El otro día nos quedamos un poco atascados en la mitad de lo que quería decir sobre Rayuela y quisiera terminar hoy en la primera mitad de esta charla para dedicar la segunda a otro tema. Lo mejor será hacer una síntesis un poco apretada de lo que había empezado a decir cuando se nos vino encima la hora y suspendimos nuestro trabajo.
Dentro de lo artificial que es toda división en un libro que justamente busca abolir lo más posible las divisiones, por lo menos las convencionales, yo había encontrado de una manera muy general que un libro como este del que estamos hablando presenta tres niveles diferentes. Diría que hay en el fondo una sola intención (eso se verá al final de lo que hablaremos hoy) pero se pueden considerar tres niveles de trabajo consciente o inconsciente, deliberado o involuntario por parte del escritor. Son las cosas que uno aprende cuando ha terminado de escribir un libro. Aquellos de entre ustedes que ya conocen la práctica literaria y escriben cuentos, poemas e incluso pueden haber escrito novelas, saben muy bien que sólo más tarde —a veces mucho más tarde—, cuando uno vuelve a leer el trabajo que hizo, descubre elementos, posibles compartimentos que en el momento de escribir el libro no contaban para el autor o por lo menos no figuraban conscientemente en sus intenciones; por eso digo que esto de los tres niveles de Rayuela de ninguna manera hay que tomarlo como un propósito preciso que pudo tener el autor, en absoluto: yo no tuve ningún propósito preciso. Creo que el otro día les hablé de cómo ese libro nació por la mitad y luego abandoné la mitad, me fui al principio, empecé a escribir desde mucho más atrás en el tiempo, me encontré con la mitad ya escrita, seguí adelante y finalmente el libro se barajó como un juego de cartas proponiendo por lo menos dos sistemas de lectura; o sea que eso de las tres divisiones o los tres niveles no existía conscientemente en mí pero existía de otra manera, muy vivida y muy necesaria: es esa vivencia lo que quisiera comunicarles hoy porque es en realidad lo único que les puedo decir sobre ese libro.
Los críticos, que han escrito mucho sobre Rayuela, les pueden dar a ustedes toda la información de la que yo soy totalmente incapaz pero sobre esos tres niveles sí puedo decir algo. Del primero tuvimos tiempo de hablar un poco: es lo que hace de Rayuela un libro que al comienzo había calificado de «metafísico»; de eso creo tuvimos tiempo de hablar el otro día. Intenté mostrarles cómo el protagonista y los personajes que lo rodean, por lo menos algunos de ellos, es gente profundamente preocupada por problemas de tipo individual pero que tocan a la ontología y a la metafísica. Los problemas de la naturaleza humana, del destino humano, del sentido de la vida, son del campo específico de la filosofía y en mi libro se manejan de una manera muy amateur —porque yo no tengo nada de filósofo y por lo tanto mis personajes mucho menos—, muy existencial, muy basada en mis visiones y vivencias personales. En el personaje central, sus problemas de vida cotidiana determinan continuamente proyecciones de orden que podemos llamar metafísico: sus problemas amorosos o morales son una ocasión para que se coloque en una situación crítica de duda, de poner en tela de juicio el mundo que lo rodea y por extensión todo el proceso de la llamada civilización occidental. Creo que eso está bastante claro en Rayuela y que no tengo necesidad de insistir porque, además de la acción dramática en sí que explica esto, hay todo el agregado teórico de los fragmentos de ese escritor imaginario que se llama Morelli y que está un poco escribiendo la novela de la novela o haciendo la crítica de la novela desde adentro. En ese primer nivel, que como ustedes se dan cuenta era una tentativa muy ambiciosa cuando estaba escribiendo el libro, se me planteó un problema inmediato para cualquier escritor que es el que determina el segundo nivel: el problema de cómo formular todo lo que hay en el primer nivel, cómo decirlo y sobre todo en qué medida la manera de decirlo establecerá un puente eventual con el lector, que no existía todavía en ese momento pero que —como todo escritor sabe— estará presente del otro lado del libro el día en que aparezca publicado, editado, distribuido. ¿Cómo transmitir ese tipo de experiencia?
El segundo nivel, que para mí fue vital mientras escribía Rayuela y que me produjo situaciones de tipo personal muy complicadas, fue el de la expresión, el del lenguaje, concretamente el de la escritura: Horacio Oliveira es un hombre que está poniendo en tela de juicio todo lo que ve, todo lo que escucha, todo lo que lee, todo lo que recibe, porque le parece que no tiene por qué aceptar ideas recibidas y estructuras codificadas sin primero pasarlas por su propia manera de ver el mundo y entonces aceptarlas o rechazarlas. ¿De qué manera transmitir eso al lector?
La manera directa de un escritor es la palabra, y en mi caso concreto, la lengua española. Pero ¿qué quiere decir la lengua española —o el castellano, si se quiere usar esa expresión— cuando se está buscando transmitir una serie de vivencias y de intuiciones que muchas veces van en contra de la Historia, de los valores aceptados, de las instituciones que todo el mundo acepta a grosso modo o más o menos? ¿Cuál es el problema del escritor ahí en su máquina de escribir frente a las únicas armas que tiene, que son las de la escritura, las de las palabras? El segundo nivel intentó también ser un nivel crítico: si en el primer nivel hay una crítica de la realidad tal como la recibimos a través de la Historia y de la tradición, en el segundo nivel hay una crítica de los medios por los cuales esa realidad puede ser expresada y comunicada. Tanto en Morelli —el escritor que habla un poco teóricamente— como en Oliveira —el hombre que habla en monólogos o en diálogo con los otros personajes—, los que han leído Rayuela saben muy bien que continuamente hay una especie de desconfianza instintiva sobre la manera como hay que decir las cosas. Oliveira es un hombre que desconfía de las palabras y a veces las insulta; releyendo (porque a veces uno se olvida de lo que ha escrito) he encontrado capítulos de Rayuela con verdaderos ataques que Oliveira lleva contra el idioma estándar, el que nos llega a través de la escuela y de la literatura tradicional; incluso a veces insulta a las palabras, las llama «las perras negras», las llama «las prostitutas», les da un montón de nombres despectivos y peyorativos. En algún lado dice: «¿Qué remedio queda? Están ahí, el lenguaje está ahí y es una gran maravilla y es lo que hace de nosotros seres humanos, pero ¡cuidado! antes de utilizarlo hay que tener en cuenta la posibilidad de que nos engañe, es decir que nosotros estemos convencidos de que estamos pensando por nuestra cuenta y en realidad el lenguaje esté un poco pensando por nosotros, utilizando estereotipos y fórmulas que vienen del fondo del tiempo y pueden estar completamente podridas y no tener ningún sentido en nuestra época y en nuestra manera de ser actual».
