2

EL LUGAR hacia donde Simón se dirigía era una enorme casa de ladrillo situada junto a la calle. La finca había albergado anteriormente una hermosa mansión colonial que se alzaba entre magnolios, robles y setos florecidos, pero al incendiarse el antiguo edificio, se derribaron algunos de los árboles y se hizo sitio para un disparate arquitectónico tan terriblemente desmesurado que poseía cierta grandiosidad caótica. Era el monumento a la sobriedad de un montañés (y el mausoleo de las aspiraciones sociales de las mujeres de su familia) que se había trasladado allí desde una pequeña aldea llamada Frenchman’s Bend y que, como explicaba Miss Jenny Du Pre, construyó la casa más distinguida de Frenchman’s Bend en el lugar más hermoso de Jefferson. El montañés había resistido dos años —durante los cuales las mujeres de su familia se pasaban las mañanas sentadas en la veranda con cofias de encaje y por las tardes salían a pasear, enfundadas en sedas de colores, en un birlocho nuevo con ruedas de goma— antes de vender la casa a un recién llegado, para volverse con sus mujeres a la montaña donde, sin duda alguna, las puso otra vez a trabajar.

Cierto número de automóviles colocados en la fila al lado de la acera daba un aire de solemnidad oficial a la ocasión, y Simón, con su colilla ladeada, se acercó, tiró de las riendas y se permitió mantener un breve altercado lleno de colorido con un negro sentado al volante de un automóvil estacionado delante del poste para atar los caballos.

—No impidas nunca el paso al coche de los Sartoris, chico —añadió cuando el otro retiró el automóvil, permitiendo que Simón tuviera acceso al poste—. Cierra el paso a la gente vulgar, si quieres, pero no te atrevas con un coche que esté esperando al Coronel o a Miss Jenny. No lo consentirían.

Simón se apeó para atar los caballos y con el espíritu apaciguado por la regañina administrada y purificado por la satisfacción de haberse salido con la suya, se detuvo a examinar el automóvil con curiosidad y algo de arrogancia, levemente teñidas de envidioso asombro, y cambió varias frases amistosas con el conductor. Pero no por mucho tiempo, porque Simón tenía en la cocina de aquella casa algunas hermanas en el Señor, de manera que en seguida cruzó el portón y echó a andar por el sendero que llevaba a la parte de atrás. Oyó el ruido de la reunión mientras pasaba bajo las ventanas: aquel ininterrumpido e ininteligible cotorreo con que las señoras de raza blanca conseguían envolverse sin el menor esfuerzo y que, al parecer, juzgaban condición necesaria (o inevitable) para pasar un buen rato. El hecho de que se tratara de una partida de cartas no le parecía a Simón ni paradójico ni asombroso, porque el tiempo y la mucha experiencia le habían equipado con una buena dosis de tolerancia, tanto hacia las excentricidades de los blancos en particular como, en general, a las de cualquier miembro del sexo débil.

El montañés había construido su casa tan cerca de la calle que la mayor parte del primitivo jardín, con sus majestuosos árboles, quedaba en la parte de atrás. En otro tiempo abundaban allí los mirtos y las celindas, los arbustos de lilas y los jazmines creciendo sin orden, y no faltaban tocones y vallas cubiertos de madreselvas; cuando la casa primitiva se quemó, todas estas plantas se apoderaron del lugar convirtiendo su desgreñado decoro en una espesa jungla llena de aromas, preferida por los sinsontes y las alondras, y en donde a los muchachos y a las muchachas se les pasaba el tiempo sin sentir durante las noches de primavera y verano, entre luciérnagas a la deriva e inquietas chotacabras. Cuando el montañés compró la finca, cortó algunos de los árboles para construir la casa cerca de la calle de acuerdo con la moda rural, arrasó la jungla de arbustos y enredaderas, encaló los restantes árboles y situó las vallas del establo, de la cochiquera y del corral de las gallinas entre sus fantasmales troncos. No se quedó allí el tiempo suficiente para enterarse de la aparición de los garajes.

La aséptica desolación impuesta por la tenacidad del montañés había desaparecido en parte, ya que el nuevo propietario decidió plantar algunos arbustos —jazmín, celinda y verbena—, colocando junto a ellos mesas de hierro pintadas de verde con sus correspondientes sillas, además de construir una piscina y una pista de tenis. Simón atravesó por allí con discreto aplomo y, con un zumbido de voces femeninas desprovisto de consonantes como fondo, entró en la cocina, donde una mujer muy delgada con un fúnebre turbante morado, que sostenía sobre un sucio guante de cabritilla una galleta cubierta con alguna sustancia sólida impregnada en mayonesa, y otra enorme fémina, con el manchado delantal propio de su estado, que comía helado derretido en un platillo, volvieron la vista al oír sus pasos.

—Lo vi ayer en la calle y tenía muy mal aspecto; no lo encontré nada favorecido —decía la visita cuando entró Simón, pero inmediatamente abandonaron aquel tema de conversación para darle la bienvenida.

—¡Pero si es el hermano Strother! —dijeron ambas al unísono—. Pase, pase, hermano Strother. ¿Cómo se encuentra?

—Malamente, señoras, malamente —contestó Simón, quitándose el sombrero y colocando la colilla del puro entre la cinta y el fieltro—. He tenido un dolor agudo muy molesto en la espalda. Y ustedes, ¿siguen bien?

—Bien, muchas gracias, hermano Strother —dijo la visita.

Simón acercó una silla a la mesa, como se le rogó que hiciera.

—¿Qué va usted a comer, hermano Strother? —preguntó la cocinera con entonación hospitalaria—. Tenemos canapés de la fiesta, algunas verduras frías y un poco de helado derretido que ha quedado de la comida.

—Creo que tomaré un poco de helado y unas verduras, hermana Rachel —contestó Simón—. Mis dientes no están ya para muchos trotes.

La cocinera se alzó con majestuosa solemnidad, y llegándose hasta la despensa con amplio contoneo, alcanzó una fuente. Era una de las mejores cocineras de Jefferson y ninguna señora se hubiese atrevido a protestar contra la generosa hospitalidad de Rachel.

—¡No hay otro como usted! —exclamó la visita—. ¡Comiendo helado a su edad!

