Sexta clase
Lo lúdico en la literatura y la escritura de Rayuela

Tengo una pequeña misión democrática que cumplir con respecto a esos trabajos que están haciendo sobre temas sobre los cuales ya nos hemos puesto de acuerdo individualmente con la mayoría de ustedes. Como sé que hay algunas dudas sobre cuál sería la fecha de entrega de esos trabajos, quiero señalarles que mi última clase aquí es el 20 de noviembre y sería necesario que ese mismo día, 20 de noviembre, los trabajos estuvieran en la secretaría del Departamento. Eso es todo. Es muy tonto decir cosas así cuando después uno va a empezar a hablar de cosas lúdicas…

El otro día tuvimos apenas tiempo para hablar de la música y el humor y de su relación con la literatura, no sólo con la mía por cierto. En el momento en que hubiéramos debido entrar en la tercera etapa que era alguna referencia a lo lúdico y su vinculación con la literatura, se nos acabó el tiempo de modo que vamos a dedicar hoy la primera mitad de esta clase —antes de nuestro bien merecido descanso intermedio— a hablar de lo lúdico, sobre todo tal como he querido utilizarlo y moverlo dentro de una parte de lo que he escrito partiendo de una idea que muchos escritores rechazan: la idea del juego. En América Latina sobre todo, y también en Europa y supongo que también en Estados Unidos, hay muchos escritores que se toman terriblemente en serio, tan en serio que la idea de que alguien pueda hacer una referencia a elementos lúdicos en sus textos los ofende, e incluso —ya que antes hablábamos del humor— hasta los últimos años en América Latina la etiqueta de humorista aplicada a un escritor lo definía desde un punto de vista inferior como apreciación estética de un escritor, un novelista, un cuentista o un poeta. Ser humorista era una definición muy precisa que colocaba a ese señor en una cierta línea temática y nada más; en el caso de lo lúdico en la literatura ha sucedido lo mismo durante mucho tiempo. Creo que esas categorías y esas etiquetas están cayendo estrepitosamente y eso lo saben no sólo los escritores sino también los lectores. Actualmente los lectores buscan en la literatura elementos que evadan las etiquetas, que los inquieten, los emocionen o los coloquen en un universo de juego o de humor que de alguna manera enriquezca lo que los rodea y aumente su captación, su apreciación de la realidad.

Que el juego entendido en su sentido más amplio no era demasiado bien visto en la literatura de las décadas precedentes es un hecho que se puede comprobar muy fácilmente a través de las bibliografías y de la crítica literaria, pero actualmente lo lúdico en América Latina —y yo me alegro particularmente— ha entrado a formar parte de toda nuestra riqueza de expresión, de todas nuestras posibilidades de manifestación literaria. Hay que tener cuidado como en el caso del humor: no hay que confundir la noción de lúdico con un juego trivial que no tenga sentido. Ustedes recordarán quizá que el otro día habíamos tratado de separar muy bien lo que podemos llamar humorismo y lo que podemos llamar comicidad; de la misma manera, cuando se habla de elementos lúdicos en la literatura no se está hablando de nada trivial o superficial, de lo que se habla es de la actitud que muchos escritores tienen frente a su propio trabajo y que frente a determinados temas puede ser francamente lúdica.

Para empezar, un escritor juega con las palabras pero juega en serio; juega en la medida en que tiene a su disposición las posibilidades interminables e infinitas de un idioma y le es dado estructurar, elegir, seleccionar, rechazar y finalmente combinar elementos idiomáticos para que lo que quiere expresar y está buscando comunicar se dé de la manera que le parezca más precisa, más fecunda, con una mayor proyección en la mente del lector. Si ustedes se acuerdan de su propia infancia —y creo que todos nos acordamos; aunque la hemos deformado un poco en el recuerdo, de todas maneras nos acordamos de nuestra infancia— estoy seguro que todos ustedes recordarán muy bien que cuando jugábamos, jugábamos en serio. El juego era una diversión, desde luego, pero era una diversión que tenía una gran profundidad, un gran sentido para nosotros, a tal punto que —no sé si ya lo he dicho aquí pero en todo caso me gusta repetirlo— me acuerdo muy bien que cuando siendo niño me interrumpían por cualquier motivo momentáneo en un juego solitario o con mis amigos, me sentía ofendido y humillado porque me daba la impresión de que no se daban cuenta hasta qué punto ese juego con mis amigos tenía para todos nosotros una importancia muy grande. Había todo un código, todo un sistema, todo un pequeño mundo: el mundo de una cancha de fútbol o de una cancha de tenis, de una partida de ajedrez, de un juego de barajas o un juego de bolitas. Desde el juego más complicado hasta el más simple habíamos entrado, mientras jugábamos, en un territorio exclusivamente nuestro que era importante mientras el juego durase.

Cuando un hombre entra luego en la literatura esto puede perdurar; en mi caso ha perdurado: siempre he sentido que en la literatura hay un elemento lúdico sumamente importante y que, paralelamente a lo que habíamos dicho del humor, la noción del juego aplicada a la escritura, a la temática o a la manera de ver lo que se está contando, le da una dinámica, una fuerza a la expresión que la mera comunicación seria y formal —aunque esté muy bien escrita y muy bien planteada— no alcanza a transmitir al lector, porque todo lector ha sido y es un jugador de alguna manera y entonces hay una dialéctica, un contacto y una recepción de esos valores.

Hacia los años cincuenta, después de un proceso que les voy a resumir en pocos minutos, escribí una serie de pequeños textos que luego se publicaron con el nombre de Historias de cronopios y de famas. Hasta ese momento había escrito una o dos novelas y una serie de cuentos fantásticos; todo lo que había escrito podía considerarse como «literatura seria» entre comillas, es decir que si había allí elementos lúdicos —y sé muy bien que los hay estaban un poco más disimulados bajo el peso dramático y la búsqueda de valores profundos. Sucedió que, cuando di a leer esas historias de cronopios y de famas a mis amigos más cercanos, la reacción inmediata tendió a ser negativa. Me dijeron: «¿Pero cómo puedes perder el tiempo escribiendo estos juegos? ¡Estás jugando! ¿Por qué pierdes el tiempo haciendo eso?». Tuve ocasión de reflexionar y convencerme (y sigo convencido) de que no perdía el tiempo sino que simplemente estaba buscando y a veces encontrando un nuevo enfoque para dar mi propia intuición de la realidad. Seguí escribiendo esos pequeños relatos que se sumaron al punto que finalmente dieron un libro. Cuando ese libro apareció, sucedió para mi gran alegría que en América Latina había muchos, muchos lectores que también sabían jugar. Como dice la vieja canción infantil, «sabían abrir la puerta para ir a jugar» (es una canción que en Argentina cantan los niños de pequeños): sabían abrir la puerta y encontraban en el juego no una cosa trivial o superficial sino otro tipo de intenciones; dependía de ellos que las descubrieran o no pero en todo caso todos los lectores supieron en seguida que esos textos podían ser muy livianos, muy ligeros, que no tenían importancia en sí pero que la noción de juego que había en ellos era un mensaje: comunicaban algo que yo quería comunicar y que fue recibido.