Ese segundo nivel del libro no se nota de una manera académica o formal sino sobre todo a través del sentido del humor, porque el humor es una de las formas más eficaces que Oliveira posee para desconfiar del idioma y mantenerlo a distancia hasta que acepta lo que cree positivo. Hay algunos pasajes en que Oliveira se escucha a sí mismo monologando y de golpe se descubre a sí mismo utilizando un lenguaje que ya es un lenguaje escolástico, con los adjetivos que todo el mundo pone antes de ciertos sustantivos, como siempre se dice «la India milenaria»o «la Roma eterna»como si no hubiera tantas otras civilizaciones que son tan milenarias como la India… Siempre es la pobre India que es milenaria, no se sabe por qué, y Roma es eterna como si otras civilizaciones antiguas no fueran también eternas en nuestra memoria: Babilonia es tan eterna como Roma en la memoria de la Historia, pero Roma parece tener el derecho a que le digan eterna y la India a que le digan milenaria… Ese tipo de cosas es lo que Oliveira rechaza porque tiene mucho miedo de que el lenguaje le juegue malas pasadas; que en vez de ser él quien piensa y critica, el lenguaje piense un poco por él y le imponga fórmulas estereotipadas, las fórmulas que vemos cuando abrimos el periódico todas las mañanas. (Ustedes saben muy bien cuál es el tipo de lenguaje que se utiliza en las noticias y en los telegramas e incluso es bastante divertido porque uno puede hacer listas de fórmulas perfectamente repetidas que la gente utiliza pasándolas de mano en mano y de noticia en noticia y es siempre la misma manera de decir la cosa: en el fondo no se está diciendo porque no hay dos cosas iguales de manera que, si se utiliza una fórmula que englobe montones de cosas diferentes, se están falseando todas.) Oliveira tiene suficiente conciencia de eso y se burla de él mismo cuando se sorprende hablando con un lenguaje un poco ampuloso: en la palabra ampuloso pone una hache, la escribe con hache y la convierte en una palabra ridícula. Escribe por ejemplo «hodioso Holiveira hampuloso» y pone tres haches; cuando el lector de Rayuela ve eso escrito así, se sonríe porque se da cuenta que ahí el lenguaje ha sido desenmascarado. Con el simple agregado de una letra que no debería estar en la palabra, se muestra hasta qué punto eso se viene abajo y pierde toda su retórica y toda su aparente elegancia. Hay un pequeño capítulo en Rayuela en que Oliveira se está acordando de su pasado en Buenos Aires y se pone muy nostálgico; está delante del espejo afeitándose y mientras piensa se ve a sí mismo y empieza a pensar en el pasado. La nostalgia se va dando con un lenguaje lleno de términos sentimentales, de palabras que reflejan esa nostalgia pero que poco a poco se van volviendo ampulosas, engoladas. Finalmente es una especie de discurso que él mismo se está haciendo y de golpe —eso está escrito en itálicas— se interrumpe, se corta y ha hecho un montón de jabón en el espejo y se tapa su propia cara en el reflejo porque se burla de sí mismo, se da cuenta que él mismo se ha sorprendido en el momento que se estaba dejando llevar por un falso lenguaje.
A ese segundo nivel —podríamos decir «semántico»— del libro los lectores fueron muy sensibles. Por mi propia experiencia a través de lo que ellos me han podido decir o he podido leer de ellos, fueron muy sensibles a ese ataque al lenguaje porque se dieron cuenta de que no había esa trampa demasiado fácil que consiste en proponer modificaciones fundamentales de la naturaleza humana o cuestionamientos importantes, con un repertorio de escritura o de lenguaje completamente convencional y cerrado, con lo cual se le quita fuerza y realidad a lo que verdaderamente se quiere transmitir.
Por cierto que esto que estamos diciendo del lenguaje en el caso especial de Rayuela, tiene para mí proyecciones muy importantes en la historia de nuestros días: Es un hecho evidente que las sociedades actuales que intentan actitudes revolucionarias y cambiar las estructuras sociales, muy pocas veces tienen una conciencia precisa de ese nivel del lenguaje y entonces los mensajes y las consignas revolucionarias son dichas, elaboradas —y desgraciadamente también pensadas— con un lenguaje que no tiene absolutamente nada de revolucionario: es un lenguaje profundamente convencional, el mismo que utilizan los adversarios ideológicos. Muchas veces entre un discurso de un líder de la derecha y uno de un líder de la izquierda en el plano del lenguaje no hay ninguna diferencia: los mismos lugares comunes, las mismas repeticiones incansables de frases estereotipadas; siempre aparece alguna India milenaria en los discursos y el resultado es que el mensaje revolucionario no llega como debería llegar. En mi experiencia de los primeros viajes que hice a Cuba recuerdo haber tenido polémicas muy fraternales pero al mismo tiempo muy violentas en el plano verbal con compañeros muy revolucionarios que cuando abrían la boca se expresaban exactamente como un escritor del siglo XIX; incluso había una especie de puritanismo del lenguaje, miedo a utilizar un vocabulario nuevo o imágenes violentas y precisas que fueran una invención. Las cosas más revolucionarias se apagaban a través del mensaje porque se expresaban de la misma manera que un maestro de escuela puede expresarse cuando trata de enseñarles a sus niños la batalla de Waterloo o alguna cosa por el estilo. Creo que esas polémicas, que fueron bastante frecuentes, tuvieron una cierta utilidad, no porque lo que yo haya podido decir haya tenido influencia sino porque no fui el único en hacerlo: muchos escritores latinoamericanos señalaron la misma cosa.
Haciendo las revoluciones hay que hacerlas en todos los planos: ya que estamos hablando de tres planos en una novela, hay que hacerlas, sí, en los hechos, en la realidad exterior; pero también hay que hacerlas en la estructura mental de la gente que va a vivir esa revolución y va a aprovecharla. Si uno se descuida, el lenguaje es una de las jaulas más terribles que nos están siempre esperando. En alguna medida podemos ser prisioneros de nuestros pensamientos por el hecho de que esos pensamientos se expresan limitados y contenidos sin ninguna libertad porque hay una sintaxis que los obliga a darse en esa forma y de alguna manera estamos heredando las mismas maneras de decirlo aunque luego cambiemos las fórmulas.
Uno de los casos más evidentes para mí es el de la Revolución soviética: En el momento en que la Revolución soviética empieza, surge un poeta como Maiakovski que destruye el idioma de la poesía y de la prosa y crea un nuevo lenguaje, que no es fácil, no era de captación inmediata y contiene imágenes muy vertiginosas y muy difíciles que sin embargo está probado que su pueblo comprendía y amaba porque Maiakovski fue el poeta más querido en la primera etapa de la Revolución soviética. Con el paso de los años se empieza a producir una lenta no evolución sino involución en materia de lenguaje; ya no hay ningún otro Maiakovski y empieza a surgir una poesía que puede ser todo lo revolucionaria que ustedes quieran pero que se expresa nuevamente con un lenguaje convencional, lleno de lugares comunes, que no tiene ya esa explosión, esa bofetada en plena cara que es el primer mensaje de Maiakovski (lo cito como una especie de ejemplo clave pero se puede aplicar a cualquier proceso de transformación de la realidad). Por cosas así, el problema de lo que quería decir y expresar lo que sentía cuando estaba escribiendo ese libro me colocó ante el lenguaje en una situación de antagonismo previo. Cuando Oliveira dice que desconfía mucho de las palabras y que toma cada una de ellas en la mano como si fueran un objeto y las mira por todos lados y las cepilla un poco para sacarles el polvo cuando es necesario y luego las usa si cree que las debe usar, no es solamente una metáfora literaria: es una higiene mental que creo indispensable tanto en un proceso revolucionario como en un proceso exclusivamente literario, un mecanismo elemental de cualquiera que quiera transmitir mensajes nuevos y comunicar experiencias que de alguna manera salgan de lo ordinario.
Esos dos primeros niveles llevan automáticamente al tercero, y el tercero es el lector porque todo lo que los personajes de la novela sienten y viven y expresan a través de ese lenguaje muy criticado tiene un destinatario que está del otro lado del puente, y es el lector anónimo que yo no podía saber quién ni cuántos iban a ser, pero que de todas maneras estaba allí como lo está siempre cuando un escritor hace su trabajo. El tercer nivel de Rayuela es una referencia directa al lector y de ahí sale esa noción de lo que en el libro se llama —ya aludí a ello un poco al comienzo de estas charlas— «el lector cómplice»: el autor de Rayuela, es un escritor que pide lectores cómplices; no quiere lectores pasivos, no quiere el lector que lee un libro y lo encuentra bueno o malo pero su apreciación crítica no va muy lejos y se limita simplemente a aprovechar todo lo que el libro le da o a sentirse indiferente si el libro no le gusta, pero sin tomar una participación más activa en el proceso mismo del libro.
