El otro día, tal vez por culpa del tema porque estábamos metidos en el realismo, fui demasiado realista y me olvidé completamente de que tenemos la costumbre de hacer un intermedio y los tuve a ustedes dos horas sin moverse, con el calor que hace aquí… Yo mismo me cansé bastante, de manera que trataremos de ser un poco menos realistas hoy y darnos diez minutos de fantasía.
Los temas sobre los cuales me gustaría hablar hoy —de una manera obligadamente corta y superficial porque nos va quedando cada vez menos tiempo— son para mí muy hermosos pero muy evasivos, difíciles de captar. Sobre cosas como el humor en la literatura y en mis cosas, la música, el juego, lo lúdico, uno tiene más una intuición que un concepto, más una práctica que una teoría, y cuando los quiere atrapar teóricamente tienden a escapar. De todas maneras quedan algunos procedimientos o métodos de acercamiento, por ejemplo con respecto a la música y la literatura o la música en la literatura. No estoy hablando de la música como tema literario sino de la fusión que en algunas obras literarias se puede advertir entre la escritura y la música, cierta línea musical de la prosa.
Hay prosas que, siendo muy buenas e incluso perfectas, nuestro oído no las reconoce como musicales, y en cambio hay otras en el mismo alto nivel que inmediatamente nos colocan en una situación muy especial, auditiva e interior al mismo tiempo, porque en el noventa y nueve por ciento de los casos no escuchamos lecturas en alta voz, ni las hacemos: leemos con los ojos y sin embargo, cuando hay una prosa que podemos calificar de musical, el oído interno la capta de la misma manera que la memoria también puede repetir melodías u obras musicales íntegras en el más profundo silencio. Aquí hay que tener cuidado con un malentendido: cuando estoy hablando de prosa o estilo musical no me estoy refiriendo a esos escritores, sobre todo del pasado, que buscaban acercarse a la música como sonido en su prosa —eso se notaba sobre todo en la poesía pero muchas veces también en la prosa—, es decir escritores que buscaban conseguir efectos musicales mediante el juego de repeticiones de vocales, aliteraciones o rimas internas. Ésa fue por cierto una de las grandes preocupaciones de la poesía llamada simbolista a fines del siglo pasado: el simbolismo francés buscó que la poesía se aproximara cada vez más a la música en ese plano de contacto auditivo; en el fondo había algo de imitación, se buscaba reflejar la música a través de las palabras. En América Latina hubo grandes poetas en esa misma época (Rubén Darío es uno de ellos, y José [sic] Herrera y Reissig en el Uruguay) que escribían sonetos donde había una dominante que podía ser la a, la o, la e o la ele. Un soneto que empezara diciendo «Ala de estela lúcida, en la albura libre de los levantes policromos» está evidentemente instalado en el sonido de la ele; inmediatamente el oído reconoce que en «ala de estela lúcida en la albura» la ele entra como elemento musical dominante.
Desde luego, cuando hablo de mi contacto con la música no es en absoluto en ese plano. Eventualmente puedo haber escrito alguna frase en donde el sonido me gustaba,[5] pero ésa no es mi noción más honda de la presencia de la música en algo de lo que he podido hacer. Es otra cosa: el sentimiento más que la conciencia, la intuición de que la prosa literaria —en este caso me estoy viendo a mí mismo en el momento de escribir prosa literaria— puede darse como pura comunicación y con un estilo perfecto pero también con cierta estructura, cierta arquitectura sintáctica, cierta articulación de las palabras, cierto ritmo en el uso de la puntuación o de las separaciones, cierta cadencia que infunde algo que el oído interno del lector va a reconocer de manera más o menos clara como elementos de carácter musical. Es un tipo de prosa que llamaría (la palabra no es castiza pero no importa porque hay que inventar palabras cuando hace falta) encantatoria o incantatoria, una palabra que abarca dos conceptos diferentes en apariencia: el de encanto en el sentido mágico de sortilegio, de encantamiento, de charm en inglés, de crear una atmósfera de hipnotización o de encantamiento que podemos llamar mágica como una pura imagen; y además en encantación o encantamiento está el sentido de canto: cantar está en encantar. Estoy hablando de una prosa en la que se mezclan y se funden una serie de latencias, de pulsaciones que no vienen casi nunca de la razón y que hacen que un escritor organice su discurso y su sintaxis de manera tal que, además de transmitir el mensaje que la prosa le permite, transmite junto con eso una serie de atmósferas, aureolas, un contenido que nada tiene que ver con el mensaje mismo pero que lo enriquece, lo amplifica y muchas veces lo profundiza.
Todo esto, como ven, es una penosa tentativa por explicar algo en el fondo inexplicable para mí. Lo que puedo decir como actor, como alguien que vive la experiencia de escribir muchos cuentos y muchos pasajes de novelas, es que en determinados momentos de la narración no me basta lo que me dan las posibilidades sintácticas de la prosa y del idioma; no me basta explicar y decir: tengo que decirlo de una cierta manera que viene ya un poco dicha no en mi pensamiento sino en mi intuición, muchas veces de una manera imperfecta e incorrecta desde el punto de vista de la sintaxis, de una manera que por ejemplo me lleva a no poner una coma donde cualquiera que conozca bien la sintaxis y la prosodia la pondría porque es necesaria. Yo no la pongo porque en ese momento estoy diciendo algo que funciona dentro de un ritmo que se comunica a la continuación de la frase y que la coma mataría. Ni se me ocurre la idea de la coma, no la pongo.
Eso me ha llevado a situaciones un poco penosas pero al mismo tiempo sumamente cómicas: cada vez que recibo pruebas de imprenta de un libro de cuentos mío hay siempre en la editorial ese señor que se llama «El corrector de estilo» que lo primero que hace es ponerme comas por todos lados. Me acuerdo que en el último libro de cuentos que se imprimió en Madrid (y en otro que me había llegado de Buenos Aires, pero el de Madrid batió el récord) en una de las páginas me habían agregado treinta y siete comas, ¡en una sola página!, lo cual mostraba que el corrector de estilo tenía perfecta razón desde un punto de vista gramatical y sintáctico: las comas separaban, modulaban las frases para que lo que se estaba diciendo pasara sin ningún inconveniente; pero yo no quería que pasara así, necesitaba que pasara de otra manera, que con otro ritmo y otra cadencia se convirtiera en otra cosa que, siendo la misma, viniera con esa atmósfera, con esa especie de luces exterior o interior que puede dar lo musical tal como lo entiendo dentro de la prosa. Tuve que devolver esa página de pruebas sacando flechas para todos lados y suprimiendo treinta y siete comas, lo que convirtió la prueba en algo que se parecía a esos pictogramas donde los indios describen una batalla y hay flechas por todos lados. Eso sin duda produce sorpresa en los profesionales que saben perfectamente dónde hay que colocar una coma y dónde es todavía mejor un punto y coma que una coma. Sucede que mi manera de colocarlas es diferente, no porque ignore dónde deberían ir en cierto tipo de prosa sino porque la supresión de esa coma, como muchos otros cambios internos, son —y esto es lo difícil de transmitir— mi obediencia a una especie de pulsación, a una especie de latido que hay mientras escribo y que hace que las frases me lleguen como dentro de un balanceo, dentro de un movimiento absolutamente implacable contra el cual no puedo hacer nada: tengo que dejarlo salir así porque justamente es así que estoy acercándome a lo que quería decir y es la única manera en que puedo decirlo.