Esas historias de cronopios y de famas empezaron de una manera bastante misteriosa para mí, nunca he sabido cómo. La anécdota es que un día estando en un teatro de París hubo un intervalo entre dos momentos de un concierto y yo estaba solo, distraído, pensando o no pensando, y en ese momento tuve la visión —una visión interior, desde luego— de unos seres que se paseaban en el aire y eran como globos verdes. Yo los veía como globos verdes pero con orejas, una figura un poco humana, pero no eran exactamente seres humanos. Al mismo tiempo me vino el nombre de esos seres que era cronopios. (Los críticos luego han buscado si la palabra cronopio tiene alguna relación con el tiempo, por lo de Cronos, el dios del tiempo. No, en absoluto; no tiene nada que ver con el tiempo. La palabra cronopio me vino como muchas otras palabras imaginarias que me han venido a lo largo de los años, y se asociaba con esa imagen de personajes muy simpáticos que flotaban un poco, hasta el momento en que el concierto continuó y me olvidé.) Cuando volví a mi casa, en los días siguientes, los tuve de nuevo presentes; entonces se produjo una especie de disociación: no sabía lo que eran los cronopios ni tampoco sabía cómo eran, no tenía la menor idea, pero la disociación se produjo porque aparecieron los antagonistas de los cronopios a los que llamé famas. (La palabra fama también me vino así. Quiere decir en español lo famoso, la fama, la gloria; evidentemente ahí había una intención un poco irónica porque a los famas los vi siempre con mucho cuello, mucha corbata, mucho sombrero y mucha importancia.) Esa disociación se produjo automáticamente: a los cronopios, por contraste con los famas, los sentí como lo que realmente eran: unos seres muy libres, muy anárquicos, muy locos, capaces de las peores tonterías y al mismo tiempo llenos de astucia, de sentido del humor, una cierta gracia; en tanto vi a los famas como los representantes de la buena conducta, del orden, de las cosas que tienen que marchar perfectamente bien porque si no habrá sanciones y castigos. En el momento en que se había producido esa disociación, creía que la cosa había terminado y era una simple fantasía mental pero de golpe aparecieron unos terceros personajes que no eran ni cronopios ni famas e inmediatamente los llamé esperanzas. (Nunca sabré por qué los llamé esperanzas, la palabra vino así.) Esos personajes se situaban un poco en la mitad porque tienen algunas características de los cronopios en el sentido de que tienden a ser bastante tontos algunas veces: son ingenuos, despreocupados, se caen de los balcones y de los árboles y al mismo tiempo, al contrario de los cronopios, tienen un gran respeto por los famas. En algunos casos he calificado a los esperanzas como elementos femeninos pero ahí entraban masculinos y femeninos, lo mismo que los cronopios: yo hablo de los cronopios pero puede haber cronopias y cronopios, aunque nunca usé el femenino al escribir. Las esperanzas por un lado admiran a los cronopios, pero les tienen mucho miedo porque los cronopios hacen tonterías y las esperanzas tienen miedo de eso porque saben que los Famas se van a enojar.

Ese pequeño mundo —que ustedes saben hasta qué punto es un mundo lúdico, de juego— se fue articulando en una serie de pequeños cuentos. Si ustedes tienen la edición por ahí verán que las primeras páginas son muy confusas porque yo mismo no sabía cómo eran los famas y los cronopios. Al principio los famas tienen algunas características de los cronopios, pero después las cosas se separan y a partir del cuarto o quinto pequeño relato ya se los ve como he tratado de describirlos. Pienso que en el plano teórico no puedo decir nada sobre mis cronopios y sus amigos porque yo mismo no sé gran cosa; todo lo que sé lo he dicho y, como creo que los textos en que ellos se mueven los describen y los muestran bien, lo que quiero hacer es leerles algunas historias de cronopios y de famas que son muy breves y les mostrarán sus distintas actitudes y sus distintas reacciones. Aquí por ejemplo hay un breve texto que se llama «Viajes» y que dice:

Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los bienes muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.

Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de «Alegría de los famas».

Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: «La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad». Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados, Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.

Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.

CONSERVACIÓN DE LOS RECUERDOS

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a Quilmes», o: «Frank Sinatra».

Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones». Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que se golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

Este texto se llama «Comercio»:

Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.

Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiera saltar a la manguera. Así, en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servían para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.

Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rosedal, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:

—Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!

Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el más intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.

Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.

Ésta es una historia muy muy breve que casi me ha sucedido a mí una vez:

HISTORIA

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

Éste se llama «Los exploradores»:

Tres cronopios y un fama se asocian espeleológicamente para descubrir las fuentes subterráneas de un manantial. Llegados a la boca de la caverna, un cronopio desciende sostenido por los otros, llevando a la espalda un paquete con sus sándwiches preferidos (de queso).

Los dos cronopios-cabrestante lo dejan bajar poco a poco, y el fama escribe en un gran cuaderno los detalles de la expedición. Pronto llega un primer mensaje del cronopio: furioso porque se han equivocado y le han puesto sándwiches de jamón. Agita la cuerda, y exige que lo suban. Los cronopios-cabrestante se consultan afligidos, y el fama se yergue en toda su terrible estatura y dice: NO, con tal violencia que los cronopios sueltan la soga y acuden a calmarlo. Están en eso cuando llega otro mensaje, porque el cronopio ha caído justamente sobre las fuentes del manantial, y desde ahí comunica que todo va mal, entre injurias y lágrimas informa que los sándwiches son todos de jamón, que por más que mira y mira entre los sándwiches de jamón no hay ni uno solo de queso.

A veces las esperanzas y los cronopios tienen que mandarse telegramas y acá hay algunos, dos o tres modelos de telegramas.

Una esperanza cambió con su hermana los siguientes telegramas, de Ramos Mejía a Viedma:

OLVIDASTE SEPIA CANARIO. ESTÚPIDA. INES.

ESTÚPIDA VOS. TENGO REPUESTO. EMMA.

«Tres telegramas de cronopios». El primero:

INESPERADAMENTE EQUIVOCADO DE TREN EN LUGAR 7.21 TOMÉ 8.24 ESTOY EN SITIO RARO. HOMBRES SINIESTROS CUENTAN ESTAMPILLAS. LUGAR ALTAMENTE LÚGUBRE. NO CREO APRUEBEN TELEGRAMA. PROBABLEMENTE CAERÉ ENFERMO. TE DIJE QUE DEBÍA TRAER BOLSA AGUA CALIENTE. MUY DEPRIMIDO SlÉNTOME ESCALÓN ESPERAR TREN VUELTA. ARTURO.

Otro telegrama de cronopio:

NO. CUATRO PESOS SESENTA O NADA. SI TE LAS DEJAN A MENOS, COMPRA DOS PARES, UNO LISO Y OTRO A RAYAS.

Último telegrama:

ENCONTRÉ TÍA ESTHER LLORANDO, TORTUGA ENFERMA. RAÍZ VENENOSA, PARECE, O QUESO MALAS CONDICIONES. TORTUGAS ANIMALES DELICADOS. ALGO TONTOS, NO DISTINGUEN. UNA LASTIMA.