Sé muy bien que intenté una cosa un poco desesperada, sé muy bien que es muy difícil que cuando estamos leyendo un libro nos sintamos profundamente implicados en él hasta llegar al punto de ser casi como un personaje y podamos intervenir en el mismo libro a través de nuestro criterio. Sé que eso es muy difícil y sin embargo sé que en gran medida muchos lectores de Rayuela fueron y son lectores cómplices. Lo sé porque están aquellos a quienes el libro no les gusta en absoluto y lo tiran por la ventana y a mí me parece perfecto: como yo he tirado por la ventana cientos y cientos, que tiren uno mío por la ventana me parece perfectamente bien, es el derecho del lector. Ha habido también el lector que no lo ha tirado por la ventana pero lo ha criticado duramente y al criticarlo se estaba criticando a sí mismo, revisando sus propios puntos de vista a la luz de lo que estaba leyendo, creando una dialéctica muy activa y muy importante entre el lector y el libro. La intención de Rayuela, es eliminar toda pasividad en la lectura en la medida en que sea posible y colocar al lector en una situación de intervención continua, página a página o capítulo a capítulo. Para conseguirlo, lo único que tenía a mi disposición es todo lo que ya he explicado, o sea el cuestionamiento de la realidad por un lado y el cuestionamiento del idioma por otro, y en tercer lugar algunas maneras de acercarse al libro que le dieran una mayor flexibilidad. Eso es lo que explica el hecho de que se propongan dos posibilidades de lectura, algo que mucha gente no comprendió y consideraron una frivolidad o un esnobismo. ¿Para qué complicarse la vida?, ¿por qué dos maneras de leerlo?, ¿por qué es que el libro puede leerse hasta tal capítulo y después no hay que leer el resto y en cambio se puede leer de otra manera donde todo entra? E incluso se puede leer de otras maneras ya que hay gente que ha buscado otras combinaciones empezando por el final y terminando por el principio… Ha habido muchos lectores que no aceptaban eso porque no querían ser cómplices: es el lector que prefiere dejarse hipnotizar por el encanto de la literatura y leer un libro sin reaccionar personalmente salvo al final, cuando dice: «¡Sí, qué bonita novela!» o «¡Qué novela tonta!», una especie de síntesis final sin esa intervención permanente que yo buscaba y esperaba en mis lectores.
Ahora que han pasado los años y estoy un poco obligado a pensar en ese libro cuando me preguntan por él, esos tres niveles que por supuesto he resumido mucho me permiten verlo en dos aspectos diferentes: Creo que hay un lado positivo y también un lado negativo, y me gustaría mencionar las dos cosas con la máxima objetividad porque sería el colmo que, después de haber hablado tanto de poner todo en tela de juicio, no pusiera en tela de juicio mi propio libro. (Es elemental que lo haga y me gusta hacerlo con cualquier cosa que haya escrito.) Lo que para mí hubo de positivo en Rayuela fue el hecho de que traté de volcar hasta sus últimas consecuencias una experiencia muy existencial de alguien que está frente a la realidad y frente a la vida y no la acepta tal como quieren dársela, como quieren «vendérsela» diría un francés, expresión que usan con frecuencia: es alguien que no acepta que le vendan nada de antemano sino que, tanto si se trata de palabras como de cosas o de seres, las mira muy bien y las pesa en la mano antes de optar, elegir y seguir o no adelante. El lado positivo del libro fue que abrió todos esos cuestionamientos, hizo todas esas infinitas preguntas que se hacen a lo largo del libro y no dio ninguna respuesta; no la dio porque el autor no se sentía capaz, se sentía muy capaz de hacer preguntas pero no de dar respuestas y de alguna manera tenía la impresión de que el hecho de hacer la pregunta tenía en sí mismo un valor frente a los lectores, les daba a ellos las opciones necesarias para que buscasen las respuestas.
Les dije el otro día que justamente Rayuela fue escrito como una especie de anti-Thomas Mann. Con todo el respeto que me merece Thomas Mann, los suyos son libros de respuestas en donde se discuten problemas y se intenta dar soluciones y al lector no se le pide su opinión: todo está en el libro, el lector no cuenta, está ahí simplemente para leer y enterarse de la pregunta y de la respuesta. Yo me quedé del lado de las preguntas y los lectores se quedaron del lado de las preguntas y de las respuestas, y me parece que Rayuela tuvo sobre todo lectores jóvenes por el simple hecho de que el lector joven desde la adolescencia y en su primera juventud es un hombre angustiado frente a la realidad, un hombre que se siente amenazado por estructuras que poco a poco se le van imponiendo y que los más débiles aceptarán incluso sin darse cuenta pero que los más fuertes no aceptarán tan fácilmente y discutirán. El libro iba soltando una serie de puntos de referencia para esa clase de preguntas que a veces ellos no se habían formulado con la suficiente claridad y de golpe encontraban allí. El hecho de que esos jóvenes —y estoy hablando concretamente de jóvenes latinoamericanos, pero luego en diferentes traducciones del libro la reacción de los jóvenes fue igual prácticamente en todos los países— encontraron en ese libro algo que los exasperaba muchas veces, que los hacía incluso odiar el libro y protestar contra mucho de él, pero al mismo tiempo se sentían parte de la cosa y en los casos más positivos buscaban encontrar lo que yo mismo no había podido encontrar. Las cosas que Oliveira es incapaz de ver, muchos lectores han buscado verlas y estoy seguro que muchos las han visto. No puedo saberlo, el lector en la mayoría de los casos es un ser anónimo con el cual uno eventualmente puede tener contactos; pero con una minoría, nunca con la gran cantidad de lectores.
Quisiera cerrar esta referencia a lo positivo de Rayuela, antes de hablar de lo negativo señalando que una de las cosas que más impresionó a los lectores fueron los textos de locos que incluí. En el libro se incluyen textos de dos o tres alienados mentales, personas que clínicamente son calificadas de alienados mentales aunque hasta hoy nadie sabe lo que es un alienado mental y quién es realmente un loco. (Quién está o no está loco es muy difícil de definir en los términos actuales de la psiquiatría. En el siglo XIX era muy fácil: en cuanto un señor no aceptaba los dictados precisos de la sociedad, instantáneamente se lo metía entre cuatro rejas, se lo calificaba de loco y el asunto estaba terminado. En nuestros tiempos la cosa es mucho más difícil y la cantidad de «locos» entre comillas que andan sueltos es desde luego millones de veces superior a los que están en asilos. La noción de alienación y de locura es actualmente muy flexible y los críticos de literatura, de música o de poesía saben muy bien cuál es el aporte que la llamada locura ha dado a las artes y a la literatura.) Cuando escribí Rayuela me habían llegado a las manos por casualidad algunos textos de los así llamados locos que me parecieron sumamente interesantes porque evidentemente, vistos con los criterios de la cordura, son textos de locos, pero cuando se los analiza un poco más adentro, con más profundidad, uno descubre que la diferencia entre estar loco y no estar loco es a veces una cuestión de opinión personal y no de diagnóstico médico. Eso tuvo una gran importancia en el juicio de muchos lectores porque el texto más largo que incluí en Rayuela es el de un uruguayo que se llamaba (no sé si vive todavía, no lo conocí, digamos que se llama, me gustaría que esté vivo pero ha pasado mucho tiempo…) Ceferino Piriz. Este hombre, un uruguayo de Montevideo, mandó una vez un ensayo a un concurso que hacía en París una revista de la Unesco que se publicaba en español. Alguien me pidió que leyera los ensayos que llegaban en español para ver cuáles eran los mejores y llegaron muchísimos de gente muy cuerda y entre ellos el de Ceferino Piriz, que es loco. Encontré que el ensayo de Ceferino Piriz merecía de lejos el primer premio porque era muchísimo más inventivo, muchísimo más brillante e iba mucho más allá de los ensayos de los cuerdos. Quienes recuerden ese ensayo sabrán que este hombre, este loco, presenta un plan a la Unesco para que se modifique completamente la sociedad y se organice de otra manera. Eso es muy frecuente entre los alienados mentales: tienen grandes planes para conseguir la paz mundial, la abolición de las armas atómicas, la eliminación de las enfermedades y, claro, cuando tienen que explicarlo en detalle ahí se ve lo que pasa. Ceferino Piriz no iba tan lejos: él directamente cambiaba todo, cambiaba totalmente la sociedad y la presentaba de otra manera. Cuando leí la forma en que la presentaba, aparentemente era demencial porque imaginaba un país y lo organizaba con una serie de ministerios que se ocupan de cosas específicas como nosotros en nuestra sociedad de cuerdos tenemos ministerios: Ministerio de Guerra, Ministerio de la Salud, Ministerio de la Educación. El también tiene ministerios… de colores: hay el Ministerio del Blanco, el Ministerio del Negro, el Ministerio del Amarillo. El Ministerio del Blanco tiene la obligación de ocuparse de las cosas que son blancas, y hay una larga lista: el ministerio ese se va a ocupar de la nieve y de las gallinas blancas, en tanto que el Ministerio de lo Negro se va a ocupar entre otras cosas de las gallinas negras. Es absolutamente demencial: el mundo queda organizado por colores y cada ministro tiene que hacer su trabajo fundado en colores.
