Amigos, he pasado ya algunas semanas hablando de literatura latinoamericana con un grupo de estudiantes de esta universidad, y me alegra decir hoy ante ustedes, estudiantes o público en general, que el diálogo que he tenido y que sigo teniendo en cada una de nuestras reuniones va mucho más allá de lo que hubiera podido imaginar antes de llegar aquí. Contrariamente a lo que algunos pensarían e incluso a lo que desearían por razones estrictamente académicas, mi diálogo con los estudiantes ha tenido una amplitud que va mucho más allá de esa simple curiosidad literaria, que en otros centros de estudios es simplemente una curiosidad libresca o erudita que pretende entender una literatura moderna con los mismos criterios que se aplican para entender la poesía isabelina, el Neoclasicismo alemán o el Romanticismo francés. Confieso que al principio tuve miedo de que los estudiantes esperaran de mí algo parecido, pero bastó muy poco tiempo para que ellos y yo nos encontráramos en un terreno común, el de una literatura viviente y actual, una literatura que se sigue haciendo mientras hablamos de ella y que cambia y evoluciona dentro de un contexto histórico igualmente cambiante. Lo que quisiera decir hoy aquí responde a ese contacto cada día más estrecho entre lo que se escribe y lo que está sucediendo en América Latina. Frente a la interacción e interfusión de la realidad histórica con nuestra producción literaria, mi deber como latinoamericano escritor es el de poner el acento en esos puntos de contacto, tantas veces dejados de lado por quienes siguen pensando que una novela, un cuento o un poema, por el solo hecho de haber sido impresos e incorporados a las bibliotecas, valen por lo que son y solamente así como obra de creación imaginativa. Esto ni siquiera es cierto cuando se habla de los grandes clásicos, ya que los más minuciosos análisis estilísticos de su contenido tienen sólo un valor académico si dejan de lado las circunstancias y las razones que llevaron a un Virgilio, a un Shakespeare o a un Cervantes a escribir lo que escribieron; y no hablo solamente de sus motivaciones personales sino de las fuerzas que actuaron en torno de ellos en su tiempo volviéndolos parte de un inmenso todo, de una realidad que su genio habría de traducir e incluso modificar como sólo puede hacerlo la más alta creación literaria y artística.
Más que nunca, en estas últimas décadas, un escritor latinoamericano responsable tiene el deber elemental de hablar de su propia obra y de la de sus contemporáneos sin separarlas del contexto social e histórico que las fundamenta y les da su más íntima razón de ser. En todo caso yo no estaría hoy aquí si tuviera que limitarme a comentar los productos literarios como entidades aisladas, nacidas tan sólo del mero y hermoso placer de la creación estética. Otros podrían hacerlo tanto mejor que yo, y además es bueno y necesario que lo hagan, porque la literatura es un diamante de múltiples facetas y cada una de ellas refleja un momento y una gama de la luz de la realidad exterior e interior, física y mental, política y psicológica. Pero los que escribimos hoy con un sentimiento de participación activa en lo que nos rodea, eso que algunos llamarán compromiso y otros ideología, y que yo prefiero llamar responsabilidad frente a nuestros pueblos, esos escritores no pueden ni quieren hablar solamente de libros sino también de lo que está ocurriendo antes, durante y después de los libros en cualquiera de nuestros países. Si ningún hombre es una isla, para decirlo con las palabras de John Donne, los libros que cuentan en nuestro tiempo tampoco son islas, y es precisamente por eso que cuentan para sus lectores, que no tardan en distinguirlos de la literatura más convencional o más prescindente. Por eso, en lo que quiero decirles hoy, mi visión de la literatura latinoamericana de nuestros días será la de alguien para quien un libro es solamente una de las múltiples modalidades que asumen nuestros pueblos para expresarse, para interrogarse, para buscarse en el torbellino de una historia sin piedad, de un drama en el que el subdesarrollo, la dependencia y la opresión se coaligan para acallar las voces que nacen aquí y allá en forma de poemas, canciones, teatro, cine, pinturas, novelas y cuentos. Entre nosotros esas voces nacen muy pocas veces de la felicidad, en esas voces hay más de grito que de canto. Hablar de nuestra literatura dentro de esta perspectiva es una manera de escuchar esas voces, de entender su sentido y también —por lo menos es mi deseo como escritor— de sumarse a ellas en una lucha común por el presente y el futuro de América Latina.