—Llevo sesenta años comiendo helado —dijo Simón—, ¿qué razón puede haber para que deje de hacerlo ahora?

—Tiene usted razón, hermano Strother —asintió la cocinera, colocándole delante un plato de espinacas—. Coma helado siempre que pueda. Un minuto y se lo…

Rachel interrumpió lo que estaba diciendo al entrar en la cocina una muchacha negra de piel clara con un bonito delantal blanco y una cofia, que llevaba una bandeja llena de fuentes con los restos de diferentes estructuras comestibles, copiadas de algún dibujo en revistas para señoras, tan carentes de volumen como de cualidades nutritivas, con las que las damas de la reunión habían estado embotando su apetito al aproximarse la hora de la cena.

—Oye, Meloney, sírvele al hermano Strother un cuenco de helado, haz el favor, querida.

La muchacha depositó estrepitosamente la bandeja sobre el fregadero y estuvo enjuagando un cuenco bajo el grifo mientras Simón la contemplaba fijamente con sus ojillos inquisitivos. La muchacha secó el cuenco con un paño, haciendo una excelente demostración de desdeñoso descuido, y con la nariz arrogantemente apuntando al cielo, cruzó la cocina sobre el estrépito de sus zapatos de tacón alto, sin que Simón pestañeara una sola vez mientras seguía mirándola, y salió de la habitación dando un portazo. Al perderse de vista, Simón volvió la cabeza.

—Sí, señora —repitió—, llevo demasiado tiempo comiendo helado para dejarlo a mi edad.

—Ningún alimento le hará daño mientras el estómago sea capaz de soportarlo —aseguró la cocinera, alzando otra vez su propio platillo hasta los labios.

La muchacha regresó con la mirada todavía puesta en las alturas y colocó el cuenco lleno de líquido viscoso delante de Simón que, aprovechándose de aquel movimiento, le tocó un muslo. La chica le dio un golpe en el cogote con la mano abierta.

—Miss Rachel, dígale que tenga las manos quietas.

—¿No le da vergüenza? —preguntó Rachel, sin dar la menor muestra de indignación—. ¡Un anciano canoso como usted, con hijos crecidos y un pie en el cementerio!

—Cállese la boca, mujer —dijo Simón plácidamente, mezclando dentro del cuenco las espinacas con el helado—. ¿No estarán ya a punto de terminar la reunión?

—Imagino que sí —contestó la primera invitada, introduciéndose en la boca otra galleta bien cargada de mayonesa con gesto de elegante displicencia—. Parece que hablan más alto.

—Entonces es que se han puesto a jugar otra vez —le corrigió Simón—. Hablan menos cuando comen. Sí, señor, están jugando otra vez. Los blancos son así. Los negros no somos tan listos como para jugar a las cartas y hacer todo ese ruido al mismo tiempo.

Pero la reunión llegaba a su fin. Miss Jenny Du Pre, siguiendo su costumbre, acababa de contar una historia que turbó levemente a las otras tres jugadoras, consiguiendo que durante unos instantes no se atrevieran a levantar los ojos de la mesa. Miss Jenny viajaba muy poco y, cuando lo hacía, no frecuentaba los vagones para fumadores, de manera que la gente se preguntaba de dónde sacaba aquellas historias y quién se las contaba. Ella, por su parte, las repetía en cualquier sitio y aprovechaba cualquier oportunidad, escogiendo el peor momento y el público menos adecuado con alegre y premeditada audacia. A la gente joven le caía bien y estaba muy solicitada como carabina para los picnics.

A continuación se dirigió a la anfitriona, al otro extremo de la habitación.

—Me voy a casa, Belle —anunció—. Me parece que estamos todas un poco cansadas de tu fiesta. Por lo menos yo lo estoy.

La anfitriona era una mujer rolliza, relativamente joven, y su rostro inteligentemente maquillado mostraba un grado tal de concentración histérica que casi podría tomarse por reposo; pero cuando Miss Jenny rompió aquel frágil equilibrio con el anuncio de su marcha inminente apareció de nuevo en él su habitual expresión de cansancio y de vago descontento y empezó a protestar de forma convencional aunque con la petulante sinceridad que cabe esperar de un niño bien educado.

Pero Miss Jenny se mostró inflexible y mientras se ponía en pie, su fina mano llena de arrugas, sacudió migas invisibles del delantero de su vestido negro de seda.

—Si me quedo un minuto más no estaré en casa para cuando llegue Bayard a tomar el ponche —explicó con su habitual franqueza—. Vamos, Narcissa, te llevaré a casa.

—Tengo aquí mi coche, muchas gracias, Miss Jenny —replicó con grave voz de contralto la joven aludida, poniéndose en pie; las demás también se alzaron, iniciando, a pesar de las protestas petulantes de la anfitriona, un fluido movimiento de convergencia que las condujo suavemente hasta el vestíbulo, donde se amontonaron de nuevo frente a los espejos, parlanchinas y llenas de colorido. Miss Jenny se abrió camino hacia la puerta con determinación.

—Vamos, vamos —repitió—. A Harry Mitchell no le hará ninguna gracia encontrarse con toda esta algarabía cuando vuelva a casa del trabajo.

—Pues se puede quedar en el garaje sentado en el coche —replicó la anfitriona con voz cortante—. Me gustaría que no se marcharan ustedes. Miss Jenny, me parece que no voy a volver a invitarla.

Pero Miss Jenny sólo dijo un «Adiós, adiós» fríamente afable y con su nariz igual a la de todos los Sartoris y aquella espalda suya de granadero, tan recta que sólo cedía en tiesura a otra espalda de la ciudad —la de su sobrino Bayard—, se detuvo en lo alto de la escalera, donde Narcissa Benbow se reunió con ella, trayendo consigo, como un aroma, aquella aura de grave y serena calma en que habitaba.

—No creas que Belle bromeaba —dijo Miss Jenny.

—Bromeaba… ¿sobre qué?

—Lo que dijo sobre Harry… ¡Vaya! ¿dónde supones que se habrá metido ese maldito negro?

—Bajaron las escaleras y de los coches aparcados a lo largo de la calle surgieron las apagadas explosiones de los motores poniéndose en marcha. Las dos mujeres atravesaron el breve camino bordeado de flores que llevaba hasta la acera.