Y acordándome una vez de Esopo, aquel fabulista griego que hacía hablar a los animales con propósitos morales, escribí unas pequeñas fábulas que no tienen ningún propósito moral y las llamé «Sus historias naturales», o sea las historias naturales de los cronopios. Esta se llama «León y cronopio»:

Un cronopio que anda por el desierto se encuentra con un león, y tiene lugar el diálogo siguiente:

León. —Te como.

Cronopio (afligidísimo pero con dignidad). —Y bueno.

León. —Ah, eso no. Nada de mártires conmigo. Échate a llorar, o lucha, una de dos. Así no te puedo comer. Vamos, estoy esperando. ¿No dices nada?

El cronopio no dice nada, y el león está perplejo, hasta que le viene una idea.

León. —Menos mal que tengo una espina en la mano izquierda que me fastidia mucho. Sácamela y te perdonaré.

El cronopio le saca la espina y el león se va, gruñendo de mala gana:

—Gracias, Androcles.

Es una referencia a la historia de Roma… Esta que es un poco grosera se llama «Cóndor y cronopio»:

Un cóndor cae como un rayo sobre un cronopio que pasea por Tinogasta, lo acorrala contra una pared de granito, y dice con gran petulancia, a saber:

Cóndor. —Atrévete a afirmar que no soy hermoso.

Cronopio. —Usted es el pájaro más hermoso que he visto nunca.

Cóndor. —Más todavía.

Cronopio. —Usted es más hermoso que el ave del paraíso.

Cóndor. —Atrévete a decir que no vuelo alto.

Cronopio. —Usted vuela a alturas vertiginosas, y es por completo supersónico y estratosférico.

Cóndor. —Atrévete a decir que huelo mal.

Cronopio. —Usted huele mejor que un litro entero de colonia Jean-Marie Farina.

Cóndor. —Mierda de tipo. No deja ni un claro donde sacudirle un picotazo.

Este se llama «Flor y cronopio»:

Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz.

La flor piensa: «Es como una flor».

Éste se llama «Fama y eucalipto». Al final hay una referencia a unas pastillas contra la tos muy populares en la Argentina que se llaman pastillas Valda. No sé si son conocidas en Estados Unidos pero, en fin, allá son muy conocidas.

Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los famas y temen lo peor. En medio de todos está un eucalipto hermoso, y el fama al verlo da un grito de alegría y baila tregua y baila catala en torno del perturbado eucalipto, diciendo así:

—Hojas antisépticas, invierno con salud, gran higiene.

Saca un hacha y golpea al eucalipto en el estómago, sin importársele nada. El eucalipto gime, herido de muerte, y los otros árboles oyen que dice entre suspiros:

—Pensar que este imbécil no tenía más que comprarse unas pastillas Valda.

Y la última fábula se llama «Tortugas y cronopios» y dice:

Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.

Quería terminar con los cronopios leyéndoles el último texto pero se me perdió el señalador. ¡Ah, aquí esta! «Lo particular y lo universal» se llama:

Un cronopio iba a lavarse los dientes junto a su balcón, y poseído de una grandísima alegría al ver el sol de la mañana y las hermosas nubes que corrían por el cielo, apretó enormemente el tubo de pasta dentífrica y la pasta empezó a salir en una larga cinta rosa. Después de cubrir su cepillo con una verdadera montaña de pasta, el cronopio se encontró con que le sobraba todavía una cantidad, entonces empezó a sacudir el tubo en la ventana y los pedazos de pasta rosa caían por el balcón a la calle donde varios famas se habían reunido a comentar las novedades municipales. Los pedazos de pasta rosa caían sobre los sombreros de los famas, mientras arriba el cronopio cantaba y se frotaba los dientes lleno de contento. Los famas se indignaron ante esta increíble inconsciencia del cronopio, y decidieron nombrar una delegación para que lo imprecara inmediatamente, con lo cual la delegación formada por tres famas subió a la casa del cronopio y lo increpó, diciéndole así:

—Cronopio, has estropeado nuestros sombreros, por lo cual tendrás que pagar.

Y después, con mucha más fuerza:

—¡Cronopio, no deberías derrochar así la pasta dentífrica!

Se me ocurre que esta pequeña selección de las historias de cronopios y de famas da una idea de cómo he entendido siempre lo lúdico en la literatura y hasta qué punto jugar puede también tener a veces un poco más sentido que el juego mismo, que la gracia del chiste mismo. Si puedo decirles algo más que les pueda interesar sobre los cronopios, lo hacemos ahora y después ya nos pasamos a algo muy diferente.

ALUMNA: Una pregunta: ¿Sigue haciendo series de ese estilo o eso sólo fue en cierto tiempo?

Sólo fue un ciclo porque cuando escribí toda esta serie de cuentitos —creo que escribí el total en quince o veinte días— al final ya resultaban demasiado fáciles porque había el peligro de que los cronopios, los famas y las esperanzas se estereotiparan, se convirtieran demasiado en símbolos de algo. Siempre he tenido una gran desconfianza a seguir por un camino cuando se vuelve fácil. Me acuerdo que siendo muy joven leí una frase del escritor francés André Gide que quedó para mí como uno de los consejos o de las indicaciones más importantes que un escritor puede darle a otro. Gide dijo: «No hay que aprovechar nunca del impulso adquirido». Parece una paradoja pero la verdad es que cuando se trabaja largo tiempo en una obra y se llega a dominar ese camino y esa técnica, existe la tentación de continuar; es el caso de escritores, músicos o pintores que una vez que han encontrado una manera se repiten indefinidamente, a veces a lo largo de su vida. Un humorista le reprochó a otro novelista francés, François Mauriac, haber escrito sesenta veces la misma novela. Las cosas cambiaban un poco… Alejo Carpentier, en ese maravilloso relato que se llama «Concierto barroco» y que les recomiendo de todo corazón porque es una maravilla de humor, imagina un diálogo entre Vivaldi y Stravinsky, lo cual natural y cronológicamente no puede ser. Ellos dialogan en un momento dado y entonces Stravinsky, para burlarse de Vivaldi, le dice: «Finalmente usted escribió seiscientas veces el mismo concierto» (lo cual es un poquito cierto), y Vivaldi le contesta: «Sí, pero en cambio yo no escribí una polca para pulgas saltarinas del circo Barnum», que Stravinsky sí escribió por pedido…

Volviendo a esa noción de repetición, con los cronopios hubo un momento en el que realmente me andaban alrededor con una tal facilidad que dije: «Bueno, basta». La palabra cronopio, el uso del cronopio como metáfora, aparece en otros textos míos; muchas veces he dicho «Fulano de Tal es un cronopio o tiene una conducta de cronopio», pero no he vuelto a escribir historias sobre los cronopios. Eso se terminó ahí, siguiendo el consejo de Gide.

ALUMNO: ¿Esos estereotipos tienen alguna vinculación con lo que usted llama su etapa histórica, o están totalmente divorciados?

