Somos todos de una puntualidad exasperante. Son las dos de la tarde, exactamente. No sé, creo que la costumbre es empezar un poquito después por si llegan algunos otros oyentes. Podemos esperar un poco más.
Para entrar en el tema hay una cosa que quisiera decirles y que para mí es muy grata: en el tiempo que llevamos estando en contacto, además de entrevistas personales con muchos de ustedes y encuentros accidentales he recibido una serie de cartas, algunas de las cuales contienen preguntas; otras contienen un punto de vista sobre algo que puedo haber dicho aquí y eso me toca muy profundamente y quiero agradecerlo públicamente porque es una prueba de confianza hacia mí y sobre todo una prueba de amistad. Cada una de esas cartas tiene un sentido, muestra un camino o pregunta a veces por un camino. No quiero pasar esto por alto porque me parece que es una continuación inmediata de lo que sucede aquí entre nosotros una vez por semana y luego continúa en otros planos. Me parece muy hermoso y en todo caso muy útil para mí porque me permite entrar un poco más en el mundo personal de algunos de ustedes y me hace vivir y sentir mejor lo que luego vengo a decir aquí.
En algunas de las cartas hay también críticas, y es quizá lo mejor. Quisiera aclarar un tema que ha dado motivo a una crítica muy cordial y amistosa en una carta de alguien que entendió que, al hablar de la fantasía y la imaginación en respuesta a una pregunta que me habían formulado, yo no lo había hecho con suficiente amplitud y probablemente con suficiente claridad. La persona que me escribió esa carta pensó que yo tendía a ver la fantasía y la imaginación de un escritor como un elemento un poco secundario, un poco accesorio. Tengo la impresión de que ustedes que han escuchado todas las clases precedentes deben pensar —como lo pienso yo— que es exactamente lo contrario: creo que el arma básica de un escritor de ficción no es desde luego el tema que pueda contar, e incluso solamente la forma de escribirlo mejor o peor, sino esa capacidad, esa manera de ser que determina que un hombre se dedique a la ficción en vez de a la química; ése es el elemento básico, dominante y fundamental en cualquier literatura a lo largo de la historia de la humanidad.
Mi noción de la fantasía (utilizo la palabra en general, dentro de la fantasía podemos incluir todo lo que es imaginario, lo fantástico, de lo cual hemos hablado muchísimo en estas charlas) creo que no necesito explayarla más, ustedes saben muy bien hasta qué punto para mí es capital no sólo en lo que llevo escrito sino también en lo que prefiero personalmente dentro de la literatura. Lo que quise decir —y de ahí tal vez el malentendido— y que voy a repetir ahora tal vez con más claridad es que en nuestro tiempo sobre todo, y muy especialmente en América Latina dadas las circunstancias por las cuales atraviesa, no acepto nunca .ese tipo de fantasía de ficción o de imaginación que gira en torno a sí misma y nada más y que se siente en el escritor que únicamente hace un trabajo de fantasía y de imaginación, escapando deliberadamente de una realidad que lo rodea, lo enfrenta y le está pidiendo un diálogo en los libros que ese hombre va a escribir. La fantasía, lo fantástico, lo imaginable que yo amo y con lo cual he tratado de hacer mi propia obra es todo lo que en el fondo sirve para proyectar con más claridad y con más fuerza la realidad que nos rodea. Lo dije al comienzo y lo repito ahora que nos estamos ya saliendo del dominio de lo fantástico para entrar en el realismo o lo que se llama realismo. Dejo entonces aclarada una cosa que me parece importante porque de ninguna manera se me ocurriría disminuir la importancia de todo lo que es fantasía en un escritor cuando sigo creyendo que es su arma más poderosa y la que le abre finalmente las puertas de una realidad más rica y muchas veces más hermosa.
He escrito varios cuentos en donde creo que esto que acabo de decir se muestra y ejemplifica perfectamente: cuentos como «La autopista del sur» y otros que puedo mencionar ahora en que hay elementos insólitos que no valen por sí mismos, no tienen en el fondo ninguna importancia independiente sino que son señales, indicaciones destinadas a multiplicar la sensación de la realidad de lo que está sucediendo como acción, como peripecia. En ese sentido quisiera que pasáramos un rato con uno de esos cuentos que escribí hace seis años aproximadamente y que se llama «Apocalipsis de Solentiname». Es un cuento de los más realistas que haya podido imaginar o escribir porque está basado en gran medida en algo que viví, que me sucedió y que traté de relatar y escribir con toda la fidelidad y claridad posibles. Al final de ese cuento irrumpe un elemento totalmente fantástico pero eso no es ningún escape de la realidad sino al contrario; es un poco llevar las cosas a sus últimas consecuencias para que lo que quiero decir, que es una visión muy latinoamericana de nuestro tiempo, llegue al lector con más fuerza, de alguna manera le estalle delante de la cara y lo obligue a sentirse implicado y presente en el relato.
Como no es muy largo he decidido leerlo porque creo que hacer eso vale más que cualquier explicación exterior que yo pudiera dar. Simplemente quiero dar una o dos aclaraciones de tipo técnico antes de leerlo para que no haya dificultades: ustedes saben que a la gente de Costa Rica se les llama ticos y a la gente de Nicaragua se les llama nicas; los ticos y los nicas son mencionados alguna que otra vez. Hacia el final hay una referencia a un gran poeta y un gran luchador en América Latina que se llamó Roque Dalton, poeta salvadoreño que combatió durante muchos años por lo que en este momento está combatiendo gran parte del pueblo de El Salvador y que murió en circunstancias oscuras y penosas que alguna vez se aclararán pero sobre las cuales no se tiene todavía una información suficiente. Hay una mención a Roque Dalton, que yo amé mucho como escritor y como compañero de muchas cosas. El cuento lo digo otra vez para que quede bien claro— es absolutamente fiel a los episodios que aquí se cuentan, salvo lo que sucede al final. Aclaro también —supongo que todos lo saben— que Solentiname es el nombre de una comunidad que el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal tuvo durante muchos años en una de las islas del Gran Lago de Nicaragua, comunidad que alcancé a visitar en las circunstancias que se narran aquí y que luego fue destruida por la guardia nacional de Somoza antes de la última ofensiva que terminó con él. En esa comunidad muy pobre de pescadores y campesinos dirigidos espiritualmente por Cardenal se cumplía un trabajo de tipo intelectual y artístico muy grande en un medio muy pobre, muy analfabeto y muy desfavorecido. (Ernesto Cardenal —lo digo incidentalmente— me dijo la última vez que hablamos que tiene la intención de volver a crear su comunidad ahora que Nicaragua es libre y hay la posibilidad de hacerlo. Espero que lo lleve a cabo porque el trabajo que hizo en esa comunidad durante años, acosado, perseguido y amenazado todo el tiempo, es de esos trabajos que me hacen tener cada vez más esperanza y más fe en nuestros pueblos.)
APOCALIPSIS DE SOLENTINAME
Los ticos son siempre así, más bien calladitos pero llenos de sorpresas, uno baja en San José de Costa Rica y ahí están esperándote Carmen Naranjo y Samuel Rovinski y Sergio Ramírez (que es de Nicaragua y no tico pero qué diferencia en el fondo si es lo mismo, qué diferencia en que yo sea argentino aunque por gentileza debería decir tino, y los otros nicas o ticos). Hacía uno de esos calores y para peor todo empezaba enseguida, conferencia de prensa con lo de siempre, ¿por qué no vivís en tu patria, qué pasó que Blow-Up era tan distinto de tu cuento, te parece que el escritor tiene que estar comprometido?
A esta altura de las cosas ya sé que la última entrevista me la harán en las puertas del infierno y seguro que serán las mismas preguntas, y si por caso es chez San Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le parece que allá abajo escribía demasiado hermético para el pueblo?
Después el hotel Europa y esa ducha que corona los viajes con un largo monólogo de jabón y de silencio. Solamente que a las siete cuando ya era hora de caminar por San José y ver si era sencillo y parejito como me habían dicho, una mano se me prendió del saco y detrás estaba Ernesto Cardenal y qué abrazo, poeta, qué bueno que estuvieras ahí después del encuentro en Roma, de tantos encuentros sobre el papel a lo largo de los años. Siempre me sorprende, siempre me conmueve que alguien como Ernesto venga a verme y a buscarme, vos dirás que hiervo de falsa modestia pero decilo nomás viejo, el chacal aúlla pero el ómnibus pasa, siempre seré un aficionado, alguien que desde abajo quiere tanto a algunos que un día resulta que también lo quieren, son cosas que me superan, mejor pasamos a la otra línea.
La otra línea era que Ernesto sabía que yo llegaba a Costa Rica y dale, de su isla se había venido en avión porque el pajarito que le lleva las noticias lo tenía informado de que los ticas me planeaban un viaje a Solentiname y a él le parecía irresistible la idea de venir a buscarme, con lo cual dos días después Sergio y Oscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urtecho, a quien más gente haría bien en leer y en cuya casa descansamos hablando de tantos otros amigos poetas, de Roque Dalton y de Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas hasta que llegó Luis Coronel y nos fuimos para Nicaragua en su yip y en su panga de sobresaltadas velocidades. Pero antes hubo fotos de recuerdo con una cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito celeste que poco a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes paulatinas, primero ectoplasmas inquietantes y poco a poco una nariz, un pelo crespo, la sonrisa de Ernesto con su vincha nazarena, doña María y don José recortándose contra la veranda. A todos les parecía muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Oscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo, y la carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre, el yip, vámonos ya para el lago.
