Bueno, algunos fragmentos los tendré que leer con un poco de trabajo. Claro que sería mejor tener un auditorio más cómodo y más grande, o estar debajo de los árboles en un lugar donde pudiéramos hacer un gran círculo y estar más cerca. Parece que no se puede. Si les sirve de algún consuelo yo estoy más incómodo que ustedes porque esta silla es espantosa y la mesa…, más o menos igual.
El otro día estuvimos haciendo una incursión dentro de lo fantástico en la literatura, incluso con algunas salidas hacia lo fantástico en la experiencia que muchos de nosotros podemos tener a lo largo de la vida. Ustedes se acordarán de que lo fantástico lo centramos en los juegos del tiempo, la noción del tiempo como algo mucho más rico, variado y complejo que la noción habitual y utilitaria del tiempo que todos estamos obligados a tener. Podríamos seguir hablando de la presencia de lo fantástico en las modificaciones temporales, pero precisamente porque es un tema infinito en la literatura universal y además en mucho de lo que yo mismo he escrito, pienso que con lo que vimos el otro día con respecto al tiempo podemos cerrar un poco este ciclo y mirar hoy, para terminar con este paseo por lo fantástico, otras modalidades en que lo fantástico aparece en la literatura, en este caso en la mía pero también con referencias muy concretas —como ustedes van a ver— a otro tipo de literatura de otros autores.
Una de las formas en que lo fantástico ha tendido siempre a manifestarse en la literatura es en la noción de fatalidad; lo que algunos llaman fatalidad y otros llamarían destino, esa noción que viene desde la memoria más ancestral de los hombres de cómo ciertos procesos se cumplen fatalmente, irrevocablemente a pesar de todos los esfuerzos que pueda hacer el que está incluido en ese ciclo. Ya los griegos hablaban de la ananké, palabra que los románticos franceses y sobre todo Víctor Hugo recogieron y utilizaron mucho. Esa noción de que hay ciertos destinos humanos que están dados y que, a pesar de todos los esfuerzos que haga un hombre creyéndose libre, se van a cumplir es muy fuerte en los griegos a través de ese concepto de la ananké. Piensen en la mitología griega y su proyección en la tragedia griega; el ciclo de Edipo, por ejemplo, es una prueba evidente de cómo la fatalidad se cumple: a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho para escapar a lo que sabe como posible destino, finalmente ese destino se cumple y toda la catástrofe de Edipo viene precisamente porque está sometido a una fatalidad que según los griegos está decidida por los dioses que juegan con los hombres y se complacen a veces en fijarles destinos grises o desdichados.
Esta noción de la fatalidad no sólo se da entre los griegos: se transmite a lo largo de la Edad Media y está presente en general en todas las cosmogonías y en todas las religiones. En el mundo islámico, en el mundo árabe, también la noción de fatalidad es sumamente fuerte y allí se expresa literariamente en algunos relatos, en algunos poemas, en tradiciones perdidas en el tiempo cuyos autores no conocemos, uno de cuyos ejemplos me parece admirable y debe estar en la memoria de todos ustedes pero no creo que sea inútil recordarlo: es un pequeño relato de origen persa que luego por cierto inspiró a un novelista norteamericano, John O’Hara, que tiene una novela que se llama Appointment in Samarra. (La cita en Samarra es una referencia a una fatalidad que tiene que cumplirse. En la anónima y viejísima versión original, que creo que viene por vía de los persas, no se habla de Samarra sino de Samarcanda, pero la historia es la misma y en mi opinión —porque es un cuento y de cuentos estamos hablando en esta clase— es un cuento donde el mecanismo de la fatalidad se da de una manera totalmente infalible y con una belleza que creo insuperable.) Como es un cuento muy pequeño, lo resumo en dos palabras para aquellos que pudieran no conocerlo: Es la historia del jardinero del rey que se pasea por el jardín cuidando los rosales y bruscamente detrás de un rosal ve a la Muerte y la Muerte le hace un gesto de amenaza y el jardinero, espantado, huye, entra en el palacio, se arroja a los pies del sultán y dice: «Señor, acabo de ver a la Muerte y la Muerte me ha amenazado, sálvame». El sultán, que lo quiere mucho porque el jardinero cuida muy bien sus rosas, le dice: «Mira, sal, toma mi mejor caballo y huye. Esta noche estarás en Samarcanda, a salvo». Como el sultán no tiene miedo de la Muerte, sale a su vez y echa a caminar y detrás del rosal encuentra a la Muerte y le dice: «¿Por qué le hiciste un gesto de amenaza a mi jardinero a quien yo tanto quiero?». Y la Muerte le contesta: «No hice un gesto de amenaza, hice un gesto de sorpresa al verlo porque tengo que encontrarlo esta noche en Samarcanda». Creo que el mecanismo de este cuento no solamente es muy hermoso sino que tiene algo de inmortal porque es el cumplimiento de la fatalidad a pesar de la buena voluntad del sultán; justamente el sultán envía a la muerte a su jardinero, que lo está esperando del otro lado. Eso es un antecedente de lo fantástico como fatalidad.
