COMO de costumbre, el viejo Falls había conseguido que John Sartoris estuviera con él en la habitación; una vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua los asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera común a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de los días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aún seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo Bayard seguía sentado, con la pipa en la mano, apoyando los pies cruzados contra el ángulo de la chimenea apagada, le parecía oír la respiración de su padre, como si el otro fuera mucho más palpable que un simple trozo de barro transitoriamente dotado de movimiento, y capaz incluso de penetrar el infranqueable reducto de silencio en que vivía su hijo.
La cazoleta de la pipa estaba profusamente esculpida, y chamuscada por el mucho uso y, en la boquilla, se notaban las huellas de los dientes de su padre, que había dejado allí la imagen indeleble de sus huesos, como en piedra perdurable, a semejanza de esas criaturas prehistóricas concebidas y llevadas a cabo de manera demasiado grandiosa tanto para mantenerse vivas mucho tiempo como para desaparecer por completo, una vez muertas, de esta tierra moldeada y acondicionada para criaturas mucho más insignificantes.
—¿Por qué me la das ahora, después de tanto tiempo? —le había preguntado Bayard al viejo Falls, con la pipa en la mano.
—Bueno; creo que al Coronel no le gustaría que siguiera guardándola —contestó el otro—. Un asilo no es sitio para tener cosas suyas. Y yo voy a cumplir los noventa y cuatro.
Más tarde, el viejo Falls recogió sus paquetes y se marchó, pero Bayard siguió sentado durante algún tiempo, con la pipa en la mano, frotando lentamente la cazoleta con el pulgar. Al cabo de un rato, también John Sartoris se ausentó, o más bien se retiró a ese lugar donde los muertos contemplan en paz sus idealizadas frustraciones, y el viejo Bayard, poniéndose en pie, se metió la pipa en el bolsillo y tomó un cigarro de la caja colocada sobre la repisa de la chimenea. Mientras encendía el fósforo, se abrió la puerta al otro lado de la habitación y un hombre que llevaba una visera verde entró y se acercó a él.
—Simón está aquí, Coronel —dijo con voz perfectamente neutra.
—¿Qué? —dijo Bayard, mirándolo por encima de la cerilla.
—Ha llegado Simón.
—Ah. Está bien.
El otro se dio la vuelta y salió. Bayard tiró la cerilla al hogar de la chimenea, se guardó el cigarro en el bolsillo del pecho, cerró el escritorio, recogió el sombrero negro de fieltro que estaba encima y abandonó la habitación por la misma puerta que el otro. El hombre de la visera y el cajero estaban atareados al otro lado de la ventanilla. El viejo Bayard cruzó el vestíbulo, atravesó la puerta con la persiana verde echada y salió a la calle, donde Simón, con un sobretodo de lino y una chistera antiquísima, mantenía a los caballos, relucientes en la tarde primaveral, pegados a la acera. Había allí un poste para atarlos, que Bayard conservaba con testaruda desconsideración hacia el progreso industrial; pero Simón no lo usaba nunca. Hasta que se abría la puerta y Bayard surgía de detrás de las persianas echadas, con la inscripción «El Banco Está Cerrado» en letras de oro resquebrajadas, Simón permanecía con las riendas en la mano izquierda, la correa del látigo sujeta en el sitio exacto con la derecha y, habitualmente, la misma e invariable —y al parecer incombustible— colilla de puro en ángulo jactancioso contra su rostro oscuro, hablando a la reluciente pareja de caballos en un flujo sin altibajos, de amante a amante. Simón mimaba a los caballos. El viejo cochero admiraba a los Sartoris y sentía por ellos una ternura cálida y protectora, pero los caballos eran su debilidad y entre sus manos hasta la bestia más desmedrada florecía y se llenaba de donaire como una mujer acariciada, y de temperamento como una diva de ópera.
Bayard cerró la puerta tras de sí y cruzó la acera hasta el coche con aquella rígida tiesura suya que, como uno de sus conciudadanos hizo notar en cierta ocasión, si el anciano diese un traspiés alguna vez, se tropezaría consigo misma antes de caer al suelo. Uno o dos viandantes y algún que otro tendero desde la puerta de su establecimiento le saludaron con una especie de barroco servilismo.
Tampoco entonces abandonó Simón el pescante. Con la fina sensibilidad de su raza para todo lo que tenga posibilidades teatrales, se irguió para arreglarse los desvaídos pliegues del sobretodo, comunicando la carga histriónica del momento a los caballos, que procedieron a llenar de estremecimientos sus pieles lustrosas y a agitar sus cabezas enjaezadas; y en el acartonado rostro negro de Simón apareció una expresión indescriptiblemente majestuosa mientras rozaba el ala de su sombrero con la mano donde llevaba el látigo. Bayard se subió al coche, Simón chasqueó la lengua, y los espectadores, detenidos para admirar el drama efímero de la partida, quedaron atrás.
Sin embargo, había algo diferente en el porte de Simón aquel día; algo que se reflejaba en la forma de su espalda y en la inclinación del sombrero: se diría que estaba reventando por decir algo de mucha importancia. Pero consiguió dominarse por el momento y con paso brioso y contenido condujo entre los desvencijados carros que circulaban por la plaza y torció para adentrarse en la amplia calle donde las personas que Bayard calificaba de pobretones iban y venían en sus automóviles. Cuando la ciudad quedó tras ellos y trotaban ya atravesando campos florecientes, todavía atestados de consumidores de gasolina (aunque allí la distancia entre unos y otros fuera mayor que en la población), Simón siguió sin hablar. Pero en cuanto su señor se dejó dominar por la pacífica somnolencia que el rítmico paso de los caballos y la familiar monotonía del paisaje le producía siempre. Simón redujo la marcha y volvió la cabeza.