Desde luego algunos pensarán que aproximar tan estrechamente la noción de realidad y de literatura es una perogrullada, en la medida en que toda literatura es siempre una expresión directa o indirecta de algún aspecto de la realidad. El solo hecho de que cualquier libro esté escrito en un idioma determinado, lo coloca automáticamente en un contexto preciso a la vez que lo separa de otras zonas culturales, y tanto la temática como las ideas y los sentimientos del autor, contribuyen a localizar todavía más este contacto inevitable entre la obra escrita y su realidad circundante. Sin embargo, cuando se trata de obras de ficción como la novela o el cuento, los lectores tienden muchas veces a tomar los libros como quien admira o huele una flor sin preocuparse demasiado por la planta de la cual ha sido cortada esa flor. Incluso si nos interesamos por la biografía del autor y si el tema nos atrae como reflejo de un medio ambiente determinado, casi siempre ponemos el acento en la invención novelesca y en el estilo del escritor, es decir en sus rasgos específicamente literarios. Leemos por placer, y ya se sabe que el placer no tiene buena memoria y casi en seguida busca renovarse en una nueva experiencia placentera igualmente fugitiva. Es perfectamente legítimo que en general los lectores abran un libro para gozar de su contenido y no para tratar de adivinar lo que sucedía en torno al libro mientras su autor lo estaba escribiendo. Pero los problemas son muy diferentes en el caso de ese tipo de lectores que no solamente saborean el contenido de un libro sino que a partir de ese contenido se plantean diversas cuestiones que los preocupan más allá del placer literario. Ese tipo de lectores es cada vez más frecuente en los países latinoamericanos, y responde a las características dominantes de nuestro tiempo en materia de comunicación. Vivimos una época en la que los medios informativos nos proyectan continuamente más allá de nuestros contextos locales para situarnos en una estructura más compleja, más variada y más digna de nuestras posibilidades actuales de cultura. Abrir un periódico o la pantalla de la televisión significa entrar en dimensiones que se expanden en diagonal, iluminando sucesivamente diferentes zonas de la actualidad, con lo cual los hechos aparentemente más aislados terminan por ser vistos y apreciados dentro de un conjunto infinitamente variado que puede ayudar a comprenderlos mejor; y esto, ustedes lo saben, es evidente en materia de política mundial, de economía, de relaciones internacionales, de tecnologías. Y si es así, ¿por qué habría de escapar la literatura a esta ansiedad, a este deseo de abarcar no solamente los hechos sino sus interrelaciones? El libro que hoy llega a mis manos nació hace cinco o seis años en Guatemala o Perú o la Argentina. Es obvio que puedo leerlo sin preocuparme por las circunstancias que lo motivaron o lo condicionaron, pero también es obvio que cada vez hay más lectores para quienes una obra literaria sigue siendo lo que es, un hecho estético que se basta a sí mismo, pero que al propio tiempo lo sienten como una emanación de fuerzas, tensiones y situaciones, que la llevaron a ser como es y no de otra manera. Este tipo de lector cada día más frecuente en nuestros países, goza como cualquier otro con el contenido literario de un cuento o una novela, pero a la vez se asoma a ese contenido con una actitud interrogante; para él los libros que escribimos son siempre literatura, pero además son proyecciones sui generis de la historia, son como las flores de una planta que ya no puede ser ignorada puesto que esa planta se llama tierra, nación, pueblo, razón de ser y destino.