El tema entró también en la literatura contemporánea. Hace algunos años (por ahí he escrito algún comentario) un escritor inglés, W. F. Harvey, que escribía cuentos de misterio no demasiado extraordinarios, escribió uno que se llama «Calor de agosto» que en su desarrollo contiene también de manera insuperable este sentimiento de la fatalidad que tiene que cumplirse a pesar de cualquier esfuerzo que un hombre pueda hacer para escapar a su destino. También se puede resumir en pocas palabras y lo hago porque creo que con los dos ejemplos verán muy claramente lo que quiero decir con respecto a esta forma de lo fantástico. «Calor de agosto» está contado en primera persona. El narrador cuenta que un día de un calor extraordinario, un poco perturbado por el calor y sin mucho que hacer, se pone a hacer un dibujo sin preocuparse demasiado por su sentido. Unos minutos después, cuando mira lo que ha hecho, ve un poco sorprendido que inconscientemente, dejando que su mano se pasee, ha representado una escena en un tribunal en el momento en el que el juez está pronunciando la sentencia de muerte de un acusado. El acusado es un hombre viejo, calvo y con anteojos, y mira al juez que lo está condenando a muerte con una expresión en la que hay más sorpresa que miedo. El hombre mira su dibujo, se lo echa al bolsillo sin pensar mucho y sale a caminar porque hace un calor tan espantoso que no encuentra ningún trabajo útil que hacer. Camina por las calles de su pueblo y de golpe llega a una casa en la que hay un jardín en donde está trabajando un hombre que fabrica lápidas para los cementerios (creo que en español se llaman lapidarios). Un lapidario está trabajando, lo ve y reconoce en el hombre el personaje que había dibujado sin saber quién podría ser: es el mismo hombre, la misma cara, es calvo, tiene anteojos, tiene alguna edad. Con un sentimiento de sorpresa más que de temor, entra, se acerca y mira lo que el hombre está haciendo: está terminando de esculpir una lápida y el narrador ve que en la lápida están su propio nombre, el día de su nacimiento y el día de su muerte que es ese día, el día que está transcurriendo en ese momento. Cuando ve eso ya no puede resistir a los sentimientos que experimenta frente a esa acumulación de cosas inexplicables y habla con el hombre. El lapidario le dice muy amablemente que ésa no es una lápida verdadera sino que la está preparando para una exposición que van a hacer todos los lapidarios de la zona y que ha inventado un nombre y dos fechas. El narrador le muestra su dibujo y cuando uno ve la lápida y el otro ve el dibujo comprenden que están frente a algo que los sobrepasa infinitamente. El lapidario invita al narrador a entrar en su casa y encerrarse de alguna manera en una habitación y le propone que se queden juntos hasta que llegue la medianoche, se cumpla el término de la fecha marcada en la lápida y se pueda romper así esa amenaza que pesa en el aire. Como es natural, el narrador acepta la invitación, se sientan a charlar, pasan las horas y se van aproximando lentamente hacia la medianoche. El calor entretanto sube cada vez más y entonces, para distraerse, el lapidario afila uno de los cinceles con que trabaja la piedra, lo afila lentamente y el narrador se divierte escribiendo todo lo que ha sucedido ese día, o sea lo que estamos leyendo mientras leemos el cuento. Y el cuento termina diciendo: «Ahora faltan apenas veinte minutos para la medianoche, cada vez hace más calor. Es un calor como para que cualquiera se vuelva loco . Punto final. Ese doble cumplimiento de la fatalidad —que el narrador morirá en ese día y su asesino será condenado a muerte tal como aparecía en el dibujo— me parece un ejemplo muy claro y muy bello a la vez de lo fantástico dándose no ya en términos de tiempo y de espacio sino de destino, de fatalidad que tiene absolutamente que cumplirse.
Para volver un poco a mi propia casa en este terreno, me gustaría hablarles de un cuento mío que se llama «El ídolo de las Cicladas» y que, aunque no responde exactamente a esta noción tal vez un poco mecánica de la fatalidad, muestra una forma de lo fantástico ingresando en la vida cotidiana de la gente y cumpliéndose de una manera que no puede ser evitada. El relato (sintetizándolo de una manera un poco excesiva les leeré el final luego de haber hecho la síntesis del comienzo, lo que les permitirá sentir la atmósfera del cuento y cuáles eran las intenciones cuando lo escribí) es la historia de dos amigos arqueólogos; uno, francés, se llama Morand y tiene una amiga, Thérèse; otro, argentino, se llama Somoza… ¡No tiene nada que ver con el otro[4]; Somoza es un apellido bastante frecuente en la Argentina! Estos amigos, y la chica que es amiga del francés Morand, son arqueólogos y se van a Grecia a pasear y hacer algunas exploraciones por su cuenta. Haciendo esas exploraciones descubren una estatuilla de mármol que es la imagen de una divinidad, una diosa de ese período que se llama en la Historia griega más arcaica el período de las Cicladas. (Ustedes habrán visto quizá reproducciones en los museos. Hay muchas estatuillas de los ídolos de las Cicladas. Hacen pensar mucho en las esculturas modernas de Brancusi: son imágenes en mármol, perfectas, pequeñas, muy abstractas, donde el rostro está apenas marcado, se nota apenas a veces la nariz, y el cuerpo —siempre cuerpos de mujeres— está apenas indicado con algunos trazos. Son muy hermosas y las hay distribuidas en los museos del mundo.) Estos hombres encuentran una estatuilla de una de esas figuras de las Cicladas y a lo largo de los días —la han escondido porque tienen la intención de sacarla de contrabando a Francia y eventualmente venderla más adelante porque su valor es inapreciable— hablan de lo que han encontrado y, mientras la pareja de franceses miran la cosa como un hallazgo interesante y muy bello desde el punto de vista estético, Somoza siente ese hallazgo de otra manera; desde el principio insiste en que por lo menos entre él y la estatuilla hay algo más que un encuentro estético: hay como una llamada, como un contacto. Entonces, un poco soñando y un poco jugando en esas conversaciones antes de dormir, piensa muchas veces y se lo dice a sus amigos si finalmente, frente a una de esas estatuas que evidentemente están tan cargadas por la fuerza de una gran religión ya desaparecida pero que fue muy fuerte hace miles de años, no sería posible encontrar una vía de comunicación que no sería la vía de comunicación racional; si a fuerza de mirar la estatua, de tocarla, de establecer un contacto directo con ella, no podría haber en algún momento una abolición de las fronteras; si no sería posible entablar un contacto con ese mundo indudablemente maravilloso precisamente porque no lo conocemos, el mundo donde un pueblo adoraba esas estatuas, les ofrecía sacrificios, se guiaba por el camino que esos dioses le señalaron. Morand y Thérèse se burlan amablemente de Somoza y lo tratan de latinoamericano soñador y de latinoamericano irracional; ellos aplican una visión más histórica y para ellos es nada más que una estatua. Entretanto —es importante decirlo— Morand se ha dado cuenta de que Somoza se está enamorando de Thérèse, su amiga, aunque Somoza nunca ha dicho nada