—¿Sabes dónde está mi cochero? —preguntó Miss Jenny al conductor del automóvil más próximo.

—Se fue hacia la parte de atrás, señora.

El negro abrió la puerta y dejó que sus piernas, enfundadas en pantalones del ejército y polainas de linóleo, se deslizaran hasta el suelo.

—Iré a buscarlo.

—Muchas gracias. Bueno; gracias a Dios ya se ha terminado —añadió—. Es una pena que la gente no tenga el valor o la inteligencia de mandar las invitaciones y después cerrar la casa y marcharse. Toda la diversión de las fiestas está en vestirse y en ir a ellas, ¿no te parece?

Las señoras descendían en grupos hasta la acera y se subían en los diferentes coches o se marchaban a pie, despidiéndose con gritos que no resultaban demasiado musicales. El sol, inclinándose hacia el norte, estaba ya detrás de la casa de Belle y delante del edificio, las suaves manchas sedosas de los vestidos femeninos se apagaban delicadamente hasta que sus poseedoras, al salir de la sombra y entrar en una zona uniformemente iluminada por el sol, adquirían una delicada brillantez, como plumas de pájaros tropicales. Narcissa Benbow iba vestida de gris y tenía los ojos de color violeta; y su rostro poseía la tranquila serenidad de los lirios.

—No se referirá usted a las fiestas de los niños —protestó.

—Estoy hablando de fiestas, no de pasarlo bien —argüyó Miss Jenny—. A propósito de niños: ¿qué noticias hay de Horace?

—¿No se lo he contado? —dijo la otra muy de prisa—. Tuve un telegrama ayer. Desembarcó el miércoles en Nueva York. Era un mensaje tan confuso que no he podido entender lo que trataba de decirme, excepto que tendría que quedarse unos días en Nueva York. El telegrama tenía más de cincuenta palabras.

—¿No sería para pedir dinero? —preguntó Miss Jenny, y cuando la otra respondió negativamente, añadió—: Horace debe haberse hecho rico, como dicen los soldados que ha pasado con los de la Y.M.C.A.[5] Si la guerra ha enseñado a un hombre como él a hacer dinero, no es una cosa tan mala después de todo.

—¡Miss Jenny! Cómo puede usted hablar de esa forma después de que John… después de que…

—Bobadas —dijo Miss Jenny—. La guerra le dio a John una excelente excusa para que lo mataran. De no haber terminado así, lo habría hecho de otra manera que consiguiera molestar a todo el mundo.

—¡Miss Jenny!

—Sé lo que me digo, querida. He vivido ochenta años con muchos Sartoris testarudos y no pienso darle a ninguno de sus fantasmas la satisfacción de derramar una lágrima por él. ¿Qué decía el telegrama de Horace?

—Hablaba de algo que iba a traer a casa —contestó la otra y su rostro sereno se llenó de tierna exasperación—. Era un mensaje tan incoherente… Horace nunca ha sido capaz de decir las cosas con claridad desde lejos.

Reflexionó otra vez, contemplando la calle, con su túnel de robles y olmos que cortaba en estrías la luz del sol.

—¿Cree usted que habrá adoptado un huérfano de guerra?

—Huérfano de guerra —repitió Miss Jenny—. Es más probable que sea la mamá de algún huérfano de guerra.

Simón apareció en la esquina de la casa, limpiándose la boca con el revés de la mano, y cruzó el césped con pesada celeridad. Su cigarro no estaba a la vista.

—No —dijo la otra deprisa, con tono preocupado—. ¿De veras cree usted que ha podido hacer eso? No, no, no es posible. Horace no lo haría. Nunca hace nada sin decírmelo antes. Habría escrito. Sé que lo hubiera hecho. Iría en contra de su manera de ser, ¿no es cierto?

—Humm —dijo Miss Jenny utilizando la nariz como caja de resonancia—, ¿un ser tan inocente como Horace, con su aire de buena persona, perdido entre todas esas europeas hambrientas de hombres? No se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde, sobre todo en otro idioma. Puedes estar segura de que en todas las ciudades donde pasó más de una semana, su patrona o cualquier otra metía la cena en el horno cuando él iba a llegar tarde o les quitaba azúcar a los otros soldados para que él se endulzara el café. Horace ha nacido para tener alguna mujer que le sirva de felpudo, de la misma manera que algunos hombres han nacido para ser cornudos… ¿Cuántos años tienes?

—No tengo más que veintiséis, Miss Jenny —contestó la joven amablemente.

Simón desató los caballos y se colocó junto al estribo del coche en la actitud que reservaba para Miss Jenny. Era diferente de la del banco; en lugar de aquella contenida disponibilidad para la acción, de carácter marcadamente militar, aquí se trataba de una deferencia galante, algo condescendiente.

Miss Jenny miró con fijeza el rostro tranquilo y sereno de la joven.

—¿Por qué no te casas y dejas que ese niñito tuyo se cuide solo durante algún tiempo? Fíjate bien en lo que te digo, antes de seis semanas habrá ya alguna mujer desviviéndose por obtener el privilegio de secarle los pies; y tu pobre Horace ni siquiera te echará de menos.

—Se lo prometí a mi madre —contestó la otra amablemente, sin darse por ofendida—. No entiendo por qué no ha mandado un telegrama comprensible.

—Bueno —dijo Miss Jenny volviéndose hacia el coche—. Quizá no sea más que un huérfano, después de todo.

Pero con el tono de voz anulaba el contenido tranquilizador de sus palabras.

—Lo sabré muy pronto, en cualquier caso —concedió la otra; y dirigiéndose a un pequeño automóvil junto a la acera, abrió la portezuela.

Miss Jenny se subió al coche ayudada por Simón, el cochero se montó en el pescante y empuñó las riendas.

—No dejes de avisarme cuando llegue de Nueva York —exclamó Miss Jenny al ponerse el vehículo en movimiento—. Y no dejes de venir a por flores siempre que te apetezca.

—Gracias. Hasta la vista.

—Puedes seguir, Simón.

El cochero reanudó la marcha y también esta vez Simón esperó a que estuvieran fuera de la ciudad para dar la noticia.

—Míster Bayard ha vuelto —explicó con la voz de todos los días, como quitándole importancia.