No, porque para estar divorciado hay que estar casado antes… y no estaban ni siquiera comprometidos. Como les conté, los cronopios empezaron en un teatro de París al poco tiempo de llegar yo a Francia —habrá sido en el año 52— y casi todos los cuentos los escribí cuando estaba trabajando al año siguiente en Italia.

ALUMNO: ¿Qué Junción tienen estas historias para la gente joven fie América Latina en estos momentos, es decir qué validez, qué importancia puede tener leer esas historias para una gente que está en Nicaragua, ahorita, reconstruyendo un país? De ahí venía la pregunta.

Esas historias fueron escritas sin la menor intención de que tuvieran un sentido histórico, como acabo de mostrar. Lo que sucede es que las obras literarias cumplen a veces destinos muy extraños, azares muy extraños que escapan completamente a su autor. Por ejemplo —y para contestar directamente su pregunta— es obvio que para alguien que está enfrentando procesos políticos e históricos dramáticos y en general trágicos en América Latina estas historias de cronopios no tienen ningún sentido, no le pueden interesar. Pero ahí entran el azar y lo lúdico porque la gente que lucha y enfrenta muchas veces la muerte, en los momentos de descanso, de reposo, busca lo lúdico porque lo necesita y con mucha frecuencia lee textos y escucha músicas que nada tienen que ver con su trabajo inmediato. El Che Guevara llevaba en el bolsillo de su chaqueta los cuentos de Jack London que no son precisamente cuentos militantes: son aventuras en Alaska, en la selva, historias de gentes que luchan contra la muerte, contra los animales y contra las fieras. Los llevaba como podría llevar también un libro de poemas: como compensación en los momentos en que su trabajo personal aflojaba. Me alegro mucho de su pregunta porque es algo que nunca les hubiera dicho si usted no me hubiera provocado, y eso es lo bueno porque a mí me gusta que me provoquen como yo trato de provocarlos también a ustedes.

Estando en Cuba una noche me vino a buscar un amigo de toda confianza diciéndome: «Hay un grupo de personas que quieren hablar contigo». Digo: «Bueno». Como yo sospechaba que ese grupo de personas estaba de paso —esto sucedía muy al comienzo de la Revolución cubana, en el 64 o 65— pensé que no eran cubanos, que eran gente que estaba de paso allí y que no podían dar sus nombres. «Qué bueno, si quieren hablar conmigo, llévenme». Este amigo me llevó a una casa y me dijo: «Mira, por razones que comprenderás, vas a encontrar a esta gente en la oscuridad». Dije: «Claro, lo comprendo perfectamente bien. Si ellos me quieren ver, no me van a ver físicamente pero me van a oír y yo los voy a oír a ellos». Entramos, después de atravesar una serie de pasillos, a una habitación totalmente a oscuras. Por las voces alcancé a calcular que ahí había cinco muchachos y dos muchachas, todos ellos muy jóvenes, con acentos de un país que no voy a nombrar pero latinoamericanos, por supuesto. Esos muchachos me dijeron: «Mira, te queríamos ver y hablar un momento contigo para decirte que en los intervalos de algo que estamos haciendo (que yo me podía imaginar por el secreto que había en esa entrevista) nos encanta leer tus historias de cronopios. Siempre hay alguno de nosotros que las tiene en el bolsillo». Además, una de las chicas me dijo en un momento dado: «El libro se nos perdió y después lo encontramos medio mordido por un perro; quedan solamente quince páginas y cada uno tiene una página en el bolsillo». No sé si le contesto a su pregunta pero me da gusto relatar esa anécdota.

ALUMNO: ¿Podría comentar sobre el elemento poético que se encuentra en la estructura lúdica de su obra?

El elemento poético es un largo y complicado tema, porque la poesía —que obviamente, elementalmente diferenciamos de la prosa— puede contener y contiene muchas veces elementos lúdicos: hay muchos poemas que contienen un elemento de juego y diría incluso que en ciertas formas muy precisas de la poesía, por ejemplo el soneto, la forma es un juego en sí mismo porque la regla del juego es que hay que desarrollar un pensamiento, una idea, lo que el poeta quiere decir, dentro de un rigor que no admite la menor excepción de la misma manera que en un match de tenis no se admite ninguna excepción a las reglas del juego; hay que cumplirlas, si no el jugador es descalificado. El sonetista que no cumple las reglas del juego es descalificado por sus lectores: si uno de sus versos en vez de endecasílabo le sale dodecasílabo, el soneto se cae al suelo para siempre.

El elemento lúdico en la poesía muchas veces está en la forma; el poeta juega a hacer un soneto y el ejemplo más maravilloso es el del poeta español que escribe un soneto explicando cómo tiene que escribirlo:

Un soneto me manda hacer Violante,

y en mi vida me he visto en tal aprieto.

Catorce versos dicen que es soneto;

burla burlando ya van tres delante.

Cuando cierra la primera cuarteta está explicando que ya escribió los tres primeros. Vieron ustedes hasta qué punto eso es lúdico; imposible imaginar nada más lúdico. Lope de Vega debía divertirse como un niño haciendo esos sonetos, pasa que además era un niño genial. También en muchísimos sonetos de Góngora y de Quevedo —además de la estructura del soneto u otra forma métrica: una décima, octava real, lo que sea— el poeta puede jugar con la rima interna. Tomen un ejemplo clásico de este país, «El cuervo», el gran poema de Edgar Allan Poe que tiene un doble sistema de rimas: la rima clásica al final de los versos y una rima en la mitad de cada verso, una rima interna que a Poe le tiene que haber dado un trabajo monstruoso que resolvió admirablemente porque es un tema encantatorio, un poema que va hipnotizando al lector y por eso es uno de los mejores poemas para leer en alta voz: ese juego de líneas internas que hacen como un eco de la rima final va creando una hipnosis que multiplica su efecto terriblemente dramático. Ya ve usted que lo lúdico es también cómplice del poeta en muchos casos.

ALUMNA: Hablando de formas literarias que no se toman muy en serio, creo haber oído que en Francia hay una nueva onda de escribir novelas completamente con caricaturas, tipo comic strips. ¿Cree que esta forma literaria puede llegar a caminar?

Me gustaría poder contestarle la pregunta pero para eso tendría que haber leído esas novelas y no he leído ninguna. En Francia se han escrito estos años muchas novelas que contenían también un elemento lúdico pero que en mi opinión es más bien negativo (no es de lo que habla usted, es otra cosa). Por ejemplo, un escritor extraordinariamente inteligente y avezado que se llama Georges Perec escribió una novela cuyo título es La desaparición. Cuando uno comienza a leer el libro, le llama la atención que se llame La desaparición porque aparentemente no desaparece nadie pero, al mismo tiempo que uno va leyendo, nota que en el estilo hay algo extraño; es muy fluido, dice todo lo que quiere decir, cuenta una historia en varios capítulos y llega al final y no ha habido ninguna desaparición, pero en ese momento nos damos cuenta de que sí: lo que ha desaparecido es la vocal e. En todo el libro no hay ni una sola e. Como dicen los franceses il faut le faire!; hay que hacerlo, verdaderamente, porque me puedo imaginar las noches en vela de Perec tratando de armar una frase sin poner una sola e, y además que él se llama Perec y en su apellido tiene dos e… Quizá por esa razón las sacó del libro.