porque sabe que pierde el tiempo porque Thérèse está profundamente enamorada de Morand. Eso abrevia un poco las vacaciones porque crea un clima incómodo entre los tres: los tres se han dado cuenta y vuelven a París llevando de contrabando la estatua con la que se queda Somoza. A partir de ese momento se ven poco porque lo que ha sucedido en un plano de tipo personal entre ellos los distancia. Morand y Somoza se encuentran por razones profesionales porque los dos trabajan también como arquitectos pero se ven fuera de sus casas y Thérèse nunca esta presente en las reuniones. Pasa el tiempo, Somoza ha guardado la estatuilla puesto que es necesario que transcurra un par de años para que eso se olvide en Grecia antes de que puedan pensar en venderla a algún museo o a algún coleccionista. Al cumplirse los dos o tres años, Somoza telefonea a Morand y le pide que vaya a su estudio a verle urgentemente. Morand va y, no sabe bien por qué, en el momento de salir le dice a Thérèse, o le telefonea desde la calle, que lo vaya a buscar dos o tres horas después, cosa de alguna manera extraña porque estaba tácitamente entendido que Thérèse no volvería a verse con Somoza puesto que era un sufrimiento para éste. Quedan combinados en que ella irá a buscarlo y Morand va al taller de Somoza, un sitio de los suburbios de París bastante alejado, solitario, entre árboles. Cuando llega encuentra a Somoza en un estado de gran excitación. La estatuilla está colocada en un pedestal y no hay nada más; el taller es muy pobre, muy abandonado. Empiezan a hablar y Somoza dice que, después de dos o tres años de haber estado todo el tiempo con la estatuilla (cuyo nombre ya conoce: se llama Haghesa, nombre de una diosa de la antigua mitología de las Cicladas), ha llegado poco a poco a un grado de familiaridad con ella y hace algunos días ha atravesado una barrera. Las palabras explican muy mal estas cosas, el mismo Somoza no puede explicarlas pero Morand se da cuenta de que está tratando de decirle que lo que él había soñado en Grecia, ese deseo de aproximarse al mundo de la estatua de la diosa, a esa civilización de la que sólo queda ese trozo de mármol, de alguna manera inexplicable lo ha conseguido. Dice que ha franqueado las distancias; no puede decir más, no habla de espacio ni tiempo; dice simplemente que eso ha sucedido y que ha entrado del otro lado. Por supuesto Morand no le cree, con una mentalidad muy típicamente europea racionaliza lo que está escuchando y piensa que Somoza se está volviendo loco: durante tanto tiempo ha buscado ese contacto irracional, ese contacto por debajo o por encima con Haghesa, que finalmente cree en alucinaciones, cree que ha establecido un contacto. Para él eso es un taller de escultura con una estatuilla en el medio y absolutamente nada más. Es aquí que quisiera leerles lo que sigue:
—Por favor —dijo Morand—, ¿no podrías hacer un esfuerzo por explicarme aunque creas que nada de eso se puede explicar?
Siempre la palabra explicar: son muchas cosas…
En definitiva lo único que sé es que te has pasado estos meses, y que hace dos noches…
—Es tan sencillo —dijo Somoza—. Siempre sentí que la piel estaba todavía en contacto con lo otro. Pero había que desandar cinco mil años de caminos equivocados. Curioso que ellos mismos, los descendientes de los egeos, fueran culpables de ese error. Pero nada importa ahora. Mira, es así.
Junto al ídolo, alzó una mano y la posó suavemente sobre los senos y el vientre. La otra acariciaba el cuello, subía hasta la boca ausente de la estatua, y Morand oyó hablar a Somoza con una voz sorda y opaca, un poco como si fuesen sus manos o quizá esa boca inexistente las que ahora empezaban a hablar de las cacerías en las cavernas del humo, de los ciervos acorralados, del nombre que sólo debía decirse después, de los círculos de grasa azul, del juego de los ríos dobles, de la infancia de Pohk, de la marcha hacia las gradas del oeste y los altos en las sombras nefastas. Se preguntó si llamando por teléfono en un descuido de Somoza, alcanzaría a prevenir a Hiérese para que trajera al doctor Vernet. Pero Thérèse ya debía de estar en camino, y al borde de las rocas donde mugía la Múltiple, el jefe de los verdes cercenaba el cuerno izquierdo del macho mas hermoso y lo tendía al jefe de los que cuidan la sal, para renovar el pacto con Haghesa.
—Oye, déjame respirar —dijo Morand, levantándose y dando un paso adelante—. Es fabuloso, y ademas tengo una sed terrible. Bebamos algo, puedo ir a buscar un…
—El whisky está ahí —dijo Somoza retirando lentamente las manos de la estatua—. Yo no beberé, tengo que ayunar antes del sacrificio.
—Una lástima —dijo Morand, buscando la botella—. No me gusta nada beber solo. ¿Qué sacrificio?
Se sirvió whisky hasta el borde del vaso.
—El de la unión, para hablar con tus palabras. ¿No los oyes? La flauta doble, como la de la estatuilla que vimos en el museo de Atenas. El sonido de la vida a la izquierda, el de la discordia a la derecha. La discordia es también la vida para Haghesa, pero cuando se cumpla el sacrificio los flautistas cesarán de soplar en la caña de la derecha y sólo se escuchará el silbido nuevo de la vida que bebe la sangre derramada. Y los flautistas se llenarán la boca de sangre y la soplarán por la caña de la izquierda, y yo untaré de sangre su cara, ves, así, y le asomarán los ojos y la boca bajo la sangre.
—Déjate de tonterías —dijo Morand, bebiendo un largo trago—. La sangre le quedará mal a nuestra muñequita de mármol. Sí, hace calor.
Somoza se había quitado la blusa con un lento gesto pausado. Cuando lo vio que se desabotonaba los pantalones, Morand se dijo que había hecho mal en permitir que se excitara, en consentirle esa explosión de su manía. Enjuto y moreno, Somoza se irguió desnudo bajo la luz del reflector y pareció perderse en la contemplación de un punto del espacio. De la boca entreabierta le caía un hilo de saliva y Morand, dejando precipitadamente el vaso en el suelo, calculó que para llegar a la puerta tendría que engañarlo de alguna manera. Nunca supo de dónde había salido el hacha de piedra que se balanceaba en la mano de Somoza. Comprendió.
—Era previsible —dijo, retrocediendo lentamente.— El pacto con Haghesa, ¿eh? La sangre va a donarla el pobre Morand, ¿no es cierto?
Sin mirarlo, Somoza empezó a moverse hacia él describiendo un arco de círculo, como si cumpliera un derrotero prefijado.
—Si realmente me quieres matar —le gritó Morand retrocediendo hacia la zona en penumbra— ¿a qué viene esta mise en scène? Los dos sabemos muy bien que es por Thérèse. ¿Pero de qué te va a servir si no te ha querido ni te querrá nunca?
El cuerpo desnudo salía ya del círculo iluminado por el reflector. Refugiado en la sombra del rincón, Morand pisó los trapos húmedos del suelo y supo que ya no podía ir más atrás. Vio levantarse el hacha y saltó como le había enseñado Nagashi en el gimnasio de la Place des Ternes. Somoza recibió el puntapié en mitad del muslo y el golpe en el lado izquierdo del cuello. El hacha bajó en diagonal, demasiado lejos, y Morand repelió elásticamente el torso que se volcaba sobre él y atrapó la muñeca indefensa. Somoza era todavía un grito ahogado y atónito cuando el filo del hacha le cayó en la mitad de la frente.