A Solentiname llegamos entrada la noche, allí esperaban Teresa y William y un poeta gringo y los otros muchachos de la comunidad; nos fuimos a dormir casi en seguida pero antes vi las pinturas en un rincón, Ernesto hablaba con su gente y sacaba de una bolsa las provisiones y regalos que traía de San José, alguien dormía en una hamaca y yo vi las pinturas en un rincón, empecé a mirarlas. No me acuerdo quién me explicó que eran trabajos de los campesinos de la zona, ésta la pintó el Vicente, ésta es de la Ramona, algunas firmadas y otras no pero todas tan hermosas, una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza: vaquitas enanas en prados de amapola, la choza de azúcar de donde va saliendo la gente como hormigas, el caballo de ojos verdes contra un fondo de cañaverales, el bautismo en una iglesia que no cree en la perspectiva y se trepa o se cae sobre sí misma, el lago con botecitos como zapatos y en último plano un pez enorme que ríe con labios de color turquesa. Entonces vino Ernesto a explicarme que la venta de las pinturas ayudaba a tirar adelante, por la mañana me mostraría trabajos en madera y piedra de los campesinos y también sus propias esculturas; nos íbamos quedando dormidos pero yo seguí todavía ojeando los cuadritos amontonados en un rincón, sacando las grandes barajas de tela con las vaquitas y las flores y esa madre con dos niños en las rodillas, uno de blanco y el otro de rojo, bajo un cielo tan lleno de estrellas que la única nube quedaba como humillada en un ángulo, apretándose contra la varilla del cuadro, saliéndose ya de la tela de puro miedo.
Al otro día era domingo y misa de once, la misa de Solentiname en la que los campesinos y Ernesto y los amigos de visita comentan juntos un capítulo del Evangelio que ese día era el arresto de Jesús en el huerto, un tema que la gente de Solentiname trataba como si hablaran de ellos mismos, de la amenaza de que les cayeran en la noche o en pleno día, esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, vida de Brasil y de Colombia.
Ya después hubo que pensar en volverse y fue entonces que pensé de nuevo en los cuadros, fui a la sala de la comunidad y empecé a mirarlos a la luz delirante del mediodía, los colores más altos, los acrílicos o los óleos enfrentándose desde caballitos y girasoles y fiestas en los prados y palmares simétricos. Me acordé que tenía un rollo de color en la cámara y salí a la veranda con una brazada de cuadros; Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados en la buena luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado, centrando de manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor. Las casualidades son así: me quedaban tantas tomas como cuadros, ninguno se quedó afuera y cuando vino Ernesto a decirnos que la panga estaba lista le conté lo que había hecho y él se rió, ladrón de cuadros, contrabandista de imágenes. Sí, le dije, me los llevo todos, allá los proyectaré en mi pantalla y serán más grandes y más brillantes que éstos, jodete.
Volví a San José, estuve en La Habana y anduve por ahí haciendo cosas, de vuelta a París con un cansancio lleno de nostalgia, Claudine calladita esperándome en Orly, otra vez la vida de reloj pulsera y merci monsieur, bonjour madame, los comités, los cines, el vino tinto y Claudine, los cuartetos de Mozart y Claudine. Entre tanta cosa que los sapos maletas habían escupido sobre la cama y la alfombra, revistas, recortes, pañuelos y libros de poetas centroamericanos, los tubos de plástico gris con los rollos de películas, tanta cosa a lo largo de dos meses, la secuencia de la Escuela Lenin en La Habana, las calles de Trinidad, los perfiles del volcán Irazú y su cubeta de agua hirviente verde donde Samuel y yo y Sarita habíamos imaginado patos ya asados flotando entre gasas de humo azufrado. Claudine llevó los rollos a revelar, una tarde andando por el barrio latino me acordé y como tenía la boleta en el bolsillo los recogí y eran ocho, pensé enseguida en los cuadritos de Solentiname y cuando estuve en mi casa busqué en las cajas y fui mirando el primer dispositivo de cada serie, me acordaba que antes de fotografiar los cuadritos había estado sacando la misa de Ernesto, unos niños jugando entre las palmeras igualitos a las pinturas, niños y palmeras y vacas contra un fondo violentamente azul de cielo y de lago apenas un poco más verde, o a lo mejor al revés, ya no lo tenía claro. Puse en el cargador la caja de los niños y la misa, sabía que después empezaban las pinturas hasta el final del rollo.
Anochecía y yo estaba solo, Claudine vendría al salir del trabajo para escuchar música y quedarse conmigo; armé la pantalla y un ron con mucho hielo, el proyector con su cargador listo y su botón de telecomando; no hacía falta correr las cortinas, la noche servicial ya estaba ahí encendiendo las lámparas y el perfume del ron; era grato pensar que todo volvería a darse poco a poco, después de los cuadritos de Solentiname empezaría a pasar las cajas con las fotos cubanas, pero por qué los cuadritos primero, por qué la deformación profesional, el arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro a éste en su eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por qué no mirar primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es lo mismo.
Pasaron las fotos de la misa, más bien malas por errores de exposición, los niños en cambio jugaban a plena luz y dientes tan blancos. Apretaba sin ganas el botón de cambio, me hubiera quedado tanto rato mirando cada foto pegajosa de recuerdo, pequeño mundo frágil de Solentiname rodeado de agua y de esbirros como estaba rodeado el muchacho que miré sin comprender, yo había apretado el botón y el muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo, una cara ancha y lisa como de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se vencía hacia adelante, el agujero nítido en mitad de la frente, la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo contuso de casas y de árboles.
Se piensa lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y lo deja tan atrás; estúpidamente me dije que se habrían equivocado en la casa de óptica, que me habían dado las fotos de otro cliente; pero entonces la misa, los niños jugando en el prado, entonces cómo. Tampoco mi mano obedecía cuando apretó el botón y fue un salitral interminable a mediodía con dos o tres cobertizos de chapas herrumbradas, gente amontonada a la izquierda mirando los cuerpos tendidos boca arriba, sus brazos abiertos contra un cielo desnudo y gris; había que fijarse mucho para distinguir en el fondo al grupo uniformado de espaldas y yéndose, el yip que esperaba en lo alto de la loma.
Sé que seguí; frente a eso que se resistía a toda cordura lo único posible era seguir apretando el botón, mirando la esquina de Corrientes y San Martín en Buenos Aires y el auto negro con los cuatro tipos apuntando a la vereda donde alguien corría con una camisa blanca y zapatillas, dos mujeres queriendo refugiarse detrás de un camión estacionado, alguien mirando de frente, una cara de incredulidad horrorizada, llevándose una mano al mentón como para tocarse y sentirse todavía vivo, y de golpe la pieza casi a oscuras, una sucia luz cayendo de la alta ventanilla enrejada, la mesa con la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo, la sombra de espaldas metiéndole un cable entre las piernas abiertas, los dos tipos de frente hablando entre ellos, una corbata azul y un pulóver verde. Nunca supe si seguía apretando o no el botón, vi un claro de selva, una cabaña con techo de paja y árboles en primer plano, contra el tronco del más próximo un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte y alcancé a ver un auto que volaba en pedazos en pleno centro de una ciudad que podía ser Buenos Aires o Sao Paulo, seguí apretando y apretando entre ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o guatemalteca, de golpe la pantalla se llenó de mercurio y de nada y también de Claudine que entraba silenciosa volcando su sombra en la pantalla antes de inclinarse y besarme en el pelo y preguntar si eran lindas, si estaba contento de las fotos, si se las quería mostrar.
Corrí el cargador y volví a ponerlo en cero, uno no sabe cómo ni por qué hace las cosas cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe. Sin mirarla, porque hubiera comprendido o simplemente tenido miedo de eso que debía ser mi cara, sin explicarle nada porque todo era un solo nudo desde la garganta hasta las uñas de los pies, me levanté y despacio la senté en mi sillón y algo debí decir de que iba a buscarle un trago y que mirara, que mirara ella mientras yo iba a buscarle un trago. En el baño creo que vomité, o solamente lloré y después vomité o no hice nada y solamente estuve sentado en el borde de la bañera dejando pasar el tiempo hasta que pude ir a la cocina y prepararle a Claudine su bebida preferida, llenársela de hielo y entonces sentir el silencio, darme cuenta de que Claudine no gritaba ni venía corriendo a preguntarme, el silencio nada más y por momentos el bolero azucarado que se filtraba desde el departamento de al lado. No sé cuánto tardé en recorrer lo que iba de la cocina al salón, ver la parte de atrás de la pantalla cuando ella llegaba al final y la pieza se llenaba con el reflejo del mercurio instantáneo y después la penumbra, Claudine apagando el proyector y echándose atrás en el sillón para tomar el vaso y sonreírme despacito, feliz y gata y tan contenta.
—Qué bonitas te salieron, esa del pescado que se ríe y la madre con los dos niños y las vaquitas en el campo; espera, y esa otra del bautismo en la iglesia, decime quién los pintó, no se ven las firmas.
Sentado en el suelo, sin mirarla, busqué mi vaso y lo bebí de un trago. No le iba a decir nada, qué le podía decir ahora, pero me acuerdo que pensé vagamente en preguntarle una idiotez, preguntarle si en algún momento no había visto una foto de Napoleón a caballo. Pero no se lo pregunté, claro.
Pienso que en un relato de este tipo la irrupción de un elemento absolutamente increíble, absolutamente fantástico en definitiva, vuelve más real la realidad, lleva al lector lo que dicho explícitamente o contado detalladamente hubiera sido un informe más sobre tantas cosas que suceden pero que dentro del relato se proyecta con suficiente fuerza a través del mecanismo del mismo cuento.