Sin querer ser severo en este plano porque son problemas muy complejos, noto en la literatura francesa de ficción de los últimos años una sustitución de la profundidad real por búsquedas a base de ingenio, a base de recursos retóricos como este que acabamos de contar. Lo que usted menciona: novelas en donde el escritor no tiene gran cosa que decir y lo sabe, y como sabe que no tiene una gran experiencia que transmitir, entonces se toma desesperadamente de lo lúdico e inventa un mecanismo: «Esta novela la voy a hacer de tal manera», «Quiero hacer tal o cual cosa». Eso en el plano técnico puede dar cosas muy bellas e incluso permite experimentar, pero como resultado literario personalmente pocas veces quedo satisfecho con ese tipo de rubros.

ALUMNO: Hay un personaje en Paradiso del que usted habla en La vuelta al día. Lezama Lima juega también con el aspecto lúdico. ¿Podría hablar un poco de Lezama Lima y Góngora? ¿Conoció a Lezama Lima usted?

Sí, claro…

ALUMNO: ¿Puede hablar un poco más sobre ese tema?

Puedo hablar sobre Lezama Lima pero me llevaría varios días.

ALUMNO: Especialmente del personaje que va por la calle y mira las vitrinas y hace las imágenes que crean transparencias…

Tengo la impresión de que en una charla anterior ya hablamos de Lezama. Creo que hicimos referencia a que yo lo había conocido, que fuimos grandes amigos y que se reía mucho porque yo lo llamaba «el Gordo Cósmico». Era obeso, Lezama, y yo lo llamaba el Gordo Cósmico porque su mundo es un mundo que abarca el cosmos, no sólo la realidad inmediata. A él le gustaba mucho que yo le dijera eso; no era ninguna falta de respeto, muy al contrario.

Lo lúdico en Lezama Lima es muy importante y concretamente en Paradiso muchísimas de las imágenes que emplea, muy elaboradas y muy eruditas, contienen una carga de humor realmente extraordinario. Lamento no tener varias de ellas en la memoria; me acuerdo vagamente de una en que juega con el humor y hace una especie de desvalorización al final que es muy extraordinaria. Está hablando de una mujer, de una alemana y dice: «La famosa (estoy inventando pero la imagen es ésa) Gertrudis Widenstein que, después de haber sido la más famosa cantante wagneriana de su época y de haber conocido los triunfos y las famas más extraordinarias, decidió retirarse, se fue a China y pasó el final de su vida como la querida del emperador». Esa imagen me pareció extraordinaria por esa noción de falsa modestia contentándose con ser nada menos que la favorita del emperador de China. Esa clase de imágenes eran muy frecuentes. Decir, por ejemplo, utilizando la noción del nirvana del budismo que es un estado (supongo, no soy budista ni entiendo mucho de eso) de beatitud total, hablando de un personaje que está muy mal en una fiesta, decía: «Se aburría como una marmota en el nirvana». Esa clase de imágenes prueban su sentido de lo lúdico y, cuando hablaba, Lezama Lima —creo que lo dije— era exactamente igual que cuando escribía. Muchos lo han acusado de artificioso en su escritura; su escritura no tenía nada de artificioso: él hablaba así. En su inmensa sabiduría —que era al mismo tiempo una sabiduría ingenua porque en él había una enorme ingenuidad— hablaba a cualquier persona, que podría ser por ejemplo el policía de la esquina, y después de dos o tres frases comenzaba a mencionar a Heráclito, aparecía Voltaire, aparecían los personajes que circulaban en su imaginación. Claro, el policía lo miraba estupefacto porque pensaba que estaba loco. Esa manera de hablar de Lezama, que utilizaba sus metáforas continuamente, entraba de la manera más natural en sus libros.

No me gustaría repetirme si el día en que hablamos de él les conté la anécdota de cuando estaba con asma y vino un amigo a visitarlo. (Es para mostrar cómo Lezama, hablando, era igual que cuando escribía: las metáforas le salían así.) Un amigo lo fue a visitar; era muy asmático y el amigo lo encontró muy fatigado, le zumbaba el pecho como cuando se tiene mucha asma y hay silbidos. En la calle había unos obreros trabajando con martillos mecánicos por lo que había un estrépito monstruoso. Lezama estaba allí y este amigo le dijo: «Bueno, maestro, ¿cómo está usted?». Lezama le dijo: «¿Cómo quieres que esté? Fíjate, con ese fragor wagneriano y yo aquí con mi chaleco mozartiano». Escena grandiosa porque todas las flautas y los violines de Mozart, y afuera Wagner… Eso podría decirlo un personaje de Paradiso. Lezama es una de las figuras más prodigiosas de nuestra literatura contemporánea, y estoy hablando mucho mas que de América Latina: del mundo.

ALUMNO: ¿Podría hablar, porque no sé si sería cierto, pero aparentemente el gobierno de Fidel había prohibido Paradiso en Cuba.? ¿ A qué se debió esto y por qué?

Muy buenas preguntas…, muy buenas preguntas provocativas. Vamos a ponernos de acuerdo sobre eso que usted llama «el gobierno de Fidel» porque los gobiernos —el de Fidel o el de cualquiera— se componen de todo un equipo formado por mucha gente, de los cuales hay los que tienen lucidez y ven claramente el camino y luego están los burócratas, los sectarios y evidentemente los tontos que abundan en todo gobierno de este mundo. Cuando Paradiso fue publicado en Cuba por la Sociedad de Escritores de Cuba, algún funcionario (nunca se ha sabido quién fue y si todavía está vivo tendrá especial interés en que no se sepa porque debe estar muerto de vergüenza) lo acusó de libro pornográfico. Eso coincidía con una situación que duró varios años en Cuba y en que hubo una enorme intolerancia y un gran sectarismo en materia sexual, una situación muy penosa que dejó muchas huellas. Hubo entonces una enorme persecución contra los homosexuales en Cuba que consistió en muchos casos en creer que el trabajo, multiplicar sus tareas, los iba a curar de lo que esos señores llamaban «una enfermedad». (Como ustedes saben muy bien éste es un problema que no se puede discutir así, yo estoy simplemente dando las líneas generales de la cosa.) En ese momento apareció Paradiso y el funcionario en cuestión dijo que era un libro inmoral, pornográfico; mucha gente se asustó, inclusive los libreros, y empezaron a retirarlo de la circulación. Lezama nunca dijo una palabra, se quedó tranquilamente en su casa, nunca dijo nada sobre eso. Entonces —por eso mi referencia al gobierno de Fidel— pasó esto que sé directamente y de primera mano: Una noche Fidel Castro fue a la universidad a hablar con los estudiantes; de vez en cuando hace una visita por sorpresa, llega a las escalinatas de la universidad, los estudiantes lo rodean durante una o dos horas, discuten muy violentamente entre ellos, exponen sus problemas y él escucha y contesta. Esa noche, en plena conversación un estudiante le dijo: «Oye, Fidel, ¿y por qué es que no podemos comprar Paradiso? Nos han dicho que lo han suspendido de las librerías y no lo podemos comprar». La respuesta de Fidel fue ésta, y me hago responsable de esa respuesta porque sé que fue así.[8]

Sí, me hacen una seña cronológica… Hoy hemos estado demasiado lúdicos y se nos han hecho como las tres y media de la tarde. Tratemos de aprovechar este rato que nos queda dejando entrar a los alumnos que llegan tarde.