Antes de volver a mirarlo, Morand vomitó en el rincón del taller, sobre los trapos sucios. Se sentía como hueco, y vomitar le hizo bien. Levantó el vaso del suelo y bebió lo que quedaba de whisky, pensando que Thérèse llegaría de un momento a otro y que habría que hacer algo, avisar a la policía, explicarse. Mientras arrastraba por un pie el cuerpo de Somoza hasta exponerlo de lleno a la luz del reflector, pensó que no le sería difícil demostrar que había obrado en legítima defensa. Las excentricidades de Somoza, su alejamiento del mundo, la evidente locura. Agachándose, mojó las manos en la sangre que corría por la cara y el pelo del muerto, mirando al mismo tiempo su reloj pulsera que marcaba las siete y cuarenta. Thérèse no podía tardar, lo mejor sería salir, esperarla en el jardín o en la calle, evitarle el espectáculo del ídolo con la cara chorreante de sangre, los hilillos rojos que resbalaban por el cuello, contorneaban los senos, se juntaban en el fino triángulo del sexo, caían por los muslos. El hacha estaba profundamente hundida en la cabeza del sacrificado, y Morand la tomó sopesándola entre las manos pegajosas. Empujó un poco mas el cadáver con un pie hasta dejarlo contra la columna, husmeó el aire y se acercó a la puerta. Lo mejor sería abrirla para que pudiese entrar Thérèse. Apoyando el hacha junto a la puerta empezó a quitarse la ropa porque hacía calor y olía a espeso, a multitud encerrada. Ya estaba desnudo cuando oyó el ruido del taxi y la voz de Thérèse dominando el sonido de las flautas; apagó la luz y con el hacha en la mano esperó detrás de la puerta, lamiendo el filo del hacha y pensando que Thérèse era la puntualidad en persona.
No sé si el mecanismo de este cuento se advierte a través de una mala síntesis y una peor lectura; pienso que sí. Tengo la impresión de que cuando escribí ese cuento (ya no me acuerdo demasiado de cómo, ni por qué, ni dónde lo escribí) el hecho de que uno de los personajes fuera francés y el otro latinoamericano tenía su importancia en la medida en que el francés ve todo lo que sucede desde un punto de vista de una civilización racional que todo puede y quiere explicarlo: alucinación, locura, fantasía. En cambio Somoza, que es el hombre que irracionalmente ha creído posible entablar un contacto con un mundo arcaico y salvaje donde los sacrificios a los dioses son perpetuos como en tantas otras civilizaciones, afirma haber llegado allí y Morand no le cree. Incluso cuando Somoza se prepara a matarlo diciéndole que es la hora del sacrificio a Haghesa, ustedes han visto que Morand hasta el último minuto interpreta eso desde un punto de vista que podríamos llamar racional y sospecha que todo es una trampa tendida por Somoza, que está fingiendo todo eso simplemente para matarlo porque está enamorado de su mujer, y se lo dice hacia el final. Entonces es la lucha y es Morand el que mata a Somoza, pero lo que pasa al final del cuento es la prueba de que lo fantástico acatado por Somoza se sigue cumpliendo: inmediatamente después de Somoza, el que hereda la función de sacerdote de Haghesa es Morand, que inmediatamente después de haberlo matado comienza a hacer cosas que no tendría que haber hecho desde un punto de vista racional: en el mismo instante que piensa que hay que llamar a la policía está metiendo las manos en la sangre; lo peor que podría hacer alguien que necesita explicar un crimen y considerarse inocente. Todo lo que sigue es la posesión inmediata y sucesiva de Morand por Haghesa: lo mismo que había sucedido con Somoza sucede con Morand, que ahora, detrás de la puerta, está esperando a la próxima víctima.
Después de este cuento un poco sanguinolento y melodramático que de todas maneras trata de reflejar esa noción de fatalidad, podríamos hablar un momento de otra modalidad de lo fantástico que sería ya una especie de modalidad extrema y que se da con frecuencia en la literatura. Es ese momento en que lo fantástico y lo real se mezclan de una manera que ya no es posible distinguirlos; ya no se trata de una irrupción donde los elementos de la realidad se mantienen y hay solamente un fenómeno inexplicable que se produce sino una transformación total: lo real pasa a ser fantástico y por lo tanto lo fantástico pasa a ser real simultáneamente sin que podamos conocer exactamente cuál corresponde a uno de los elementos y cuál, al otro.
Un ejemplo un poco trivial pero al mismo tiempo muy hermoso que todos ustedes deben tener en la memoria: Hacia fines del siglo Oscar Wilde escribió una novela muy leída entonces y que todavía se lee, El retrato de Dorian Gray. Quizá sea mala como novela, a mí siempre me ha fascinado pero tal vez objetivamente sea mala; no sé, es un poco melodramática. Cuenta la historia de un joven a quien le hacen un retrato, una pintura al óleo que lo muestra en toda su belleza adolescente. De joven guarda ese retrato y luego circunstancias de la vida lo van haciendo cambiar de conducta y él, que era un hombre bueno y generoso, entra por un camino que lo va llevando lentamente a la maldad, al vicio. Empieza a vivir una vida de crapulosidad, una vida nocturna de la cual nunca se dice nada muy preciso pero que se puede imaginar como una vida profundamente viciosa. Un día, por casualidad, entra al lugar donde tenía colgado su retrato y ve que el retrato ha cambiado. Lo mira y ya no se reconoce como él es frente al espejo. El retrato ha envejecido, tiene marcas en torno a los ojos: la cara empieza a reflejar un poco la vida que él está llevando pero en su propia cara no se refleja nada. Es un poco como si hubiera hecho un pacto con el diablo: está viviendo una vida miserable e incluso criminal hacia el final y quien muestra eso físicamente es el retrato pero no él, que se mantiene hermoso y joven. El retrato sigue degenerando, envejeciendo; el cuerpo y la cara cambian cada vez más… He olvidado los detalles, lo leí hace ya muchos años y no he vuelto a leerlo y no lo tengo aquí, pero sé que al final, en un momento de clímax, Dorian Gray tiene una especie de último remordimiento cuando se ve a sí mismo en el retrato como es realmente: las vidas que ha destrozado, la gente que ha traicionado y sigue siendo joven y bello. El retrato lo denuncia, en el retrato se ve la cara del mal, la cara del hombre profundamente corrompido y enviciado. Entonces no puede resistir y toma un cuchillo y avanza para destrozarlo. Los criados oyen un grito y el golpe de un cuerpo que cae, entran en la habitación y encuentran el retrato donde está Dorian Gray con toda su belleza, el retrato original tal como lo había pintado el pintor, y en el suelo el cadáver apuñaleado de un hombre repugnante con la cara llena de marcas de vicio y con la ropa destrozada y manchada.