Es así como a lo largo de las últimas décadas la noción de literatura ha asumido un matiz diferente tanto para la mayoría de los autores como de los lectores latinoamericanos. Para empezar, en esas décadas se ha producido la gran eclosión de una literatura resueltamente orientada hacia una búsqueda de nuestras raíces auténticas y de nuestra verdadera identidad en todos los planos, desde el económico hasta el político y el cultural. Si la ficción sigue siendo ficción, si las novelas y los cuentos continúan dándonos universos más o menos imaginarios como corresponde a esos géneros, es más que evidente que en la segunda mitad del siglo los escritores latinoamericanos han entrado en una madurez histórica que antes sólo se daba excepcionalmente. En vez de imitar modelos extranjeros, en vez de basarse en estéticas o en «ismos» importados, los mejores de entre ellos han ido despertando poco a poco a la conciencia de que la realidad que los rodeaba era su realidad, y que esa realidad seguía estando en gran parte virgen de toda indagación, de toda exploración por las vías creadoras de la lengua y la escritura, de la poesía y de la invención ficcional. Sin aislarse, abiertos a la cultura del mundo, empezaron a mirar en torno y comprendieron con pavor y maravilla que mucho de lo nuestro no era todavía nuestro porque no había sido realmente asumido, recreado o explicado por las vías de la palabra escrita. Quizá uno de los ejemplos más admirables lo haya dado en este campo la poesía de Pablo Neruda cuando después de un comienzo semejante al de tantos otros poetas de su época, inicia una lenta, obstinada, obsesionante exploración de lo que lo rodeaba geográficamente, el mar, las piedras, los árboles, los sonidos, las nubes, los vientos. Y de ahí, avanzando paso a paso como el naturalista que estudia el paisaje y sus criaturas, la visión poética de Neruda ingresa en los hombres, en el pueblo tan ignorado por la poesía llamada culta, en su historia desde antes de la Conquista española, todo eso que dará el paso prodigioso que va de Residencia en la tierra al Canto general.
Paralelamente a este avance de la poesía en una realidad casi siempre sustituida hasta entonces por nostalgias de lo extranjero o conceptos estereotipados, los novelistas y los cuentistas cumplieron derroteros similares, y podría decirse que el conjunto de los mejores libros en esta segunda mitad del siglo es como un gran inventario de la realidad latinoamericana, que abarca desde los conflictos históricos y geopolíticos hasta los procesos sociológicos, la evolución de las costumbres y los sentimientos, y la búsqueda de respuestas válidas a las grandes preguntas conscientes o inconscientes de nuestros pueblos: ¿Qué somos, quiénes somos, hacia dónde vamos?
Siempre he pensado que la literatura no nació para dar respuestas, tarea que constituye la finalidad específica de la ciencia y de la filosofía, sino más bien para hacer preguntas, para inquietar, para abrir la inteligencia y la sensibilidad a nuevas perspectivas de lo real. Pero toda pregunta de ese tipo es siempre más que una pregunta, está probando una carencia, una ansiedad por llenar un hueco intelectual o psicológico, y hay muchas veces en que el hecho de encontrar una respuesta es menos importante que el de haber sido capaz de vivir a fondo la pregunta, de avanzar ansiosamente por las pistas que tiende a abrir en nosotros. Desde ese punto de vista la literatura latinoamericana actual es la más formidable preguntona de que tengamos memoria entre nosotros, y ustedes, los lectores jóvenes, lo saben bien y si asisten a conferencias y lecturas literarias es para hacer preguntas a los autores en vez de solamente escucharlos como las generaciones anteriores escuchaban a sus maestros.
Leer un libro latinoamericano es casi siempre entrar en un terreno de ansiedad interior, de expectativa y a veces de frustración frente a tantos interrogantes explícitos o tácitos. Todo nos salta a la cara y muchas veces quisiéramos pasar al otro lado de las páginas impresas para estar más cerca de lo que el autor buscó decirnos o mostrarnos. En todo caso ésa es mi reacción personal cuando leo a García Márquez, a Asturias, a Vargas Llosa, a Lezama Lima, a Fuentes, a Roa Bastos, y conste que sólo cito nombres mayores sobre los cuales todos podemos entendernos, pero mi reacción es la misma frente a novelas, cuentos o poemas de escritores más jóvenes y menos conocidos, que por suerte abundan en nuestros países.
Si los lectores que viven lejos de América Latina comparten cada vez más este deseo de valerse de nuestra literatura como una de las posibilidades de conocernos mejor en muy diversos planos, fácil les será imaginar a ustedes hasta qué punto los lectores latinoamericanos, en cuya propia casa nacen todos estos libros, estarán ansiosos de interrogar y de interrogarse. Es aquí que una nueva noción, yo diría un nuevo sentimiento de la realidad, se abre paso en el campo literario, tanto del lado de los escritores como de sus lectores, que finalmente son una sola imagen que se contempla en el espejo de la palabra escrita y establece un maravilloso, infinito puente entre ambos lados. El producto de este contacto cada día más profundo y crítico de lo literario con lo real, del libro con el contexto en que es imaginado y llevado a término, está teniendo consecuencias de una extraordinaria importancia en ese plano que, sin dejar de ser cultural e incluso lúdico, participa cada vez con mayor responsabilidad en los procesos geopolíticos de nuestros pueblos. Dicho de otra manera, si en otro tiempo la literatura representaba de algún modo unas vacaciones que el lector se concedía en su cotidianeidad real, hoy en día en América Latina es una manera directa de explorar lo que nos ocurre, interrogarnos sobre las causas por las cuales nos ocurre, y muchas veces encontrar caminos que nos ayuden a seguir adelante cuando nos sentimos frenados por circunstancias o factores negativos.