Se me ocurre que en este momento, antes de seguir, ustedes tal vez quisieran hacerme algunas preguntas. Veo que hay alguien que quiere.
ALUMNO: ¿Por qué no habla un poquitico de Roque Dalton? Pienso que hay mucha gente que no sabe quién era.
Sí, cómo no. Roque Dalton se decía nieto del pirata Dalton, un inglés o norteamericano que asoló las costas de Centroamérica y conquistó tierras que luego perdió y conquistó también, por las buenas o por las malas, algunas muchachas salvadoreñas de donde luego descendió la familia de Roque que conservaba el apellido de Dalton. Nunca supe yo, ni los amigos de Roque, si eso era cierto o uno de los muchos inventos de su fertilísima imaginación. Roque es para mí el ejemplo muy poco frecuente de un hombre en quien la capacidad literaria, la capacidad poética se dan desde muy joven mezcladas o conjuntamente con un profundo sentimiento de connaturalidad con su propio pueblo, con su historia y su destino. En él desde los dieciocho años nunca se pudo separar al poeta del luchador, al novelista del combatiente, y por eso su vida fue una serie continua de persecuciones, prisiones, exilios, fugas en algunos casos espectaculares y un retorno final a su país después de muchos años pasados en otros lugares de exilio para integrarse a la lucha donde habría de perder la vida. Afortunadamente para nosotros, Roque Dalton ha dejado una obra amplia, varios volúmenes de poemas y una novela que tiene un titulo irónico y tierno a la vez; se llama Pobrecito poeta que era yo porque es la historia de un hombre que en algún momento siente la tentación de volcarse plenamente en la literatura y dejar de lado otras cosas que su naturaleza también le reclamaba; finalmente no lo hace y sigue manteniendo ese equilibrio que siempre me pareció admirable en él. Roque Dalton era un hombre que a los cuarenta años daba la impresión de un chico de diecinueve. Tenía algo de niño, conductas de niño, era travieso, juguetón. Era difícil saber y darse cuenta de la fuerza, la seriedad y la eficacia que se escondían detrás de ese muchacho.
Me acuerdo de una noche en que en La Habana nos reunimos un grupo de extranjeros y de cubanos para hablar con Fidel Castro. Era en el año 62, al comienzo de la Revolución. La reunión tenía que durar una hora a partir de las diez de la noche y duró exactamente hasta las seis de la mañana, como sucede casi siempre con esas entrevistas de Fidel Castro que se prolongan interminablemente porque él no conoce el cansancio y sus interlocutores tampoco en esos casos. Nunca me voy a olvidar de que hacia el alba, cuando yo estaba realmente medio dormido porque no aguantaba más de fatiga y de cansancio, recuerdo a Roque Dalton, flaco, muy flaco y no muy alto, al lado de Fidel, nada flaco y muy alto, discutiendo empecinadamente la manera de utilizar un cierto tipo de arma de la que no me enteré demasiado, un cierto tipo de fusil; cada uno de los dos tratando de convencer al otro de que tenían razón con toda clase de argumentos y además con demostraciones físicas: tirándose al suelo, levantándose y haciendo toda clase de demostraciones bélicas que nos dejaban bastante estupefactos.
Así era Roque: podía jugar hablando en serio porque evidentemente el tema le interesaba por razones muy salvadoreñas y a la vez era un gran juego en el que se divertía profundamente. La lectura de sus libros, tanto de poemas como de prosa —tiene también muchos ensayos, muchos trabajos de política—, es un momento importante en nuestra historia, sobre todo en la década entre el 58 y el 68. Sus análisis son siempre apasionados pero al mismo tiempo lúcidos, sus rechazos y sus discrepancias están siempre históricamente bien fundados. No era hombre de panfletos, era hombre de pensamiento y por detrás y por delante y por encima de todo eso había siempre el gran poeta, el hombre que ha dejado algunos de los poemas más hermosos que yo conozco en estos últimos veinte años. Esto es lo que puedo decir de Roque y mi deseo de que ustedes lo lean y lo conozcan más.
ALUMNA: Usted en el cuento menciona que la gente tiene miedo —como Jesús— de ser traicionada, pero ¿no le parece que eso es porque en general en Latinoamérica se enfoca la realidad de una manera fantástica, emotiva y no racional y sólo desde un punto de vista? Porque usted habla sobre la gente que ha sido matada por Los militares pero en la Argentina también los militares han sido muertos, por ejemplo Aramburu. Se enfoca sólo desde un punto de vista y es por eso que hay esas luchas continuas en vez de tratar de encontrar una solución racional.
Desde luego que hay una lucha continua, desde luego que ha habido y hay afrontamientos como los hubo en Nicaragua continuamente y como los hay en este momento en El Salvador, desde luego que hay violencia por ambas partes y que en muchos casos la violencia es injustificable en ambas partes en lucha. Lo que creo que habría que pensar y tener siempre en cuenta cuando se habla de violencia y de afrontamientos e incluso de crímenes entre dos fuerzas en lucha es por qué comenzó la violencia y quién la comenzó, o sea introducir una dimensión moral en esta discusión. Cuando el obispo o cardenal brasileño (no me acuerdo de cuál es su jerarquía) Hélder Câmara (creo que es obispo) y el arzobispo de El Salvador monseñor Romero (salvajemente asesinado hace algunos meses), siendo los dos hombres de iglesia, dijeron en sus últimos discursos que un pueblo oprimido, sojuzgado, asesinado y torturado tiene el derecho moral de levantarse en armas contra sus opresores, creo que estaban poniendo el dedo en el centro mismo del problema; porque es muy fácil estar en contra de la violencia en conjunto pero lo que no se piensa con alguna frecuencia es cómo se llegó a esa violencia, cuál fue el proceso original que la desencadenó.
Para contestar muy concretamente a su pregunta, tengo plena conciencia de que en mi país, en nuestro país, las fuerzas que se levantaron en contra del ejército y de la oligarquía argentina cometieron muchas veces actos que podemos calificar de excesos; procedieron de una manera que personalmente no puedo validar ni aceptar en absoluto pero aun en esa condena moral que estoy haciendo tengo presente que jamás hubieran llegado a eso —porque no lo hubieran necesitado— si previamente, a partir de las dictaduras precedentes (me refiero concretamente a la de los generales Onganía, Levingston y Lanusse), no hubiera comenzado en la Argentina una monstruosa escalada de tortura, violencia y opresión que determinó finalmente los primeros levantamientos en contra. Ésta no es una clase de política y me limito a esto porque creo que usted y yo podríamos hablar mucho más del tema porque sin duda lo conocemos como argentinos, pero creo haber dicho lo suficiente para que eso muestre cuál es mi opinión en ese punto.
Bueno, si no hay otras preguntas les propongo dar ahora el salto que hemos estado queriendo dar y nunca podíamos, como alguien que se detiene al borde de un pequeño precipicio que podría franquear pero duda antes de franquearlo. Hace ya bastante que hemos estado hablando de pasar de los cuentos fantásticos a los realistas y nunca nos decidimos. (Uso el plural pero en realidad soy yo el culpable; nunca me decido porque surgen eslabones intermedios.) «Apocalipsis de Solentiname» es para mí ya un cuento perfectamente realista, no en su ejecución completa puesto que al final se vuelve un cuento fantástico, pero sí en la intención, en lo que el escritor buscó mostrar y proponer: ahí no hay absolutamente nada de fantasía, nada de invención que pretenda dejar la realidad de lado; al contrario, lo que quiere ese cuento es poner la realidad delante de los ojos de cualquiera que tenga la honestidad de leerlo bien y a fondo.
El paso de lo fantástico al realismo no es tan fácil como parece desde el momento en que nadie sabe bien exactamente qué es la realidad. Tenemos todos una idea pragmática de la realidad, desde luego, pero ¿acaso la filosofía no continúa planteándose el problema de la realidad? En este mismo momento los filósofos siguen planteándose ese problema porque no hay soluciones o son soluciones ingenuas. Aceptamos lo que nuestros sentidos nos muestran a pesar que cualquier pequeño test muestra que nuestros sentidos se equivocan muy fácilmente. Todos pueden hacer cincuenta juegos muy sencillos para mostrar que el olfato, los ojos y todo lo que nos comunica con el mundo exterior se equivocan con mucha facilidad; sin embargo, puesto que hay que vivir, puesto que no podemos quedarnos en una mera problemática, terminamos por aceptar la realidad tal como se nos da. Pero el concepto de la realidad es extraordinariamente permeable según las circunstancias y el punto de vista que tomemos. Entonces no es tan fácil salir de lo fantástico a lo llamado realista; hay una serie de zonas intermedias que yo no puedo callar. Dentro de un rato hablaré de cuentos directamente realistas pero, así como «Apocalipsis de Solentiname» es un cuento que utiliza y se mueve dentro de las dos atmósferas que podemos llamar realista y fantástica, hay otras formas del realismo en la literatura: se ha hablado del realismo mágico, del cual Gabriel García Márquez es el maestro insuperable en América Latina; se ha hablado de realismo maravilloso, que sería una variante del realismo mágico.
Pensando un poco en estos problemas se me ocurrió también que se podría hablar de realismo simbólico en la literatura, y me explico: Entiendo por realismo simbólico un cuento —una novela también puede ser— que tenga un tema y un desarrollo que los lectores pueden aceptar como perfectamente real en la medida en que no se den cuenta, avanzando un poco más, que, por debajo de esa superficie estrictamente realista, se esconde otra cosa que también es la realidad y que es todavía más la realidad, una realidad más profunda, más difícil de captar. La literatura es capaz de crear textos que nos den una primera lectura perfectamente realista y una segunda lectura en la que se ve que ese realismo en el fondo está escondiendo otra cosa.