En ese tema, con todo lo que puede tener de pueril, la inversión de lo fantástico total por lo real total es absoluta: el mundo de lo fantástico entra en la realidad, salta del retrato a Dorian Gray; y, contrariamente, Dorian Gray o lo que había llegado a ser, salta de vuelta al retrato. Ese tema se ha repetido con bastante frecuencia en la literatura, pero, como tampoco se trata de contar muchos cuentos seguidos, vuelvo a uno mío, muy corto, que me parece que contiene esa modalidad que podríamos llamar extrema de lo fantástico, ahí donde los límites entre lo real y lo fantástico cesan de valer y las dos cosas se interfusionan. Es un cuento muy breve que se llama «Continuidad de los parques», el cuento más breve que he escrito; en realidad cabe en una página y media y sin embargo es un cuento tal como yo entiendo el género: se acuerdan ustedes que hablamos al comienzo del relato que se cierra sobre sí mismo, se completa y tiene algo de fatal que concluye en esa noción de la esfericidad; en el caso de los cuentos fantásticos se tiene que cumplir realmente para conseguir el efecto que el autor quería, como sucedía en «Calor de agosto» donde el cumplimiento de la fatalidad es absoluto y total.
Digo por adelantado que este cuentecito, que se puede leer en tres minutos, contiene una palabra que no es muy frecuente y que podría perturbar: aparcería. En Argentina (no sé si en otros países latinoamericanos) los aparceros son campesinos que tienen tierras dentro del fundo o de la estancia del gran patrón y tienen un arreglo con él que les permite explotar esas tierras a cambio de una entrega; a ésos se les llama aparceros, y la aparcería es la calidad de ese sistema de la economía rural. El cuento dice:
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los personajes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba sus caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. Un puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
El mecanismo es simple y a la vez ha tratado de ser absoluto: el lector de una novela entra en ella y sufre el destino que le corresponde como personaje. En realidad esta total interfusión de lo fantástico con lo real, donde es muy difícil o imposible saber qué es lo uno y qué es lo otro, no creo que se dé en la experiencia cotidiana de todos nosotros pero sí se da —como acabamos de ver— en la literatura y es ahí donde lo fantástico puede alcanzar uno de sus puntos más altos. La verdad, y esto lo cuento un poco anecdóticamente, es que la idea de este cuento me vino un día en que estando solo en una casa al atardecer estaba leyendo un libro, ya no sé cuál, y en un momento dado en que había una situación dramática que sucedía en una casa vacía donde había un personaje, dije: «¡Qué curioso si ahora me sucediera lo que le va a suceder al personaje!». Todavía no sabía qué iba a sucederle porque estaba leyendo el libro, pero me encontraba en una situación física igual; entonces la imaginación me hizo pensar: «¡Qué curioso sería si ahora, en vez de leer esto que voy a seguir leyendo, me sucediera a mí! Como estoy en una situación análoga a ese momento de la novela, qué curioso sería si hubiera una especie de desplazamiento de la realidad y bruscamente yo fuera esa persona a quien le va a suceder algo que está escrito en la novela». De esa idea un poco confusa vino la intención de escribir el cuento, que precisamente porque es muy corto la verdad es que me dio mucho más trabajo que muchos más largos porque había que cuidar cada palabra. Se trataba de conseguir algo que no siempre se consigue: que al lector del cuento le pase un poco lo mismo que al lector de la novela, o sea que cuando se está hablando de los amantes de la cabaña que van a cometer un crimen para conseguir la libertad, el oyente o el lector del cuento se haya olvidado que eso está en una novela que está siendo leída por un señor que lee la novela. No sé si está conseguido o no; en una página y media era muy difícil pero posible y sé de algunos lectores que han asegurado que se habían olvidado y que la frase final con la referencia al sillón de terciopelo verde los tomó verdaderamente de sorpresa.
Si algunos tienen preguntas, háganlas ahora y luego puedo continuar un poco con estos temas. Si hay algunas preguntas que están flotando en el aire…
ALUMNO: ¿Cuál considera su mejor cuento?
Es una pregunta que no diré que no me guste, pero no me gusta porque no sé qué contestarte; ése es el problema.
ALUMNA: Es como preguntarle a una madre a cuál de sus hijos quiere más.
Hay cuentos a los que por razones existenciales y porque personalmente me concernían mucho sigo todavía muy atado, como es el caso de El perseguidor». Si finalmente tuviera que elegir así, a vuelo de pájaro, un cuento sobre todos los que he escrito pienso que «El perseguidor» sería mi elegido por muchas cosas; primero porque me mostró la forma en la que estaba pasando de una etapa que podría tener sus méritos pero que era bastante negativa en el plano literario y en el plano latinoamericano. Hablando con toda distensión, ese cuento fue una especie de revelación, algo de eso que les dije los otros días cuando hablábamos de los caminos de un escritor: fue una especie de bisagra que me hizo cambiar. No es que me haya cambiado a mí pero que lo haya escrito es prueba de que yo estaba cambiando, buscando; un poco lo que el personaje de «El perseguidor» busca en el cuento, yo lo estaba buscando también en la vida. De ahí que casi inmediatamente después escribí Rayuela, donde traté de ir hasta el fondo en ese tipo de búsqueda. No puedo decir más que eso.
Seguimos hablando. Me toca a mí, y tenemos una limitación de tiempo porque aunque todavía nos quedan las clases siguientes tenemos temas diferentes por tocar. Podemos acercarnos un poco al final de este ciclo de lo fantástico haciendo referencia, en el caso de mis cuentos, a esos relatos donde todavía hay elementos fantásticos que para mí siguen siendo válidos e importantes pero que no son ya el motivo fundamental y determinante. Es algo que traté de decir el primer día y que conviene repetir ahora: los cuentos que escribí al comienzo valían para mí por su contenido fantástico; los personajes eran un poco títeres al servicio de lo que sucedía, no siempre eran de carne y hueso y aunque lo fuesen no me interesaban demasiado; lo que me interesaba era el mecanismo fantástico. No sucede así a partir de cierto momento en que aún lo fantástico encuentra una ventanita o una puerta para colarse pero no solamente no es más determinante ni más importante que la realidad que trato de describir sino que, al contrario, lo fantástico está al servicio de la realidad del cuento. Son elementos que permiten hacer notar todavía más este mundo que nos rodea tal como lo conocemos y lo vivimos.