Hubo una larga época en nuestros países en que ser político era algo así como una profesión exclusiva que pocas veces hubiera tentado a un escritor literario, que prefería delegar los problemas históricos o sociales en esos profesionales y mantenerse en su universo eminentemente estético y espiritual. Pero esta distribución de tareas ha cambiado en las últimas décadas. muy especialmente en los países latinoamericanos, y eso se advierte sobre todo en el nivel de la juventud. Cada vez que me ha tocado hablar ante estudiantes universitarios o jóvenes en general, sea en los Estados Unidos, en Europa o en un país latinoamericano, sus preguntas sobre lo que podríamos llamar literatura pura se ven siempre desbordadas por las que me hacen sobre cuestiones tales como el compromiso del escritor, los problemas intelectuales en los países sometidos a regímenes dictatoriales, y otras preocupaciones en las cuales el hecho de escribir y leer libros literarios es visto dentro de un contexto que lo precede y lo desborda. Podemos decirlo sin ironía ni falta de respeto: para hablar exclusivamente de literatura latinoamericana hay que crear un ambiente bastante parecido al de una sala de operaciones, con especialistas que rodean al paciente tendido en la camilla, y ese paciente se llama novela o cuento o poema. Cada vez que me ha tocado estar en uno de esos quirófanos en calidad de espectador o de paciente, he salido a la calle con un enorme deseo de beber vino en un bar y mirar a las muchachas en los autobuses. Y cada día que pasa me parece más lógico y más necesario que vayamos a la literatura —seamos autores o lectores— como se va a los encuentros más esenciales de la existencia, como se va al amor y a veces a la muerte, sabiendo que forman parte indisoluble de un todo, y que un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página.
Nuestra realidad latinoamericana, sobre la cual se ha ido creando cada vez más nuestra literatura actual, es una realidad casi siempre convulsa y atormentada, que con pocas y hermosas excepciones supone un máximo de factores negativos, de situaciones de opresión y de oprobio, de injusticia y de crueldad, de sometimiento de pueblos enteros a fuerzas implacables que los mantienen en el analfabetismo, en el atraso económico y político. Estoy hablando de procesos más que conocidos, en los que las minorías dominantes, con una permanente complicidad de naciones que, como bien lo saben los Estados Unidos, encuentran en nuestras tierras el campo ideal para su expansión imperialista, persisten en aplastar a los muchos en provecho de los pocos. Es en ese dominio manchado de sangre, de torturas, de cárceles, de demagogias envilecedoras, que nuestra literatura libra sus batallas como en otros terrenos los libran los políticos visionarios y los militantes que tantas veces dan sus vidas por una causa que para muchos parecería utópica y que sin embargo no lo es, como acaba de demostrarlo con un ejemplo admirable ese pequeño pueblo inquebrantable que es el pueblo de Nicaragua, y como está ocurriendo, en este momento en El Salvador y continuará mañana en otros países de nuestro continente.
Por eso hay que subrayarlo muy claramente: Si por fortuna es cierto que en algunos países latinoamericanos la literatura no solamente puede darse en un clima de mayor libertad sino incluso apoyar resueltamente las mejores líneas conductoras de sus gobernantes, hay en cambio otros en los que la literatura es como cuando alguien canta en una celda, rodeado de odio y de desconfianza. Cada vez que un lector abre uno de los libros escritos dentro o fuera de esos países donde el pensamiento crítico y hasta la mera imaginación son vistos como un crimen, debería leerlo como si recibiera el mensaje de una de esas botellas que legendariamente se echaban al mar para que llevaran lo más lejos posible un mensaje o una esperanza. Si la literatura contiene la realidad, hay realidades que hacen todo lo posible por expulsar la literatura; y es entonces que ella, lo mejor de ella, la que no es cómplice o escriba o beneficiada de ese estado de cosas, recoge el desafío y denuncia esa realidad al describirla, y su mensaje termina, siempre, por llegar a destino; las botellas son recogidas y abiertas por lectores que no solamente comprenderán sino que muchas veces tomarán posición, harán de esa literatura algo más que un placer estético o una hora de descanso.