Bueno, la verdad es que parece un salto un poco vertiginoso el que vamos a dar ahora después de haber franqueado a vuelo de pájaro estas últimas etapas pero en el fondo no es tan vertiginoso: en lo que nos queda de hoy y en la charla de la semana que viene, vamos a ocuparnos de ese libro que se llama Rayuela sobre el cual verdaderamente no sé qué decirles; no tengo la menor idea porque el problema de Rayuela es que se convirtió en una novela o antinovela o contranovela como la han llamado los críticos —ha habido muchas palabras para definirla— por una serie de circunstancias de tipo personal y literario. Aunque tengo suficiente conciencia de lo que quise hacer y de cómo y hasta dónde lo hice en las líneas que me había trazado, en mi recuerdo el libro se me escapa un poco de las manos por su propia estructura, no diría complejidad porque no es un libro complejo. Hay quienes han dicho que es una novela de una gran dificultad pero yo no lo creo; no es un libro al alcance de un niño de doce años, eso es cierto, pero tampoco es un libro particularmente difícil como podría serlo Ulysses, de James Joyce, donde se experimenta a fondo con el lenguaje y cada frase plantea un problema de comprensión e interpretación. Sus dificultades son de otro orden y quizá para poder acercarnos un poco a su mundo lo mejor sería que les cuente qué fue lo que me pasó a mí en ese momento, por qué empecé a escribirlo y qué me pasó mientras lo estaba escribiendo.

Los que han leído Rayuela, han visto que no se presenta de una manera lineal. (Después hablaremos de eso más en detalle.) Se lo puede leer linealmente hasta cierto punto, desde el principio hasta una cierta altura dejando de lado el resto, o se puede leer con un segundo sistema de lectura: pasando de un capítulo a otro hacia adelante y hacia atrás guiándose por un sistema de envíos, de remisiones de un capítulo a otro. Eso hace que la estructura del libro no sea fácil de captar pero refleja un poco dos cosas: las circunstancias en que fue escrito, concebido, y las intenciones del autor. Las circunstancias son que, cuando salí de la Argentina para irme a vivir a París a comienzos de la década del 50, pasé tres o cuatro o cinco años profundamente sumergido en una experiencia que en aquella época hubieran calificado de «existencial» porque el existencialismo era la posición filosófica que estaba de moda a través de Sartre y en alguna medida de Camus; sumido en una experiencia muy personal que consistía en dejarme llevar por todo lo que la ciudad me ofrecía o me negaba, tratando de alcanzar lo que me daba y de conocer a fondo lo que me ofrecía en el plano de las relaciones humanas, de los conocimientos, de la música, de todo lo que la Argentina no me había dado en esas dimensiones (me había dado otras cosas, pero no ésas). Entre el año 52 y el 55 o 56 no escribí nada más que cuentos pero en distintas circunstancias y en distintos lugares iba llenando páginas con instantáneas, recuerdos de cosas, invenciones a veces, todo muy calcado de mi experiencia cotidiana en la ciudad, en Francia, en París concretamente. No tenía la menor idea de que alguna vez esos papeles iban a formar parte de un libro: se iban quedando como quedan todos nuestros papeles cuando se nos cruza algo por la cabeza y nos gusta con frecuencia anotarlo y lo guardamos no sabemos bien por qué, pero ahí queda. Esos papeles se fueron acumulando y no los releí.

Hacia el año 56 escribí «El perseguidor» y no me di cuenta —no me podía dar cuenta en ese momento— de que lo que estaba escribiendo ahí era ya un esbozo de lo que luego sería Rayuela. Un crítico (creo que es Ángel Rama) calificó «El perseguidor» de rayuelita; «la rayuelita» le llamó y tiene toda la razón del mundo porque después, retrospectivamente, cuando terminé Rayuela me di cuenta de que en «El perseguidor» estaban ya esbozadas una serie de ansiedades, búsquedas y tentativas que en Rayuela encontraron un camino más abierto y más caudaloso. Efectivamente, ustedes pueden establecer la comparación entre los dos ejes de ambos textos, entre los personajes centrales: el personaje de «El perseguidor», Johnny Cárter, es un hombre que está sometido al mismo tipo de angustias y ansiedades que luego van a ser las de Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela. En ese sentido «El perseguidor», que conseguí terminar en ese momento, era una primera andanada de interrogaciones, de cuestiones que me planteaba a mí mismo a través del personaje.

Entretanto, los papelitos de que hablaba hace un momento se habían seguido acumulando. No los tenía en cuenta y un día me pasó como cuando escribo cuentos (eso lo he explicado al comienzo de estas charlas): de golpe me cayó encima no un cuento sino algo que evidentemente exigía un mayor desarrollo, una especie de situación en la que vi a dos personajes masculinos y a uno femenino enfrentándose antagónicamente en una situación totalmente absurda. Eso lo veía en Buenos Aires, en mi ciudad, en una calle muy estrecha con casas en las que había ventanas de ambos lados; uno de los personajes estaba en una ventana, el otro en la de enfrente, y cuando me di cuenta estaba escribiendo una cosa totalmente absurda en la que se trataba de colocar una plancha de madera para pasar de una ventana a la otra de manera que la mujer —que era ya un personaje— pudiera pasar de una ventana a la otra arrastrándose por la plancha a cuatro pisos de altura, o sea a riesgo de matarse, para llevar unos clavos y un poco de yerba mate que el otro personaje quería para trabajar y para beber. Esa situación sin ningún contenido real, que es imposible imaginar más absurda e ilógica, me vino como una especie de obligación, de necesidad de escribirla, y sin saber quién era esa gente les puse los nombres que conservaron: Horacio Oliveira ya se llamó así, su amigo Traveler ya tenía ese nombre y la mujer, Talita, también. Vinieron en esa situación absurda de pasar por la plancha llevando los clavos y la yerba y escribí durante varios días porque —si ustedes lo recuerdan— es un capítulo larguísimo que tiene como treinta o cuarenta páginas donde hay un interminable diálogo en que se debaten cosas aparentemente absurdas y frívolas, pero por debajo se siente pasar un elemento dramático que es en definitiva la rivalidad de estos dos hombres con referencia al personaje femenino, una rivalidad que no está muy clara en ninguno de los tres en ese momento porque no estaba clara en mí: yo no los conocía, para mí era una cosa completamente vaga y sin embargo escribí de un solo tirón ese capítulo; le llamo capítulo ahora, pero en ese momento ni siquiera era un capítulo, era un texto muy largo que cuando lo terminé sentí que exigía una continuación.