La voz de Simón no era particularmente recia ni sonora y sin embargo conseguía hablar con Bayard sin dificultad. Otros tenían que gritar para horadar el muro de sordera que rodeaba la vida de su amo; Simón en cambio podía mantener y de hecho, sobre todo cuando iban en el coche, cuya vibración mejoraba un tanto la capacidad auditiva de Bayard, mantenía con él largas conversaciones llenas de digresiones sin salirse de un monótono sonsonete, bastante agudo.
—Míster Bayard ha vuelto[1] —hizo notar Simón como de pasada.
Bayard regresó de sus somnolientas abstracciones y permaneció perfecta y furiosamente inmóvil, mientras los latidos de su corazón se debilitaban y se hacían demasiado rápidos, maldiciendo a su nieto durante un larguísimo instante; tan inmóvil, que su criado al mirar para atrás lo encontró contemplando tranquilamente el horizonte. Simón alzó un poco la voz.
—Se bajó del tren de las dos —continuó—. Por el lado que no da al andén y desapareció corriendo entre los árboles. Lo vio uno de los empleados. Pero todavía no había llegado a casa cuando yo salí. Se me ocurrió que quizá estuviera con usted.
El polvo se arremolinaba bajo los cascos de los caballos para convertirse detrás en una nube perezosa. Contra los setos que se espesaban, las sombras corrían subiendo y bajando, entre radios centelleantes y el paso altivo de los caballos, con toda la futilidad de un movimiento sin progreso.
—Ni siquiera se bajó en el apeadero —continuó Simón, con una especie de irritada exasperación—. El apeadero que construyó su propia familia. ¡Saltar del tren por el otro lado como un vagabundo! Ni siquiera iba vestido de uniforme.
Su tono era ya de franca desaprobación.
—Llevaba un simple traje, como un viajante de comercio o cualquier cosa parecida. Y cuando me acuerdo de aquellas botas tan brillantes y los pantalones de color amarillo claro y de la guerrera con que vino a casa el año pasado…
Simón se dio la vuelta otra vez y miró fijamente al anciano.
—Coronel, ¿cree usted que esos extranjeros le habrán hecho algo?
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Bayard—. ¿Ha vuelto cojo?
—No, me refiero a eso de colarse de rondón en su propio pueblo. Colarse de rondón en el pueblo que construyó su abuelo, usando el ferrocarril de su familia como un cualquiera. Esos malditos extranjeros le han hecho algo o han conseguido que le persiga la policía. Ya le decía yo cuando se fue la primera vez a esa guerra que ni a él ni a Mr. Johnny se les había perdido nada…
—No vayas tan despacio —dijo Bayard secamente—. Sigue adelante, negro maldito.
Simón chasqueó la lengua e hizo que los caballos aligeraran el paso. La carretera se prolongaba entre los setos que seguían ofreciéndoles las terribles cabriolas sin sentido de sus propias sombras. Más allá de los árboles de goma, de las encinas y de los viñedos que bordeaban la carretera, se extendían campos recién abiertos o a punto de serlo hacia zonas de bosque de hoja caduca con brotes nuevos, esmaltados de cerezos silvestres y algarrobos locos. Tras los laboriosos arados, viscosos terrones brillaban húmedamente al sol.
Eran aquéllas tierras altas, que se elevaban en suaves pendientes sucesivas hasta el azul inmaculado de las colinas; pero pronto la carretera empezó a descender en picado hacia un valle de amplios campos de buena tierra, somnolientos bajo el calor igualador de las primeras horas de la tarde. En seguida empezaron a cruzar las propiedades del mismo Bayard y, de cuando en cuando, algún negro levantaba la mano del arado para saludar al coche. Luego, la carretera se acercó a la vía del ferrocarril y la cruzó, hasta que, por fin, la casa que John Sartoris había construido apareció entre las encinas y los robles. Simón giró para atravesar el portón de hierro y subir por la avenida en curva.
Había un arriate de salvia en el sitio donde una patrulla yanqui se detuviera en un día ya lejano. Simón paró el coche haciendo una última fioritura y Bayard se apeó. El cochero chasqueó la lengua para que la pareja se pusiera otra vez en marcha en dirección contraria; luego, colocándose el cigarro en una postura más cómoda, tomó rumbo a la ciudad.
Bayard permaneció por un momento inmóvil delante de la casa, pero su blanca simplicidad sólo le ofrecía un sueño ininterrumpido entre los árboles añosos iluminados por el sol. La glicina que subía por un extremo de la veranda había florecido, marchitándose después, y un débil rastro de pétalos ajados yacía pálidamente entre sus oscuras raíces y las de un rosal que crecía apoyándose en el mismo rodrigón. El rosal, lenta pero inexorablemente, estaba ahogando la otra enredadera, cuyos brotes no pasaban ya del tamaño de dedales y daban unas flores tan pequeñas como monedas de plata; abundantísimas, eso sí, pero sin aroma, y además se deshacían al intentar cortarlas.
Sin embargo, la inmovilidad y la serenidad de la casa resultaban sedantes, por lo que el viejo Bayard subió hasta el vacío y encolumnado porche y, después de cruzarlo, entró en el espacioso vestíbulo de altísimo techo.
La casa estaba silenciosa, exquisitamente huérfana de cualquier sonido o movimiento.
—¡Bayard!