Cuando leí eso estaba metido en Rayuela cuestionando todo como hace Oliveira y me dije: «¿Y por qué no? ¿Y por qué no? Si creáramos una sociedad en que en vez de dividir los sectores según determinados criterios dividiéramos las cosas por colores, técnicamente acaso sería perfectamente posible que el mundo funcionara por ordenación según colores». Me pareció que detrás de esa locura había una incitación a ver las cosas de otra manera: aunque desde luego después no organizáramos el mundo de acuerdo a los colores, el solo hecho de esa posibilidad imaginaria tan hermosa… (Espero que ustedes estén de acuerdo en que tiene una gran belleza poética esa organización según los colores, porque también hay una organización por tamaños: hay el Ministerio de lo Grande y el Ministerio de lo Pequeño; el Ministerio de lo Grande se ocupa de los rascacielos, de las ballenas y de las jirafas, y el Ministerio de lo Pequeño se ocupa de las abejas y de los microbios. Todo está organizado por tamaños y por colores.) En ese momento me pareció que realmente, ya que los franceses no le iban a dar el primer premio —claro, no se lo dieron; se lo dieron a un ensayo muy cuerdo y muy mediocre porque los demás eran muy cuerdos y a él no le dieron nada—, entonces me llevé el texto a mi casa y como estaba trabajando en Rayuela dije: «Yo te voy a dar mi primer premio, te voy a poner en mi libro». Y puse a Ceferino Piriz con su ensayo. Mucha gente pensó que yo había inventado ese ensayo; aunque digo muy claramente que es de él, que no es mío, muchos pensaron que era un juego literario que yo había inventado. (Aprovecho para decirles que no, que yo tengo mi locura pero no esa de los colores y los tamaños.) Curiosamente, cuando comencé a recibir cartas sobre Rayuela me di cuenta que haber incluido esos textos de llamados locos respondía muy bien a algunas intenciones del libro porque muchos lectores quedaron completamente desajustados cuando llegaron a esa parte y de golpe se dieron cuenta de lo que estaba tratando de mostrarles: cómo un cerebro humano puede articular lógicamente algo que en el fondo es una locura. Lógicamente también se puede pensar que nuestra articulación de la sociedad es otra locura, lo que pasa es que no hay ahí nadie que venga y nos diga: «Ustedes están completamente locos . Puede ser que algún día en el futuro alguien demuestre que estábamos locos, que la nuestra es una sociedad de locos que podría ser diferente; yo por lo menos quisiera que fuera muy diferente porque creo que seria mejor.
Sobre Rayuela no les voy a decir nada más pero tengo que terminar hablando de sus aspectos negativos. Ahora, a la distancia, veo que es un libro profundamente individualista y que lleva muy fácilmente al egoísmo: el personaje central está encerrado en su propia meditación y, cuando pone en tela de juicio lo que lo rodea, no es por lo que lo rodea sino por su relación con él mismo; es un hombre que no alcanza a proyectarse más allá de sí mismo, está profundamente encerrado en su pequeño universo, que es un universo egoísta, de ego —egotista y egoísta al mismo tiempo—, y todas sus meditaciones y todas sus búsquedas se hacen con relación a su propia persona. Actualmente ese individualismo lo considero negativo en el contexto de ese libro, pero al mismo tiempo me alegro de haberlo escrito porque creo que llevé mi propia exploración de mí mismo y de lo que me rodeaba hasta donde la podía llevar, hasta los últimos límites que podía alcanzar. Lo único que me faltaba era alguna vez dar ese salto que me hiciera pasar del yo al tú y del tú al nosotros, y eso se cumplió en los años que siguieron a la publicación de Rayuela y alcanzó su nuevo nivel en cosas que escribí más tarde, de una de las cuales les voy a hablar en lo que nos quede de tiempo esta tarde: es otra novela que se llama Libro de Manuel. Antes de hablar de ese libro me gustaría que nadie se quede con alguna curiosidad sobre Rayuela; podemos preguntarnos y contestarnos y luego hacemos una pausa y después hablamos de Libro de Manuel.
ALUMNA: Quisiera que hablara un poco de Jacobo Fijman porque Ceferino Piriz y el Ministerio de los Colores tiene bastante que ver con Fijman. ¿ Tenía alguna influencia en los sesenta?
Por razones de edad no me fue dado tomar contacto con Jacobo Fijman porque él ya estaba del otro lado de las rejas cuando empecé a moverme entre adultos en la Argentina. Oí hablar mucho de él a través de los escritos de hombres como Borges, como Nalé Roxlo, como muchos escritores argentinos que lo conocieron y lo admiraron. Lo único que puedo decir —y usted ve que es muy poco— es que para gente de esa generación en la Argentina como Borges, Roxlo o Macedonio Fernández, Jacobo Fijman fue una especie de genio que se quemó instantáneamente, creo que en muy pocos años. No escribió prácticamente nada pero lo que alcanzó a comunicar oralmente a la gente que lo conocía fue visto como un mensaje genial. Luego bruscamente entró en una paranoia incurable y hubo que encerrarlo porque tenía delirio de persecución y se había vuelto peligroso. Creo que vivió todavía veinte años, ya silencioso, alienado en el sentido de loco, totalmente separado en un mundo paranoico y esquizofrénico. Es todo lo que le puedo decir; no hay una obra de Jacobo Fijman, hay algunas cosas pero…
ALUMNA: Hay algunas cosas y siempre he pensado en la relación con Rayuela porque la poesía de Fijman tiene mucho que ver con dividir el mundo en cobres.
La verdad es que me gustaría conocer esa poesía, porque yo no tuve alcance a ella. Sería interesante, gracias por el dato.
¿Usted quería preguntar algo?
ALUMNO: Hay una parte en Rayuela donde usted menciona en inglés a tiny bit of mescalina. ¿Qué relación hay entre la mezcalina y Oliveira, o la novela?
¿Qué es lo que yo menciono?
ALUMNO: La mezcalina.
¿Yo menciono la mezcalina?
ALUMNO: Sí: a tiny bit of mescalina.
Sí, bueno… Es un poco como Jacobo Fijman: nunca tuve relaciones directas con la mezcalina pero indirectas sí, muchas. En esa época en que trataba de leer lo más posible textos concernientes no directamente a las drogas sino a las aperturas mentales que ciertos estados extraordinarios producidos por las drogas abrían en los poetas, los músicos y los pintores, leí en primer lugar los textos de ese gran poeta francés que es Henri Michaux. Michaux hizo experimentos personales con la mezcalina bajo control médico; no sé si se inyecta, se fuma o se bebe, creo que se inyecta… Tomó mezcalina, en una palabra, y escribió sus visiones y sus experiencias. Luego pasó a otras drogas y tiene un libro que se llama Miserable milagro donde cuenta sus diferentes aventuras mentales con las drogas. Durante varios años Michaux fue su propio cobayo, el propio sujeto para ayudar a médicos a hacer estudios sobre los efectos de las drogas. En un momento dado…
ALUMNO: Es que las palabras están en inglés.
No sé por qué lo habré puesto en inglés, quizá las saqué de algún…
ALUMNO: Algo así como una canción de jazz, parece.
No sé si en alguna canción de jazz aparezca la palabra mescaline. Hay muchas palabras que se refieren a las drogas pero en general es en slang y mescaline… Puede ser. Eso ya me lo he olvidado. Lo que sé es que…
ALUMNO: Pensé que quizá era una respuesta a la neurosis del personaje.
No, no, no. No creo que hubiera esa intención. No creo, pero voy a buscar el pasaje y…[10]
ALUMNO: No me acuerdo bien, pero recuerdo verlo.