Creo que esto aclara el posible malentendido entre la musicalidad entendida únicamente como imitación de sonidos y de armonías musicales y esta otra presencia de elementos musicales en la prosa, fundamentalmente el ritmo más que la melodía y la armonía. Cuando escribo un cuento y me acerco a su desenlace, al momento en el que todo sube como una ola y la ola se va a romper y será el punto final, en ese último momento dejo salir lo que estoy diciendo, no lo pienso porque eso viene envuelto en una pulsación de tipo musical. Lo sé porque sería absolutamente incapaz de cambiar una sola palabra, no podría sustituir una palabra por un sinónimo; aunque el sinónimo dijera prácticamente lo mismo, la palabra tendría otra extensión y cambiaría el ritmo, habría algo que se quebraría como se quiebra si se pone una coma donde yo no la he puesto. Eso me ha llevado a pensar que una prosa que acepta y que busca incluso darse con esa obediencia profunda a un ritmo, a un latido, a una palpitación que nada tiene que ver con la sintaxis, es la prosa de muchos escritores que amo particularmente y que cumple una doble función que no siempre se advierte: la primera es su función específica en la prosa literaria (transmite un contenido, relata una historia, muestra una situación) pero junto con eso está creando un contacto especial que el lector puede no sospechar pero que está despertando en él esa misma cosa quizá ancestral, ese mismo sentido del ritmo que tenemos todos y que nos lleva a aceptar ciertos movimientos, ciertas fuerzas y ciertos latidos. Leemos esa prosa de alguna manera como cuando escuchamos ciertas músicas y entramos totalmente en una especie de corriente que nos saca de nosotros mismos y nos mete en otra cosa. Una prosa musical, tal como yo la entiendo, es una prosa que transmite su contenido perfectamente bien (no tiene por qué no transmitirlo, no sufre en absoluto teniendo esos valores musicales) pero además establece otro tipo de contacto con el lector. El lector la recibe por lo que contiene como mensaje y además por el efecto de tipo intuitivo que produce en él y que ya nada tiene que ver con el contenido: se basa en cadencias internas, en obediencias a ciertos ritmos profundos.
Sé que todo esto no es fácil, tampoco es fácil para mi mismo pero puedo explicarlo un poco por la negativa. Mi problema es cuando me traducen: cuando se traducen cuentos míos a un idioma que conozco, muchas veces me encuentro con que la traducción es impecable, todo está dicho y no taha nada pero no es el cuento tal como yo lo viví y lo escribí en español porque falta esa pulsación, esa palpitación a la cual el lector es sensible porque si a algo somos sensibles es a las intuiciones profundas, a las cosas irracionales; lo somos aunque muchas veces la inteligencia se pone a la defensiva y nos prohíbe, nos niega ciertos accesos. Las grandes pulsaciones de la sangre, de la carne y de la naturaleza pasan por encima y por debajo de la inteligencia y no hay ningún control lógico que pueda detenerlas. Cuando el traductor no ha recibido eso, no ha sido capaz de poner en otro idioma un equivalente a esa pulsación, a esa música, tengo la impresión de que el cuento se viene al suelo, y es muy difícil explicarlo a ciertos traductores porque se quedan asombrados. «¡Sí, pero está bien traducido! Tú dijiste esto, aquí dice así: es exactamente lo mismo.» «Sí, es exactamente lo mismo pero le falta algo.» Es exactamente lo mismo en el plano de la prosa, como transmisión de un mensaje, pero le falta esa aura, esa luz, ese sonido profundo que no es un sonido auditivo sino un sonido interior que viene con ciertas maneras de escribir prosa en español.
Para no extendernos demasiado sobre el tema de la música agregaría que, así como hay escritores que son admirables maestros de la lengua y al mismo tiempo son totalmente sordos a estas pulsiones musicales y ni siquiera les gusta la música como arte, hay otros para quienes la música es una presencia incontenible y avasalladora en lo que escriben. Es una discusión que he tenido muchas veces con un escritor tan grande y tan admirable como Mario Vargas Llosa. Es totalmente sordo a la música: no le gusta, no le interesa, no existe para él. Su prosa es una prosa magnífica que transmite todo lo que él quiere transmitir pero, para quienes tenemos otra noción, es una prosa que no contiene ese otro tipo de vibración, esa otra arquitectura interna que transmite este otro tipo de valores musicales. Eso no quiere decir que el estilo de Vargas Llosa sea inferior al estilo de un autor que es sensible a la música, son simplemente manifestaciones diferentes de la literatura.
En mi caso soy una víctima de mi vocación porque en realidad yo nací para ser músico pero me pasó una cosa cruel: se ve que de esas hadas que echan bendiciones y maldiciones en la cuna del niño que nace, hubo una que decidió que yo podía ser músico pero hubo otra que decidió que jamás sería capaz de manejar un instrumento musical con alguna eficacia y además carecería de la capacidad que tiene el músico para pensar melodías y crear armonías. Soy alguien que ama la música como oyente, soy un gran melómano y desde niño he escuchado muchísima música sin poder ser un músico. Una vez un periodista me preguntó el famoso juego de «si tuvieras que estar solo en una isla desierta qué llevarías». Le dije: «Para tu sorpresa no llevaría libros, llevaría discos porque si voy a estar solo en una isla desierta prefiero tener música que literatura». Esto parece un poco escandaloso dicho por un escritor y sin embargo es profundamente cierto. Me siento un músico frustrado. Si algo me hubiera gustado es poder ser si no un creador de música, por lo menos un gran intérprete; grande en el sentido de ser feliz, no por los públicos ni nada de eso sino realmente dominar un instrumento y gozar como puede gozar un pianista o un clarinetista ejecutando su instrumento. No me fue dado porque había el hada esa que me fastidió, pero en cambio hubo una vocación total hacia la música de los demás que venía hacia mí.
Cuando empecé a escribir los primeros balbuceos a los diez, once años, era un momento en que ya escuchaba música continuamente y el sentido del ritmo y de la melodía, todo lo que la música abría en mí desde el comienzo, se manifestó en lo que escribía porque incluso de manera muy ingenua, como un niño, buscaba formas musicales también ingenuas en lo que escribía. Yo mismo me delataba porque trataba de imitar melodías por escrito; con hermosas palabras, con acentos que subían y bajaban, andaba buscando ritmos sacados directamente de la música. Cambié, por supuesto, y entré en otra manera de sentir lo musical pero eso no se perdió, se mantuvo siempre. Pasé por todas las etapas de alguien que ama intensamente la música: las etapas iniciales en mi tiempo eran la ópera sobre todo —se escuchaba mucho más que ahora—, luego la gran música sinfónica y luego la música de cámara. Después empecé a descubrir las músicas populares, folclóricas: el tango que en mi generación de la Argentina no era muy bien visto porque se lo consideraba vulgar. Descubrí el tango y me apasioné. (Además, por cierto, esto es un poco al margen, las palabras de los tangos me enseñaron mucho del habla del pueblo, de la manera como el pueblo expresa su propia poesía. A veces un tango de Carlos Gardel me enseñó más que un artículo de Azorín en el plano de aprendizaje de técnicas de idioma.) Y un buen día descubrí el jazz y eso no es una novedad para ustedes porque saben bien que el jazz aparece como tema en muchas cosas que he escrito, desde «El perseguidor» hasta largos capítulos de Rayuela y otros textos donde está en el centro de la cosa. El jazz tuvo una gran influencia en mí porque sentí que contenía un elemento que no contiene la música que se toca a partir de una partitura, la música escrita: esa increíble libertad de la improvisación permanente. El músico de jazz toca creando él mismo a partir de una melodía dada o de una serie de acordes y, si es un gran músico, nunca va a repetir una improvisación, siempre buscará nuevos caminos porque eso es lo que lo divierte. El elemento de creación permanente en el jazz, ese fluir de la invención interminable tan hermoso, me pareció una especie de lección y de ejemplo para la escritura: dar también a la escritura esa libertad, esa invención de no quedarse en lo estereotipado ni repetir partituras en forma de influencias o de ejemplos sino simplemente ir buscando nuevas cosas a riesgo de equivocarse. También un músico de jazz tiene malos momentos y pasajes que son muy pesados, pero de golpe puede saltar nuevamente porque está trabajando en un clima de total y absoluta libertad.