La escalera, con la barandilla blanca y su alfombra roja, subía en esbelta espiral hasta la penumbra de los pisos altos. Del centro del techo colgaba una lámpara de prismas de cristal y pequeñas pantallas, diseñada en un principio para iluminar con velas, pero conectada posteriormente a la red eléctrica; a la derecha de la entrada, junto a unas puertas plegables que daban a una habitación conocida con el nombre de sala de visitas, de la que emanaba una atmósfera de deslucida dignidad muy pocas veces perturbada, se alzaba un espejo tan lleno de oscuridad como un charco inmóvil a la caída de la tarde. Al otro extremo del vestíbulo, la luz del sol, ajedrezada, entraba oblicuamente por la puerta, y en algún lugar más allá de la barrera de la luz, una voz subía y bajaba en tono menor, desgranando una ininterrumpida salmodia que denotaba preocupación. No siempre se podían distinguir las palabras, pero para el viejo Bayard resultaban totalmente inaudibles. El anciano alzó la voz nuevamente.
—¡Jenny!
La salmodia cesó y mientras él se volvía hacia la escalera, una mulata de aventajada estatura apareció en la oblicua mancha de sol más allá de la puerta trasera y entró en el vestíbulo como deslizándose. Llevaba una bata azul descolorida, remangada hasta las rodillas y llena de manchas oscuras irregularmente distribuidas. Por debajo, sus pantorrillas eran rectas y descarnadas como las patas de un pájaro muy alto y sus pies, descalzos, contrastaban como pálidas manchas de café con leche sobre el oscuro suelo encerado.
—¿Llamaba usted a alguien, Coronel? —dijo, alzando la voz.
Bayard se detuvo con la mano en la barandilla de nogal y se volvió hacia el agradable rostro de la mulata.
—¿Ha venido alguien por la tarde? —preguntó.
—No, señor —contestó Elnora—. No hay nadie en la casa, que yo sepa. Miss Jenny se marchó a la reunión del club de la ciudad.
Bayard permaneció con un pie en el primer escalón, mirándola fijamente.
—¿Por qué demonios, negros malditos, siempre tenéis que mentir o no decir nada? —estalló de repente.
—Cielo santo, Coronel, ¿quién podría venir hasta aquí, si no es alguien que manden usted o Miss Jenny?
Pero él iba ya escaleras arriba, pisando furiosamente los peldaños. La mujer lo siguió con la vista unos instantes y después exclamó:
—¿Necesita usted a Isom o cualquier otra cosa?
Pero él siguió subiendo sin mirar atrás. Quizá no la había oído, y Elnora se quedó inmóvil viendo cómo se perdía de vista. «Se está haciendo viejo», dijo para sus adentros la mulata resignadamente; después dio media vuelta y, deslizándose más que andando, regresó por el fondo del vestíbulo al sitio de donde había venido.
Bayard se detuvo al llegar al primer piso. Las ventanas que daban a poniente estaban cubiertas con persianas, y la luz del sol que se filtraba en pálidas estrías casi disueltas, tan sólo contribuía a aumentar la penumbra. En el lado opuesto, la puerta alta que daba a un balcón enrejado muy estrecho, ofrecía el panorama del valle y del semicírculo de colinas que lo protegían hacia el este. A cada lado de esta puerta había una ventana estrecha con vidrios emplomados de diferentes colores que, junto con la hermana más joven de John Sartoris, que los trajo desde Carolina el año sesenta y nueve en un cesto lleno de paja, constituían el legado de su madre a Bayard en el lecho de muerte.
Esta tía era Virginia Du Pre, que vino a instalarse con ellos recién cumplidos los treinta años, cuando llevaba siete de viudez después de dos de matrimonio. Miss Jenny, una mujer esbelta con la misma nariz que todos los Sartoris aunque más delicada, y con la expresión de indomable y total cansancio que las mujeres del Sur habían aprendido a adoptar, llegó con su guardarropa y un baúl de mimbre lleno de cristales de colores. Era ella quien contó cómo había muerto Bayard Sartoris antes de la segunda batalla de Manassas. Después había vuelto a contarlo muchas veces (todavía seguía haciéndolo, ya octogenaria, y de ordinario en las ocasiones más inoportunas) y, a medida que pasaban los años, la historia se iba enriqueciendo, y adquiría el añejo esplendor de un buen vino; hasta que el alarde descabellado de dos muchachos tan temerarios como testarudos, emborrachados con su propia juventud, había llegado a convertirse en el punto culminante —lleno de arrojo y de trágica elegancia— gracias al cual la historia de la raza había salido de los antiguos pantanos de pereza espiritual, mediante dos ángeles valientes y llenos de encanto que, al caer y perderse, habían alterado el curso del acontecer humano, purificando las almas de los hombres.
Aquel Bayard de Carolina había resultado un bocado de difícil digestión hasta para los Sartoris. No tanto por oveja negra como por molestia llena de cualidades tan positivas como poco previsibles. Tenía unos ojos azules muy alegres y el cabello, que llevaba más bien largo, le caía en rizos leonados sobre las sienes. Su rostro atezado lucía la expresión de sincera y denodada simplicidad con que nos imaginamos a Ricardo antes de partir para las Cruzadas, y en una ocasión, persiguiendo a un zorro, azuzó a sus perros de caza para que atravesaran una rústica capilla en la que se celebraba una ceremonia metodista de renovación espiritual; treinta minutos más tarde (después de capturar el zorro) volvió solo y se metió junto con su caballo en la indignada asamblea que se produjo tras su primera invasión. Todo ello simplemente para divertirse: como todas sus acciones demostraban claramente, creía con demasiada firmeza en la providencia para tener convicciones religiosas. De manera que cuando Fort Moultrie cayó y el gobernador se negó a entregarlo,[2] los Sartoris no lo lamentaron demasiado, al menos privadamente, porque significaba darle una ocupación a Bayard.