Hay un cuento largo del que hoy quería decir algo, «La autopista del sur». Hay en él elementos fantásticos a los que me voy a referir dentro de un minuto pero cualquiera que lo haya leído sabe que es un cuento perfecta y cabalmente realista. Es un episodio que, eliminando el elemento fantástico, puede sucedemos a todos en cualquier momento cuando circulamos en automóvil por una autopista: podemos entrar en un embotellamiento, quedarnos detenidos un tiempo más o menos largo y en ese momento que es como un paréntesis en la vida ordinaria podemos vivir un tipo de experiencias que es lo que traté de explorar, reflejar y ahondar en el cuento. Me acuerdo que cuando lo escribí pensé que el tema daba realmente para mucho porque como todas esas novelas que suceden por ejemplo en un viaje en tren o en barco o en avión donde a lo largo de unos días o de unas horas se encuentran y desencuentran diversos personajes, de la misma manera un embotellamiento en una autopista produce una especie de célula humana en la que nadie ha querido estar ahí, nadie conoce a los otros y nadie tiene demasiado interés en conocerlos, pero el hecho de que se produzca el embotellamiento y los incidentes que comienzan a sucederse poco a poco determinan inevitablemente una toma de contacto entre los ocupantes, de por lo menos un cierto grupo de automóviles (si el embotellamiento abarca kilómetros, en general eso se da por sectores separados). Mi problema fue que quería describir y llevar a sus últimas consecuencias los encuentros que se pueden producir en una situación anómala como ésa, pero claro, ¿cuánto dura un embotellamiento? Puede durar una hora, cinco horas, un día, como sucedió en Roma en pleno centro de la ciudad hace tres años. (Todo el centro estuvo atascado un día entero; nadie podía moverse y la gente dejaba sus autos, lo que complicó aún más la situación a la hora en que algunos ya podían moverse.) Para ese cuento yo quería más tiempo, quería llevarlo más allá y fue entonces como de una manera perfectamente natural —en mi caso siempre es natural— entró lo natural, o sea lo fantástico. Decidí contarlo sin que los personajes se sorprendieran demasiado de que el tiempo no solamente durara un día o dos sino que sigue pasando y a comienzos del cuento hace muchísimo calor y hacia la mitad está nevando, o sea que las estaciones han cambiado. Nunca se hace referencia directa a cuánto tiempo ha transcurrido pero si ustedes lo leen verán que pasan muchos, muchos meses. Desde ese punto de vista, hay que aceptar el elemento fantástico porque el embotellamiento se produce en la puerta de la ciudad de París y es absolutamente inconcebible que el gobierno francés, que tiene fama de ser tan eficaz, no resuelva ese problema; más allá de un día no puede durar una cosa así, y aun sería demasiado. De modo que hay que aceptar, como lo acepta cada uno de los personajes, que ese embotellamiento se prolongue indefinidamente; entonces lo que eran simplemente relaciones aisladas comienzan a ahondarse.
Mi intención fue tratar de ver si imaginaba cómo se puede hacer una sociedad humana en condiciones anómalas, por ejemplo un grupo de gente que naufraga en una isla o que tiene un accidente de avión y quedan aislados en un desierto. En este caso el embotellamiento en la autopista proporcionaba las circunstancias: gente de clases sociales muy diferentes, de condiciones económicas totalmente variadas, con automóviles de todo tipo y de toda marca y de todo precio, se encuentran atascados y obligados a hacer frente a una situación que se prolonga y se prolonga y se prolonga interminablemente. Entonces comienza a plantearse el problema de los náufragos, es decir los problemas que se le planteaban a Robinson Crusoe: hay que comer, hay que beber, y sucede que en el cuento no se encuentra nada que comer ni que beber fuera de la autopista porque los campesinos que viven en las afueras —por una razón que nunca se explica y que también se acepta dentro de los elementos insólitos del cuento— se niegan a prestar ayuda a los que están metidos en ese lío en la autopista y los dejan que se arreglen solos. Es así como poco a poco se ven nacer todos los diferentes elementos positivos y negativos de una sociedad humana: la gente con un sentido de la justicia y de la equidad distribuirá lo que tiene con los demás, el que naturalmente esconde lo que tiene para comérselo o bebérselo solo, el que decide que tal vez puede hacer un buen tráfico de mercado vendiendo algunos litros de agua que le sobran o unas manzanas; las rivalidades de tipo personal, las relaciones de tipo sentimental, los contrastes entre la gente comunicativa y la solitaria. En fin, ese cuento tenía para mí un interés de tipo muy realista: entablar contacto con un grupo de gente, colocarlos en una situación crítica y tratar de ver cómo resolvían, cómo funcionaban. Me pareció que introducir algunos elementos de tipo irracional, fantástico, facilitaba perfectamente el problema. «La autopista del sur» es un cuento muy extenso, naturalmente no es para leerlo aquí pero si tenemos tiempo (y tenemos) les leería un pequeño fragmento del comienzo que da la idea de cómo empieza a formarse esa sociedad después del embotellamiento, y luego el fragmento del final que muestra cómo esa sociedad se deshace y se dispersa.