—¿Dónde está? —quiso saber Miss Jenny inmediatamente.

—Todavía no ha llegado a casa —contestó Simón—. Supongo que habrá ido al cementerio.

—Bobadas —le atajó Miss Jenny—. Los Sartoris sólo van una vez al cementerio… ¿Sabe el Coronel que ha llegado?

—Sí, señora, se lo dije, pero tengo la impresión de que no se creyó que le estaba diciendo la verdad.

—¿Quieres decir que eres tú el único que lo ha visto?

—Tampoco yo lo he visto —aclaró Simón—. Un empleado lo vio saltar del tren y me dijo…

—¡Estúpido negro! —estalló Miss Jenny—. ¿Y tú fuiste y le soltaste una tontería semejante a Bayard? ¿Es posible que no tengas un poco más de sentido común?

—El empleado lo vio —respondió Simón testarudamente—. Estoy seguro de que es capaz de reconocer a Míster Bayard cuando lo ve.

—Entonces, ¿dónde está?

—Puede que haya ido al cementerio —sugirió Simón.

—¡Aprieta el paso! —dijo Miss Jenny con voz cortante.

Miss Jenny halló al viejo Bayard en su despacho, acompañado por dos perros de caza. Las paredes estaban cubiertas de estanterías ocupadas por hileras de pesados tomos jurídicos encuadernados en piel grisácea, que creaban un ambiente de meditación polvorienta, no sujeto a perturbación alguna, y por una considerable variedad de novelas de la escuela histórico-romántica (todo Pumas estaba allí, y la ininterrumpida progresión de sus volúmenes constituía en aquel momento la única lectura de Bayard Sartoris, que tenía siempre uno de ellos sobre la mesilla de noche junto a la cama); en la habitación había también una colección de objetos indiscriminados —paquetitos de semillas, espuelas oxidadas, trozos de riendas y hebillas varias, folletos sobre enfermedades de animales y plantas, barrocas tabaqueras que le habían regalado a Bayard en diferentes ocasiones y que nunca había usado, inexplicables fragmentos de piedras, raíces disecadas y vainas de legumbres—, reunidos uno a uno, y por razones que el anciano no recordaba ya, aunque sin renunciar por ello a seguir conservándolos. La habitación contenía además un armario enorme con candado, una mesa muy grande abarrotada de objetos varios, un buró también cerrado con llave (llaves y candados eran una de las obsesiones del viejo Bayard), un diván y tres sillones de cuero. A esta habitación se la designaba siempre como el «despacho», y el anciano, que no se había quitado aún ni el sombrero ni las botas de montar, estaba allí trasvasando bourbon whisky de un barrilito a un frasco de cristal con tapón de plata, mientras los dos perros lo contemplaban con majestuosa gravedad.

Uno de ellos era muy viejo y estaba casi ciego. Se pasaba casi todo el día tumbado al sol en el patio de atrás o en la fresca oscuridad polvorienta bajo el suelo de la cocina en los días calurosos del verano. Pero hacia media tarde se situaba frente a la fachada de la casa y esperaba tranquilamente hasta que oía el ruido del coche en la avenida, y cuando Bayard se apeaba y entraba en casa, el perro volvía al patio de atrás y aguardaba a que Isom sacara la yegua al porche trasero y Bayard saliera para montarla. Después el hombre a caballo y el setter inglés que le acompañaba como un sesudo amigo pasaban juntos el resto de la tarde recorriendo sin prisas los pastizales, los campos donde se sembraba o se cosechaba, y los bosques llenos de paz, observando sus suaves cambios a lo largo de las estaciones, mientras el atardecer de sus vidas avanzaba hacia una pacífica conclusión sobre la tierra generosa que los había criado a ambos.

El perro más joven no había cumplido aún los dos años; su ritmo resultaba demasiado febril para la compostura que caracterizaba la larga asociación de los otros, y aunque a veces se ponía en camino al mismo tiempo o acudía desde algún sitio, mojado y entusiasta, para reunirse con ellos a mitad del recorrido, nunca se quedaba mucho rato, sino que en seguida echaba a correr con la lengua fuera y la cola convertida en tensa y delicada flecha, persiguiendo los olores enfurecedoramente esquivos con que el mundo lo rodeaba y que venían a tentarlo desde cada matorral, cada bosquecillo y cada barranco.

Las botas de Bayard Sartoris estaban completamente empapadas y las suelas tenían un cerco de barro; y él se inclinaba con preocupada intensidad sobre el barrilito y el frasco, vigilado por la sobria curiosidad de los perros. El anciano había apoyado el barril en una silla con la espita hacia arriba y trasegaba delicadamente el aterciopelado líquido ambarino hasta el frasco mediante un delgado tubo de goma. Miss Jenny entró con la toca negra todavía colocada en el exacto centro de su pulcra cabeza blanca; los dos perros levantaron la vista para mirarla, el más viejo con grave dignidad, el más joven moviéndose más de prisa y golpeando el suelo con la cola, en actitud de aduladora desconfianza. Pero Bayard Sartoris no levantó la cabeza. Miss Jenny cerró la puerta y contempló sus botas desaprobadoramente.

—Tienes los pies mojados —observó.

Él siguió sin levantar la vista, manteniendo delicadamente el tubo dentro del cuello del frasco y contemplando cómo subía el nivel del líquido. A veces la sordera de Bayard Sartoris resultaba muy conveniente, quizá más conveniente que auténtica; pero, ¿quién podía saberlo con certeza?

—Sube a tu habitación y quítate las botas —ordenó Miss Jenny acercándose—. Ya terminaré yo de llenar el frasco.

Pero dentro de la serena torre amurallada de su sordera, la concentrada imperturbabilidad de Bayard no flaqueó hasta que el frasco estuvo lleno y hubo apretado el tubo, alzándolo, para que el sobrante volviera a vaciarse en el barril. El perro viejo seguía imperturbable delante de él, pero el otro se había colocado detrás, inmóvil y alerta, con la cabeza apoyada sobre las cruzadas patas delanteras, vigilando a Miss Jenny con ojos que se humedecían sin pestañear. Bayard Sartoris sacó el tubo del barrilito y miró a su tía por primera vez.

—¿Qué me decías?