Lo mejor en estos casos es ejemplificar inmediatamente, ir más allá de la mera teoría. Para mí el maestro indiscutido en este siglo de eso que se me ocurre llamar realismo simbólico es Franz Kafka. Muchos de los cuentos de Kafka, como por ejemplo «En la colonia penitenciaria», y sobre todo la novela que es su obra maestra, El proceso, cuentan historias que se cumplen en circunstancias aparentemente normales, que no ofrecen ninguna dificultad de comprensión desde el punto de vista de la realidad. Supongo que todos han leído El proceso, uno de los grandes libros de este siglo, y saben que es simplemente la historia de un hombre a quien de golpe, sin darle explicaciones, lo acusan de un delito. Quienes lo acusan del delito no le explican cuál es y el personaje por supuesto no se siente culpable de ningún delito hasta que, en la medida que las acusaciones continúan y tiene que entrar en un interminable trámite burocrático que se cumple a lo largo de todo el libro, termina por aceptar que ha cometido un delito; no sabe cuál es porque no se lo han dicho nunca pero termina por aceptarlo. Cuando en el último capítulo vienen a buscarlo, lo sacan, lo llevan a un lugar y lo ejecutan, acepta su destino sin protestar porque finalmente ha entrado en ese juego en que acusados y acusadores sin decir una palabra llevaban adelante una dialéctica implacable que se cumple desde la primera hasta la última página. Aunque algunos de ustedes en este momento puedan pensar que no es un tema exactamente realista, en el fondo lo es.
Espero que a ninguno de nosotros le haya sucedido —a mí no me ha sucedido— pero es bastante frecuente que en la vida cotidiana, en el curso de indagaciones policiales como consecuencia de crímenes o de cualquier forma violenta de delincuencia, se coloca a ciertos acusados cuya psicología puede ser un poco especial en una situación traumática sin hacerles daño.
sin violencia, simplemente llevándolos paso a paso a que confiesen un delito del que son sospechosos pero que no ha sido probado. Es frecuente leerlo en los periódicos: hay acusados que terminan confesando una falta que no habían cometido y más adelante, cuando psicológicamente se reponen de ese traumatismo, niegan haber cometido el crimen porque no lo habían cometido. (Estoy hablando de los inocentes. También puede haber culpables que lo utilizan como truco pero no hablamos de eso: hablamos del inocente que por la presión psicológica de los interminables interrogatorios y de la lenta acumulación de pruebas puede terminar por aceptar un hecho del que al principio se consideraba inocente.) Ese es en el fondo el tema de la novela de Kafka y no tiene absolutamente nada de descabellado.
Yo tengo una especie de hobby que es la criminología. Cuando tengo un rato libre trato de leer muchos libros sobre criminología porque creo que es una ciencia que abre panoramas vertiginosos en la psiquis humana y muestra abismos y trasfondos que no se pueden conocer de otra manera. Para dar un ejemplo concreto, si alguien no está convencido de esto que acabo de decir, bastaría recordar un proceso célebre que tuvo lugar en Londres hace veinte años y al cual me referí en un texto de La vuelta al día en ochenta mundos donde hablo mucho de los criminales, de Jack the Ripper y toda esa gente. En ese proceso un hombre fue acusado de haber cometido una serie de asesinatos por estrangulación, condenado a muerte y ejecutado. ¿Quién lo acusó? Alguien que vivía en la misma casa de este hombre lo acusó de haber cometido los crímenes. El hombre fue convicto y ejecutado. Dos o tres años después la policía descubrió que el acusador era el asesino, el que había cometido todos los asesinatos; el otro, absolutamente incapaz de defenderse en el proceso, fue a la horca sin tener la menor posibilidad de salvación porque psicológicamente quedó de tal manera deshecho por la acumulación de circunstancias que el verdadero asesino atentó contra él y no pudo salvarse a sí mismo. Es el famoso caso de Christie y Evans que ha hecho historia porque para la jurisprudencia plantea un problema muy serio desde el punto de vista moral.
Todo esto, para volver al realismo simbólico de Kafka, tiene actualmente en América Latina muy buenos exponentes en el cuento y en la novela. Conozco muchos relatos —que se escriben de más en mas porque parecería ser un género que interesa a los jóvenes escritores— que tienen esta doble lectura: son cuentos de tema perfectamente realista pero por debajo de los cuales hay en general una denuncia hacia un orden de cosas que se considera malo, falso, injusto. Lo que un ensayista o un panfletista haría en un ensayo o en un panfleto, o sea denunciar, el escritor no lo hace así; un escritor de este tipo cuenta una historia en donde no hay ninguna denuncia, pero el lector se da cuenta de que por debajo esa denuncia está y tiene una fuerza terrible. Hace unos años escribí un cuento que está en La vuelta al día en ochenta mundos y se llama «Con legítimo orgullo». Ese cuento está dedicado; el epígrafe dice: «in memoriam K.». K. es el personaje de El proceso y la inicial del apellido de Kafka. La referencia, como ustedes ven, es muy directa. Es un homenaje que quise hacer a Kafka escribiendo un cuento que tuviera una estructura análoga a algunos de sus cuentos y a El proceso: una superficie aparentemente muy tersa, incluso muy natural aunque pueda parecer absurda en algunos momentos; es un absurdo que el lector acepta dentro del juego total de los episodios. Luego por debajo está la verdad, eso que acabo de calificar de denuncia.
Pienso que será mejor que ustedes oigan el cuento y que la denuncia la sientan ustedes mismos sin que yo tenga la necesidad de decirlo. Es un cuento también breve, no los quiero cansar demasiado con lecturas. Y dice:
CON LEGÍTIMO ORGULLO
in memoriam K
Ninguno de nosotros recuerda el texto de la ley que obliga a recoger las hojas secas, pero estamos convencidos de que a nadie se le ocurriría que puede dejar de recogerlas; es una de esas cosas que vienen desde muy atrás, con las primeras lecciones de la infancia, y ya no hay demasiada diferencia entre los gestos elementales de atarse los zapatos o abrir el paraguas y los que hacemos al recoger las hojas secas a partir del dos de noviembre a las nueve de la mañana.
Tampoco a nadie se le ocurriría discutir la oportunidad de esa fecha, es algo que figura en las costumbres del país y que tiene su razón de ser. La víspera nos dedicamos a visitar el cementerio, no se hace otra cosa que acudir a las tumbas familiares, barrer las hojas secas que las ocultan y confunden, aunque ese día las hojas secas no tienen importancia oficial, por así decir, a lo sumo son una penosa molestia de la que hay que librarse para luego cambiar el agua a los floreros y limpiar las huellas de los caracoles en las lápidas. Alguna vez se ha podido insinuar que la campaña contra las hojas secas podría adelantarse en dos o tres días, de manera que, al llegar el primero de noviembre, el cementerio estuviera ya limpio y las familias pudieran recogerse ante las tumbas sin el molesto barrido previo que suele provocar escenas penosas y nos distrae de nuestros deberes en ese día de recordación. Pero nunca hemos aceptado esas insinuaciones, como tampoco hemos creído que se pudieran impedir las expediciones a las selvas del norte, por más que nos cuesten. Son costumbres tradicionales que tienen su razón de ser, y muchas veces hemos oído a nuestros abuelos contestar severamente a esas voces anárquicas, haciendo notar que la acumulación de hojas secas en las tumbas sirve precisamente para mostrar a la colectividad la molestia que representan una vez avanzado el otoño, e incitarla así a participar con más entusiasmo en la labor que ha de iniciarse al día siguiente.
Toda la población está llamada a desempeñar una tarea en la campaña. La víspera, cuando regresamos del cementerio, la municipalidad ya ha instalado su quiosco pintado de blanco en mitad de la plaza y, a medida que vamos llegando, nos ponemos en fila y esperamos nuestro turno. Como la fila es interminable, la mayoría sólo puede volver muy tarde a su casa, pero tenemos la satisfacción de haber recibido nuestra tarjeta de manos de un funcionario municipal. En esa forma y, a partir de la mañana siguiente, nuestra participación quedará registrada día tras día en las casillas de la tarjeta, que una máquina especial va perforando a medida que entregamos las bolsas de hojas secas o las jaulas con las mangostas, según la tarea que nos haya correspondido. Los niños son los que más se divierten porque les dan una tarjeta muy grande, que les encanta mostrar a sus madres, y los destinan a diversas tareas livianas pero sobre todo a vigilar el comportamiento de las mangostas. A los adultos nos toca el trabajo más pesado, puesto que, además de dirigir a las mangostas, debemos llenar las bolsas de arpillera con las hojas secas que han recogido las mangostas, y llevarlas a hombros hasta los camiones municipales. A los viejos se les confían las pistolas de aire comprimido con las que se pulveriza la esencia de serpiente sobre las hojas secas. Pero el trabajo de los adultos es el que exige la mayor responsabilidad, porque las mangostas suelen distraerse y no rinden lo que se espera de ellas; en ese caso, nuestras tarjetas mostrarán al cabo de pocos días la insuficiencia de la labor realizada, y aumentarán las probabilidades de que nos envíen a las selvas del norte. Como es de imaginar hacemos todo lo posible por evitarlo aunque, llegado el caso, reconocemos que se trata de una costumbre tan natural como la campaña misma, y por eso no se nos ocurriría protestar; pero es humano que nos esforcemos lo más posible en hacer trabajar a las mangostas para conseguir el máximo de puntos en nuestras tarjetas, y que para ello seamos severos con las mangostas, los ancianos y los niños, elementos imprescindibles para el éxito de la campaña.
