorio reposo.
—¿Tú no estás casada, verdad? —preguntó.
Ella siguió inmóvil, mirándolo.
—Deberías intentarlo —añadió—. Todo el mundo debiera casarse una vez, y participar en una guerra.
Miss Jenny volvió con las llaves y él enderezó bruscamente su largo cuerpo y las dejó.
—Puedes seguir —dijo la anciana—. Ya no nos molestará más.
—No, tengo que irme. —Narcissa se incorporó precipitadamente y cogió el sombrero que había dejado sobre el piano.
—Pero si sólo hace un momento que has llegado…
—Tengo que irme —repitió Narcissa. Miss Jenny se puso en pie.
—Si no hay otro remedio… Te cortaré unas flores. Será cosa de un minuto.
—No, otro día; tengo… volveré muy pronto para que me dé usted las flores. Adiós.
Ya en la puerta de la sala, Narcissa lanzó una rápida mirada hacia el vestíbulo; luego siguió adelante. Miss Jenny fue tras ella hasta el porche. La otra había descendido los escalones y caminaba a buen paso hacia su automóvil.
—Vuelve pronto —le gritó Miss Jenny.
—Sí, muy pronto —contestó Narcissa—. Adiós.