En Virginia, como ayudante de campo de Jeb Stuart,[3] a Bayard no le faltó quehacer. Habría que decir más bien como el ayudante de campo, porque los otros subalternos de Stuart eran soldados empeñados en ganar una guerra y necesitados de descabezar un sueño de cuando en cuando: Bayard Sartoris era el único dispuesto, e incluso deseoso, de retrasar sueño y seguridad hasta el momento en que la monotonía reinara otra vez en el mundo. Porque mientras tanto estaba de fiesta y no aceptaba restricciones de ninguna clase.
La guerra fue también un regalo celestial para Jeb Stuart, y poco después, recortados contra la turbia y sangrienta mediocridad de las campañas en el norte de Virginia, él a los treinta años y Bayard Sartoris a los veintitrés, se destacaron brevemente como dos estrellas llameantes, engalanadas con el laurel de la Fama y el mirto y las rosas de la Muerte, imprevisibles y repentinos como meteoros en el agitado cielo militar del general Pope, arrojando sobre él, como un manto no solicitado, la notoriedad que su talento de soldado nunca le hubiera conseguido. Y siempre por pura diversión: ni Jeb Stuart ni Bayard Sartoris, como sus acciones demostraron claramente, tenían convicciones políticas de ningún tipo.
La tía Jenny contó la historia por primera vez poco después de su llegada. Estaban en Navidades, reunidos ante un fuego de buena madera en la biblioteca reconstruida: la tía Jenny, de rostro triste y expresión decidida, John Sartoris, barbado y con perfil de halcón, sus tres hijos y un huésped: el ingeniero escocés que John Sartoris había conocido en Méjico el año cuarenta y cinco y que le estaba ayudando a construir el ferrocarril.
El trabajo en la vía férrea se había suspendido con motivo de las fiestas y John Sartoris y el ingeniero regresaron aquel día al atardecer desde el sitio en las colinas del norte hasta donde habían llegado con la vía, y estaban sentados junto al fuego después de cenar. El sol se había puesto entre esplendores escarlatas, helando el aire y dejándolo tan quebradizo como un cristal fino, cuando entró Joby en la habitación con una brazada de leña. Puso otro tronco en el fuego, y en el aire seco las llamas crepitaron y los leños crujieron, despidiendo brasas agonizantes por toda la chimenea.
—¡Navidad! —exclamó Joby con la reposada y sencilla satisfacción propia de su raza, mientras con el cañón de una escopeta yanqui que estaba en la esquina de la chimenea hurgaba entre los troncos incandescentes hasta que las chispas subieron en espiral por el hueco de la chimenea como fantásticos velos dorados.
—¿Habéis oído, niños?
La hija mayor de John Sartoris tenía veintidós años e iba a casarse en junio; Bayard tenía veinte y la hermana más pequeña diecisiete; de manera que la tía Jenny, a pesar de su ya larga viudez, no era más que otra niña para Joby. El negro volvió a dejar el cañón de la escopeta en su sitio y prendió una larga astilla de pino en el hogar para encender las velas. Pero la tía Jenny lo detuvo con un gesto y él se marchó en seguida: una figura sin prestancia, agachada y gris por la edad, con una vieja librea demasiado grande para él; y tía Jenny, hablando siempre de Jeb Stuart como Míster Stuart, contó su historia.
Tenía que ver con una tarde de abril y con café. O más bien con su falta. El destacamento de Stuart estaba reunido en la perfumada oscuridad bajo una luna nueva, hablando de mujeres y de placeres muertos y pensando en el hogar. No lejos los caballos se movían en la oscuridad produciendo sonidos intranquilos y los fuegos de la acampada quedaban reducidos a puntos incandescentes semejantes a luciérnagas agotadas; en algún sitio que no estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos el ordenanza del General tocaba en la guitarra acordes sueltos que permanecían largo tiempo suspendidos en el aire. Se alimentaban así con la intensidad de la primavera y la tristeza inmemorial de la juventud, olvidados de fatiga y gloria, recordando en cambio otras veladas de Virginia con violines sobre los innumerables candelabros y ritmos graves y frágiles aprendidos entre risas despreocupadas, al tiempo que pensaban ¿Cuándo volverán a existir? ¿Iré yo a alguno? hasta hundirse a fuerza de hablar en un estado de desesperada nostalgia en el que las frases se hacían cada vez más cortas y cada vez menos frecuentes. Entonces el General se animó y los hizo volver a la realidad habiéndoles de café o más bien de su falta.
Esta conversación sobre el café desembocó poco después en una expedición nocturna, primero por carreteras y luego por bosques tan negros como el alquitrán, donde los caballos avanzaban al paso y los jinetes montaban con un sable o un mosquetón a manera de escudo, para evitar que ramas invisibles los arrebataran de la silla; así siguieron hasta que el bosque se aclaró con las primeras sombras del amanecer. Para entonces el grupo de veinte estaba ya muy dentro de las líneas federales. Al hacerse realidad la aurora, los jinetes renunciaron a ocultarse y avanzaron al galope —desbaratando asombradas patrullas que regresaban plácidamente a sus campamentos o grupos de fajina que se ponían en marcha con picos, palas y hachas en el dorado amanecer— hasta prorrumpir gritando en la loma donde el general Pope y su estado mayor desayunaban al fresco.
Dos hombres capturaron a un obeso comandante, y otros persiguieron brevemente a los oficiales que buscaron refugio en el bosque, pero la mayoría corrió hacia la tienda-almacén del general Pope y reaparecieron en seguida, después de devastarla como si por ella hubiera pasado un ciclón, acarreando provisiones diversas. Stuart y los tres oficiales que lo acompañaban detuvieron sus briosas monturas junto a la mesa y uno de ellos se agachó para alcanzar una enorme cafetera ennegrecida y ofrecérsela al General. Mientras el enemigo gritaba y disparaba sus mosquetones entre los árboles, ellos brindaban con café hirviendo, sin leche y sin azúcar, como si fuera el más exquisito de los licores.