Es posible. La verdad es que ahora se sabe mucho más sobre las drogas pero en aquella época, en los años cincuenta, en París aparte de las drogas clásicas como la cocaína y la morfina todo ese nuevo sistema de drogas más refinadas, más sofisticadas, eran desconocidas y las experiencias de Michaux abrieron un campo de conocimiento bastante importante en ese plano. Había además un psicólogo italiano llamado Morselli que hizo experiencias con la mezcalina; yo había leído también eso y me había fascinado la posibilidad de distorsión de la realidad que producen los estados alucinatorios provocados por las drogas. Ese es quizá el sentido que tiene la cosa, y nada más.
ALUMNO: Yo tengo una pregunta y una anotación: ¿ Usted cree que después de la renovación del lenguaje de Rayuela no ha vuelto a veces a la lengua literaria anterior?
Sí que lo creo; sí, sí, sí. Venga la anotación y después contesto la pregunta.
ALUMNO: La anotación es que creo que, por la forma en que entendí el personaje de Horacio Quiroga, él cuestiona…
Horacio Oliveira.
ALUMNO: Horacio Oliveira, perdón. Él cuestiona el concepto de sentido común cuestionándolo a la medida en que se acepta como una cosa genética en el hombre y no como una cosa impuesta, no como una cosa, digamos, a través de la persuasión. Lo positivo de Rayuela es que nos demuestra que la actitud del hombre para resolver los conflictos sociales no lo puede hacer a nivel individual.
Estoy completamente de acuerdo con la anotación. Por lo que se refiere a la pregunta, la crítica al lenguaje que intenté hacer en Rayuela no la llevé demasiado más adelante en los libros que escribí después; en los cuentos sobre todo, porque entiendo que el universo del cuento no da mucho campo a la experimentación a fondo en materia de lenguaje: crea una dificultad, una complicación en el lector que suprime el efecto que busca lograr. En los cuentos —que es lo que más he escrito después de Rayuela—, siendo el lenguaje bastante mío, bastante libre en materia de sintaxis y eliminando lo más posible lugares comunes, es de todas maneras un lenguaje de transmisión directa del pensamiento. Intenté experiencias en Libro de Manuel; ahí de nuevo abrí un poco el campo e hice algunos juegos semánticos porque el contenido de los capítulos en cuestión se prestaba, había incluso una incitación, una necesidad de que el lenguaje fuera diferente de lo habitual para que algo pasara.
Todos los escritores vivimos con una especie de sueño, de ideal último: a mí me gustaría tener tiempo para escribir todavía textos donde pudiera ir mucho más allá en materia de lenguaje, sin caer en los extremos a que se llega por ejemplo ahora en algunos países europeos como es el caso de Francia donde hay escuelas como lo que se llama Letrismo que consiste simplemente en dar constelaciones de palabras basadas en la eufonía y el sonido y tratar de que ese conjunto de palabras transmitan un sentido que no está contenido en ellas. Como ustedes ven, eso es muy vertiginoso y exige un tipo de lector que esté un poco en el juego, que lo acepte o no lo acepte. Me parece que es un campo que funciona en la poesía muchas veces: hay poesía letrista a base de onomatopeyas que finalmente transmiten un cierto sentido, pero nunca me quedo satisfecho porque es un sentido bastante primario; los poemas lo que más alcanzan es a dar por ejemplo un sentimiento erótico o de miedo o de música, de eufonía, pero es bastante limitado como panorama. Actualmente hay otros tipos de experimentación en el lenguaje que el estructuralismo francés está llevando bastante adelante y que consiste en romper moldes sintácticos buscando un poco lo que yo buscaba a mi manera en Rayuela para romper moldes mentales.
Por lo que a mí se refiere, creo haberle contestado la pregunta: he preferido en estos últimos años que lo que yo quería decir llegara sin excesivos obstáculos de naturaleza semántica o filológica.
¿Sí?
ALUMNO: Oiga usted, la Maga era una gente primorosa. ¿Por qué no dice algo respecto de ella?
Es una pregunta que podría haberme esperado porque todos los lectores de Rayuela de alguna manera me han preguntado por la Maga. No sé lo que puedo decir de ella, todo lo que podía decir de ella está en el libro, dicho o no dicho, y se puede inferir a través de los huecos que hay en la acción. Me parece que la Maga es en el libro la encarnación misma de la conciencia de Horacio Oliveira. Oliveira se siente siempre denunciado y atacado por la Maga porque la Maga, con toda su ignorancia, sus limitaciones y sus carencias intelectuales, ve intuitivamente mucho mejor que Oliveira. Eso Oliveira lo acepta muy mal; en ese sentido es profundamente machista y no le gusta nada que una mujer vea con mucha más precisión y exactitud algo que él está tratando de captar y que se le escapa por un exceso de razonamiento: la Maga va y pone el dedo ahí en una palabra.
Con mucha frecuencia los diálogos entre Oliveira y la Maga giran en torno a que Oliveira está siempre un poco a la defensiva porque la Maga, sin quererlo porque es espontáneo en ella, lo está denunciando y atacando, le está quitando máscaras. Eso es lo que creo que le dio al personaje una cierta fuerza que ha hecho que muchísimos lectores de Rayuela —especialmente lectores femeninos— se hayan identificado de alguna manera con el personaje de la Maga, del que se habla poco en el libro, no tiene una importancia inmediata pero es el trasfondo vital e intuitivo de toda la novela.
ALUMNA: ¿Cuál es la razón de ser de sus textos en inglés y en francés que hace que algunos lectores no tengan acceso?
Pura pedantería, me imagino, porque en la época en que escribí Rayuela estaba realmente volcando una acumulación cultural de muchos años, de toda una vida. Les conté un poco mi biografía al principio y dije que, siendo joven y muy solitario, dentro de esa soledad leí un millón de libros. (Un millón es una forma de decir, en realidad es una frase de Giovanni Papini que dijo «ho letto un milione di libri».) No leí un millón pero debo haber leído muchos miles y acumulé una información libresca muy muy grande. Cuando me fui a vivir a Europa comencé a acumular otro tipo de experiencia que ya no era libresca sino de vida directa, que es lo que Rayuela trata de expresar, sobre todo en la primera mitad. Todo ese contenido libresco estaba metido en mi memoria y ustedes saben muy bien —porque es de todos nosotros— los juegos de la asociación: cuando tenemos un background cultural, estamos pensando en cualquier cosa y se nos aparece un verso de T. S. Eliot o la letra de un tango de Carlos Gardel, ese tipo de cosas que apoyan una reflexión y que después en un libro se convierten en una cita; eso puede venir en cualquier idioma si conocemos más de uno. Cuando estaba escribiendo Rayuela, junto con lo que yo mismo iba diciendo se cruzaba todo el tiempo esa acumulación de lecturas y entonces —ahí viene lo de pedante— no me frené, las dejé salir simplemente y en Rayuela hay una enorme acumulación de citas, se dan nombres, se habla de pintura, se acumulan montones de cosas. Hoy me parece muy pedante.
Creo que ustedes saben que no he vuelto a escribir así, pero tampoco lamento haberlo puesto en Rayuela. Tal vez lo que usted dice de los idiomas sí, porque como el libro estaba destinado a América Latina no estaba bien que hubiera fragmentos en inglés o en francés que algunos lectores podían no comprender. No lo pensé en ese momento pero en mi descargo diré que no hay tantos. Creo que hay sobre todo citas de textos de música de jazz; se citan textos de blues que en aquella época yo escuchaba mucho y que me conmovían y era absurdo que los tradujera al español. Ustedes saben qué pasa con la letra de un blues si se trata de traducirla al español: es un bodrio sin abuela como dirían en mi casa; hay que dejarlo tal cual, como cuando se cita a poetas franceses. Sobre todo la poesía hay que ponerla en el original y tenerle confianza al lector. Creo que no hay una cantidad abrumadora de textos en otros idiomas; no hay tantos.