Para terminar con este tema de la música, les voy a leer un texto muy pequeño que es una especie de comentario a lo que acabamos de decir y que refleja un poco mi amor personal como escritor por la música y todo lo que ha significado para mí. Se habla exclusivamente de pianistas; la mayoría de esos nombres serán desconocidos para ustedes por razones de edad y de generación. Son pianistas de mi juventud pero hacia el final se menciona a uno que vive todavía y es uno de los más grandes pianistas del jazz, Earl Hines. Sé que no es todo lo conocido que debiera ser en la generación joven actual pero para hombres de mi edad Earl Hines ha llenado exactamente cincuenta años de jazz de la más alta calidad.[6] Ese pequeño texto, que es una manera de cerrar el tema, se llama…, se llama, si lo encuentro…, es de un libro que se llama Un tal Lucas y del que hablaremos un poco después. El personaje, que se llama Lucas, va hablando de diversos temas y este pequeño texto se llama «Lucas, sus pianistas» y dice:
Larga es la lista como largo el teclado, blancas y negras, marfil y caoba; vida de tonos y semitonos, de pedales fuertes y sordinas. Como el gato sobre el teclado, cursi delicia de los años treinta, el recuerdo apoya un poco al azar y la música salta de aquí y de allá, ayeres remotos y hoyes de esta mañana (tan cierto, porque Lucas escribe mientras un pianista toca para él desde un disco que rechina y burbujea como si le costara vencer cuarenta años, saltar al aire aún no nacido el día en que alguien grabó Blues in Thirds).
Larga es la lista, Jelly Roll Morton y Wilhelm Backhaus, Monique Haas y Arthur Rubinstein, Bud Powell y Dinu Lipatti. Las desmesuradas manos de Alexander Brailowsky, las pequeñitas de Clara Haskil, esa manera de escucharse a sí misma de Margarita Fernández, la espléndida irrupción de Friedrich Gulda en los hábitos porteños del cuarenta, Walter Gieseking, Georges Arvanitas, el ignorado pianista de un bar de Kampala, don Sebastián Piaña y sus milongas, Maurizio Pollini y Marian McPartland, entre olvidos no perdonables y razones para cerrar una nomenclatura que acabaría en cansancio, Schnabel, Ingrid Haebler, las noches de Solomon, el bar de Ronnie Scott, en Londres, donde alguien que volvía al piano estuvo a punto de volcar un vaso de cerveza en el pelo de la mujer de Lucas, y ese alguien era Thelonious, Thelonious Sphere, Thelonious Sphere Monk.
A la hora de su muerte, si hay tiempo y lucidez, Lucas pedirá escuchar dos cosas, el último quinteto de Mozart y un cierto solo de piano sobre el tema de I ain’t got nobody. Si siente que el tiempo no alcanza, pedirá solamente el disco de piano. Larga es la lista, pero él ya ha elegido. Desde el fondo del tiempo, Earl Hines lo acompañará.
Hablar del humor con ustedes me inquieta porque no hay nada más terrible que hablar en serio del humor, y al mismo tiempo es difícil hablar del humor con humor porque entonces el humor se las ingenia para que uno diga cosas que no son las que quiere decir; empezando porque nadie sabe lo que es el humor y, como en el caso de la música en la literatura, suele haber también una confusión bastante peligrosa entre el humor y la simple comicidad. Hay cosas que son cómicas pero no contienen eso de inexpresable, indefinible que hay en el verdadero humor. Para dar un ejemplo muy simple sacado del cine: dos actores muy conocidos de nuestra época: alguien como Jerry Lewis es para mí un cómico y alguien como Woody Allen, un humorista. La diferencia está en que alguien como Jerry Lewis busca simplemente crear situaciones en las que va a hacer reír un momento pero que no tienen ninguna proyección posterior; terminan en el chiste, son sistemas de circuito cerrado, muy breves, que pueden ser muy hermosos y es una suerte que existan pero que en la literatura no creo que hayan tenido consecuencias importantes. En cambio, cualquiera de los efectos cómicos que consigue Woody Allen en sus mejores momentos están llenos de un sentido que va muchísimo más allá del chiste o de la situación misma: contienen una crítica, una sátira o una referencia que puede ser incluso muy dramática, como se empieza a ver ahora en sus últimas películas.[7]
Tal vez el ejemplo, muy primario, sirva para separar bien lo cómico que podemos dejar de lado —con perdón de Jerry Lewis— y concentrarnos un poco más en el humor, porque me parece que ya lo hemos atrapado un poquito y lo podemos atrapar todavía más si decimos, pensando en el humor de la literatura, que si uno analiza el fragmento que contiene ese elemento de humor, la intención es casi siempre desacralizar, echar hacia abajo una cierta importancia que algo puede tener, cierto prestigio, cierto pedestal. El humor está pasando continuamente la guadaña por debajo de todos los pedestales, de todas las pedanterías, de todas las palabras con muchas mayúsculas. El humor desacraliza; no lo digo en un sentido religioso porque no estamos hablando de lo sacro religioso: desacraliza en un sentido profano. Esos valores que se dan como aceptados y que suelen merecer un tal respeto de la gente, el humorista suele destruirlos con un juego de palabras o con un chiste. No es exactamente que los destruya pero por un momento los hace bajar del pedestal y los coloca en otra situación; hay como una derogación, un retroceso en la importancia aparente de muchas cosas y es por eso que el humor tiene en la literatura un valor extraordinario porque es el recurso que muchos escritores han utilizado y utilizan admirablemente bien para, al disminuir cosas que parecían importantes, mostrar al mismo tiempo dónde está la verdadera importancia de las cosas que esa estatua, ese figurón o esa máscara cubría, tapaba y disimulaba.
El humor puede ser un gran destructor pero al destruir construye. Es como cuando hacemos un túnel: un túnel es una construcción pero para construir un túnel hay que destruir la tierra, hay que destruir un largo pedazo haciendo un agujero que destruya todo lo que había; construimos el túnel con esa destrucción. El mecanismo del humor funciona un poco así: echa abajo valores y categorías usuales, las da vuelta, las muestra del otro lado y bruscamente puede hacer saltar cosas que en la costumbre, en el hábito, en la aceptación cotidiana, no veíamos o veíamos menos bien.