—A la salud del general Pope —dijo Stuart, haciendo una inclinación desde su silla de montar al oficial capturado.
Después de beber ofreció la cafetera al comandante.
—Beberé, señor —replicó el otro—, agradeciendo a Dios que el General no esté aquí para responder en persona.
—Ya me pareció notar que se marchaba con cierta precipitación —dijo Stuart—. ¿Algún compromiso previo, quizás?
—Sí, señor. Con el general Halleck —confirmó el comandante con sequedad—. Siento que sea él nuestro adversario[4] en lugar de Lee.
—También lo siento yo, caballero —replicó Stuart—. A mí me gusta hacer la guerra contra el general Pope.
Las cornetas chillaban entre los árboles, unas cerca y otras más lejos, transmitiendo la alarma entre las brigadas repartidas por el bosque, mientras los tambores redoblaban desesperadamene y hasta los oídos de los sudistas desde los diseminados puestos de avanzada llegaban descargas de fusilería o disparos aislados como secos chasquidos de un abanico al abrirse, porque el nombre de «Stuart», al correr de destacamento en destacamento, había poblado de fantasmas grises los tranquilos bosques florecidos.
Stuart se dio la vuelta sobre la silla y sus hombres se acercaron, inmovilizando sus caballos con la mirada fija en él, haciendo de sus rostros enjutos y tensos, espejos que reflejaban la llama inextinguible que consumía a su jefe. Luego, desde la derecha les alcanzó algo que parecía una descarga organizada y que arrancó la cafetera de manos de Bayard Sartoris, además de cercenar hojas y rebotar con fiereza entre las moteadas ramas por encima de sus cabezas.
—Haga el favor de montarse —dijo Stuart al oficial capturado, y aunque el tono era exquisitamente cortés no había ya el menor asomo de ligereza—. Capitán Wyatt, su caballo es el más robusto: ¿tendría usted inconveniente…?
El capitán dejó libre un estribo y ayudó al prisionero a encaramarse tras él.
—¡En marcha! —dijo el General, y giró picando espuelas a su bayo. Con la atronadora coordinación de un único centauro, los veinte jinetes abandonaron el otero y se internaron en el bosque precisamente por el sitio de donde había salido la descarga, antes de que los escopeteros tuvieran tiempo para cargar de nuevo sus armas. Formas diminutas vestidas de azul se dispersaron precipitadamente por delante y por detrás mientras ellos se adentraban entre los árboles donde las balas zumbaban como abejas enfurecidas. Stuart llevaba en la mano su sombrero empenachado y sus largos rizos leonados, agitándose al ritmo de la marcha, parecían llamas de valor, ardiendo con el esplendor salvaje y autodestructor de su audacia.
Detrás y a un lado de ellos los mosquetones seguían apareciendo inesperadamente para disparar contra los fantasmas que cruzaban el bosque como relámpagos; y de brigada en brigada las cornetas repetían estridentes sus inoportunas alarmas. Stuart torció gradualmente hacia la izquierda, dejando todo el alboroto a sus espaldas. Al clarear el bosque galoparon formando una columna. El prisionero rebotaba desacompasadamente sobre el caballo del capitán Wyatt, y el General frenó el suyo para ponerse a la altura del brioso corcel negro que galopaba animosamente bajo su doble carga.
—Siento mucho las molestias que le estoy causando, señor —empezó diciendo con su exquisita cortesía—. Si quisiera usted indicarnos la posición aproximada de la estacada que quede más a mano, con mucho gusto capturaría una montura para usted.
—Gracias, General —replicó el prisionero—, pero a los comandantes se les reemplaza mucho más fácilmente que a los caballos. No le causaré ninguna molestia.
—Como usted prefiera —contestó Stuart fríamente.
El General picó espuelas para situarse otra vez a la cabeza de la columna. Galopaban ya siguiendo el rastro casi perdido de un antiguo camino que serpenteaba entre masas de maleza primaveral, y lo fueron siguiendo a buen paso hasta desembocar súbitamente en un claro. Ante ellos un escuadrón de caballería yanqui, inmovilizado por el asombro, detuvo sus caballos e inmediatamente se precipitaron hacia ellos a mayor velocidad.
Sin disminuir la marcha Stuart dio media vuelta y él y sus hombres volvieron a ocultarse en el bosque. Balas de pistola pasaron rozándoles la cabeza y el seco sonido de los disparos por encima del convergente tableteo de los cascos resultaba tan trivial como chasquidos de ramas quebradas. Stuart se salió del camino, lanzándose sin vacilación entre la maleza. Los jinetes federales los siguieron gritando y Stuart hizo describir a su grupo una curva muy cerrada, para detenerse jadeantes al abrigo de un bosquecillo muy denso. En seguida oyeron cómo sus perseguidores pasaban de largo.
Los hombres de Stuart regresaron al camino y volvieron sobre sus pasos, silenciosos y alertas. A su izquierda el ruido de los perseguidores se fue alejando hasta desaparecer en la distancia. Entonces galoparon de nuevo. Al espesarse el bosque se vieron obligados a avanzar al trote y finalmente pusieron sus monturas al paso. Aunque no se oían más disparos y también habían callado las cornetas, dentro del silencio, por encima del rápido y entrecortado respirar de los caballos y del latido de sus propios corazones retumbando dentro de sus oídos, persistía un algo innominado: una tensión que se extendía como una neblina entre los árboles, aunque los pájaros siguieran saltando de rama en rama, desconociendo su presencia o ignorándola simplemente, llenando de un algo portentoso los bosques empapados de rocío matutino.