Pero Miss Jenny había ido a abrir la puerta de nuevo y estaba dando gritos en el vestíbulo, obteniendo una alarmada respuesta desde la cocina, que concluyó en seguida con la aparición del mismo Simón en carne y hueso.

—Sube a por las zapatillas del Coronel —indicó Miss Jenny.

Al entrar otra vez en la biblioteca ni su sobrino ni el barrilito estaban a la vista, pero tras la puerta abierta del armario sobresalían los inquisitivos cuartos traseros del perro joven y la tensa flecha de su barométrica cola; en seguida Bayard Sartoris apartó al perro con un pie, reapareciendo; luego cerró la puerta del armario y echó el candado.

—¿Ha llegado Simón? —preguntó.

—Llegará en seguida —contestó ella—. Acabo de llamarlo. Siéntate aquí y quítate las botas.

En aquel momento entró Simón con las zapatillas. Bayard Sartoris se sentó obedientemente, y Simón se arrodilló y le quitó las botas bajo la rigurosa vigilancia de Miss Jenny.

—¿Tiene los calcetines secos? —preguntó ella.

—No, señora; están mojados —contestó Simón.

Pero Miss Jenny se agachó para comprobarlo por sí misma.

—¿Qué haces? —dijo su sobrino con tono irritado; pero Miss Jenny pasó la mano por ambos pies con calma imperturbable.

—No es que se haya esforzado especialmente para que no lo estén —dijo, alzando la voz para atravesar el muro de su sordera—. Y además tenías que venir tú con esa estúpida patraña sobre Mr. Bayard.

—Lo vio un empleado —repitió Simón con testarudez, arrojando las zapatillas contra los pies de Bayard Sartoris—. Nunca he dicho que yo lo hubiera visto.

Y se quedó en pie frotándose las manos contra los muslos.

Bayard Sartoris metió a empellones los pies en las zapatillas.

—Trae las cosas del ponche, Simón —dijo. Y luego añadió, dirigiéndose a su tía con tono indiferente—: Simón dice que Bayard se apeó del tren esta tarde.

Pero Miss Jenny estaba otra vez ocupándose de Simón.

—Ven aquí, recoge estas botas y ponías detrás del fogón —dijo.

Simón, acercándose furtivamente a la chimenea, recogió las botas.

—Y llévate a los perros de paso —dijo ella—. Tendremos que agradecer a Dios que a Bayard no se le haya ocurrido traer también aquí a su caballo.

Inmediatamente el perro viejo se puso en pie y, seguido por la desconfiada presteza del más joven, salió de la biblioteca con la misma fingida premeditación con que tanto Bayard Sartoris como Simón se sometían a la implacable voluntad de Miss Jenny.

—Simón dice… —repitió Bayard Sartoris.

—Simón dice bobadas —le interrumpió Miss Jenny—. ¿Llevas sesenta años viviendo con él y todavía no te has enterado de que no es capaz de reconocer la verdad cuando se tropieza con ella?

Luego siguió a Simón desde la biblioteca hasta la cocina, y mientras su hija Elnora se afanaba sobre la tabla donde amasaba la pasta para las galletas y él llenaba una jarra con agua, cortaba limones en rodajas y los poma en una bandeja junto con un azucarero y dos vasos, Miss Jenny permaneció en el quicio de la puerta consiguiendo que al viejo criado negro se le erizaran los pocos cabellos grises que le quedaban. Miss Jenny manejaba el inglés con gran precisión en todo momento, pero cuando algo o alguien la enfurecía se elevaba sin esfuerzo hasta insospechadas alturas. Hablaba entonces con una claridad tan vigorosa y una simplicidad tan expresiva que el mismo Demóstenes se la hubiera envidiado, porque incluso las mulas la entendían, y hasta las personas más obtusas tardaban muy poco tiempo en captar plenamente su sentido; bajo el asalto de su elocuencia Simón fue inclinando más y más la cabeza hasta que su fingida pose de respetuosa indiferencia se fue desprendiendo de su indefenso yo como las hojas de los árboles en otoño, por lo que, apoderándose de la bandeja, abandonó precipitadamente la cocina. La voz de Miss Jenny lo siguió, descendiendo de las alturas sin dificultad, mediante una serie de consideraciones extraordinariamente amplias que incluían una amonestación y una sugerencia para el comportamiento futuro tanto de Simón como de todos sus descendientes, existentes o meramente posibles, durante un buen número de años.

—Y la próxima vez —terminó Miss Jenny— que tú o cualquier empleado, guardaagujas o mozo de los recados veáis u oigáis algo que os parezca de interés para el Coronel, decídmelo antes a mí: ya me encargaré yo de contárselo.

Y luego de lanzar a Elnora otra mirada fulminante por si acaso, Miss Jenny regresó a la biblioteca, donde su sobrino mezclaba cuidadosamente agua y azúcar en los dos vasos.

Simón con una chaqueta blanca oficiaba de mayordomo, y en lugar de las riendas manejaba una delicada cubertería de plata tan desgastada por el uso que los mangos de algunas cucharas tenían la delgadez del papel en el sitio donde los dedos de sucesivas generaciones las habían empuñado; cubertería de plata que Joby, el abuelo de Simón, había enterrado muchos años atrás en el suelo, con olor a amoníaco, del establo, mientras Simón, de tres años de edad y cubierto con una única prenda de vestir extremadamente sucia, lo miraba con todo el interés que puede sentir un niño por cualquier juego que se sale de lo normal.

Un efluvio de su primigenia vocación lo seguía a todas partes, incluso cuando se le cepillaba y se le adornaba e incluso se le deformaba un poco embutiéndolo para ir a la iglesia en una chaqueta Príncipe Alberto que Bayard Sartoris no usaba ya; de manera que una débil nostalgia de los establos acompañaba cada entrada suya en el comedor con los platos; se identificaba con las relajadas posturas que adoptaba cerca del buffet mientras contestaba las abruptas preguntas de Miss Jenny o proseguía algún fragmento de conversación que Bayard Sartoris y él habían iniciado previamente durante el día; o quedaba flotando tras él cuando salía del comedor. Pero aquella noche Simón traía los platos, los colocaba y se volvía inmediatamente a la cocina: se daba cuenta de que también en aquella ocasión había hablado más de la cuenta.