A esta altura creo que un viaje que podemos hacer todos nosotros a lo concreto valdrá más que seguir acumulando ideas generales. Cabría por ejemplo hablar de realidad y literatura en la Argentina, sin olvidar que esta particularización admite por desgracia una gran cantidad de extrapolaciones igualmente válidas en diversos países de América Latina, para empezar los vecinos del mío en eso que se da en llamar el Cono Sur, es decir Chile, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Mi país, desde el punto de vista de la realidad histórica, ofrece hoy una imagen tan ambigua que, en manos de los profesionales de la política y de la información al servicio de las peores causas, es mostrada con frecuencia como un ejemplo positivo que muchas veces puede engañar a cualquiera que no conozca las cosas desde más cerca y desde más hondo.
Voy a resumir muy brevemente esa realidad. Después de un período turbulento y confuso, en el que la actual junta militar argentina desató una represión implacable contra diversas tendencias liberadoras nacidas de la época igualmente confusa del peronismo, se ha entrado en una etapa de calma superficial, en la cual se está asentando y consolidando un plan económico que suele ser presentado con la etiqueta de «modelo argentino». Frente a las espectaculares realizaciones de este modelo, no solamente muchos argentinos mal informados o dispuestos a aprovechar de la situación, sino también una parte considerable de la opinión pública internacional, consideran que se ha entrado en un período positivo y estable de la vida material e institucional del país. Por un lado, comisiones investigadoras como la de la Organización de los Estados Americanos han comprobado el terrible panorama que presenta una nación en la que solamente las personas desaparecidas alcanzan a quince mil, y en la que desde hace más de cinco años toda oposición teórica o activa ha sido aplastada en condiciones de violencia y de salvajismo que van más allá de cualquier imaginación. Por otro lado, cumplida esta liquidación masiva de los opositores, con cientos de miles de argentinos exilados en Europa y en el resto de América Latina, y una incontable cantidad de muertos, desaparecidos y encarcelados, el aparato del poder ha puesto en marcha el llamado «modelo argentino que simbólica e irónicamente comienza con un triunfo, el de la Copa Mundial de Fútbol, y se continúa, ahora en el campo de la industria pesada y el dominio de la energía nuclear.
Con la total falta de escrúpulos morales que caracteriza a las inversiones económicas destinadas a producir enormes ganancias, países como los Estados Unidos, Canadá, la Unión Soviética, Alemania Federal, Francia y Austria entre otras, están concediendo importantes créditos y exportando complicadas tecnologías para la construcción de represas, plantas nucleares, fabricación de automóviles, sin hablar de la venta de materiales bélicos. Los informes y las conclusiones de las encuestas sobre la violación de los más elementales derechos humanos no modifican en nada esta afluencia destinada a convenir a la Argentina en una de las grandes potencias industriales y nucleares del continente. Una realidad diferente y deformante toma cuerpo, se alza como un escenario montado rápidamente y que oculta la base sobre la cual se asienta, una base de sometimiento y miseria de las clases trabajadoras, una base de desprecio hacia toda libertad de pensamiento y de expresión, una base cínica y pragmática que maneja un lenguaje patriótico y chovinista siempre eficaz en esos casos.
Por todo esto se comprenderá mejor que la literatura argentina, como la chilena y la uruguaya cuya situación es igualmente desesperada, sea una literatura que oscila hoy entre el exilio y el silencio forzoso, entre la distancia y la muerte. Muchos de los mejores escritores argentinos están viviendo en el extranjero, pero algunos de entre los mejores no alcanzaron siquiera a salir del país y fueron secuestrados o muertos por las fuerzas de la represión; los nombres de Rodolfo Walsh, de Haroldo Conti, de Francisco Urondo están en nuestra memoria como una denuncia de ese estado de cosas que hoy se pretende hacer pasar como un modelo de presente y de futuro para nuestro pueblo. Y sin embargo, en estas condiciones que es imposible imaginar peores, la producción literaria argentina mantiene un alto nivel cualitativo y cuantitativo; es más que evidente que sus autores y también sus lectores saben que si escribir o leer significa siempre interrogar y analizar la realidad, también significa luchar para cambiarla desde adentro, desde el pensamiento y la conciencia de los que escriben y de los que leen. Así, aquellos que trabajan en el interior del país hacen lo posible para que su mensaje se abra paso frente a la censura y la amenaza, y los que escribimos y hablamos fuera de nuestro país lo hacemos para que cosas como las que estoy diciendo hoy aquí lleguen también a nuestro pueblo por vías abiertas o clandestinas y contrarresten en lo posible la propaganda del poder.