En un plano anecdótico —y creo que esto se lo conté el otro día a alguien que debe estar aquí— me sucedió una cosa muy curiosa: cuando escribí ese cuento jamás había estado metido en un embotellamiento en una autopista de Francia ni de ningún país del mundo, o sea que fue un trabajo absolutamente imaginativo. Cinco meses después me vi metido en un embotellamiento en Borgoña, en Francia, cerca de la ciudad de Tournus, y aunque afortunadamente no duró tanto como el de mi cuento, duró de todas maneras seis horas, también en pleno verano, lo cual es mucho tiempo: seis horas bajo el sol, con una inmensa cantidad de automóviles detenidos y sin la menor posibilidad de salir por un lado o por el otro… Cuando me pasó tenía mi cuento en la memoria muy fresquito, lo acababa de terminar, y me planteé un problema de escritor: «Ahora vas a ver si lo que escribiste está más o menos bien o si, como decimos los argentinos, has estado macaneando». Bueno, yo no había macaneado, lo que es curioso. Estoy seguro de que si cualquiera de ustedes ha tenido ya esa experiencia de un largo embotellamiento en un camino, algunos aspectos de mi cuento los van a reconocer como una experiencia también vivida por ustedes, porque efectivamente, apenas me vi así, prisionero, comencé a hacer lo que hacía todo el mundo: primero maldecir un poco, después preguntar qué pasaba, preguntar a los de al lado, luego bajarse del automóvil y comenzar esos diálogos un poco titubeantes en que todo el mundo se sondea a ver si el otro es simpático o antipático… A lo largo de la primera hora vi claramente que el mecanismo era el que yo había imaginado: la realidad y la ficción no tenían ninguna diferencia. De inmediato había gente muy abierta, muy extrovertida, que proponía incluso soluciones: mandar a un emisario para que telefoneara de algún lado, ese tipo de cosas; luego los que no se movían del volante, los que guardaban una actitud pasiva y prudente, los que protestaban… Luego comenzaban los problemas de tipo práctico, y realmente en ese momento tuve un poco de miedo porque es exactamente igual que en el cuento: de varios automóviles más adelante del mío vino una señora preguntando si alguien tenía un poco de agua para su hijito porque ella no tenía agua en el auto y el niño sufría del calor, era un bebé y había que darle agua; alguien tenía una naranjada o no sé qué y se armó entonces el primer socorro, la primera organización social de llevarle agua a un sediento. A mi vez, yo me había hecho entretanto amigo de un camionero que tenía su camión detrás de mi coche y, como la plataforma era muy alta, yo estaba encantado de poder subirme a fumar con el camionero y ver a lo lejos cuándo se terminaba el famoso embotellamiento que no terminaba nunca. Esa clase de contactos en todos los niveles sociales, incluso en todos los niveles temáticos, me resultó fascinante y coincide un poco con este fragmento que tomo del comienzo del cuento y que les va a dar una idea —aunque no lo conozcan— de cómo funciona esto.
Uno o dos simples detalles técnicos: cuando empecé a escribir el cuento me di cuenta de que los personajes no tenían nombre. En un cuento corto no se trataba de poner un narrador omnisciente que supiera que Fulanito se llamaba Juan Pérez y el otro Roberto Fernández, es decir no empezaba una descripción de personajes como en una novela. En vez de usar los nombres de ellos, usé los nombres de los automóviles. Eso empieza como la broma que hace un muchacho: al que esté en un Ford lo llama «El Ford», el otro se llama «El Chevrolet» y el otro se llama «El Porsche», y todos ellos van tomando los nombres de los automóviles; lo que tenía por demás un sentido bastante irónico que a ustedes no se les va a escapar: en la sociedad en la que viven ustedes y también en la que vivo yo y en gran parte de Europa, el automóvil está de tal manera identificado con su propietario en todos los planos que en el idioma francés por ejemplo se usa el posesivo. Los franceses dicen: «Yo cambio mis neumáticos cada quinientos kilómetros», «Yo cambio mi gasolina». ¡Como si fuera su propia sangre! Ya no es el auto y ellos sino que todo lo que le sucede al auto les sucede a ellos, por eso era bastante legítimo que yo hiciera ese traslado de la figura de los personajes a los automóviles que tripulan. Los autos responden a todas las marcas que en esa época eran populares en Francia, creo que casi todas son conocidas aquí.
Bueno, ya ha comenzado la cosa: el personaje principal —hay dos personajes que son un poco más importantes que los otros— es un ingeniero que está en un Peugeot 404 y una niña que está en un auto que se llama Dauphine, muy conocido en esa época; lo hice a propósito porque es un nombre de mujer: a la tripulante del coche también la llaman Dauphine en el cuento.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda…
Es el primer día.
… y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las radios locales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles. Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos. Casi tropezó con el campesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias…
La palabra extranjero indica simplemente que es alguien que viene de algunos autos más atrás, no forma parte del grupo.
… con buenas noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal. Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables; comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se encargaba de dirigir al grupo (la mujer hacía un gesto circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se pasarían apreturas hasta llegar a París. Al ingeniero le molestaba la idea de erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no hicieron observatorios, y el americano del De Soto los miró asombrado y dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno de los ocupantes del Taunus, en el que tenía una confianza instintiva, se encargara de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el coche de las monjas y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo, y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres.
Y así, como ven ustedes, se sigue cumpliendo ese nacimiento de una nueva sociedad humana, o la misma sociedad humana de siempre en circunstancias de emergencia. A medida que el tiempo transcurre, abarca también los sentimientos: Dauphine acepta finalmente pasarse al auto del ingeniero para dormir por la noche porque es un auto muchísimo más cómodo. En algún momento —porque ya no llevamos la cuenta del tiempo pero es hacia el final del relato— le anuncia que va a tener un hijo de él; o sea que las relaciones sentimentales y amorosas se cumplen también a lo largo de este ciclo. Hay un suicidio, hay una muerte, con todos los problemas técnicos que eso supone. Y luego, cuando todo el mundo comienza a sentirse o unido o desunido pero cada uno está ya en su posición social establecida, con sus trabajos, sus deberes y sus derechos, en ese momento a lo lejos comienza a oírse un rumor y de golpe alguien se da cuenta de que el embotellamiento está llegando a su fin. Y el final del cuento es éste:
Lo más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había cambiado (era al atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo a Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían corriendo y desde el tocho del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2 caballos, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2 caballos de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimos. Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban a su vez lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo izquierdo el ingeniero buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y las piernas y, una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar la* sabanas y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que más atrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el ingeniero miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el ingeniero le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al ingeniero; en vez del 2 caballos de las monjas o del Volkswagen del soldado vio un Chevrolet desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda se le apareaba un II) que empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunus debía estar a más de veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El ingeniero había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas le permitieran alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, de que el grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los niños jugando con sus autos, la imagen de las monjas pasando las cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el ingeniero redujo la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros que él no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y señaló alentadora menee en dirección de París. La columna volvía a ponerse en marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera definitivamente libre. A la izquierda del ingeniero corría un Taunus, y por un segundo al ingeniero le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado debía estar su chaqueta de cuero. Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un fiasco de lavanda casi vacío en el 2 caballos de las monjas. Y ¿1 tenía ahí, tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todas maneras se podía contar con Porsche, siempre que las cosas se hicieran bien. Y en la antena de la radio Botaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabia nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacía adelante, exclusivamente hacia adelante.
Para terminar, ustedes ven que nos hemos alejado considerablemente de la dimensión de lo fantástico en la que nos habíamos estado moviendo en nuestras últimas charlas: hemos entrado en un mundo de seres verdaderamente de carne y hueso, gentes con problemas, y por ese mundo vamos a seguir la semana que viene para ir terminando el ciclo de los cuentos y adentrarnos en algunas otras cosas. Si en este momento alguien tiene alguna pregunta que hacerme, pues con mucho gusto…
ALUMNA: ¿Para usted la imaginación, la fantasía, juega un papel más importante que la realidad en su producción literaria?