Miss Jenny, con un chal de lana sobre los hombros para protegerse del frío del atardecer, llevó todo el peso de la conversación, sumergiendo a su sobrino en un mar de trivialidades —hechos y dichos sin importancia, chismes—, apartándose con ello de su comportamiento habitual. Miss Jenny tenía sus opiniones, por supuesto, y una manera concisa y ferozmente divertida de expresarlas, pero sólo practicaba el cotilleo en muy contadas ocasiones. Mientras tanto Bayard Sartoris se había encerrado en la torre amurallada de su sordera, alzando el puente levadizo y bajando incluso el rastrillo, con lo que nadie podía saber si oía o no, mientras su yo corpóreo seguía cenando sin inmutarse. En cuanto terminaron, Miss Jenny hizo sonar la campanilla de plata que tenía al lado. Cuando Simón abrió la puerta los ojos de la anciana le lanzaron una andanada tan fría que inmediatamente volvió a cerrarla y esperó agazapado a que sus amos salieran del comedor para entrar a quitar la mesa.

Bayard Sartoris encendió su cigarro en la biblioteca y Miss Jenny, siguiéndolo hasta allí, acercó su sillón a la mesa donde estaba la lámpara y abrió el diario de Memphis. Miss Jenny disfrutaba con la humanidad en sus manifestaciones más llamativas, y como prefería cualquier jugosa novelería al más impecable recuento de grisáceas realidades, estaba suscrita a un periódico sensacionalista de la tarde a pesar de que no le llegaba hasta el día siguiente, y en él leía con fría avidez relatos de incendios, asesinatos, violentas separaciones matrimoniales y adulterios; muy pronto —a su debido tiempo— América le proporcionaría nuevas diversiones gracias a las guerras entre contrabandistas de licores, pero eso no había llegado todavía. Su sobrino, situado fuera del ambarino estanque de luz creado por la lámpara —con los pies contra la esquina de la chimenea, en el sitio donde las suelas de sus botas y las de las botas de John Sartoris antes de las suyas habían hecho desaparecer el barniz años atrás—, lanzaba bocanadas de humo periódicamente. Bayard no estaba leyendo y de cuando en cuando Miss Jenny lanzaba miradas en dirección suya por encima de las gafas y del borde del periódico, sin que se produjera otro sonido en la habitación que el esporádico crujido del papel al pasar las páginas.

Cuando Bayard se puso en pie, lo hizo con la especial brusquedad que le caracterizaba, y Miss Jenny lo siguió con la vista mientras cruzaba la habitación y salía dando un portazo. Ella continuó leyendo durante un rato, pero toda su atención había quedado prendida en el ruido de sus pisadas, y cuando éste cesó, Miss Jenny se levantó también, dejó el periódico y salió hasta la puerta principal.

La luna había surgido por encima de la oscura muralla de las colinas del este e iluminaba discretamente el valle, subiendo como un globo infantil entre los robles y las acacias que bordeaban la avenida. Bayard Sartoris estaba sentado a la luz de la luna con los pies en la barandilla del porche. Su cigarro se iluminaba a intervalos regulares y una estridente monotonía de grillos se alzaba del vecino césped; más allá, entre los árboles, como diminutas burbujas de plata que se desprendieran, inacabables, surgían los frágiles silbidos de las ranas, mezclados con un leve aroma de acacia imposible de localizar y tan sutil como un humo de tabaco desvanecido. Desde el fondo de la casa llegaba hasta el vestíbulo en sombras la voz de Elnora manteniendo una absurda cadencia en tono menor.

Miss Jenny dio unos pasos hacia la derecha sin salir de la casa, buscando a tientas alrededor de la bostezante semioscuridad del espejo el sombrero de fieltro de su sobrino. Cuando lo encontró, salió con él y se lo dejó en la mano.

—No te quedes ahí sentado mucho tiempo. Todavía no estamos en verano.

Bayard dejó escapar un gruñido ininteligible pero se puso el sombrero. Miss Jenny volvió a la biblioteca, terminó de leer el periódico, y lo dobló, dejándolo sobre la mesa. Apagó la luz y subió a oscuras las escaleras hasta su habitación. Desde allí la luna brillaba ya sobre los árboles y su resplandor penetraba en anchas franjas plateadas a través de las ventanas del este.

Antes de encender la luz se llegó al lado sur de la casa y abrió una ventana que daba sobre el clamor de los grillos, de las ranas y a veces de algún sinsonte. Junto a la ventana había un magnolio, todavía sin florecer; tampoco se habían abierto las madreselvas que cubrían la valla del jardín. Pero ya no tardarían mucho y desde aquella ventana Miss Jenny podía dominar todo el jardín y contemplar los jazmines del Cabo, las celindas y las lilas allí donde la luna iluminaba todavía su sueño bronceado sin florecer, y los retoños y los injertos de otros jardines de Carolina y de Virginia que había conocido siendo muchacha.

Un poco más allá de la ventana estaba la cocina y de ella la voz de Elnora manaba en suave cadencia descendente. No todas las personas que hablan del Cielo han de ir allí, decía su canto; y en seguida ella y Simón aparecieron bajo la luz de la luna y tomaron el camino de su casa, un poco por debajo del establo. Simón había encendido por fin la colilla de su cigarro y el humo reconcentrado se iba desvaneciendo lentamente a sus espaldas; incluso cuando ya los dos habían desaparecido se tenía la impresión de que su rancia fetidez persistía aún junto con el sonido de los grillos y de las ranas en el aire plateado, indisolublemente mezclado con la cadencia agonizante de la voz de Elnora.

No todas las personas que hablan del Cielo han de ir allí.