Nos hemos preguntado alguna vez cómo pudo nacer la idea de pulverizar las hojas secas con esencia de serpiente, pero después de algunas conjeturas desganadas acabamos por convenir en que el origen de las costumbres, sobre todo cuando son útiles y atinadas, se pierde en el fondo de la raza. Un buen día la municipalidad debió reconocer que la población no daba abasto para recoger las hojas que caen en otoño, y que sólo la utilización inteligente de las mangostas, que abundan en el país, podría cubrir el déficit. Algún funcionario proveniente de las ciudades linderas con la selva advirtió que las mangostas, indiferentes por completo a las hojas secas, se encarnizaban con ellas si olían a serpiente. Habrá hecho falta mucho tiempo para llegar a estos descubrimientos, para estudiar las reacciones de las mangostas frente a las hojas secas, para pulverizar las hojas secas a fin de que las mangostas las recogieran vindicativamente. Nosotros hemos crecido en una época en que ya todo estaba establecido y codificado, los criaderos de mangostas contaban con el personal necesario para adiestrarlas, y las expediciones a las selvas volvían cada verano con una cantidad satisfactoria de serpientes. Esas cosas nos resultan tan naturales que sólo muy pocas veces y con gran esfuerzo volvemos a hacernos las preguntas que nuestros padres contestaban severamente en nuestra infancia, enseñándonos así a responder algún día a las preguntas que nos harían nuestros hijos. Es curioso que ese deseo de interrogarse sólo se manifieste, y aun así muy raramente, antes o después de la campaña. El dos de noviembre, apenas hemos recibido nuestras tarjetas y nos entregamos a las tareas que nos han sido asignadas, la justificación de cada uno de nuestros actos nos parece tan evidente que sólo un loco osaría poner en duda la utilidad de la campaña y la forma en que se lleva a cabo. Sin embargo, nuestras autoridades han debido prever esa posibilidad porque en el texto de la ley impresa en el dorso de las tarjetas se señalan los castigos que se impondrían en tales casos; pero nadie recuerda que haya sido necesario aplicarlos.
Siempre nos ha admirado como la municipalidad distribuye nuestras labores de manera que la vida del Estado y del país no se vean alteradas por la ejecución de la campaña. Los adultos dedicamos cinco horas diarias a recoger las hojas secas, antes o después de cumplir nuestro horario de trabajo en la administración o en el comercio. Los niños dejan de asistir a las clases de gimnasia y a las de entrenamiento cívico y militar, y los viejos aprovechan las horas de sol para salir de los asilos y ocupar sus puestos respectivos. Al cabo de dos o tres días la campaña ha cumplido su primer objetivo, y las calles y plazas del distrito central quedan libres de hojas secas. Los encargados de las mangostas tenemos entonces que multiplicar las precauciones, porque a medida que progresa la campaña, las mangostas muestran menos encarnizamiento en su trabajo, y nos incumbe la grave responsabilidad de señalar el hecho al inspector municipal de nuestro distrito para que ordene un refuerzo de las pulverizaciones. Esta orden sólo la da el inspector después de haberse asegurado de que hemos hecho todo lo posible para que las mangostas sigan recogiendo las hojas, y si se comprobara que nos hemos apresurado frívolamente a pedir que se refuercen las pulverizaciones, correríamos el riesgo de ser inmediatamente movilizados y enviados a las selvas. Pero cuando decimos riesgo es evidente que exageramos, porque las expediciones a las selvas forman parte de las costumbres del Estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro.
Se ha murmurado alguna vez que es un error confiar a los ancianos las pistolas pulverizadoras. Puesto que se trata de una antigua costumbre no puede ser un error, pero, a veces, ocurre que los ancianos se distraen y gastan una buena parte de la esencia de serpiente en un pequeño sector de la calle o la plaza, olvidando que deben distribuirlo en una superficie lo más amplia posible. Ocurre así que las mangostas se precipitan salvajemente sobre un montón de hojas secas, y en pocos minutos las recogen y las traen hasta donde las esperamos con las bolsas preparadas; pero después, cuando confiadamente creemos que van a seguir con el mismo tesón, las vemos detenerse, olisquearse entre ellas como desconcertadas, y renunciar a su tarea con evidentes signos de fatiga y hasta de disgusto. En esos casos el adiestrador apela a su silbato y, por un momento, consigue que las mangostas junten algunas hojas, pero no tardamos en darnos cuenta de que la pulverización ha sido despareja y que las mangostas se resisten con razón a una tarea que de golpe ha perdido todo interés para ellas. Si se contara con suficiente cantidad de esencia de serpiente, jamás se plantearían estas situaciones de tensión en las que los ancianos, nosotros y el inspector municipal nos vemos abocados a nuestras respectivas responsabilidades y sufrimos enormemente; pero desde tiempo inmemorial se sabe que la provisión de esencia apenas alcanza para cubrir las necesidades de la campaña, y que en algunos casos las expediciones a las selvas no han alcanzado su objetivo, obligando a la municipalidad a apelar a sus exiguas reservas para hacer frente a una nueva campaña. Esta situación acentúa el temor de que la próxima movilización abarque un número mayor de reclutas, aunque al decir temor es evidente que exageramos, porque el aumento del número de reclutas forma parte de las costumbres del Estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro. De las expediciones a las selvas se habla poco entre nosotros, y los que regresan están obligados a callar por un juramento del que apenas tenemos noticia. Estamos convencidos de que nuestras autoridades procuran evitamos toda preocupación referente a las expediciones a las selvas del norte, pero desgraciadamente nadie puede cerrar los ojos a las bajas. Sin la menor intención de extraer conclusiones, la muerte de tantos familiares o conocidos en el curso de cada expedición nos obliga a suponer que la búsqueda de las serpientes en las selvas tropieza cada año con la despiadada resistencia de los habitantes del país fronterizo, y que nuestros ciudadanos han tenido que hacer frente, a veces con graves pérdidas, a su crueldad y a su malicia legendarias. Aunque no lo digamos públicamente, a todos nos indigna que una nación que no recoge las hojas secas se oponga a que cacemos serpientes en sus selvas. Nunca hemos dudado de que nuestras autoridades están dispuestas a garantizar que la entrada de las expediciones en ese territorio no obedece a otro motivo, y que la resistencia que encuentran se debe únicamente a un estúpido orgullo extranjero que nada justifica.
La generosidad de nuestras autoridades no tiene limites, incluso en aquellas cosas que podrían perturbar la tranquilidad pública. Por eso nunca sabremos —ni queremos saber, conviene subrayarlo— qué ocurre con nuestros gloriosos heridos. Como si quisieran evitarnos inútiles zozobras, sólo se da a conocer la lista de los expedicionarios ilesos y la de los muertos, cu vos ataúdes llegan en el mismo tren militar que trae a los expedicionarios y a las serpientes. Dos días después las autoridades y la población acuden al cementerio para asistir al entierro de los caídos. Rechazando el vulgar expediente de la fosa común, nuestras autoridades han querido que cada expedicionario tuviera su tumba propia, fácilmente reconocible por su lápida y las inscripciones que la familia puede hacer grabar sin impedimento alguno; pero como en los últimos años el número de baja» ha sido cada ves más grande, la municipalidad ha expropiado U terreno»
adyacentes para ampliar el cementerio. Puede imaginarse entonces cuántos somos los que al llegar el primero de noviembre acudimos desde la mañana al cementerio para honrar las tumbas de nuestros muertos. Desgraciadamente el otoño ya está muy avanzado, y las hojas secas cubren de tal manera las calles y las tumbas que resulta muy difícil orientarse; con frecuencia nos confundimos completamente y pasamos varias horas dando vueltas y preguntando hasta ubicar la tumba que buscábamos.
Casi todos llevamos nuestra escoba, y suele ocurrimos barrer las hojas secas de una tumba creyendo que es la de nuestro muerto, y descubrir que estamos equivocados.
Pero poco a poco vamos encontrando las tumbas, y ya mediada la tarde podemos descansar y recogernos. En cierto modo nos alegra haber tropezado con tantas dificultades para encontrar las tumbas porque eso prueba la utilidad de la campaña que va a comenzar a la mañana siguiente, y nos parece como si nuestros muertos nos alentaran a recoger las hojas secas, aunque no contemos con la ayuda de las mangostas que sólo intervendrán al día siguiente cuando las autoridades distribuyan la nueva ración de esencia de serpiente traída por los expedicionarios junto con los ataúdes de los muertos, y que los ancianos pulverizarán sobre las hojas secas para que las recojan las mangostas.
No tengo ganas de hacer comentarios sobre este cuento porque me parece que los comentarios son obvios. Simplemente, muchas veces cuando por ejemplo me paseo por las calles de París —donde vivo— y asisto a ciertos momentos de la vida social, de los rituales sociales, de lo que la gente hace, de lo que obedece en algunos casos, de las líneas de conducta que sigue la colectividad, en ciertos momentos me acuerdo de Kafka y de este cuentecito porque cuántas de las cosas que aceptamos y toleramos en la sociedad que nos ha sido dada hecha son cosas que nunca se nos ha ocurrido criticar; nunca se nos ha ocurrido ir atrás de nosotros mismos y de nuestros antepasados inmediatos y más atrás, al comienzo, al fondo de la Historia para saber por qué finalmente la sociedad —hablo de la sociedad en su conjunto— nos impone ritmos, códigos, formas que aceptamos como la gente del cuento acepta que se mueran tantos ciudadanos buscando serpientes para luego poder recoger las hojas secas sobre las tumbas de los que han muerto para buscar esencia de serpiente para recoger las hojas secas y así en gran círculo. Todo esto ya nada tiene que ver con lo fantástico o con lo insólito, es un cuento perfectamente realista; mutatis mutandis, el equivalente puede suceder en el centro de Nueva York, de Buenos Aires o de París. Basta mirar un poco una sociedad en funcionamiento —y no se trata de decir que está mal— para darse cuenta hasta qué punto damos por aceptadas las cosas que como seres humanos tendríamos el elemental deber de analizar y, llegado el caso, criticar y, si fuera realmente necesario, destruir.