Todo el mundo sabe que el humor es un producto literario que viene casi directamente de la literatura anglosajona, sobre todo a partir del siglo XVIII. Las restantes literaturas del mundo contienen por supuesto sus dosis de humor porque siempre ha habido grandes humoristas, desde los griegos y los romanos, pero el empleo sistemático que los escritores ingleses hicieron a partir de los siglos XVII y XVIII mostró poco a poco a la literatura moderna que el humor no era un elemento secundario que sólo podía utilizarse como complemento sino que, al contrario, podía situarse en los momentos más críticos y capitales de una obra para mostrar por contragolpe sus trasfondos trágicos, su dramatismo que a veces se escapaba. Cuando estaba escribiendo Rayuela (me cito porque fue una experiencia que yo mismo viví) había algunos momentos absolutamente insoportables que no hubiera podido escribir como un escritor dramático, poniendo directamente la tragedia, el pathos, el drama; hubiera sido absolutamente incapaz de hacerlo. Entonces un humor a veces muy negro, muy sombrío, vino en mi ayuda y me permitió que a lo largo de extensos diálogos donde se está hablando de una cosa en un plano trivial y casi chistoso, por debajo se está ventilando una situación de vida o muerte. Como ejemplo para los que conocen Rayuela, hay un largo diálogo la noche en que muere el niño de la Maga tratado así porque para mí era insoportable contar ese episodio. Hay otro largo diálogo de ruptura entre Oliveira y la Maga tratado también con un humor muy negro. En los dos casos lo que me permitió llegar al final del capítulo fue la utilización del humor.
En la Argentina y en general en América Latina el sentido del humor es una conquista bastante tardía: si uno lee los escritores de los siglos XVI, XVII, XVIII y buena parte del XIX, ve que el humor es esporádico. Hay lo que se llama «los humoristas», pero es una cosa diferente, un humorista un poco profesional que únicamente escribe textos humorísticos; no es de lo que estamos hablando, estamos hablando de la presencia del humor en la literatura que no es humorística y eso empieza bastante tarde en América Latina. A mí me costó bastante entrar en el terreno del humor porque lo que me dieron a leer siendo niño no contenía absolutamente ningún humor: eran textos que podían ser muy buenos pero no tenían humor, o muy poco. Un día, debía tener dieciocho o veinte años, de golpe empecé a leer por un lado literatura extranjera y por otro lado en lo que me rodeaba comencé a descubrir la presencia de un humor muy secreto, muy escondido pero de una eficacia extraordinaria en escritores como por ejemplo Macedonio Fernández.
Es un gran desconocido todavía hoy, casi un escritor para especialistas y de alguna manera es una gran culpa de todos nosotros y de los recintos universitarios que Macedonio Fernández en general sea tan poco conocido porque, incluso habiendo hecho una obra de muy poca extensión, es de una enorme riqueza. Ahí el sentido del humor se mostró para mí por primera vez como un potenciador de las cosas más serias y profundas. Profesionalmente Macedonio Fernández era un filósofo y escribió textos, quizá los más famosos de él, que contienen teorías y disertaciones filosóficas en un alto grado de complejidad. Él sabía presentarlo todo, mostrarlo y enriquecerlo con un sentido del humor absolutamente extraordinario que asomaba a veces en pequeños aforismos, pequeñas frases que bruscamente daban vuelta una situación. Un aforismo de Macedonio Fernández por ejemplo es éste: «Al concierto de piano de la señorita López faltó tanta gente que si llega a faltar uno más no cabe». La misma inversión: convertir ese terrible vacío en una especie de plenitud total de lo negativo.
En su vida personal Macedonio decía cosas maravillosas. Tenía un complejo; era muy pequeñito y en general los hombres muy pequeñitos, como las mujeres muy altas, no se sienten demasiado cómodos en algunas circunstancias y no les gusta que se lo recuerden demasiado. Sus amigos sabían muy bien que no había que hablarle de su estatura porque se enojaba. Un día, una señora que no lo sabía le preguntó en una fiesta: «¿Y usted cuánto mide, don Macedonio?». Y Macedonio le dijo: «Señora, tengo la estatura suficiente para llegar al suelo». Ese tipo de humor lo introdujo en mucho de lo que escribió y nos enseñó a los jóvenes de ese tiempo que, si sabíamos asimilarlo y utilizarlo, teníamos también en el humor no un auxiliar sino uno de los componentes más valiosos y más fecundos que las armas literarias pueden dar a un escritor.
Si ustedes quieren, hacemos una pausa y después leemos textos que espero tengan algún humor.
Este breve texto pertenece a una serie titulada Manual de instrucciones donde se dan instrucciones para diversas cosas. Esto es «Instrucciones para subir una escalera»:
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variadas. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de esos peldaños, como se ve formado por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y más adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación produciría formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente.
Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha y abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se la hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombres entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie.)
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
Aquí creo que, si hay algún humor, es un humor que vale por sí mismo pero al mismo tiempo sé que, cuando lo escribí, intenté crear en el lector ese sentimiento de extrañeza que produce el hecho de que de golpe nos expliquen algo que desde luego conocemos tan bien y que hacemos sin pensar como es subir una escalera: descomponer los diversos elementos de ese proceso en sus distintos tiempos era un poco la intención al escribirlo porque eso se puede proyectar a cosas mucho más complicadas y más importantes que una escalera. En ese sentido este texto y los que voy a leer a continuación no tienen ninguna pretensión de importancia; buscan simplemente movernos un poquito ahí donde estamos y que por ahí a veces al subir una escalera pensemos en cuántas otras cosas hacemos sin pensar cómo y por qué las hacemos. Sin ninguna intención moralizante, ética o sociológica; simplemente por el juego que eso significaba. Es un poco lo que pasa con un cuentecito que se llama «Las buenas inversiones» y muestra cómo el azar puede provocar consecuencias inesperadas y al mismo tiempo cómo el humor puede iluminar y darle acaso una proyección un poco mayor.