En el momento de continuarlo me di cuenta —y eso es lo que va a explicar después muchas cosas en Rayuela— de que ese personaje, Horacio Oliveira, lo estaba viendo como alguien que volvía a la Argentina después de una larga y complicada experiencia en Europa, un poco como yo mismo cada vez que iba a Buenos Aires cuando estaba viviendo en Francia. Entonces me di cuenta de que no podía seguir adelante sino que tenía que dejar tranquilo ese capítulo o texto y empezar a hablar de ese Oliveira, empezar a conocerlo yo mismo a través de su experiencia en París; y fue en ese momento que aparecieron todos esos centenares de papelitos y de notas que había ido escribiendo y acumulando a lo largo de los años sin ninguna intención de ponerlos en un libro, cada uno de los cuales reflejaba momentos de mi propia experiencia, diferentes enfoques de la vida de un argentino en Francia. Automáticamente eso se armó en mí como un mosaico, como un patchwork: bruscamente sentí que cada uno de esos fragmentos había que organizado, había que empezar a hacerlos pasar por el hilo central del personaje y me puse a escribir.

El mecanismo del libro ya era en sí extraño: el capítulo del medio ya estaba escrito. Ese capítulo se quedó allí y yo me volví atrás y escribí toda la serie de París hasta encontrar el capítulo del medio —lo cual me llevó dos años— y sólo después seguí adelante. Eso creo que puede explicar como primera tentativa el hecho de que Rayuela, no fue concebido como una arquitectura literaria precisa sino como una especie de aproximación desde diferentes ángulos y desde diferentes sentidos que poco a poco fue encontrando su forma.

Cuando estaba escribiendo Rayuela —al mismo tiempo que lo escribía, y llevó varios años— seguía leyendo libros y periódicos y continuamente encontraba frases, referencias e incluso anuncios periodísticos que despertaban en mí un eco con referencia a lo que estaba escribiendo: había cosas que tenían cierta conexión y entonces las cortaba o las copiaba y las iba acumulando. Cuando terminé de escribir la novela propiamente dicha tenía una pila de elementos accesorios: citas literarias, fragmentos de poemas, anuncios periodísticos, noticias de policía; había de todo. En el momento de armar el libro, o sea de sentarme a la máquina para pasarlo en limpio después de haberlo revisado, me dije: «¿Qué hago ahora? ¿Cuál va a ser la estructura de este libro? Todos los elementos que se han ido acumulando cuentan para mí, de alguna manera son parte del libro, pero no los puedo poner al final como un apéndice porque ya se sabe lo que pasa con los apéndices: nadie los lee, o muy pocos, no tienen mayor interés». (Los apéndices son como los prólogos, que un español decía que son una cosa que se escribe al final, se pone al principio y no se lee ni al principio ni al final. Con los apéndices pasa eso muchas veces.) Comprendí que el único sistema viable era crear un sistema de intercalación de esos elementos en la narración novelesca. Para cierto tipo de lectores podía ser un poco artificial y entonces de golpe dije: Voy a hacer la locura total (verdaderamente me parecía una locura): voy a proponer dos lecturas de este libro. Yo he tenido cinco escrituras diferentes, porque lo he escrito de diferentes maneras; tengo entonces algún derecho de proponerle a mi lector por lo menos dos lecturas». Por eso Rayuela dice en su primera página que a su manera es muchos libros pero sobre todo es dos libros y que se puede leer de dos maneras: la primera es muy sencilla, es como cualquier libro sólo que hay que llegar hasta el capítulo, no sé, sesenta, y todo lo que sigue no hay para qué leerlo; entonces al que le guste leer una novela como cualquier novela, linealmente, lo lee del principio hasta ese capítulo y se olvida de lo demás porque si lo lee después no entiende nada porque son cosas aparentemente inconexas, sueltas, sin ninguna relación aparente. La segunda manera de leerlo consiste en seguir una especie de salto continuo que se hace en el interior del libro, que va remitiendo de un capítulo a otro y que a veces salta de un capítulo a un anuncio de un periódico, del anuncio del periódico vuelve a otro capítulo y del capítulo salta a la cita de un poema o de un fragmento de poema. Esa es la segunda manera y con ella se abarca la totalidad del libro, no ya linealmente sino que el libro es como cuando abrimos una baraja y la cerramos y todas las cartas se entremezclan.

Debo decir que muchos críticos han pasado muchas horas analizando cuál pudo haber sido mi técnica para mezclar los capítulos y presentarlos en el orden irregular. Mi técnica no es la que los críticos se imaginan: mi técnica es que me fui a la casa de un amigo[9] que tenía una especie de taller grande como esta aula, puse todos los capítulos en el suelo (cada uno de los fragmentos estaba abrochado con un clip, un gancho) y empecé a pasearme por entre los capítulos dejando pequeñas calles y dejándome llevar por líneas de fuerza: allí donde el final de un capítulo enlazaba bien con un fragmento que era por ejemplo un poema de Octavio Paz (se cita uno), inmediatamente le ponía un par de números y los iba enlazando, armando un paquete que prácticamente no modifiqué. Me pareció que ahí el azar —lo que llaman el azar— me estaba ayudando y tenía que dejar jugar un poco la casualidad: que mi ojo captara algo que estaba a un metro pero no viera algo que estaba a dos metros y que sólo después, avanzando, iba a ver. Creo que no me equivoqué; tuve que modificar dos o tres capítulos porque la acción empezaba a ir hacia atrás en vez de adelantar, pero en su inmensa mayoría esa ordenación en diferentes capas funcionó de manera bastante satisfactoria para mí y el libro se editó en esa forma.