Se le había apagado el cigarro, de manera que movió el brazo para sacarse una cerilla del chaleco. El viejo Bayard volvió a encender el puro y colocó otra vez los pies sobre la barandilla; y de nuevo el aroma del tabaco se extendió a la deriva por los corredores inmóviles del aire, perdiéndose y disolviéndose lentamente entre el murmullo de las acacias y la frágil e incesante reiteración de los grillos y de las ranas. Muy lejos, en algún sitio del valle, cantó un sinsonte y al cabo de un rato lo hizo otro desde el magnolio junto a la valla del jardín. Pasó un automóvil por la cuidada carretera del valle, disminuyendo la marcha en el paso a nivel para luego aumentar otra vez la velocidad; cuando el ruido de su motor se perdió a lo lejos, el silbato del tren de las nueve y media resonó entre las colinas. Dos largos pitidos, cuyos ecos se disolvieron lentamente, y a continuación otros dos breves; pero antes de que fuera posible divisarlo, a Bayard se le había vuelto a apagar el puro y siguió sin moverse con el cigarro entre los dedos mientras la locomotora arrastraba la hilera de ventanillas iluminadas valle arriba hasta desaparecer otra vez entre las colinas, donde al cabo de cierto tiempo, silbó una vez más, arrogante y triste a la vez. John Sartoris, sentado en aquella misma veranda, había contemplado cómo sus trenes salían de las colinas para atravesar el valle y perderse otra vez entre los montes, con acompañamiento de luces, humo, campanas y una ruidosa imitación de velocidad. Pero ahora su ferrocarril pertenecía a un sindicato y había más de dos trenes haciendo el recorrido desde Chicago hasta el Golfo de México, con lo que su sueño se había visto realizado aunque ahora el mismo John Sartoris durmiera entre marciales querubines y la inútil vanagloria de cualquier Dios que su orgullo no le impidiera reconocer como tal.

Luego el puro se le volvió a apagar y siguió sin encenderlo mientras observaba cómo una figura alta emergía de los arbustos de lilas junto a la verja del jardín y avanzaba, iluminada a retazos por la luz de la luna, hacia el porche donde él estaba sentado. Su nieto no llevaba sombrero y se le acercó y subió los escalones y permaneció inmóvil dejando que la luz de la luna marcara los acusados relieves de su rostro mientras su abuelo, con el cigarro apagado entre los dedos, lo contemplaba.

—Bayard, hijo —murmuró el anciano. El joven Bayard siguió en el mismo sitio, iluminado por la luna. Las órbitas de sus ojos eran sombras cavernosas.

—Traté de evitar que subiera en aquel estúpido avión de juguete —dijo por fin con cavilosa ferocidad.

Después se movió de nuevo y el viejo Bayard retiró los pies de la barandilla, pero su nieto arrastró una silla hasta ponerla a su lado y se dejó caer en ella. Sus movimientos eran tan abruptos como los de su abuelo, pero controlados y armoniosos dentro de su violencia.

—¿Por qué demonios no me has anunciado que venías? —preguntó el anciano—. ¿Qué sentido tiene que te presentes aquí como lo has hecho?

—Nadie lo sabía.

El joven Bayard sacó un pitillo y frotó una cerilla contra la suela del zapato.

—¿Cómo?

—No le dije a nadie que venía —repitió, alzando la voz por encima de la cerilla encendida entre sus manos ahuecadas.

—Simón lo sabía. ¿Te dedicas a informar a los criados negros de tus movimientos en lugar de hacérselo saber a tu abuelo?

—¡Condenado Simón! —replicó el joven Bayard—. ¿Quién le ha dicho que me vigile?

—No me grites, muchacho —contraatacó el anciano.

Su nieto tiró la cerilla y aspiró el humo del cigarrillo con chupadas profundas, llenas de preocupación.

—No despiertes a Jenny —añadió el otro con tono más amable, acercando una cerilla a su cigarro apagado—. Tú estás bien, ¿no es cierto?

El joven Bayard notó que a su abuelo le temblaban las manos.

—Espere —dijo, extendiendo un brazo—. Déjeme que le sostenga la cerilla. Va a prenderse fuego al bigote.

Pero su abuelo le rechazó con viveza y aspiró testaruda e impotentemente mientras el fósforo temblaba entre sus dedos inseguros.

—Te he preguntado si te encuentras bien —repitió.

—¿Por qué no? —contestó su nieto con brusquedad—. Casi hace falta ser tan estúpido para que le hieran a uno en la guerra como en tiempo de paz. Hay que ser un imbécil integral, eso es lo que se necesita.

Volvió a chupar el cigarrillo y luego lo arrojó casi entero hacia el mismo sitio que la cerilla.

—A uno tuve que esperar cuatro días para cazarlo y acabé mandando a Sibleigh en un Ak. W. que es como una canasta vieja, para que me sirviera de cebo. Sólo buscaban combates sin riesgo, él y los de su escuadrilla. Le di una buena lección. Estuve encima de él durante seis mil pies y le metí un cargador entero en la cabina. Los impactos estaban tan juntos que hubiera usted podido taparlos todos con su sombrero. Pero el muy canalla no quiso arder.

La voz del joven Bayard se fue alzando de nuevo mientras seguía hablando. El aroma de las acacias se extendía en suaves ráfagas, y los grillos y las ranas cantaban con la monotonía de un idiota tocando la flauta en el sopor de un mediodía de verano. Desde su ventana de plata, la luna miraba hacia el valle disolviéndose con opalina tranquilidad en la serena y misteriosa infinitud de las colinas, mientras la voz del joven Bayard seguía contando historias de violencia, de velocidad y de muerte.

—Habla más bajo —repitió el anciano—. Vas a despertar a Jenny.

Y el otro redujo el volumen de su voz obedientemente, pero pronto volvió a alzarla; al cabo de un rato apareció Miss Jenny con su chal de lana blanca sobre el camisón y, acercándose, le dio un beso.

—Imagino que estás bien de salud —dijo—, de lo contrario no estarías de tan mal humor. Cuéntanos lo que le pasó a Johnny.

—Estaba borracho —contestó el joven Bayard ásperamente—. Estaba borracho o se había vuelto completamente imbécil. Traté de impedir que se subiera en el maldito Camel. Uno no se podía ver la propia mano aquella mañana. Había nubes por todas partes y hasta el más tonto se habría dado cuenta de que en el lado enemigo iban a abundar los Fokkers capaces de subir hasta veinticinco mil pies; y él, con un maldito Camel. Pero estaba decidido a subir aunque Lille se hallara a dos pasos. No pude impedírselo. Disparó sobre mí. Traté de apartarlo y de hacerle volver, pero me mandó una rociada. Había subido ya todo lo que daba de sí su avión, pero ellos debían estar a cinco mil pies por encima de nosotros cuando nos localizaron. Se le echaron todos encima. Lo rodearon como a una ternera en un corral, y uno de ellos se le colocó detrás hasta que empezó a arder y cayó en picado. Después se volvieron corriendo a casa.