LAS BUENAS INVERSIONES
Gómez es un hombre modesto y borroso que sólo le pide a la vida un pedacito bajo el sol, el diario con noticias exaltantes y un choclo hervido con poca sal pero, eso sí, con mucha manteca. A nadie le puede extrañar entonces que apenas haya reunido la edad y el dinero suficientes este sujeto se traslade al campo, busque una región de colinas agradables y pueblecitos inocentes y se compre un metro cuadrado de tierra para estar lo que se dice en su casa. Esto del metro cuadrado puede parecer raro y lo sería en circunstancias ordinarias, es decir sin Gómez y sin Literio. Como a Gómez no le interesa nada más que un pedacito de tierra donde instalar su reposera verde y sentarse a leer el diario y a hervir su choclo con ayuda de un calentador Primus, seria difícil que alguien le vendiera un metro cuadrado, porque, en realidad, nadie tiene un metro cuadrado sino muchísimos metros cuadrados, y vender un metro cuadrado en mitad o al extremo de los otros metros cuadrados plantea problemas de catastro, de convivencia, de impuestos y además, es ridículo y no se hace, qué tanto. Y cuando Gómez, llevando la reposera con el Primus y los choclos empieza a desanimarse después de haber recorrido gran parte de los valles y las colinas, se descubre que Literio tiene entre dos terrenos un rincón que mide exactamente un metro cuadrado y que por hallarse entre dos solares comprados en épocas diferentes posee una especie de personalidad propia, aunque en apariencia no sea más que un montón de pastos con un cardo apuntando hacia el norte. El notario y Literio se mueren de risa durante la firma de la escritura, pero dos días después, Gómez ya está instalado en su terreno en el que pasa todo el día leyendo y comiendo hasta que al atardecer regresa al hotel donde tiene alquilada una buena habitación, porque Gómez será loco pero nada idiota, y eso hasta Literio y el notario están prontos a reconocer, con lo cual el verano en los valles va pasando agradablemente aunque de cuando en cuando hay turistas que han oído hablar del asunto y se asoman para mirar a Gómez leyendo en su reposera. Una noche un turista venezolano se anima a preguntarle a Gómez por qué ha comprado solamente un metro cuadrado de tierra y para qué puede servir esa tierra, aparte de colocar la reposera, y tanto el turista venezolano como los otros estupefactos contertulios del hotel, escuchan esta respuesta: «Usted parece ignorar que la propiedad de un terreno se extiende desde de la superficie hasta el centro de la tierra: ¡Calcule entonces!». Nadie calcula, pero todos tienen como la visión de un pozo cuadrado que baja, baja y baja hasta no se sabe dónde y de alguna manera eso parece más importante que cuando se tienen trece hectáreas y hay que imaginar un agujero de semejante superficie que baje y baje y baje. Por eso, cuando los ingenieros llegan tres semanas después, todo el mundo se da cuenta de que el venezolano no se ha tragado la píldora y ha sospechado el secreto de Gómez, o sea, que en esa zona debe haber petróleo. Literio es el primero en permitir que le arruinen sus campos de alfalfa y girasol con insensatas perforaciones que llenan la atmósfera de Malsanos humos, los demás propietarios perforan noche y día en todas partes y hasta se da el caso de una pobre señora que, entre grandes lágrimas, tiene que correr la cama de tres generaciones de honestos labriegos, porque los ingenieros han localizado una zona neurálgica en el mismo medio del dormitorio. Gómez observa de lejos las operaciones, sin preocuparse gran cosa aunque el ruido do las máquinas lo distrae de las noticias del diario. Por supuesto, nadie le ha dicho nada sobre su terreno y él no es hombre curioso y sólo contesta cuando le hablan. por eso contesta que no cuando el emisario del consorcio petrolero venezolano se confiesa vencido y va a verlo para que le venda el metro cuadrado. El emisario tiene órdenes de comprar a cualquier precio y empieza a mencionar cifras que suben a razón de cinco mil dólares por minuto, con lo cual al cabo de tres horas, Gómez pliega la reposera, guarda el Primus y el choclo en la valijita y firma un papel que lo convierte en el hombre más rico del país, siempre y cuando se encuentre petróleo en su terreno, cosa que ocurre exactamente una semana más tarde, en forma de un chorro que deja empapada a la familia de Literio y a todas las gallinas de la zona. Gómez, que está muy sorprendido, se vuelve a la ciudad donde comenzó su existencia y se compra un departamento en el piso más alto de un rascacielos, pues ahí hay una terraza a pleno sol para leer el diario y hervir el choclo sin que vengan a distraerlo venezolanos aviesos y gallinas teñidas de negro que corren de un lado al otro con la indignación que siempre manifiestan estos animales cuando se los rocía con petróleo bruto.
A veces, en cambio, el humor se convierte en un humor intencionado e intencional. Hay por ahí un breve texto que se refiere a problemas típicamente argentinos, problemas con los que yo como argentino he convivido y que he conocido a lo largo de mi vida, llenen que ver con la psicología de la gente de nuestro país, una cierta imposibilidad a veces muy triste y muy patética que tenemos nosotros de abrirnos plenamente al mundo —estoy hablando en general, no de casos individuales—, una cierta tendencia a vivir con el cinturón siempre muy apretado —no sólo el cinturón de cuero sino los cinturones mentales, psicológicos—, una tendencia a meternos hacia adentro de nosotros mismos que hace que por ejemplo nuestros vecinos los brasileños, que son tan extrovertidos y que se dan de tal manera, nos miran siempre como si fuéramos unos bichos extraños y nos preguntan: «¿Pero qué te pasa?, ¿estás triste?». Mis amigos brasileños en Buenos Aires me preguntaban siempre si yo estaba triste, si me pasaba algo; no me pasaba nada, yo estaba muy contento pero no era capaz de manifestarlo en la forma en que lo hacían ellos. Esa manera de ser del argentino, que no es un defecto, nos crea diferentes problemas de conducta. A lo largo de mucho tiempo hemos tenido algunas dificultades de comunicación que se han ido zanjando en las nuevas generaciones, afortunadamente; esos problemas a veces tontos pero que tienen también su importancia quise reflejarlos en un pequeño texto que se llama «Grave problema argentino: querido amigo, estimado, o el nombre a secas», ése es el título del texto:
Usted se reirá, pero es uno de los problemas argentinos más difíciles de resolver. Dado nuestro carácter (problema central que dejamos por esta vez a los sociólogos) el encabezamiento de las cartas plantea dificultades hasta ahora insuperables. Concretamente, cuando un escritor tiene que escribirle a un colega de quien no es amigo personal, y ha de combinar la cortesía con la verdad, ahí empieza el crujir de plumas. Usted es novelista y tiene que escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem; usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, y pone: «Señor Oscar Frumento, Garabato 1787, Buenos Aires». Deja un buen espacio (las cartas ventiladas son las más elegantes) y se dispone a empezar. No tiene ninguna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento; él es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario. A un señor que es un colega pero no un amigo no se le puede decir: «Querido Frumento». No se le puede decir por la sencilla razón de que usted no lo quiere a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en todo caso una mentira que Frumento recibirá con una sonrisa tetánica. La gran solución argentina parece ser, en esos casos, escribir: «Estimado Frumento . Es mas distante, más objetivo, prueba un sentimiento cordial y un reconocimiento de valores. Pero si usted le escribe a Frumento para anunciarle que por paquete postal le envía su último libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la que se habla de admiración (es de lo que más se habla en las dedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en una carta? Estimado es un término que rezuma indiferencia, oficina, balance anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuenta del gas, cuota del sastre. Usted piensa desesperadamente en una alternativa y no la encuentra; en la Argentina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo una época (yo era joven y usaba sombrero de paja) en que muchas cartas empezaban directamente después del lugar y la fecha; el otro día encontré una, muy amarillita la pobre, y me pareció un monstruo, una abominación. ¿Cómo le vamos a escribir a Frumento sin primero identificarlo (Frumento) y luego calificarlo (querido/estimado)? Se comprende que el sistema de mensaje directo haya caído en desuso o quede reservado únicamente para esas cartas que empiezan: «Un canalla como usted, etc.» , o «Le doy tres días para pagar el alquiler, etc.», cosas así. Más se piensa, menos se ve la posibilidad de una tercera posición entre querido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumento, y lo primero es mucho y lo segundo frigidaire.
Variantes como «apreciado» y «distinguido» quedan descartadas por tilingas y cursis. Si uno le llama «maestro a Frumento, es capaz de creer que le está tomando pelo. Por mas vueltas que le demos, se vuelve a caer en querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otra cosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: «Pibe Frumento, gracias por tu último libro», o con afecto: «Ñato, qué novela te mandaste», o con distancia pero sinceramente: «Hermano, con las oportunidades que había en la fruticultura», entradas en materia que concilien la veracidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos nosotros somos o estimados o queridos, y así nos va.