Bueno, los cuentos realistas… Esto, como nada en mí, no es teoría literaria; son siempre hipótesis, botellitas al mar que podemos ir tirando y ustedes pueden a su vez discutir y criticar. Muy grosso modo diría que, además de la diferencia de tema con respecto a los cuentos fantásticos, la diferencia está sobre todo en que el cuento realista por definición tiene que hacer profundo hincapié en el tema, en la situación que cuenta, y esa situación obviamente es una situación extraída de la realidad que nos circunda, la conozcamos o no. El cuento fantástico imaginativo puede prescindir de esa temática más ajustada a la realidad e incluso ir resueltamente en contra, que es lo que pasa en los grandes cuentos fantásticos. El primer peligro que amenaza al cuento realista es el excesivo hincapié que se puede hacer, llegado el caso, en la temática considerándola como la razón fundamental de ser del cuento. Esto plantea problemas bastante complejos y bastante delicados porque con frecuencia leemos cuentos calificados o considerados por sus autores como realistas que abarcan en efecto un pequeño momento de la vida de uno o vanos personajes, una determinada situación y también determinados episodios y acontecimientos. Para algunos autores el solo hecho de haber elegido ese tema por considerarlo interesante y haberlo contado tal como el episodio podría haberse producido en la vida real o se produjo si lo está reproduciendo, basta para hacer un cuento realista. Cualquier escritor que tenga un poco de práctica en su propio oficio sabe que esto no es cierto: el tema es fundamental, importantísimo en un cuento realista puesto que la realidad es múltiple e infinita y un cuento supone siempre un corte, una separación, una elección, y por lo tanto el tema es el punto de partida, la base a partir de la cual arranca el escritor que va a contar ese episodio. Pero ¿en qué momento un cuento realista puede considerarse un gran cuento realista?, ¿en qué momento se convierte en un cuento de Chéjov, de Horacio Quiroga o de Maupassant?, ¿en qué momento esa descripción de un fragmento de la realidad tiene ciertos elementos, a veces muy imponderables, que lo vuelven inolvidable así como hablando del cuento fantástico hablábamos también de ciertos elementos del cuento que lo vuelven inolvidable? ¿Qué es lo que pasa en un gran cuento realista, en un cuento de Maupassant, Chéjov o Quiroga, para citar a los tres?
Personalmente, por haber intentado también escribir cuentos perfectamente realistas sin ningún salto en lo insólito, estoy convencido de que el cuento realista que se va a fijar en nuestra memoria es aquel en el que el fragmento de realidad que nos ha sido mostrado va de alguna manera mucho más allá de la anécdota y de la historia misma que cuenta. Ir más allá puede significar muchas cosas: puede significar un descenso en profundidad hacia la psicología de los personajes. Se puede mostrar realísticamente la conducta y la vida de una pareja o de una familia, pero el cuento llegará a volverse inolvidable cuando, además de eso que nos ha sido contado, lo que ocurre en el cuento nos permita entrar en el espíritu, en la psicología, en la personalidad profunda de los integrantes del cuento y que no necesariamente se explica en el cuento mismo.
El cuento realista es siempre más que su tema: el tema es absolutamente fundamental pero si un cuento realista se queda en el tema es uno de los muchísimos cuentos que leemos con frecuencia en que los principiantes, por el hecho de haber encontrado un episodio que los conmovió ya sea en un sentido histórico, amoroso, psicológico o incluso humorístico, pensaron que bastaba escribirlo para que eso fuera un buen cuento realista. En ese caso no lo es nunca porque el tema se reduce exclusivamente a la anécdota y muere en el momento en que la anécdota, el relato mismo, termina; con la última palabra el cuento empieza inevitablemente a caer en el olvido. Basta releer o pensar en los que no caen en el olvido y se mantienen en nuestra memoria para darse cuenta de que detrás de la anécdota, a veces por debajo, a veces lateralmente, el autor ha puesto en marcha todo un sistema de fuerzas de las que no hay por qué hablar necesariamente pero que explican lo que sucede en el cuento; lo explican de otra manera que el relato mismo, que la misma anécdota, por debajo o por encima, y le dan una fuerza que no tiene la anécdota pura, simple.
En América Latina, en las circunstancias actuales y en muchos de nuestros países, los escritores que tienen una participación en la Historia y cuya literatura quiere llevar en muchos casos un mensaje o transmitir ideas útiles en ese campo escriben cuentos realistas perdurables que, por debajo de lo que cuentan y sin decirlo nunca, contienen siempre de alguna manera una denuncia de un estado de cosas, de un sistema en crisis, de una realidad humana vista como negativa y retrógrada. Prácticamente todos los cuentos realistas que se están escribiendo ahora en América Latina y merecen recordación —y son muchos— contienen ese tipo de denuncia. Lo que es curioso es que no siempre el autor tiene una plena conciencia de esa denuncia; aunque no lo haya hecho por razones de denuncia, el solo hecho de haber escogido un tema determinado está dándole al cuento esa carga que después va a llegar al lector si lo analiza, si lo piensa, si lo vive un poco por debajo.
Yo escribí hace seis años un cuento que no pudo ser publicado en la Argentina porque el gobierno hizo saber al editor que si ese cuento junto con otro —y el otro es «Apocalipsis de Solentiname»— aparecían en el volumen que estaba preparando y que había dado a mi editor en Buenos Aires, la editorial tendría que atenerse a las consecuencias. (No tengo por qué hablar de las consecuencias, basta leer los diarios.) Como es natural, el editor me lo hizo saber y el libro no se publicó en la Argentina sino que se publicó completo en México puesto que yo no hubiera aceptado nunca retirar los dos cuentos y publicarlo en la Argentina; al contrario, con un poco de humor negro recuerdo que contesté que estaba dispuesto a retirar los cuentos siempre que se pudiera poner una nota al comienzo diciendo por qué los retiraba y, como es lógico, nadie aceptó esa solución. El segundo de esos cuentos, que apareció en la edición mexicana completo, creo que responde perfectamente a esto que estamos diciendo sobre el cuento realista. Se llama «Segunda vez» y no lo voy a leer, lo voy a resumir simplemente. Su tema es la historia de una muchacha que recibe una convocación para un trámite oficial en una oficina de un ministerio en una determinada calle de la ciudad de Buenos Aires. Esta muchacha, mostrada como un personaje muy simple y muy ingenuo, sabe que se trata de una cuestión burocrática. Llega a la hora indicada y entra en un largo pasillo donde hay gente esperando y luego la puerta del otro lado, que es la puerta de entrada a la oficina. Tiene que sentarse porque hay varias personas que tienen que pasar antes. Como sucede siempre en esos casos, entabla una conversación con quienes la rodean, entre ellos con un muchacho joven que le explica que él ya viene por segunda vez porque hay una primera convocatoria en la que hay que llenar papeles y contestar preguntas y luego hay una segunda convocatoria; la chica viene por primera vez y en cambio él está por la segunda. Mientras van hablando de estas cosas las otras personas van entrando sucesivamente, se quedan cinco o diez minutos y vuelven a salir porque hay solamente las dos puertas: la de la oficina y la que a través del pasillo lleva a la escalera. En un momento dado le llega el turno al muchacho y como los dos son más o menos de la misma edad y han tenido tiempo de charlar un rato, fumar un cigarrillo, contarse en qué zona de la ciudad viven y en qué trabajan, se ha creado una relación cordial entre ellos. La muchacha confía en que él entre en la oficina y vuelva a salir en seguida para que también ella pueda entrar en seguida y todo se termine muy rápidamente. Pasan dos o tres minutos, se abre la puerta y en vez de salir el muchacho aparece uno de los empleados que le hace señas a la muchacha para que entre. Hila se queda un poco sorprendida porque no había más que esa puerta y todo el mundo había salido por ahí: todos los que habían entrado antes habían salido por ahí y habían saludado; todos ellos, cuatro personas. Piensa entonces que a lo mejor el muchacho está todavía en la oficina atendido por algún otro empleado y que su trámite es un poco más largo, pero cuando entra en la oficina —que es en efecto bastante grande y hay muchas mesas— mira y no lo ve. Entretanto la llaman a una mesa y tiene que empezar a llenar unos interminables formularios como siempre en esa clase de oficinas. Sigue preocupada, le parece una cosa extraña y piensa que quizá haya una segunda puerta que ella no vio y que a él lo han hecho salir por la otra puerta porque en ese momento se acuerda de que venía por segunda vez; ella, por primera. Entonces piensa que tal vez a los que vienen por segunda vez los hacen salir por otra puerta. Mira pero no ve ninguna. Finalmente le toman los papeles y le dicen que se vaya, que la van a citar de nuevo, que va a tener que volver una segunda vez. Ella sale y baja lentamente la escalera, llega a la calle, mira y se pregunta dónde puede estar el muchacho. Todavía se queda un momento esperando porque le había tomado simpatía pero luego, como mujer, se siente incómoda de estar ahí esperando a un hombre al que prácticamente no conoce y se marcha.