No sé si se puede hablar del papel que juega; lo que creo, y traté de decirlo alguna vez, es que desde que comencé a escribir —e incluso desde mucho antes— siempre me fue difícil distinguir entre lo que mi inteligencia racional ve de la realidad y lo que mi propia fantasía le pone por encima o por debajo y que la transforma. No puedo hacer una distinción demasiado clara entre fantasía y realidad; salvo, claro está, cuando salgo de la literatura: cuando pienso en el destino actual de un país como el mío, por ejemplo, ahí no me queda límite para ninguna fantasía. La realidad es lo suficientemente grande y lo suficientemente terrible como para bajar completamente ese espectro de pensamiento y de meditación. Pero cuando me muevo en mi trabajo de escritor, la fantasía recupera sus derechos y creo que nunca habré escrito un cuento o una novela que se puedan considerar exclusiva y totalmente realistas porque incluso cuando lo que cuento en ellos es realista como tema, ha nacido de mi fantasía, lo he inventado yo en la mayoría de los casos.
Hay un cuento mío en donde un boxeador rememora en un largo monólogo su vida, sus triunfos y sus derrotas. Ese boxeador existió, fue un gran boxeador argentino, un ídolo para la gente de mi generación cuando éramos jóvenes. Nunca lo conocí personalmente y me enteré de detalles de su biografía a través de los periódicos cuando murió en condiciones muy tristes. Conocía su itinerario deportivo porque lo había seguido con el apasionamiento de alguien al que le gusta mucho el boxeo y el resultado es que un día, muchos años después de la muerte de este boxeador a quien no había conocido jamás, en París, solo en una habitación de la Ciudad Universitaria, de golpe su imagen vino a mi recuerdo mezclado con otras nostalgias de Buenos Aires. Sentía la ausencia, la falta de mi ciudad, y la imagen de este boxeador asomó entre otros recuerdos. Bruscamente me puse en la máquina y él empezó a hablar: en el cuento es él el que habla en primera persona y por lo tanto habla con el lunfardo criollo, el habla muy popular de la gente de su clase y de su época; se cuenta a sí mismo su vida mientras en realidad está agonizando en una cama de hospital. Creo que ése es un cuento donde, si se lo lee con atención, no hay absolutamente nada que no tenga una posibilidad documental: todos los adversarios del pugilista que se mencionan existieron; los combates terminaron tal como él los cuenta; las anécdotas sucedieron tal como se cuentan en su biografía… Pero el relato está íntegramente dirigido, comandado y escrito por mi fantasía personal. En ese momento yo me asimilaba a la personalidad de ese hombre y lo hacía hablar. Creo que, en el fondo, en la literatura el realismo no puede prescindir de la fantasía, la necesita de alguna manera.
ALUMNA: Pero su experiencia personal no es vital para su producción literaria como en el caso de Vargas Llosa.
No, yo no diría vital de ninguna manera. No soy un escritor autobiográfico, es decir…
ALUMNA: Pero el tema de sus novelas y de sus cuentos no se desprende necesariamente de su experiencia personal.
En absoluto, pero también ocurre con frecuencia que en pleno relato imaginario —en las novelas sobre todo— hay momentos, episodios, situaciones y personajes que vienen de una experiencia vivida y entran con toda naturalidad; en ese caso no veo por qué tendría que rechazarlos: se incorporan a lo que estoy inventando y tengo la impresión de que lo inventado y lo no inventado finalmente forman parte de la ficción total del relato.
ALUMNA: Una última pregunta: ¿en qué escribe usted, en español o castellano, o en francés?
No, no, creo que los que han leído o han oído algunos fragmentos de estos cuentos se darán cuenta de que no están traducidos. Escribo y escribiré toda mi vida en español; el francés lo guardo para la correspondencia cuando tengo que escribirle a algún francés. El español es mi lengua de escritor y hoy más que nunca creo que la defensa del español como lengua forma parte de una larga lucha en América Latina que abarca muchos otros temas y muchas otras razones de lucha. La defensa del idioma es absolutamente capital. Si hay un espectáculo penoso es el de latinoamericanos que al cabo de muy poco tiempo en un país extranjero permiten que su idioma se degrade y el segundo idioma comience a entrar; hay una excepción a esto que estoy diciendo y es el caso de las gentes de un nivel mínimo de educación, porque no se les puede exigir de ninguna manera que tengan un control crítico de su lenguaje. Hay gente que jamás ha reflexionado en lo que es el lenguaje: les enseñaron a hablar y algunos de ellos pensarían que nacieron hablando si no vieran que los niños tienen que aprender. La noción crítica de qué es el lenguaje, ese proceso maravilloso que todos nosotros hacemos porque estamos en un nivel de reflexión, hay mucha gente que no la tiene por razones de vida, de ignorancia. Cuando esa gente emigra y va a un segundo país, su propio idioma se degrada rápidamente porque no tienen ninguna defensa contra eso. Es lo que sucede en Francia a muchos inmigrantes que vienen de Portugal y de España. Sobre todo los campesinos españoles y portugueses, a los dos o tres años de estar viviendo y trabajando con obreros o campesinos franceses, hablan un idioma que ya no se sabe lo que es; ellos mismos no lo saben ni les importa porque los otros les comprenden. Sus compañeros de trabajo les comprenden perfectamente y hablan entonces una mezcla de español y francés que cuando uno tiene sentido del humor puede resultar sumamente divertido, por ejemplo una señora española a quien le he oído decir: «¡Ay, cómo me duele la teta!». Yo también me río, pero al mismo tiempo es trágico porque esta señora no se da cuenta, cree estar hablando en español y no se da cuenta de que se le está metiendo el francés y ya no puede hacer diferencia entre una palabra y la otra. Eso se presta a toda clase de chistes y bromas. Sucede lo mismo con los habitantes de Puerto Rico en Nueva York; ustedes saben que se hacen infinitas bromas sobre el lenguaje que muchos de ellos hablan, que ha dejado de ser español y se mezcla con una dosis tal de inglés y no hay reflexión crítica posible porque falta ese nivel de educación que les permitiría tener conciencia del lenguaje. Volviendo a su pregunta, que me ha ofendido un poco, dicho sea de paso: mi lengua es el español y lo será siempre.
ALUMNA: Pero mire que…
No, lo de la ofensa es en broma.