Desde luego este texto —que me alegro que los haya divertido porque a mí también me divirtió escribirlo— no tiene ninguna intención muy seria, pero la verdad es que tuvo consecuencias para mí sorprendentes porque durante muchos años, en la correspondencia de lectores que todo escritor recibe y que me llegaba de América Latina, había montones de cartas que empezaban con el problema de si me iban a llamar querido o estimado. Empezaban jugando con ese problema. «No sé como llamarlo, no le puedo decir querido por tal motivo, no le puedo decir estimado…» Finalmente yo había creado un problema en mucha gente que antes automáticamente ponía cualquier cosa. No tiene importancia, pero es una prueba de cómo puede funcionar el humor en algunos casos.
A veces el humor puede encubrir realmente una visión mucho más seria y mucho más trágica de las cosas. Ya he hecho alguna mención de cómo lo utilicé en momentos dramáticos de Rayuela; quisiera referirme a otro momento que es la historia de un concierto de piano al que asiste el protagonista del libro, un episodio profundamente penoso y ridículo y patético por muchos motivos que se van comprendiendo. La única manera que pude encontrar para tratar ese tema y sacarlo adelante fue utilizando continuamente el humor; si hubiera mostrado hasta qué punto todo lo que sucedía allí era humillante y espantoso, hubiera escrito un capítulo bastante tremendista de una novela bastante realista, pero buscaba otra cosa y entonces el humor me ayudó.
En otro texto que tengo aquí y que se llama «Un pequeño paraíso», la intención la van a ver ustedes inmediatamente; no necesito ningún comentario porque el fondo del asunto es demasiado conocido. «Un pequeño paraíso» dice:
Las formas de la felicidad son muy variadas, y no debe extrañar que los habitantes del país que gobierna el general Orangu se consideren dichosos a partir del día en que tienen la sangre llena de pescaditos de oro. De hecho los pescaditos no son de oro sino simplemente dorados, pero basta verlos para que sus resplandecientes brincos se traduzcan de inmediato en una urgente ansiedad de posesión. Bien lo sabía el gobierno cuando un naturalista capturó los primeros ejemplares, que se reprodujeron velozmente en un cultivo propicio. Técnicamente conocido por Z-8, el pescadito de oro es sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible imaginar una gallina del tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría el tamaño de esa gallina. Por eso resulta muy simple incorporarlo al torrente sanguíneo de los habitantes en la época en que éstos cumplen los dieciocho años; la ley fija esa edad y el procedimiento técnico correspondiente. Es así como cada joven del país espera ansioso el día en que le será dado ingresar en uno de los centros de implantación, y su familia lo rodea con la alegría que acompaña siempre a las grandes ceremonias. Una vena del brazo es conectada a un tubo que baja de un frasco transparente lleno de suero fisiológico y en el cual llegado el momento se introducen veinte pescaditos de oro. La familia y el beneficiado pueden admirar largamente los cabrilleos y las evoluciones de los pescaditos de oro en el frasco de cristal, hasta que uno tras otro son absorbidos por el tubo, descienden inmóviles y acaso un poco azorados como otras tantas gotas de luz, y desaparecen en la vena. Media hora más tarde el ciudadano posee tu número completo de pescaditos de oro y te retira para festejar largamente cu acceso a la felicidad. Bien mirado, los hablantes son dichosos por imaginación mis que por contacto directo con la realidad. Aunque ya no pueden verlos, cada uno sabe que los pescaditos de oro recorren el gran árbol de tus arterias y sus venas, y antes de dormirse les parece asistir en la concavidad de sus párpados al ir y venir de centellas relucientes, más doradas que nunca contra el fondo rojo de los ríos y los arroyos por donde se deslizan. Lo que mis los fascina es la noción de que los veinte pescaditos de oro no tardan en multiplicarse, y así los imaginan innumerables y radiantes en todas panes, resbalando bajo la frente, llegando a las extremidades de los dedos, concentrándose en las grandes arterias femorales, en la yugular, o escurriéndose agilísimos en las zonas mis estrechas y secretas. El paso periódico por el corazón constituye la imagen mis deliciosa de esta visión interior, pues ahí los pescaditos de oro han de encontrar toboganes, lagos y cascadas para sus juegos y concilios, y es seguramente en ese gran puerto rumoroso donde se reconocen, se eligen y se aparean. Cuando los muchachos y las muchachas se enamoran, lo hacen convencidos de que también en sus corazones algún pescadito de oro ha encontrado su pareja. Incluso ciertos cosquilleos incitantes son inmediatamente atribuidos al acoplamiento de los pescaditos de oro en las zonas interesadas. Los ritmos esenciales de la vida se corresponden así por fuera y por dentro; sería difícil imaginar una felicidad mis armoniosa. El único obstáculo a este cuadro lo constituye periódicamente la muerte de alguno de los pescaditos de oro. Longevos, llega sin embargo el día en que uno de ellos perece, y su cuerpo, arrastrado por el flujo sanguíneo, termina por obstruir el pasaje de una arteria a una vena o de una vena a un vaso. Los habitantes conocen los síntomas, por lo demás muy simples: la respiración se vuelve dificultosa y a veces se sienten vértigos. En ese caso se procede a utilizar una de las ampollas inyectables que cada uno almacena en su casa. A los pocos minutos el producto desintegra el cuerpo del pescadito muerto y la circulación vuelve a ser normal. Según las previsiones del gobierno, cada habitante está llamado a utilizar dos o tres ampollas por mes, puesto que los pescaditos de oro se han reproducido enormemente y su índice de mortalidad tiende a subir con el tiempo.
El gobierno del general Orangu ha fijado el precio de cada ampolla en un equivalente de veinte dólares, lo que supone un ingreso anual de varios millones; si para los observadores extranjeros esto equivale a un pesado impuesto, los habitantes jamás lo han entendido así, pues cada ampolla los devuelve a la felicidad y es justo que paguen por ellas. Cuando se trata de familias sin recursos, cosa muy habitual, el gobierno les facilita las ampollas a crédito, cobrándoles como es lógico el doble de su precio al contado. Si aun así hay quienes carecen de ampollas, queda el recurso de acudir a un próspero mercado negro que el gobierno, comprensivo y bondadoso, deja florecer para mayor dicha de su pueblo y de algunos coroneles. ¿Qué importa la miseria, después de todo, cuando se sabe que cada uno tiene sus pescaditos de oro, y que pronto llegará el día en que una nueva generación los recibirá a su vez y habrá fiestas y habrá cantos y habrá bailes?
Como creo que esto del humor finalmente se siente mejor con el humor mismo que con tentativas de explicación teórica que son siempre precarias, vamos a cerrar un poco este capitulejo con un texto que no tiene otra intención que la de ser humorístico, o sea que ahí por una vez el humor se da realmente toda la libertad a sí mismo. Es un cuento que está también en Un tal Lucas y se llama «Lucas, sus hospitales»:
Como la clínica donde se ha internado Lucas es una clínica de cinco estrellas, los-enfermos-tienen-siempre-razón, y decirles que no cuando piden cosas absurdas es un problema serio para las enfermeras, todas ellas a cual más ricucha y casi siempre diciendo que sí por las razones que preceden.