Al divisar un resplandor blanco entre los árboles fronteros, Stuart alzó la mano y los jinetes detuvieron la marcha, observándole tranquilos y conteniendo la respiración para escuchar mejor. El General avanzó de nuevo, se internó entre la maleza hasta llegar a otro claro y los demás le siguieron: ante ellos se alzaba la loma con la abandonada mesa del desayuno y el almacén saqueado. Atravesaron el claro al trote y permanecieron inmóviles junto a la mesa mientras el General escribía algo apresuradamente sobre un trozo de papel. El claro soñaba tranquilo, sin sombra alguna de amenaza, bajo un día que se anunciaba soleado; embalsada en él yacía una paz profunda y duradera como un vino dorado; sin embargo, bajo aquella soledad y permeándola, seguía acechando un algo portentoso, que esperaba innominado, paciente, cerniéndose siniestro.
—Su espada, señor —ordenó Stuart.
El prisionero se despojó del arma, el General la recogió y con ella clavó la nota sobre la mesa. El mensaje decía lo siguiente: «Saludos del general Stuart al general Pope, con el pesar de no haber podido verlo. Repetirá la visita mañana».
Stuart tomó otra vez las riendas.
—¡En marcha! —dijo.
Descendieron la loma, cruzaron el claro vacío y con un galope corto volvieron al camino que habían atravesado al amanecer: el camino que les devolvía a sus líneas. Stuart regresó junto a su cautivo y al brioso caballo negro con la doble carga.
—Si nos orienta usted hacia la estacada más próxima le proporcionaré una montura adecuada —ofreció de nuevo.
—¿Pondrá en peligro el general Stuart, jefe de la caballería y mano derecha del general Lee, su seguridad y la de sus hombres, así como su propia causa, para proporcionar una comodidad pasajera a un prisionero de poca importancia? Eso no es valor: en la temeridad de un muchacho despreocupado y testarudo. En un radio de dos millas hay cerca de quince mil hombres; aunque sólo sean yanquis, ni siquiera el general Stuart puede vencerlos solo.
—No lo haría por el prisionero —respondió Stuart, altanero—, sino por el oficial que sufre los avatares de la guerra. Cualquier caballero haría lo mismo.
—Los caballeros no tienen nada que hacer en esta guerra —replicó el comandante—. Aquí no hay sitio para ellos. Son un anacronismo, como vlas anchoas.
Y añadió en seguida, burlonamente:
—El general Stuart no se ha llevado cautivas a nuestras anchoas. ¿Tiene quizá intención de mandar a Lee en persona a por ellas?
—Anchoas —repitió Bayard Sartoris que galopaba a poca distancia, e inmediatamente dio la vuelta a su caballo. Stuart lo llamó a gritos, pero él alzó una mano temeraria y testaruda y se alejó como un relámpago; y mientras el General se disponía a girar también para seguirlo, un centinela yanqui disparó su mosquetón desde el borde del camino y echó a correr por el bosque, dando la alarma. Inmediatamente se oyeron otras detonaciones por los alrededores y desde el bosque, a la derecha, llegaron los ruidos de un considerable contingente de hombres que se ponía precipitadamente en movimiento. Tras ellos, en dirección a la loma, cayó una descarga cerrada. Un tercer oficial picó espuelas para sujetar la montura de Stuart por la brida.
—Señor —exclamó—; ¿qué va usted a hacer?
Stuart encabritó al caballo mientras se oía tras ellos otra descarga que se fue extinguiendo en disparos aislados y que vino a caer en un área muy precisa. También el ruido de la derecha crecía, aproximándose.
—Déjame ir, Alian —dijo Stuart—. Es mi amigo.
Pero el otro siguió agarrado a la brida.
—Es demasiado tarde —explicó—. A Sartoris lo matarán; a usted lo capturarían.
—Siga adelante, señor, se lo ruego —añadió el prisionero—; ¿Qué es un hombre, frente a una fe renovada en la humanidad?
—¡Piense en Lee, General, por el amor de Dios! —imploró su ayudante—. ¡En marcha! —gritó a la tropa, picando espuelas a su caballo y arrastrando el del General hacia adelante al advertir que un destacamento de caballería federal salía del bosque detrás de ellos.
—Y así fue —terminó tía Jenny— cómo Míster Stuart siguió adelante y Bayard regresó en busca de las anchoas, con todo el ejército de Pope disparando contra él. Cabalgó gritando «¡Yaaaiiiiih, yaaaiiiiih, venid a por mí, muchachos!» hasta llegar a la loma; luego saltó por encima de la mesa del desayuno y entró sin desmontar en el destrozado almacén del General. Allí, un cocinero que se había escondido entre la confusión de sacos y cajones, sacó un brazo y disparó contra Bayard por la espalda con una pistola de cañón corto.
Mr. Stuart se abrió camino luchando y regresó a su campamento sin perder más que dos hombres. Siempre hablaba bien de Bayard. Decía que era un buen oficial y un jinete sin par, aunque demasiado temerario.
Durante algún tiempo permanecieron callados, iluminados por el fuego. Las llamas saltaban y estallaban en el hogar y las chispas se alzaban en penachos turbulentos chimenea arriba, y la breve carrera de Bayard Sartoris atravesó como una estrella fugaz la oscura explanada de sus respectivos recuerdos y sufrimientos, iluminándola con el súbito resplandor de un silencioso fuego de artificio y dejando una especie de brillo después de extinguirse. El ingeniero escocés, que había escuchado en silencio, tardó un buen rato en hablar.
—Cuando Bayard volvió al campamento enemigo, no estaba seguro de que hubiera anchoas, ¿verdad?
—El mayor yanqui dijo que estaban allí —replicó tía Jenny.
—Sí, claro.
Pero el escocés siguió meditando sobre el asunto.
—Y… ¿Mr. Stuart regresó al día siguiente, como decía en la nota?