Si ustedes quieren que ahora hagamos una pausa…
Entre Rayuela, y Libro de Manuel pasaron aproximadamente doce años. Libro de Manuel fue escrito hacia 1970, terminado en el 71-72 y publicado en Buenos Aires a comienzos de 1973. Esos doce años fueron una época que viví muy intensamente porque significó lo que alcancé a decir hace un momento: un poco la transición que se da en muchos hombres —y en muchos hombres escritores además— de un mundo estetizante y sobre todo excesivamente individualista a una toma de conciencia que podemos llamar histórica y que significa simplemente descubrir que no estamos solos y que formar parte de grandes núcleos que podemos llamar sociedades o pueblos supone automáticamente una responsabilidad cuando se es un ser pensante y en algunos casos se tiene un contacto e incluso una influencia con lectores, oyentes o espectadores, según las manifestaciones artísticas o literarias de que se trate. Ese paso a veces tan difícil del yo al tú y al nosotros se fue cumpliendo en mí no de una manera sistemática ni por una especie de imperativo moral, sino simplemente por la fuerza de los hechos. Creo haberlo dicho ya en mi primera o segunda charla: si tuviera que fijar el hecho capital que determinó esa toma de conciencia, diría mi primera visita a la isla de Cuba después de su revolución, o sea en los años 61, 62, cuando Rayuela ya estaba escrita.
En los años que siguieron comenzó para mí una serie de experiencias muchas veces muy penosas, muy dramáticas, que consistió sobre todo en formar parte de organizaciones internacionales que hacían encuestas y recibían testimonios sobre la situación imperante en muchos países latinoamericanos y especialmente en los países del llamado Cono Sur. Formé parte de asociaciones en calidad de asesor por conocer problemas latinoamericanos que en Europa a veces no se conocen bien o también en calidad de jurado cuando se trataba de instituciones como el Tribunal Bertrand Russell II. Esas reuniones, esas lecturas y esa acumulación de información se fue sumando a los viajes que personalmente hacía a América Latina en ese tiempo en que visité diversos países que no conocía hasta ese entonces, el Perú por ejemplo, Ecuador, desde luego mi país al cual volvía cada dos años y Chile, al cual iba con mucha frecuencia. Esa acumulación de experiencia y contactos cada vez más crecientes con núcleos de gente que se oponía a las dictaduras en el Cono Sur y que luchaba por medios políticos y a veces bélicos contra esos sistemas, significó un período de diez u once años no sólo de experiencia personal sino obligadamente de reflexión y meditación que se fue traduciendo en algunos cuentos, en los primeros artículos que empecé a publicar y que no he mencionado nunca aquí porque justamente no son literatura: artículos de denuncia o información destinados a diarios y revistas franceses, ingleses, españoles, italianos y desde luego latinoamericanos.
La suma de esas experiencias culminó para mí hacia los años setenta en una especie de deseo de escribir no un libro específicamente político —porque evidentemente no he nacido para eso y además lo haría muy mal porque no soy un politólogo— pero sí en intentar un libro que, siendo literario, transmitiera al mismo tiempo por lo menos un poco de mi propia experiencia en la materia y que tuviera también alguna utilidad frente a sus eventuales lectores como ordenación de algunas ideas, presentación de algunas críticas, balance de algunas posibilidades, análisis de algunas atmósferas. En 1970 esa idea me rondaba pero no se concretaba, cosa que me sucede casi siempre y que a veces puede durar mucho tiempo, y de golpe, estando en Francia —había vuelto de la Argentina seis meses antes, la situación era relativamente estable— comencé a recibir información directa a través de amigos, e indirecta a través de los periódicos y de las agencias noticiosas, de la sistematización de la escalada de la violencia en la Argentina en el momento del gobierno del general Lanusse. (Gobierno es una palabra que todos usamos y que es una de las palabras que Oliveira me reprocharía en este momento porque creo que la palabra gobierno debería guardarse para los buenos gobiernos; cuando no son buenos habría que hablar directamente de lo que era: una de las muchas dictaduras militares de América Latina.)
La dictadura de Lanusse comenzó a montar de manera sistemática, científica —es duro usar estas palabras—, formas de intimidación y represión que determinaron las primeras grandes encuestas por torturas infligidas a prisioneros políticos en la Argentina. La tortura es una vieja institución de la historia de la humanidad, lo sabemos de sobra, pero en la Argentina había sido siempre un método aplicado esporádicamente, muchas veces arbitrariamente, pero nunca había sido sistematizado y codificado como empezó a verse a partir del año 70 cuando comenzaron a aparecer los primeros especialistas que no sólo se formaban en la Argentina sino que recibían entrenamiento en lugares tales como la República de Panamá y algunos lugares de este país y empezaron a diseminarse en diversos países de América Latina y concretamente en el mío; unos años después se instalarían también de manera definitiva del otro lado del Río de la Plata, en el Uruguay. Cuando esas noticias se convirtieron en testimonios directos que escuché durante semanas en el Tribunal Bertrand Russell II en sus sesiones de Roma y de Bruselas en que los que habían sobrevivido a las torturas, o habían asistido a torturas y a ejecuciones o habían tenido miembros inmediatos de sus familias o compañeros de militancia torturados ante sus ojos, llegaron al Tribunal y dieron su testimonio ante un jurado internacional, ahí por primera vez di ese paso enorme que significa lo que va de leer un telegrama en un periódico a estar escuchando a un hombre o una mujer que relata directamente la experiencia de lo que le ha pasado.
Esa vaga idea que tenía de escribir un libro que pudiera de alguna manera ayudar a combatir esa escalada de la violencia en la Argentina y en los otros países latinoamericanos de golpe se coaguló, se concentró en la noción de una novela que parecía muy absurda y que ha sido considerada como muy absurda por muchos lectores y que se llama Libro de Manuel. Es una novela que no trata en absoluto de la tortura salvo en documentos anexos; el cuerpo de la novela no se refiere en absoluto a eso y es una novela que en primer lugar no sucede en la Argentina sino que es una serie de episodios cuyos protagonistas son latinoamericanos que viven en Europa, más concretamente en la ciudad de París. Todo el libro estaba destinado a algo que dicho así puede parecer fácil, pero a través de mi experiencia de escritor es una de las cosas más difíciles que se pueden plantear: la tentativa de establecer una convergencia entre la literatura y la Historia sin que la Historia o la literatura salgan perdiendo, o sea llegar a crear un libro en que los dos elementos —la verdad factual, lo que está sucediendo, lo que sabemos que está sucediendo y lo que podemos inventar— se articulen de una manera armoniosa y que la realidad no salga perdiendo y la ficción, tampoco.
Es el viejo problema de las novelas con contenido político; ya hemos hablado de eso en alguna de las primeras charlas. En la época del realismo socialista, por ejemplo, muchos escritores consideraron ingenuamente que escribir un libro contando las hazañas de trabajo de los campesinos en Ucrania bastaba para hacer literatura. Resulta que finalmente el resultado de los libros en general era sumamente mediocre; un buen ensayo sobre el trabajo de los campesinos en Ucrania era muchísimo más positivo, tenía más hechos y respondía mejor al interés del lector que una novela donde se estaba hablando de eso pero donde en realidad no sucedía nada que tuviera una verdadera belleza literaria que creara ese salto que como lectores damos cuando leemos un libro que vale la pena leer y nos saca de nuestras casillas. Tenía muy en cuenta esa experiencia y la verdad es que ataqué la tentativa de escribir el libro con bastante miedo.
Se seguían acumulando sobre mi mesa los telegramas, los recortes de prensa de lo que estaba sucediendo en la Argentina, en el Brasil, en Bolivia, en el Paraguay, en los primeros meses del año 1970, y al mismo tiempo, cuando comencé a escribir la acción dramática de la novela imaginé una serie de personajes y comencé a hacerlos hablar entre ellos y a moverlos en torno a una pequeña anécdota de la que voy a hablar después. De golpe me di cuenta que era una tontería tratar de introducir los elementos de información política dentro del cuerpo de la novela porque eso evidentemente enfriaba el contenido dramático directo: los personajes pueden hacer comentarios en una novela sobre lo que está sucediendo en la realidad vivida pero el centro de la novela no puede ser eso porque —vuelvo a decirlo— si el elemento histórico se superpone a lo literario, lo literario sale perdiendo, y viceversa. Se me ocurrió una cosa que es bastante infantil en el fondo pero que me pareció que podía crear esa convergencia: fue simplemente imaginar algo que no era tan imaginario, imaginar que los personajes del libro eran gente que leía el periódico igual que yo, o sea que cuando yo estaba escribiendo un capítulo de la novela en marzo de 1970, la acción sucedía en marzo de 1970 y por lo tanto yo podía imaginar que los personajes podían haber leído los periódicos de marzo de 1970: lo que yo leía por la mañana lo podían leer los personajes de mi libro. Lo que hice fue incorporar como documentos facsimilares las noticias que me interesaba poner en el libro. Recorté las noticias y los telegramas y el impresor se ocupó de colocarlas; el texto va alrededor.