Desde luego no es posible acceder al pedido del gordo de la habitación 12, que en plena cirrosis hepática reclama cada tres horas una botella de ginebra, pero en cambio con qué placer, con qué gusto las chicas dicen que sí, que cómo no, que claro, cuando Lucas que ha salido al pasillo mientras le ventilan la habitación y ha descubierto un ramo de margaritas en la sala de espera, pide casi tímidamente que le permitan llevar una margarita a su cuarto para alegrar el ambiente.
Después de acostar la flor en la mesa de luz, Lucas toca el timbre y solicita un vaso de agua para darle a la margarita una postura más adecuada. Apenas le traen el vaso y le instalan la flor, Lucas hace notar que la mesa de luz está abarrotada de frascos, revistas, cigarrillos y tarjetas postales, de manera que tal vez se podría poner una mesita a los pies de la cama, ubicación que le permitiría gozar de la presencia de la margarita sin tener que dislocarse el pescuezo para distinguirla entre los diferentes objetos que proliferan en la mesa de luz.
La enfermera trae en seguida lo solicitado y pone el vaso con la margarita en el ángulo visual más favorable, cosa que Lucas le agradece haciéndole notar de paso que como muchos amigos vienen a visitarlo y las sillas son un tanto escasas, nada mejor que aprovechar la presencia de la mesita para agregar dos o tres sillones confortables y crear un ambiente más apto para la conversación.
Tan pronto las enfermeras aparecen con los sillones, Lucas les dice que se siente sumamente obligado hacia sus amigos que tanto lo acompañan en el mal trago, razón por la cual la mesa se prestaría perfectamente, previa colocación de un mantelito, para soportar dos o tres botellas de whisky y media docena de vasos, de ser posible esos que tienen el cristal facetado, sin hablar de un termo con hielo y botellones de soda.
Las chicas se desparraman en busca de estos implementos y los disponen artísticamente sobre la mesa, ocasión en la que Lucas se permite señalar que la presencia de vasos y botellas desvirtúa considerablemente la eficacia estética de la margarita, bastante perdida en el conjunto, aunque la solución es muy simple porque lo que falta de verdad en esa pieza es un armario para guardar la ropa y los zapatos que están toscamente amontonados en un placard del pasillo, por lo cual bastará colocar el vaso con la margarita en lo alto del armario para que la flor domine el ambiente y le dé ese encanto un poco secreto que es la clave de toda buena convalecencia.
Sobrepasadas por los acontecimientos, pero fieles a las normas de la clínica, las chicas acarrean trabajosamente un vasto armario sobre el cual termina por posarse la margarita como un ojo ligeramente estupefacto pero lleno de benevolencia. Las enfermeras se trepan al armario para agregar un poco de agua fresca en el vaso, y entonces Lucas cierra los ojos y dice que ahora todo está perfecto y que va a tratar de dormir un rato. Tan pronto le cierran la puerta se levanta, saca la margarita del vaso y la tira por la ventana, porque no es una flor que le guste particularmente.
Hoy había tenido la intención, la esperanza, de que el tiempo se nos estirara un poco más y hablar de los cronopios y de sus amigos o enemigos, pero los dejaremos para la próxima vez porque en este poco tiempo que queda no quisiera dejar el tema por la mitad. Tal vez sería más agradable, también para ustedes, si puedo contestar alguna pregunta o completar algo que haya quedado un poco en el aire, aunque creo que casi todo queda en el aire. Sí, cómo no…
ALUMNA: Hasta ahora usted no había comentado la cuestión del humor en textos más políticos como Libro de Manuel. Me gustaría que pudiera comentarlo un poco.
La verdad es que, como nos vamos a ocupar en especial de Libro de Manuel en una de las clases próximas, hubiera preferido no adelantarme porque para explicar ese tema tengo que explicar un poco el libro y nos va a faltar tiempo para esto. Así que, si no tiene inconveniente, lo vemos cuando llegue el momento de hablar de Libro de Manuel.
Bueno, hemos hablado tanto del humor que espero que ustedes no estén de mal humor y que a eso se deba el silencio.
ALUMNO: ¿Qué le parece el humor de Ramón Gómez de la Sema en alguna greguería o en algún cuentecito?
Tengo una gran admiración hacia Ramón Gómez de la Serna, escritor que no creo que sea tan leído como debería serlo ni en España ni en América Latina. Ramón Gómez de la Serna hizo gran parte de su obra —o lo más importante— en España, y en el momento de la guerra civil española emigró a la Argentina. Vivió entre nosotros en Buenos Aires, donde creo que murió (o tal vez en una ciudad del interior, no estoy seguro). Creo que Ramón —como a él le gustaba que lo llamaran: por su nombre de pila— es uno de los grandes humoristas de nuestro tiempo. Inventó unos pequeños aforismos que a veces son como pequeños poemas, casi como los haiku japoneses, que llamaba greguerías y en donde cualquier tema se convertía en un pequeño instante de poesía o de humor o a veces las dos cosas juntas. En sus novelas se adelantó en algún momento proféticamente al surrealismo; mucho antes de que se hablara de surrealismo él había escrito una novela que se llama Gustavo el incongruente que no es buena como novela (sus novelas eran muy desordenadas pero no tiene ninguna importancia), pero tiene una atmósfera donde suceden cosas dentro de un espíritu verdaderamente surrealista que hacen pensar por momentos en un cuadro de Dalí o en un poema de André Bretón. Hay un capítulo donde el personaje se pasea por una playa y, en vez de haber piedras o conchillas, la playa está totalmente cubierta de pisapapeles de cristal. A Ramón le encantaban personalmente los pisapapeles y tenía una gran colección; todos sus amigos le regalaban pisapapeles como aquí algún amigo —más bien una amiga— me acaba de regalar un unicornio porque sabe que me gustan mucho como animales fabulosos. En un poema muy hermoso de Rilke el unicornio habla de sí mismo y dice «yo soy el animal que no existe», o sea que se autodefine como ser fabuloso. Bueno, en ese caso son pisapapeles y esa atmósfera absolutamente surrealista que hay en esa novela de Ramón se repite después en muchos otros textos.
Mi admiración por Ramón va por un lado por su talento creador y por otro lado por su talento crítico. Como crítico era muy desordenado y nunca escribió nada que pudiera parecerse a una maestría, a una tesis o a un libro concreto de crítica, pero dejaba caer una crítica libre de una belleza y una intuición extraordinarias. Su introducción a la traducción en español de los pequeños poemas en prosa de Charles Baudelaire es absolutamente una obra maestra. Se llama «El desgarrado Baudelaire» y no he leído nunca en francés nada que se compare a esa visión de Baudelaire a través de un poeta español. Hizo también una introducción extraordinaria a la traducción al español de las obras de Oscar Wilde en una época en que Oscar Wilde era bastante mal conocido en España y América Latina. En fin, fue agregando una serie de trabajos críticos, muchos de ellos verdaderamente proféticos y en todo caso de una lucidez y una belleza extraordinarias.
Para terminar con Ramón, y me alegro de la pregunta, los otros días alguien también lo mencionó (creo que fue… no sé quién es… ¡usted!) y yo le contaba la anécdota de la conferencia: En Buenos Aires Ramón estaba pronunciando una conferencia sobre la vida de Felipe II y el tiempo de la época de la construcción de El Escorial; estaba llegando al final y hablaba de la última enfermedad y la lenta agonía de Felipe II. En ese momento vio entrar a alguien que venía muy mojado con el paraguas abierto y se dio cuenta de que en la calle estaba lloviendo a mares. Entonces interrumpió su conferencia, se dirigió al público y dijo: «Bueno, en vista de que está lloviendo tanto y no es cosa de que nos mojemos al salir, le voy a prolongar unos quince minutos la agonía a Felipe II». Siguió hablando y agregando detalles y fue maravilloso porque a la salida de la conferencia ya no llovía, con lo cual el público le estuvo muy agradecido.