Creo que basta haber dicho esto para que incluso el menos informado de los oyentes se dé clara cuenta de lo que representa hoy el exilio dentro del panorama de la literatura latinoamericana, un exilio que abarca a millares de escritores, artistas y científicos de países como el mío, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia y El Salvador. Cuando se lee la producción literaria actual de estos países, es bueno que el lector empiece por preguntarse dónde está viviendo el autor de la novela o los relatos que tiene entre las manos, y en qué condiciones sigue cumpliendo su trabajo. Si lo que está leyendo le parece bueno, si su interés por nuestra literatura se mantiene vivo, su deber de lector es meditar sobre las circunstancias casi siempre negativas en que se está cumpliendo ese trabajo, esa lucha cotidiana contra la frustración, el desarraigo, las amenazas, la incertidumbre del presente y del futuro. Comprenderá entonces mejor lo que he querido decir hoy aquí: que si la literatura latinoamericana sigue creciendo, no sólo en aquellos países donde hay un terreno favorable para su desarrollo sino en cualquier rincón del planeta donde el huracán del odio y la opresión ha expulsado a tantos escritores, ello es la prueba definitiva de que esa literatura forma parte integrante de nuestra realidad actual más profunda, y que en sus mejores manifestaciones se da como una respuesta activa y beligerante a las fuerzas negativas que quisieran aplastarla a través del exilio o convertirla en un mero pasatiempo que disimule o esconda lo que sucede en tantos países de América. No es forzoso ni obligatorio que esa literatura del exilio tenga un contenido político y que se presente como una actividad principalmente ideológica. Cuando un escritor responsable da el máximo de sí como creador, todo lo que escriba será un arma en este duro combate que libramos día a día. Un poema de amor, un relato puramente imaginario, son la más hermosa prueba de que no hay dictadura ni represión que detenga ya ese profundo enlace que existe entre nuestros mejores escritores y la realidad de sus pueblos, esa realidad que necesita la belleza como necesita la verdad y la justicia.
Por eso quisiera terminar estas simples reflexiones subrayando algo que espero haya asomado en lo que llevo dicho. Pienso que ahora está claro que esa dialéctica inevitable que se da siempre entre realidad y literatura ha evolucionado profundamente en muchos de nuestros países por la fuerza de las circunstancias. Lo que empezó como una gran toma de conciencia sobre las raíces de nuestros pueblos, sobre la auténtica fisonomía de nuestros suelos y de nuestras naturalezas, es hoy en muchos países latinoamericanos un choque abierto contra las fuerzas negativas que buscan precisamente falsear, ahogar y corromper nuestra manera de ser más auténtica. En todos los casos, positivos o negativos, de esa relación entre realidad y literatura, de lo que se trata en el fondo es de llegar a la verdad por las vías de la imaginación, de la intuición, de esa capacidad de establecer relaciones mentales y sensibles que hacen surgir las evidencias y las revelaciones que pasarán a formar parte de una novela o de un cuento o de un poema. Más que nunca el escritor y el lector saben que lo literario es un factor histórico, una fuerza social, y que la grande y hermosa paradoja está en que cuanto más literaria es la literatura, si puedo decirlo así, más histórica y más operante se vuelve. Por eso me alegro de que ustedes encuentren en nuestra literatura el suficiente interés y fascinación como para estudiarla, interrogarla y gozar de ella; creo que en eso está la prueba de que a pesar del amargo panorama que la rodea en muchas regiones de nuestro continente, esa literatura sigue siendo fiel a su destino, que es el de dar belleza, y a la vez a su deber, que es el de mostrar la verdad en esa belleza.
Muchas gracias.