Si alguno de ustedes ha visto el libro sabe que a veces hay una columna con noticias sacadas del diario La Opinión, de Buenos Aires, reproducidas facsimilarmente con la fecha y con indicación de la agencia noticiosa reproducida fotográficamente; luego la novela sigue funcionando en la otra columna, a veces es un pequeño recuadro, a veces es toda una página, y al final hay un apéndice más completo y más amplio. Como lector de ese libro cualquiera de nosotros lo abre y en un momento dado en la página de la izquierda se encuentra con una noticia de Río de Janeiro en que la Agencia Reuters anuncia que el llamado Escuadrón de la Muerte es acusado de haber asesinado a Fulano de Tal en la noche tal —la noticia está sacada directamente del periódico y es facsimilar— y en la columna de al lado la acción de la novela muestra a los personajes que también están leyendo la noticia y la comentan: «¿Leiste lo que pasó con tal y tal cosa?», comenta el personaje brasileño a quien le interesan las noticias de Brasil. Eso permitía crear una relación de empatía, de contacto más directo del lector con el libro porque el lector estaba leyendo la noticia de la misma manera que el personaje y el autor del libro; se creaba una especie de sociedad, de unión triple que me pareció que de alguna manera resolvía por lo menos aproximadamente ese problema de incorporar la realidad histórica y política a una acción de tipo novelesco.
En cuanto a la novela en sí misma, puesto que el elemento histórico iba a ser dado directa y brutalmente por las noticias a través de la prensa y sin ningún comentario de mi parte —los comentarios los harían los personajes, por supuesto que yo los inventaba pero eran ellos los que estaban hablando—, pensé que podía ser una verdadera novela, es decir un relato con acción dramática en que suceden diferentes cosas y en la que los personajes tienen problemas entre ellos. En conjunto, para que fuese una novela como a mí me gusta, tenía que ser escrita con mucho humor aunque fuera negro —muchas veces su humor es ése—, con mucho sentido de juego, mucho absurdo, sin énfasis melodramático porque el énfasis y el melodrama estaban desgraciada y perfectamente contenidos en cualquiera de las noticias que acompañaban la acción, de modo que no era necesario que lo subrayase demasiado.
Inventé una historia que me resultó divertida y que es totalmente absurda desde el punto de vista de la realidad inmediata: En París hay un grupo de latinoamericanos, un brasileño, algunos argentinos, algunos amigos franceses, hombres y mujeres que organizan entre ellos una especie de comando para secuestrar a un personaje que llaman «el Vip» (pronunciado a la argentina, o sea un Vi Ai Pi), un personaje muy importante que saben que es el jefe de los mecanismos de represión de los comandos militares en el Cono Sur. Este hombre esta en París con su guardia o su escolta tratando de hacer negocios de compras de armas y hacer quedar bien a los gobiernos del Cono Sur frente al gobierno francés. Deciden secuestrarlo y a cambio del secuestro obtener la libertad de una cantidad de prisioneros políticos en la Argentina y en el Brasil. Como ustedes ven, esto no tiene absolutamente nada de original porque los secuestros para obtener liberación de prisioneros son una práctica que en los últimos quince años se ha vuelto no diré cotidiana pero sí muy muy frecuente en muchísimos países del mundo; la diferencia era que esa operación de secuestro para obtener el rescate de prisioneros políticos no está contada de una manera realista: el lector inteligente y sensible se da cuenta en seguida que es una especie de juego, que en el fondo esa operación no está demasiado destinada a triunfar, no está bien hecha, hay una serie de fallas internas que se derivan de la personalidad de los protagonistas.
Lo que me interesaba era el estudio de los caracteres humanos de algunos de los protagonistas frente a los problemas del momento, su manera de entender la actividad revolucionaria, de criticar sus éxitos y triunfos, lo que ellos eran en el presente y lo que se podría esperar de ellos si triunfaran, qué serían en el futuro, todo eso metido dentro de una acción dramática —lo repito— con bastante humor y bastante juego para que se pueda seguir sin mayores dificultades. Presenté así a lo largo del libro algunos personajes que me interesaban porque eran un poco los portavoces de inquietudes personales mías frente al hecho revolucionario mismo, personajes que se plantean el problema de qué va a suceder si en algún momento se da vuelta el juego y cae una dictadura y es sustituida por un gobierno de tipo popular, qué va a suceder en ese momento cuando ellos que han sido los opositores, los que han estado luchando por ese triunfo, se vean en la mesa del poder frente a la decisión de tener que dirigir lo que han conseguido y conquistado. El libro contiene muchas reflexiones, muchos diálogos, muchas conversaciones que reflejan un poco mi propio tipo de diálogos y conversaciones con compañeros cubanos, argentinos, chilenos; en ese sentido ahí no hay ningún juego, se está hablando muy en serio de los valores de la revolución y de las responsabilidades, pero la acción misma de la novela es liviana porque eso permite que justamente se resalte con más claridad lo que quería que se viera y se leyera y se sintiera a fondo.
Es curioso lo que pasó con la novela. Yo lo sabía ya por adelantado y la primera frase del pequeño prólogo dice que probablemente Libro de Manuel será muy mal recibido por la línea política derechista y por la izquierdista. Pensé que en general la línea política derechista —que se puede interesar por lo que alguien como yo escribe en el plano de la ficción— se iba a ofender y a molestar porque metiera la política en el libro, porque mi política era contraria a la de ellos y por lo tanto no podía resultarles agradable; no tiene nada de agradable leer a un escritor al cual uno le tiene aprecio intelectual que de golpe le está diciendo con bastante fuerza ideas absolutamente contrarias a las propias. A su vez me sospechaba que mis propios compañeros tampoco la iban a recibir muy bien por la simple razón de que iban a pensar que un tema tan grave y tan importante como es cualquier actividad de ese tipo no puede ser tratado con el grado de broma y juego con que es tratado en la novela. De manera que sabía muy bien que los palos me iban a llover por los dos lados de la cabeza, y así fue exactamente: una buena parte de gentes de la izquierda en la Argentina encontraron que el libro no tenía la seriedad suficiente y los demás, en cambio, me hicieron el reproche de estar malgastando mis posibles calidades literarias metiendo la política dentro de un libro. Era un juego que valía la pena jugar y yo lo jugué y estoy muy contento de haberlo hecho porque los años pasaron y poco a poco la situación evolucionó de tal manera que se crearon nuevas visiones de algunos problemas y el libro comenzó a tener algunas críticas y algunos enfoques que mostraron que mi idea al intentar esa convergencia no había sido totalmente descabellada, totalmente descaminada.