Ramón es una figura particularmente asombrosa en la España de su época donde hay también escritores que han sido buenos humoristas; hay por ejemplo un aspecto de la obra de Pérez de Ayala que no habría que descuidar en ese plano, pero Ramón tiene características únicas. Si me dijeran si es o no un gran escritor (esas clasificaciones que no me gustan) diría que es Ramón y haber sido eso lo coloca para mí en un lugar aparte, un lugar muy privilegiado de la literatura moderna.
ALUMNA: Habló de la música y del humor juntos, y me gustaría saber qué influencia hay de Boris Vian en su escritura.
Hoy es el día de las muy buenas preguntas, para mí por lo menos. Me preguntan por Ramón y ahora me preguntan por otro escritor a quien quiero mucho, Boris Vian. Contesto directamente: No creo que se pueda hablar de influencia; cuando comencé a leer a Boris Vian creo que estaba viendo mi camino de una manera lo suficientemente clara como para que se pueda hablar de influencias, pero en cambio sí creo que hay muchas analogías y si hay algo que lamento es que el azar no me haya hecho encontrar con él. Es posible que nos hayamos cruzado en la calle o hayamos tomado el metro veinte veces a una cierta distancia sin reconocernos.
Desgraciadamente murió muy joven, en un momento en que estaba en plena creación. Durante mucho tiempo nadie lo tomó en serio; es lo que pasa con los humoristas: la gente tiende a no tomarlos en serio hasta que finalmente un día se descubre que en el fondo ciertos humoristas estaban hablando mucho más en serio que muchos escritores autocalificados de serios. Boris Vian comenzó siendo una especie de rebelde dentro del movimiento literario de la época, gran amigo de los surrealistas y por lo tanto se mezcló en una serie de aventuras descabelladas como hacían los surrealistas jóvenes y provocaban la reticencia de los críticos serios de la literatura del momento. Entonces empezó a demostrar lo que era verdaderamente: por un lado comenzó a escribir obras de teatro (algunas de las cuales son extraordinarias, como por ejemplo La fiesta de los generales) y paralelamente con poemas comenzó también a escribir novelas. Escribió cinco o seis en donde la influencia de la música —comprendo el sentido de su pregunta— y específicamente del jazz es muy fuerte.
Era músico de jazz, tocaba la trompeta y si lo buscaran podrían conseguir un disco en el que toca la trompeta con una formación de jóvenes de su tiempo en París; por cierto que tocaba muy bien y cultivaba un estilo tradicional, el llamado Dixieland. Era un excelente improvisador y, aunque no era un músico de primera línea, tocaba más que honorablemente. Amaba el jazz y a los músicos de jazz que desde los Estados Unidos empezaban a ir a Francia con mucha frecuencia todos los años. El fue a esperar a muchos músicos al puerto o a los aeropuertos, los hospedó en su casa, se hizo entrañable amigo de músicos como Louis Armstrong al que cita tantas veces en sus obras. Finalmente vivió ese clima de libertad, de anarquía y de un cierto libertinaje mental que es el clima de los músicos de jazz de la vida nocturna de París. Esa época, que se llamó la Época de Saint-Germain-des-Prés, fue un momento en que los jóvenes escritores buscaron una serie de nuevas salidas y algunos —como es su caso— la encontraron; la suya es una obra sólida y firme, una obra que queda.
Ahora se escriben tesis sobre Boris Vian, cosa que en su tiempo le hubiera producido un ataque de hilaridad porque le hubiera parecido absolutamente increíble que él mismo pudiera ser alguna vez un tema de tesis. En ese sentido lo siento muy próximo y vuelvo a leerlo cada vez. Tengo la suerte de que creo que hay un libro de él que todavía no leí y voy a tener la suerte de leer otro libro suyo más.
ALUMNA: ¿No hay influencia de él?
No lo creo, pero de las influencias no se tiene que ocupar el escritor porque es casi siempre incapaz de saberlo. Un escritor sabe cuándo está imitando, eso sí: los imitadores tienen siempre muy mala conciencia. Todos los pequeños Borges, los pequeños Roa Bastos, los pequeños Sábatos, viven un poco agazapados porque saben perfectamente que están imitando y lo hacen porque confían en que de todas maneras esa imitación dé algo bueno alguna vez. (En general no lo da.) La influencia es algo muy diferente de la imitación: la influencia es algo que puede entrar por un camino totalmente inconsciente y son los críticos los que casi siempre descubren las verdaderas influencias que puede haber en un escritor. Puede ser que un día un crítico demuestre perfectamente bien la influencia de Boris Vian en mí.
ALUMNO: ¿Qué estilo de trompeta toca usted?
Yo no toco ninguna trompeta, toqué en alguna época para divertirme.
ALUMNO: Unos amigos me han dicho que toca.
Lo quisieran ellos, pero hace ya varios años que por razones de trabajo e incluso por razones muy prácticas he dejado de tocar la trompeta porque en París es muy difícil tocarla sin que inmediatamente venga la policía, ¡ lodos los vecinos proceden a quejarse inmediatamente! 1.a trompeta es un instrumento que no se puede esconder, de modo que es simplemente un recuerdo. Además siempre toqué muy mal y para mi propio placer. No salí de una etapa muy muy muy de aficionado.
ALUMNO: Usted nos ha hablado de Macedonio Fernández como escritor argentino precursor en el humorismo. Creo que también podría citarse a Payró.
¿Roberto J. Payró? ¿Entendí bien el nombre? Sí, quizá sea injusto de mi parte haber mencionado a Macedonio Fernández y no haber mencionado como un precursor a Payró. Efectivamente, Roberto J. Payró escribió cuentos de tema campesino muy bien hechos, muy bien escritos, con temas costumbristas con mucha ironía y con frecuencia con mucho humor. Tengo la impresión —pero me puedo equivocar— de que no tuvo una gran influencia en la Argentina; se lo quiso mucho en los años en que publicaba sus libros, pero después entró la generación de Jorge Luis Borges y fue tan espectacular la llegada de esos nuevos escritores que Payró retrocedió mucho en el tiempo y quedó como un abuelo de nuestras letras, situado muy honorablemente pero no me parece que haya sido una influencia particularmente viva. En todo caso yo leí con agrado los Cuentos de Pago Chico, por ejemplo. Inventó un pequeño lugar, digamos un Macondo de la época, donde suceden las aventuras de sus personajes. Ya me los he olvidado pero estaba muy bien observada la vida de un pueblecito de la pampa argentina con su alcalde, su político profesional, los tahúres, los comerciantes y sus pequeñas historias, sus aventuras. El problema de Payró es que nunca se comprometió profundamente, se quedó siempre en una superficie relativa; su obra podría haber sido una gran denuncia de muchas cosas graves que estaban sucediendo en la Argentina y no lo fue. Era un hombre que prefirió quedarse en un plano irónico, estético, y verdaderamente lo hizo muy bien.
Ah, ustedes tendrán muchas ganas de irse. A menos que haya alguna otra pregunta… No, ¿eh? Entonces nos veremos el jueves.