Toda ésta es la historia física de Rayuela. Ahora, el problema para mí más difícil y que no creo que vayamos a abordar mucho hoy es por qué diablos escribí ese libro. Había el antecedente de «El perseguidor», es decir que estaba en una línea de búsquedas personales que me angustiaban y me preocupaban, pero cuando comencé a escribirlo había otras cosas también y esas otras cosas son las que, simplificando un poco pero no demasiado, reduciría a tres. El hecho de haber escrito Rayuela responde a tres motivos fundamentales, hay otros subsidiarios pero había tres fundamentales: El primer motivo, el básico, es el que el lector encuentra cuando oye los monólogos y los diálogos de los personajes y lee los fragmentos teóricos de un tal Morelli —un escritor que inventé y metí ahí— en que expone sus ideas sobre literatura, sobre filosofía a veces aunque muy poco y sobre historia. El primer nivel, la primera intención de Rayuela, el lector la encuentra en la palabra y en el pensamiento de los personajes principales y de esa figura un poco misteriosa de Morelli cuyos textos aparecen intercalados a lo largo del libro. Ese contenido es lo que yo había calificado de «metafísica» el primer día, cuando nos conocimos y les hablé de mi propio paso por la vida de escritor: preocupaciones fundamentalmente de tipo metafísico. En el fondo Rayuela es una muy larga meditación —a través del pensamiento e incluso a través de los actos de un hombre sobre todo— sobre la condición humana, sobre qué es un ser humano en este momento del desarrollo de la humanidad en una sociedad como la sociedad donde se cumple el libro: en Rayuela todo está centrado en el individuo, eso es fácil de advertir. Oliveira piensa sobre todo en sí mismo, pocas veces sale de sí mismo, pocas veces se proyecta del yo al tú y mucho menos del tú al vosotros; se queda siempre centrado en una actitud fundamentalmente individualista a través de la cual mira en torno y trata de responder a las preguntas que continuamente se hace y que continuamente lo atormentan y lo preocupan. Casi en seguida se ve, en los primeros capítulos, que Oliveira es el hombre que directamente no acepta que le den el mundo prefabricado: tiene que vivir dentro de ese contexto y aceptar el peso de una sociedad que lo incluye pero mentalmente, profundamente, está en continua crítica y a veces en continua rebelión. Lo que sus amigos en la mayoría de los casos aceptan sin discutirlo demasiado, él lo pone inmediatamente en tela de juicio porque no solamente se está mirando a sí mismo sino que en él está reconociendo el último eslabón de una interminable cadena histórico-cultural que viene desde las Cuevas de Altamira, desde la Edad de Piedra, desde los primeros balbuceos de la civilización. La primera y bastante ingenua protesta de Oliveira es decirse: «Bueno, si la humanidad ha necesitado miles y miles y miles de años para llegar a esto que soy hoy aquí y todo lo que me rodea, y esto que soy yo aquí lo encuentro insatisfactorio, imperfecto y en general malo, ¿qué ha pasado? ¿Por qué esa evolución se ha cumplido en ese sentido y no en otros posibles sentidos?». Automáticamente empieza a poner en crisis eso que se da en llamar la civilización judeocristiana o la civilización que viene sobre todo pasando por Aristóteles y Santo Tomás hasta llegar a la ciencia y la filosofía modernas. Oliveira se dice que es posible que en algún momento de ese camino alguien haya dado un paso en falso que todo el mundo siguió en vez de detenerse, criticar y cambiar de camino para tomar otra dirección. Como es un hombre a quien le interesan mucho las filosofías orientales (a mí me interesaban personalmente en esa época), tiene suficiente inteligencia para darse cuenta de que la mentalidad humana siguió un camino bastante distinto según se proyectó hacia el Occidente o hacia el Oriente y dio por resultado dos visiones, dos sentimientos del mundo muy diferentes.

El hecho de que haya esas dos lo lleva a preguntarse si podría haber habido catorce o cinco o diecisiete. «¿Por qué estamos tan seguros de que nuestra civilización occidental es la buena? ¿Por qué estamos tan seguros del progreso? Cada uno de ustedes se puede formular la serie de preguntas porque es fácil hacerla y seguirla: una vez que se niega algo, es posible continuar una cadena de negaciones, y es exactamente lo que él hace.

Aquí un paréntesis importante: Cualquiera que haya leído el libro sabe que Oliveira no era ningún genio; al contrario, es un hombre sumamente mediocre, él mismo lo sabe. No tiene la inteligencia que pudo tener Kant o Hegel o Jean-Paul Sartre. Lo mismo que el músico de «El perseguidor», es un hombre común que sin embargo siente que en torno a él hay cosas que no andan bien, cosas que incluso gente mucho más inteligente que él acepta y que él no está dispuesto a aceptar y se opone a la realidad tal como se la.presentan diariamente. Cuando estaba escribiendo el libro y definía a Oliveira como lo que es, un hombre que no tiene una gran capacidad intelectiva sino una inteligencia común —como la del autor del libro—, muchas veces pensé en un libro que fue enormemente leído en los años treinta y cuarenta, cuya actitud es totalmente distinta y a su modo es una obra maestra: me refiero a La montaña mágica, de Thomas Mann, un libro profundamente filosófico y reflexivo en donde personajes —ésos sí de una enorme inteligencia, como la de Thomas Mann— discuten y barajan todos los problemas del momento y tratan de encontrar soluciones. La verdad es que en La montaña mágica se busca siempre dar respuestas; en el caso de Rayuela ni Oliveira ni el autor de Oliveira buscaron jamás dar una respuesta, pero en cambio los dos tuvieron una cierta capacidad para hacer preguntas. Rayuela es un libro de preguntas en el que continuamente se está preguntando por qué esto es así y no de otra manera, por qué la gente acepta que esto se dé en esta forma cuando se podría dar de otra.

Esas continuas interrogaciones que hace Rayuela y que de ninguna manera contienen una respuesta son quizá lo que determinó que cuando se publicó sus lectores fueran sobre todo gente joven en América Latina. Me llevé una gran sorpresa porque creía haber escrito un libro para gente de mi edad; habitualmente uno está instalado en su propia edad física y mental y piensa que está escribiendo para la gente de su generación. Pues la gente de mi generación en la Argentina y demás países de América Latina empezó sin entender Rayuela, hubo un gran rechazo, incluso un gran escándalo en un primer momento. Al mismo tiempo, los jóvenes, gente entre diecisiete y veinticinco o veintiséis años, inmediatamente comenzaron a leer el libro muy apasionadamente. Me di cuenta por la correspondencia: cuando comencé a recibir cartas, las verdaderamente interesantes, las que tenían un sentido para mí, fueron de gente joven. ¿Por qué? Porque en Rayuela no había ninguna lección magistral pero había en cambio muchas preguntas que respondían al tipo de angustia típico de una juventud que se interroga también sobre la realidad en la que está creciendo, en la que tiene que vivir y que muchas veces cuestiona, impugna y pone en tela de juicio. La respuesta de los jóvenes fue haber sentido que ahí no había ningún maestro, ningún Thomas Mann dando lecciones: había alguien que, desde su inteligencia y posibilidades medianas, los estaba poniendo en contacto con una visión más crítica, más interrogativa de la realidad que los rodea.

Ése es, si ustedes quieren, el primer nivel en el que se mueve el libro y que me preocupó cuando lo escribí: llevar hasta sus últimas consecuencias las angustias personales de los personajes, que se expresaran de la manera más franca y abierta posible y que de esa manera esas angustias, esa sed filosófica —la filosofía es siempre eso: una sed de pasar al otro lado de las cosas— llegara directamente al lector. Creo que esto lo vamos a dejar para la próxima vez, y me da un poco de pena no hacerlo ahora pero es un poco más largo; simplemente lo enuncio: el segundo nivel, que en general no se vio al principio pero que luego poco a poco fue entrando en los lectores que analizaron más a fondo el libro, es una perogrullada: si en un libro uno quiere poner en crisis y en tela de juicio muchas de las cosas que se dan por admitidas o codificadas, ¿cómo tiene que hacer ese escritor para conseguir poner eso en tela de juicio? Evidentemente tiene que escribir, su única herramienta es el idioma, pero ¿qué idioma va a usar? Ahí empieza el problema porque, si utiliza el idioma que expresa ese mundo que está atacando, el idioma lo va a traicionar. ¿Cómo va a poder denunciar algo con las herramientas que sirven al enemigo, es decir un idioma estratificado, codificado, un estilo ya con sus maestros y sus discípulos? Por eso, el segundo nivel de Rayuela es idiomático, un nivel de lenguaje, y sobre ése vamos a hablar un poco más en detalle la próxima vez. Luego hay un tercer nivel, y con eso ya habremos jugado a la rayuela.