Al final del libro, después que todo el tema novelesco termina y culmina, agregué como apéndice algo que era muy penoso de hacer pero que había que hacer: cuatro páginas documentales en dos columnas; en una de ellas hay las declaraciones testimoniales de prisioneros y prisioneras políticos en la Argentina que habían sufrido las más espantosas torturas a partir del año 70, y en la segunda columna había fragmentos del libro de un periodista norteamericano que se llama Mark Lañe y había entrevistado a soldados y suboficiales norteamericanos de vuelta de Vietnam y conseguido que le confesaran las monstruosas torturas aplicadas a los prisioneros vietnamitas durante la guerra. Me pareció que era de estricta justicia —para los hipócritas y para los mentirosos sobre todo— que en dos columnas se viera lo que puede significar la degradación humana aplicada en diferentes contextos políticos cuando el envilecimiento y el sadismo pueden llegar hasta ese punto. La lectura, que es bastante insoportable porque es muy dura, tiene un paralelismo: se puede pasar con los ojos de la parte argentina a la parte norteamericana y volver a la parte argentina y se está hablando siempre de lo mismo, son las mismas cosas, los mismos procedimientos, el mismo desprecio por la vida humana, la misma defensa de valores que no se sabe en el fondo cuáles son; el que los defiende no sabe verdaderamente qué está defendiendo. Me pareció mi deber agregarlo porque en la Argentina no se conocía el libro de Mark Lañe; salvo gente que pudiera leer inglés y lo hubiera conseguido, no se conocía porque es el tipo de información que, por supuesto, las agencias noticiosas norteamericanas no comunican al exterior, de la misma manera que las agencias noticiosas sudamericanas tampoco comunican al exterior la otra columna. Entendí una vez más hasta qué punto la literatura puede reemplazar la falta de comunicación periodística mostrando dentro de un libro lo que no llega por otros conductos. Hubo muchas sorpresas porque mucha gente de buena fe me admitió personalmente que no habían tenido la menor idea de que eso hubiera podido ser posible ni en un país ni en el otro y los documentos estaban allí a la vista, no era una invención novelesca.
Por todos esos motivos me alegro de haber escrito Libro de Manuel, un libro sumamente imperfecto porque además lo escribí contrarreloj; tenía que terminarlo en un momento determinado para que se publicase inmediatamente en la Argentina, pudiera ser conocido y ayudara a los movimientos de protesta contra la escalada de la violencia. La verdad es que no estoy acostumbrado a trabajar así porque ya les dije que soy muy perezoso y doy muchas vueltas y me lleva mucho tiempo escribir una novela. Eso fue escrito de día en día casi como un trabajo periodístico, y se nota, vaya si se nota. Es un libro muy flojo desde el punto de vista de la escritura, pero aun así estoy contento de haberlo hecho.
Quisiera terminar este tema —ustedes ya ven que nos estamos saliendo mucho de la literatura; yo no lo lamento, espero que ustedes tampoco— haciendo referencia a otra oportunidad que tuve de mostrar cómo un escritor puede ayudar a la lucha de liberación de nuestros pueblos en América Latina. Hace cinco años un amigo me mandó desde México —tal vez hice una alusión aquí— una tira cómica cuyo personaje era Fantomas —creo haber hablado, no estoy muy seguro—. Fantomas es un personaje de tira cómica en México; en realidad, Fantomas es un personaje francés pero los mexicanos lo colonizaron y lo convirtieron en una especie de Superman mexicano que aparece todas las semanas en los quioscos de revistas de tiras cómicas y es muy leído por el pueblo mexicano. Es una tira cómica perfectamente inmunda como todas esas tiras cómicas que defienden los valores y un tipo de moral basada siempre en el triunfo del bien y la caída del mal, sin explicar muy bien dónde está el bien y dónde el mal. Alguien me envió uno de esos capítulos de Fantomas porque resulta que yo era un personaje. Cuando lo abrí me quedé muy asombrado porque yo aparecía dibujado dentro de la tira cómica y entonces me vi en la obligación de leerla.
La historia se llamaba La cultura en llamas y era muy de Fantomas, muy de Superman, en que de golpe se empiezan a incendiar las grandes bibliotecas del mundo: arde la biblioteca de Tokio y creen que es un accidente, luego arde la de Londres, después arde la de… la de Berkeley espero que no… y ya es el pánico. Algunos escritores están desesperados porque se dan cuenta que hay un loco que está tratando de destruir la cultura y para eso está destruyendo con una especie de láser las bibliotecas y nadie lo encuentra y lo arresta. En una de ésas arde la Biblioteca Central de Washington, la del Congreso, y entonces ya es el pánico total. Los escritores deciden muy inteligentemente llamar a Fantomas porque Fantomas, claro… ¿Y quiénes son los escritores que llaman a Fantomas? Alberto Moravia, Italo Calvino, Susan Sontag y yo, con una notita al pie que dice «Conocido escritor de tal y tal lugar» para que el lector se entere. (Nos habían dibujado muy bien, por cierto.) Estamos todos en el teléfono. Octavio Paz también, que dice: «Fantomas, tienes que venir en seguida, están quemando los libros». Yo mismo lo llamo: «Fantomas, tú eres nuestro amigo, ven». No se sabe por qué somos amigos de Fantomas, pero viene y hablamos con él. Dice: «No hay que preocuparse», y naturalmente abre las alas, se tira por la ventana y vuela. Va a París, hace una serie de investigaciones y descubre que en efecto hay un loco que odia la cultura y tiene un rayo poderoso. Fantomas se mete por la otra ventana y aniquila al individuo. ¡Gran alegría, la cultura está salvada! Todos le damos las gracias y termina la historieta.
Yo recibí esto como su cassette y cuando lo leí me quedé pensando y dije: «Caramba, ya que me meten como personaje sin pedirme autorización —lo cual en principio no está demasiado bien— yo también podría aprovechar ahora esta historieta sin la autorización de los editores y hacer mi propia versión de la cosa». Con una tijera comencé a cortar las partes que me interesaban e hice una especie de collage en la que escribí un texto que fui colocando en diferentes páginas de la historieta eliminando lo que no me interesaba y le cambié completamente el sentido; es decir, toda la primera parte es igual pero cuando Fantomas vuelve triunfante diciéndole a Octavio Paz o a mí he destruido al monstruo, pueden seguir escribiendo tranquilos , nosotros, inteligentes, le decimos: «No, Fantomas, te equivocas. Crees que has destruido al monstruo, pero no lo has destruido: no hay solamente un monstruo. Mira, léete aquí las conclusiones del Tribunal Bertrand Russell sobre el genocidio cultural en América Latina. Esto tu no lo conoces y en México no lo conocen. Léete estas páginas». Y están las páginas. «Léete lo que se dice sobre la aniquilación de las culturas indígenas en la Amazonia, por ejemplo. Léete lo que pasa con indios mexicanos en algunos estados de predominancia indígena, lee todo lo que se está haciendo para destruir la cultura de un continente y crearles falsos valores sin necesidad de quemar la Biblioteca del Congreso.» Fantomas se queda sumamente avergonzado y la historia termina también muy bien porque dice: «Querido Octavio Paz, desde ahora dedicaré toda mi fuerza a luchar contra las empresas multinacionales y contra todas las formas negativas del imperialismo».
Insistí en que lo editaran en forma de tira cómica y que se vendiera en los quioscos y se vendió en México por cientos de miles de ejemplares. Mucha gente lo compró creyendo que era una aventura de Fantomas de las otras y cuando se metió a leerlo se interesó y lo leyó hasta el final —lo supe porque el editor hizo un sondaje— y se enteraron de montones de cosas de las que realmente no habían tenido ninguna idea. Les cuento esto en el plano anecdótico porque sigo creyendo que nuestra tarea de escritores latinoamericanos puede ir a veces mucho más allá que escribir cuentos y novelas, aunque también es importante seguir escribiendo cuentos y novelas.
No sé lo que vamos a hacer el próximo jueves. No tengo ganas de hacer absolutamente nada porque la última clase, la última charla, es siempre un poco triste y deberíamos divertirnos. Tal vez ustedes tienen muchas preguntas que hacerme que se pueden referir a cosas de las primeras charlas o recapitulaciones. No tengo ganas de hablar de ningún tema específico de mis cosas porque ya creo haberlos cansado bastante. Mas bien sería interesante que llenásemos huecos con preguntas y respuestas. Si prefieren otra cosa, díganmelo ahora mismo. Estoy perfectamente dispuesto, qué sé yo, a leerles un cuento y que lo comentemos. No sé, estoy un poco desconcertado y ustedes también. Hay una gran solución: no vengamos.
ALUMNOS: ¡Nooo!
Pero vendremos; creo que vendremos de todos modos. Bueno, piénsenlo. Por mi parte, si encuentro dos o tres textos de los que no he hablado aquí, de lectura corta y que puede ser útil comentar después, los traigo y los leemos. Pero piensen en la posibilidad de hacerme preguntas, no me dejen ir dejando curiosidades insatisfechas. Y gracias.