—Regresó aquella misma tarde —explicó tía Jenny—, en busca de Bayard.
Cenizas rosadas tan suaves como plumas revoloteaban por el hogar hasta caer y diluirse en grises sutiles. John Sartoris se inclinó hacia el fuego y atizó los leños incandescentes con el cañón del fusil yanqui.
—Creo que nunca ha habido en el mundo otro ejército como aquél —dijo.
—Sí —reconoció tía Jenny—. Y Bayard era el más loco de todos.
—Sí —admitió sobriamente John Sartoris—. Bayard era un caso aparte.
El escocés habló de nuevo.
—Ese Míster Stuart, que llamó temerario a su hermano, ¿quién era?
—Era Jeb Stuart, el general de caballería —contestó tía Jenny.
Luego siguió cavilando durante un rato junto al fuego; su pálido rostro, de indómita altivez, se dejó ganar momentáneamente por una reposada ternura.
—Tenía un extraño sentido del humor —dijo—. Nada le pareció nunca tan divertido como la imagen del general Pope en camisa de dormir.
Después se sumió otra vez en algún ensueño más allá de la rosada fortaleza de cenizas.
—Pobre hombre —dijo.
Luego añadió suavemente:
—Una vez bailé un vals con él en Baltimore en el año cincuenta y ocho.
Y su voz resultaba tan orgullosa y sosegada como banderas sobre el polvo.
Pero la puerta estaba cerrada, y la poca luz que se filtraba por las vidrieras de colores tenía la riqueza solemne de un tapiz antiguo. A la izquierda quedaba el cuarto de su nieto, el cuarto donde, el pasado octubre, habían muerto su mujer y su hijo. Permaneció junto a la puerta durante un momento y luego la abrió suavemente. Las persianas estaban cerradas y la habitación, vacía; y él se quedó un rato en el quicio, rodeado de oscuridad. Después cerró dando un portazo y echó a andar haciendo retumbar la casa bajo sus pasos con la insensibilidad para los ruidos característica de los sordos. Al entrar en su alcoba dio otro violento portazo, ya que era aquélla su manera habitual de cerrar las puertas.
Después de sentarse se quitó los zapatos: el calzado que dos veces al año le hacía a la medida una firma de Saint Louis. Luego se levantó y se llegó hasta la ventana sólo con los calcetines puestos. En el patio de atrás su yegua, ya ensillada, estaba atada a una morera y un muchacho negro, tan ñaco como un galgo y de movimientos igualmente fluidos, haraganeaba a su lado, disfrutando de la forzosa inmovilidad de la espera. Procedente de la cocina, aunque invisible desde su ventana, la inacabable salmodia de Elnora menguaba y crecía en la pereza de la tarde sin que Bayard pudiera oírla.
El anciano cruzó la habitación para abrir el armario y sacar de él un par de botas de montar llenas de cicatrices y manchas. Después de ponérselas a empellones sacó un cigarro de la caja que había en la mesilla junto a la enorme cama de nogal, y permaneció durante algún tiempo con el puro entre los dientes sin acordarse de encenderlo. A través de la tela del bolsillo su mano tocó la pipa; la sacó para mirarla de nuevo, y le pareció oír aún al viejo Falls, recordando a voz en grito:
—El Coronel estaba sentado en una silla, descalzo, con los pies sobre la barandilla del porche, y fumaba en esta misma pipa que ahora tienes en la mano. Louvinia, sentada en un escalón, pelaba en un cuenco guisantes para la cena. Te aseguro que a nadie le parecía mal un plato de guisantes en aquellos días. Y tú estabas recostado contra una columna. No había nadie más, excepto tu tía, la que vivió aquí antes de que llegara Miss Jenny. El Coronel había enviado a las dos chicas a Memphis a casa de tu abuelo la primera vez que fue a Virginia con aquel regimiento que se dio la vuelta y le quitó el mando mediante una votación. Votaron contra él porque tu padre no estaba dispuesto a confraternizar con el primer ratero que aparecía llevando un fusil de desecho y diciendo que era soldado. Tú estabas todavía creciendo, si no recuerdo mal. ¿Cuántos años tenías entonces, Bayard?
—Catorce.
—¿Cómo dices?
—Catorce. ¿Es que tengo que repetirlo cada vez que me cuentas esa maldita historia?
—Estabais todos sentados cuando entraron los yanquis y se acercaron al trote por la avenida.
»A Louvinia se le cayó el cuenco de los guisantes y dio un chillido, pero el Coronel le dijo que se callara y fuera corriendo a por sus botas y a por sus pistolas y las tuviera preparadas en la puerta trasera; y tú saliste como un rayo camino del establo para ensillar el semental. Y cuando los otros se pararon delante de la casa, justo en el sitio donde está ahora el arriate, no quedaba en el porche más que el Coronel, tan repanchigado como si nunca hubiera oído hablar de los yanquis.
»Ellos se quedaron allí sin desmontar, preguntándose unos a otros si aquélla era o no la casa; mientras, el Coronel seguía con los pies en la barandilla, mirándolos tan boquiabierto como un palurdo. El oficial yanqui le dijo a uno de sus hombres que fuera hasta el establo y viera si había algún caballo. Después se volvió hacia el Coronel: “Oye, Johnny, ¿dónde vive John Sartoris, el rebelde?” “Vive un poco más allá carretera abajo —contestó el Coronel sin pestañear siquiera—. Cosa de dos millas. Pero no lo van a encontrar. Se ha marchado otra vez a luchar contra los yanquis”. “Bueno; de todas maneras será mejor que vengas con nosotros para enseñarnos el camino”, dijo el oficial.
»De manera que el Coronel se levantó muy despacio y les dijo que le dejaran coger las botas y el bastón, y entró cojeando en la casa, mientras ellos esperaban a caballo.