Esa es la síntesis del cuento. Lo escribí en momentos en que en la Argentina empezaba una de las formas más siniestras de la represión, lo que se dio en llamar las desapariciones: gente de la cual bruscamente se deja de tener noticias total y definitivamente salvo casos aislados de algunos que puedan reaparecer. Según las comisiones internacionales de encuestas esas desapariciones llegan a sumar quince mil en los últimos años. El tema de las desapariciones en Argentina se ha vuelto uno de los traumatismos más angustiosos para una parte de la población, para los que cuentan con alguien de su familia que ha «desaparecido» (la palabra uno siempre la piensa entre comillas porque puede imaginarse todo lo que puede haber habido después de la desaparición por cuanto la persona no ha reaparecido y no se sabe que esté presa ni hay señales de su presencia). Era lógico que el cuento no fuera aceptable en ese momento pero, para hablar del cuento en sí mismo, ustedes se habrán dado cuenta de que es un relato perfectamente lineal donde hay un pequeño misterio de alguien que entró en una oficina y no volvió a salir. (Bueno, tal vez salió y la muchacha estaba distraída y no lo vio, aunque eso no puede ser por la historia del pasillo pero tal vez finalmente había una segunda puerta disimulada por algunos afiches y ella no la vio.) El cuento no explica lo que pasa porque justamente las desapariciones no se pueden explicar: la gente desaparece y no hay explicación sobre esas desapariciones. En mi espíritu, cuando lo escribí, el cuento contenía una denuncia pero no hay absolutamente ninguna referencia concreta a ese tipo de desapariciones (salvo el hecho de que sucede en Buenos Aires), es simplemente un pequeño episodio burocrático en una oficina. Es el lector el que en su segunda lectura del cuento verá hasta qué punto ese mecanismo tan pedestremente realista puede tener un enriquecimiento desde abajo, en este caso bastante horrible: mostrar que la realidad es mucho más compleja y mucho más complicada de lo que parecería por la simple anécdota, el simple relato.
Hay otro cuento en donde los mecanismos son parecidos y también lo resumo muy brevemente. Se llama «Los buenos servicios», lo escribí en París hace ya muchos años y está basado en la realidad más absoluta y total. Yo estaba de visita en casa de una amiga argentina, escritora, y en un momento dado charlando de cualquier cosa me contó muerta de risa —encontraba que la cosa era muy graciosa— de una señora ya viejita, francesa, que iba dos veces por semana a limpiar su departamento, digamos una criada (ahora, en los grandes liberalismos de nuestro tiempo, la palabra criada la gente no se atreve a usarla; dicen: «asistenta», «auxiliar») a quien se le pagaba para que limpiara los pisos y lavara los platos. Esta señora ya viejecita y con una mentalidad muy primaria le contó a mi amiga (esas señoras hablan mucho, en París sobre todo) que una vez la habían alquilado —usó la palabra— para cuidar perros en una casa porque había una fiesta y los perros iban a molestar; era un departamento de lujo y había que tener a los perros quietos en una habitación mientras durara la fiesta, toda la noche. La alquilaban a ella para que estuviera sentada allí dando agua y comida a los perros y para que evitara que se peleasen. Eso era ya de por sí una historia bastante insólita pero a continuación le contó que otra vez (evidentemente a esta señora le sucedían cosas así) también la habían alquilado para que representara el papel de la madre de un señor al que iban a enterrar: que fuera a los funerales y llorara cerca del ataúd y se presentara como la madre desesperada porque ese señor, que pertenecía a la altísima burguesía de París y era un modisto, un diseñador de modelos muy conocido y joven, había muerto en circunstancias misteriosas, tal vez un poco sospechosas, y la gente que lo rodeaba habían pensado que si «su madre» (entre comillas) estaba ahí, eso le daba al velorio y al entierro un aire de respetabilidad muy grande. Detrás había una sombría historia, probablemente de drogas o de homosexualidad, pero la señora no se daba cuenta, era totalmente inocente, simplemente se acordaba de que la habían alquilado para hacer el papel de la madre del muerto. Aceptó porque era muy pobre. Lo hizo y lo hizo muy bien, le dieron una propina y todo terminó bien. Mi amiga me contó estas dos cosas y yo le dije: ¡Pero con esto se podría escribir un cuento que podría ser un señor cuento!». Ella, que es escritora, es curioso, me dijo: Yo creo que no tiene interés para un cuento». Yo me quedé pensando y le dije: «Bueno, ¿me regalás las ideas? Tal vez yo algún día… . Me dijo: Sí, si querés escribir con eso, escribí». Lo escribí unos días después y se lo dediqué a ella porque me había regalado muy generosamente las ideas de la vieja señora. Lo único que hice como trabajo literario fue unir los dos episodios porque la señora le había contado lo de los perros y lo de la madre pero eran cosas separadas y en casas diferentes; me di cuenta de que se podía establecer literariamente una muy buena conexión entre la primera y la segunda parte, y efectivamente el cuento se cumple entonces en ese plano. Es quizá el cuento más realista que he escrito por la sencilla razón de que está contado en primera persona: la que habla es Madame Francinet, la vieja criada que cuenta esas historias que le sucedieron en la vida. Las cuenta como las siente, como las vivió; tiene una noción totalmente superficial de lo que le sucedió, empezando porque se coloca en una situación de gran respeto porque la llevan a casas de lujo en el distrito de las grandes residencias de París donde hay muchísimas criadas y mayordomos y donde la fiesta de la noche de los perros es extraordinaria, y cuando le toca ser la madre del modisto muerto también es en una residencia de lujo en las afueras de París. Ella estaba totalmente aplastada por eso, llena de respeto y además convencida de que lo que había hecho era en el fondo perfectamente natural y no tenía nada de humillante: le habían pagado, no era ilegal y ella había cumplido con las dos cosas que le habían pedido. Preferí escribir así el cuento para que un lector que sea tan ingenuo como Madame Francinet no se dé cuenta de nada, lo lea y diga: «¡Qué curioso esta mujer cuidando perros y después pasando por la madre de un modisto que murió!». Una cosa un poco absurda, pero sabía perfectamente que el cuento iba dirigido a lectores que inmediatamente iban a comprender el mecanismo de ese realismo, es decir que la visión totalmente ingenua de Madame Francinet al ir diciendo las cosas haría que uno viera construirse debajo de cada una de esas frases los exponentes de una sociedad en un avanzado grado de decadencia moral, profundamente corrompida, una sociedad de —para usar la palabra bíblica— sepulcros blanqueados donde hay que cuidar las apariencias, disimular, inventar una madre cuando la madre verdadera no existe o no está allí: una sociedad que no vacilará ante nada para cumplir sus ritos, sus ceremonias que la preservan, la sostienen y la defienden. Ésa es la segunda lectura del cuento y creo que no le quita absolutamente nada de realista porque qué puede ser más realista que una sociedad decadente de nuestro tiempo, de cualquier tiempo: es una de las muchas sociedades humanas y es perfectamente realista. Si les he dado ese ejemplo es porque creo que ahora sí debe estar perfectamente claro qué entiendo yo por literatura realista.