El aroma de las acacias seguía extendiéndose por el aire tranquilo y las ranas continuaban produciendo su oleaje plateado desde los árboles. En el magnolio de la esquina del jardín cantó un sinsonte. A lo lejos, en el valle, otro le contestó.

—Salió zumbando hacia casa con el resto de su pandilla —dijo el joven Bayard—. Él y sus compañeros. Era Proeckner —añadió, y por un momento su voz se hizo firme y tranquila, llena de justificado orgullo—. Uno de los mejores aviadores que tenían. Discípulo de Richthofen.

—Bueno, eso ya es algo —asintió Miss Jenny, acariciándole la cabeza.

El joven Bayard estuvo cavilando durante un rato.

—Traté de evitar que se subiera en aquel estúpido avión de juguete —estalló de nuevo.

—¿Qué esperabas, después de haberlo educado como lo hiciste? —preguntó Miss Jenny—. Tú eras el mayor… Has estado en el cementerio, ¿no es cierto?

—Sí —contestó él tranquilamente.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber el anciano.

—Este viejo loco de Simón dijo que era allí donde estabas… Pero ahora lo que tienes que hacer es entrar en casa y cenar —dijo Miss Jenny con tono firme y enérgico, irrumpiendo otra vez en su vida sin pedirle permiso y recogiendo todos aquellos hilos tan enmarañados con su característica eficiencia.

El joven Bayard se puso en pie obedientemente.

—¿De qué estáis hablando? —repitió su abuelo.

—Y tú no te quedes ahí.

Miss Jenny incluyó también al anciano en la órbita de su voluntad como se recoge al pasar una prenda de vestir abandonada sobre una silla.

—Ya es hora de que estés en la cama.

Los dos siguieron hasta la cocina y se quedaron en pie mientras ella abría la nevera, colocaba alimentos y una jarra de leche sobre la mesa y acercaba una silla.

—Prepárale un ponche, Jenny —sugirió el anciano. Pero Miss Jenny puso el veto inmediatamente.

—Es leche lo que necesita. Estoy segura de que ha bebido suficiente whisky durante la guerra como para pasarse sin él una temporada. Siempre que Bayard volvía a casa de la suya quería subir a caballo los escalones del porche y entrar en casa montado. Vamos —y fue sacando al anciano de la cocina y llevándolo escaleras arriba—. Acuéstate, ¿me oyes? Déjalo solo un rato.

Esperó a que cerrara la puerta y luego entró en el cuarto del joven Bayard y le preparó la cama; al cabo de un rato, ya desde su habitación, le oyó subir las escaleras.

También su habitación se hallaba engañosamente iluminada por la luna, y Bayard, sin encender la luz, se sentó en la cama. Al otro lado de la ventana los interminables grillos y ranas sonaban como si los rayos de la luna fuesen frágiles cristales cayendo entre los árboles y los matorrales, desmenuzándose sobre el suelo en una lluvia musical; por encima de todo ello, con una cualidad profunda y vibrante, alentaban las mesuradas respiraciones de la bomba de agua en la planta eléctrica, más allá del establo.

Sacó otro cigarrillo y lo encendió. Pero sólo le dio dos chupadas antes de tirarlo. Después permaneció inmóvil en la habitación que él y John habían compartido de muchachos, llenos de juvenil violencia masculina; inmóvil sobre la cama que él y su mujer habían ocupado durante su última noche de permiso, antes de que volviera a Inglaterra y de allí otra vez al frente, donde John le esperaba. Junto a él, sobre la almohada, la viva llama de bronce de los cabellos de su mujer palidecía en la oscuridad y ella estaba tumbada sujetando el brazo de Bayard contra su pecho con las dos manos, mientras hablaban por fin tranquila y sobriamente.

Pero ni aún entonces pensaba en ella. Cuando se ocupaba de la mujer que estaba tumbada a su lado en la oscuridad, apretando un brazo suyo entre los pechos, era sólo porque se sentía un poco salvajemente avergonzado de lo mal que se había portado con ella. Pensaba en su hermano, a quien no había visto desde hacía más de un año, y en que volverían a verse al cabo de un mes.

Tampoco ahora pensaba en ella, aunque aquellas paredes encerraran, como una flor mustia dentro de un ataúd, la fragancia del caos mágico en que vivieron fugazmente; tan trágico y tan pasajero como una floración de madreselva. Bayard pensaba en su hermano muerto; el espíritu de los violentos días en que el uno completaba al otro, cubría como polvo toda la habitación, obliterando el perfume de aquella otra presencia, y le impedía respirar, hasta que tuvo que abrir la ventana violentamente y apoyarse contra el alféizar, llenándose de aire los pulmones como un hombre que ha estado sumergido y todavía no acaba de creer que haya conseguido alcanzar de nuevo la superficie.

Más tarde, cuando yacía desnudo entre las sábanas, le despertaron sus propios gemidos. La habitación estaba llena de una helada luz grisácea, sin origen preciso y al volver la cabeza vio a Miss Jenny, con el chal de lana sobre los hombros, sentada en una silla junto a la cama.

—¿Qué pasa? —dijo Bayard.

—Eso es lo que me gustaría saber a mí —contestó Miss Jenny—. Haces más ruido que la bomba de agua.

—Necesito un trago.

Miss Jenny se inclinó hacia adelante y le presentó un vaso que estaba en el suelo junto a ella. Bayard lo cogió, alzándose sobre el codo pero la mano se detuvo antes de llegar a la boca, con el vaso debajo de la nariz.

—Demonios —dijo—. Te he pedido un trago.

—Bébete la leche, vamos —ordenó Miss Jenny—. ¿Crees que me voy a quedar levantada toda la noche para darte whisky? Bebe, anda.

Él tomó el vaso, lo apuró obedientemente y volvió a tumbarse. Miss Jenny depositó el vaso en el suelo.

—¿Qué hora es?

—Calla —dijo ella, poniéndole una mano sobre la frente—. Duérmete. Él movió la cabeza sobre la almohada, pero no pudo liberarse de la mano.

—Vete —dijo—. Déjame solo.

—Calla —replicó Miss Jenny—. Duérmete.