»Tan pronto como lo perdieron de vista echó a correr. La vieja Louvinia lo estaba esperando en la puerta de atrás con la chaqueta, las botas, las pistolas y un bocadillo de pan de maíz. El otro yanqui había entrado a caballo en el establo y el Coronel envolvió con la chaqueta las cosas que le daba Louvinia y echó a andar por el patio de atrás como si estuviera dando un paseo. Cuando el yanqui apareció otra vez en la puerta del establo, dijo: “Aquí no queda ningún animal”. “Creo que no —contestó el Coronel; y luego añadió, mientras seguía andando—: Su capitán dice que vuelva usted con ellos”. Sentía cómo el yanqui lo vigilaba, clavándole los ojos en la espalda, en el sitio exacto por donde entraría la bala. El Coronel contaba después que lo más difícil que hizo en toda su vida fue cruzar aquel patio de espaldas al yanqui sin echar a correr. Quería llegar a la esquina del establo, para poner cuanto antes una pared por medio y le pareció que llevaba un año andando sin avanzar un milímetro; tampoco se atrevía a mirar para atrás. Y dijo que no pensaba en nada, excepto en lo bien que había hecho mandando a las chicas a Memphis; y que no se acordó ni una vez de tu tía, la que estaba en la casa, porque era una Sartoris de pura cepa, dijo, y capaz de hacer frente a una docena de yanquis.
»Cuando el soldado empezó a llamarlo a gritos, el Coronel siguió andando sin mirar para atrás ni hacer movimientos bruscos; pero cuando el yanqui volvió a gritar y el Coronel oyó moverse el caballo, decidió que había llegado el momento de aligerar el paso. Dobló la esquina del establo al mismo tiempo que el soldado empezaba a disparar y para cuando el otro llegó hasta allí, él corría ya por entre la maleza hacia el arroyo donde tú lo esperabas escondido entre los sauces con el semental.
»Y allí te quedaste sujetando el caballo, con la patrulla yanqui dando gritos cada vez más cerca, mientras el Coronel se ponía las botas. Y antes de marcharse te encargó que le dijeras a tu tía que no podría cenar en casa aquella noche.
—Pero, ¿para qué me la das ahora, después de tanto tiempo? —le había preguntado Bayard, y el viejo Falls había dicho que el asilo no era un sitio adecuado para la pipa de John Sartoris.
—Era una cosa que llevaba en el bolsillo y de la que disfrutó en aquellos días. Todo resultaba diferente mientras construíamos el ferrocarril. Decía muchas veces que cualquier sábado por la noche acabaríamos en el asilo. Más probablemente en el cementerio, cabalgando como él lo hacía de día y de noche y de un extremo a otro de la vía con las alforjas llenas de dinero, tan sólo una traviesa por delante del asilo, como solía repetir. Fue entonces cuando cambiaron las cosas. Cuando tuvo que empezar a matar gente. Como aquellos dos aventureros del Norte que vinieron a revolucionar a los negros para que votaran y el Coronel entró en la habitación en la que estaban sentados detrás de una mesa, con las pistolas delante; o como el ladrón y aquel otro tipo que mató: a todos con la misma pistola de cañón corto. Cuando una persona empieza a matar gente, la mayor parte de las veces tiene que seguir matando. Y cuando le pasa eso es como si ya estuviera muerto.
A John Sartoris se le notaba ya en la frente —aquella sombra oscura de fatalidad y destrucción—, la noche que se sentó a cenar en el comedor bajo la luz de las velas y empezó a dar vueltas a la copa de vino entre los dedos mientras hablaba con su hijo. El ferrocarril estaba terminado, acababa de ganar las elecciones para la legislatura del Estado después de una campaña dura y despiadada y en su frente se había posado la sombra de la fatalidad y también un poco de hastío.
—De manera —dijo—, que Redlaw acabará mañana conmigo porque iré desarmado. Estoy cansado de matar hombres… Pásame el vino, Bayard.
Y al día siguiente ya estaba muerto, como si no hubiera hecho otra cosa que esperar aquel desenlace para librarse de la torpe limitación de huesos y aliento; como si al perder el sentimiento de frustración producido por la propia carne, pudiera ya tensar y dar forma a lo que brotaba de él convertido en la inevitable apariencia de su sueño, y ser así evocado, como un genio o una deidad, por los tediosos recuerdos de un anciano analfabeto o por una pipa chamuscada de la que hasta el rancio olor a tabaco quemado se había esfumado muchos años atrás.
El viejo Bayard salió de su ensimismamiento y dejó la pipa sobre la cómoda. Luego bajó pesadamente las escaleras y salió de la casa por la puerta trasera.
Isom, poniéndose en movimiento sin el menor gesto brusco, desató la yegua y ofreció el estribo a su amo. Bayard se montó y acordándose por fin de que llevaba el cigarro en la boca, lo encendió. El muchacho negro abrió el primer portón, volvió a cerrarlo tras el caballo y corrió para abrir el segundo, traspasado el cual, el jinete se encontraría ya en campo abierto. Bayard se alejó dejando flotar tras de sí el humo acre de su cigarro. De no se sabe dónde, surgió en seguida un setter inglés para situarse al lado de la yegua y acomodarse a su paso.
Elnora, en el centro de la cocina con las piernas al aire, empapó una vez más la bayeta en el agua del cubo y volvió a dejarla caer pesadamente sobre el suelo.
Cuando el pecador se levanta del banco de los que gimen,
y se pasa al banco de los penitentes,
el predicador le pregunta por qué lo hace
y el otro le contesta: «El predicador se va con las mujeres igual que yo».
¡Señor, señor!
Eso es lo que pasa hoy día con la iglesia.