Veo que todavía nos queda un momento más y tal vez se, puede hacer también una síntesis, por las dudas, para completar todavía más esta noción de realismo de un cuento donde la segunda lectura está también incluida en la primera pero el lector tiene que establecer él mismo la distinción y las diferencias. No es que haya dos planos, hay un plano un poco interfusionado. Es un cuento que escribí hace unos diez años y que se llama «Lugar llamado Kindberg», un cuento de dimensión mediana y de una línea argumental muy simple: Un argentino de unos cuarenta y tantos años de edad está viajando por Austria en automóvil una noche en que en la carretera hay una lluvia espantosa, absolutamente torrencial. Está deseando llegar a un pueblo y encontrar un hotel porque tiene miedo de un accidente por el estado del camino y la lluvia. De golpe al lado de un bosque ve una muchacha que le hace la típica seña —lo que en Argentina se llama «hacer dedo»— para que la socorra, la levante en el automóvil. Entonces frena, la hace entrar y continúa hasta llegar al pueblo para encontrar un hotel. En el camino cambian algunas palabras, se da cuenta de que la chica es muy jovencita; tendrá dieciocho, diecinueve años, un poco aniñada y al mismo tiempo muy segura de sí misma en el sentido de que le dice casi de inmediato que es chilena, lo tutea como se hace ahora cada vez más en América Latina sin preocuparse de que esté en un automóvil bastante lujoso, que esté bien vestido y sea un hombre tres veces mayor, dos veces y media mayor que ella. Le cuenta que está viajando por toda Europa, que se ha ido de Chile porque está un poco cansada de estar siempre en el mismo lugar, que se vino con unos amigos un poco como hippies, con muy poco dinero. Efectivamente está mal vestida y simplemente con un saco al hombro —que es todo lo que tiene en el mundo— está paseando, yendo de un sitio a otro haciendo autoestop o dedo. Llegan al pueblo y el hombre encuentra un hotel. Como es lo que se llama «un caballero argentino» inmediatamente pide dos habitaciones para pasar la noche, una habitación para la niña y otra para él. Se queda profundamente sorprendido cuando la chica con toda naturalidad le dice: «Pero no seas tonto, ¿para qué vas a gastar el doble en dos habitaciones? Saca una sola habitación, da lo mismo». Le llama un poco la atención pero saca una sola habitación. Se secan un poco, cenan y siguen hablando; ella le sigue contando episodios de su vida, le empieza a hablar de una música de la que él no tiene mayor idea porque se ha quedado atrás en materia de música, incluso de música popular. Le habla de un tal Archie Shepp; él no sabe quién es y ella entonces le silba melodías, temas de Archie Shepp y le parece extraño que no sepa quién es. Le habla de poemas, de poetas, del viaje que hicieron. Cuando él trata de razonar con ella y le dice «bueno, pero ya tienes diecinueve años, ¿qué vas a hacer después?», ella lo mira un poco sorprendida y le dice: «¿Qué voy hacer? Ahora quiero llegar a Holanda». Y él responde: «Pero ¿después?». «Después, si puedo llegar a Noruega me han dicho que hay unos osos polares en tal lugar. Quiero ver los osos polares», dice ella. Le da respuestas así, del presente inmediato pero a la vez muy bellas porque son respuestas en las que se siente que esa niña está viviendo para la poesía, para la música, para el arte y sobre todo para la libertad. Eso es lo que lentamente él comienza a entender y llega un momento en que cuando le hace preguntas de tipo razonable ella muy amablemente se las contesta bien, a veces con alguna ironía como diciéndole «eres un viejo y me haces preguntas de viejo». Eso comienza a dolerle porque finalmente no se considera tan viejo, pero poco a poco en ese diálogo a lo largo de la cena descubre algo que teóricamente conocía porque sin duda había leído muchos libros donde había personajes así y había oído hablar mucho de gente que vive de una forma un poco anárquica en el mundo tratando de descubrir cosas que no tiene en su país o en su medio, con lo que eso pueda tener de positivo y de negativo, pero nunca había enfrentado vitalmente la experiencia, nunca había estado al lado de una muchacha joven que con toda claridad, sin ninguna vergüenza, con toda tranquilidad se siente cómoda a su lado sabiendo que pase lo que pase estará bien que pase si los dos aceptan que pase. Ademas no tiene ningún empacho, ninguna dificultad en hablarle con toda franqueza de su deseos, de sus ideales, de sus esperanzas, de sus pequeños fracasos… y de Archie Shepp. El resultado es que vuelven a la habitación y él se siente cada vez más extrañamente atraído y al mismo tiempo preocupado por ese diálogo que está manteniendo con la chica. Terminan pasando la noche juntos, una maravillosa noche que pasan en común sin que en ningún momento la chica se muestre hipócrita sino que es perfectamente franca: está contenta de acostarse con él y al mismo tiempo él sabe perfectamente que es un episodio que no va a durar, que es simplemente una etapa en el camino y que la vida deberá continuar de otra manera al día siguiente. Ella no se lo dice nunca, pero él siente eso y lo sabe. Como no puede dormir (ella sí, con sus diecinueve años, su cansancio y además lo mucho que ha comido porque ha aprovechado para cenar todo lo que él la invitó porque tenía hambre…), en el insomnio piensa en su vida. Hay una serie de evocaciones que aparentemente no tienen mucho que ver con el cuento ni con la chica ni con lo que está sucediendo en ese momento: se acuerda por ejemplo de que siendo estudiante universitario o preuniversitario con sus amigos en los cafés se miraban los unos a los otros aburridos porque Buenos Aires se les había convertido en una ciudad tediosa sin mucho interés y hablaban de irse pero ninguno se iba; se acuerda de que una vez alguien descubrió que había unos veleros o cargueros que por muy poco dinero aceptaban muchachos jóvenes para que fueran entre pasajeros y ayudaran un poco y por una suma bastante ridícula se podía salir de Buenos Aires a bordo de ese velero y luego de dos o tres meses llegar a cualquier puerto de Asia o de Europa. ¡La aventura! A esa edad, porque tenían la edad de la chica, soñaban todos con hacerlo y se habían juramentado pero ninguno de ellos tomó el barco, ninguno salió. Entonces se ve a sí mismo terminando los estudios, su entrada en una carrera muy deseada por su padre y su madre y que él había aceptado por ese muy respetable motivo; ve el lento ascenso en el plano financiero, en el plano de la respetabilidad, descubre que viajar a Europa es muy agradable porque su trabajo lo obliga como representante de una gran compañía a viajar de capital en capital y por eso está haciendo ese viaje en el automóvil; tiene cada vez más dinero y es finalmente lo que se llama «un hombre que ha triunfado». Ese hombre que ha triunfado está pensando en por qué y cómo y de qué manera ha triunfado, mientras la pequeña ronca feliz y satisfecha a su lado. Y a la mañana siguiente el cuento termina en tres frases: Se levantan, salen y al llegar a la primera encrucijada ella le dice que se va a quedar allí para buscar otro automovilista porque su camino va en otra dirección. Duda un segundo y luego se despide de ella, le da un beso, la deja; ella carga su mochila y se va caminando a un tronco donde la ve que se sienta para esperar. El sale con el auto, lo pone en tercera velocidad, acelera al máximo y se estrella deliberadamente en un árbol: se suicida estrellándose contra un árbol. Es el final del cuento. Visto desde fuera, como un relato superficialmente realista, ese suicidio —puesto que es un suicidio— no parece demasiado comprensible. Visto como yo quise escribirlo (y ojalá lo haya escrito, son ustedes que tienen que sentir eso o no), el realismo del cuento está en esa confrontación de dos concepciones de la vida diferentes. No se trata de decir que una es buena y la otra es mala porque también la vida de la chica tiene aspectos negativos; las sociedades no se han construido con gente como la chica sino en general con gente como ese señor, pero las sociedades se están destruyendo por culpa de ese señor y no por culpa de la chica, que tiene aspectos positivos y negativos. Lo que interesa es que ha habido una confrontación esencial, existencial en ese hombre que a lo largo de la noche ha visto en la chica lo que él hubiera podido ser en otra dimensión si aquella vez hubiera tomado el velero, si en vez de aceptar lo que su padre quería de él, hubiera aceptado su propia vocación, que era la música o la pintura, y no la aceptó. De golpe, esa niña que no ha dicho nada, que no ha hecho la menor crítica, lo ha desnudado existencialmente, lo ha puesto frente al espejo donde se ve como un importantísimo personaje y al mismo tiempo como el más miserable y el más fracasado de los hombres y se da cuenta de que en el fondo no es feliz, que todo ha sido una aceptación continua en busca de un estatus, de una situación que no es su verdadera personalidad, y tiene el coraje instantáneo de dejar a la niña y terminar.
Eso es lo que yo pienso que la literatura realista, entre tantas otras cosas, puede dar a sus lectores. No ya la famosa tranche de vie o tajada de vida como buscaban los naturalistas franceses, no ya ese realismo que consiste simplemente en poner un espejo tipográfico delante de cosas que podemos ver igual o mejor en la calle todos los días, sino esa alquimia profunda que mostrando la realidad tal cual es, sin traicionarla, sin deformarla, permita ver por debajo las causas, los motores profundos, las razones que llevan a los hombres a ser como son o como no son en algunos casos.
Estoy muy cansado. Si alguien quiere hacerme preguntas… Ustedes estarán más cansados que yo. ¿Sí, dime?
ALUMNO: ¿Por qué mata al protagonista?
Será por eso que dije de que me gusta la criminología… A lo mejor soy un criminal, en el sentido freudiano. que se sublimó en escritor. No, es en serio, estoy hablando muy en serio: Una de las teorías más fascinantes del psicoanálisis es que en ciertos individuos que tienen tendencias criminales y para quienes el asesinato es una especie de impulso profundo (lo que podríamos llamar el criminal nato, no el criminal por accidente, por pasión o por impulso, sino el hombre que es un criminal nato y lo sabe; puede suceder si es una persona que pertenece a medios relativamente educados y cultivados de U sociedad). Freud sostiene que muchas veces los impulsos sádicos profundos buscan su salida a través de una sublimación, y por eso su teoría —que causó mucho escándalo— de que muchos cirujanos hubieran podido ser criminales si no fueran cirujanos. Se produce una sublimación maravillosa: el cirujano puede usar un bisturí, puede hacer lo que su psiquis más profunda le pide —la sangre y las heridas— pero está utilizando eso para el bien, salvando gente. Es un hombre que hace el bien, o sea que sus instintos profundos han quedado totalmente invertidos. Esto, que parece una broma, lo descubrió a través de una serie de coincidencias muy curiosas porque trató psicoanalíticamente a dos o tres cirujanos de su época que le dijeron que, cuando por razones de edad la mano no puede manejar bien el bisturí, habían tenido que abandonar la profesión y muy poco tiempo después habían comenzado a tener toda clase de neurosis y de complejos; se sentían como si en ellos nacieran diferentes personalidades, aparecían el Doctor Jekyll y Mister Hyde un poco escondidos. A Freud se le ocurrió pensar: «¿No será precisamente que a lo largo de su vida esa verdadera personalidad estuvo perfecta y maravillosamente compensada porque eligieron el camino del bien, de la ciencia?». Lo creeremos o no pero a lo mejor es por eso que yo mato a tantos personajes y que me gusta la criminología. Es bueno hacer bromas así porque…, porque detrás de las bromas se agazapan a veces otras cosas.
ALUMNA: ¿Su tendencia de justicia?
¿Tendencia de justicia? Sí, creo tener una pero no es ninguna tendencia extraordinaria. La noción de injusticia no la puedo aceptar y por eso en alguien que muchas veces participa en problemas de tipo social, histórico o político, todo hombre que tiene una idea muy precisa y muy rigurosa de la justicia sufre mucho en el curso de su trabajo personal y de militancia, porque eso que se llama la realpolitik, la política realista, ha obligado tantas veces a tener que dejar de lado la justicia en determinados casos para que triunfen otras causas, renunciar a principios para que otros principios igualmente importantes puedan imponerse. Tengo una idea muy clara de la justicia pero también tengo una idea muy clara de la forma en que en general no se la aplica en el planeta.
La semana que viene nos vamos a divertir más porque vamos a dedicar toda la charla a la música, al juego y a los cronopios; a cosas así.