Voy a hacer una aclaración práctica previa y es que, además de estar los lunes en la oficina del Departamento, voy a estar también los viernes porque según me dicen en la secretaría ha habido muchos estudiantes que tenían algún motivo para verme y hablar conmigo y —aparte de que solemos hacerlo de manera más privada— esas reuniones de una sola mañana en la oficina desde luego no son suficientes, de manera que se lo indico por si alguno de ustedes quiere verme: estaré los lunes y los viernes de nueve y media a mediodía. Será bueno de todas maneras que ustedes confirmen un appointment para que no haya problemas de acumulación excesiva o alguna cosa de ese tipo. Todo esto me molesta muchísimo porque el problema es que ustedes son tantos y yo soy tan poco… Lo que me gustaría es poder verlos a cada uno, y a veces en conjunto también, de una manera más espontánea porque algunos de ustedes han ido llegando cada media hora a la oficina y —se lo dije a uno de ellos— tengo la impresión de ser un dentista que estoy esperando cada media hora a un paciente y el estudiante también se siente un paciente, lo cual no es agradable para uno ni para otros. La verdad es que no veo qué otra solución puede haber; en fin, ya iremos inventando otras a lo largo de los próximos días.
Bueno, ustedes se acordarán de que el otro día fue un día desdichado para muchos ya que aquí estuvimos a punto de sucumbir de calor. Recordarán que habíamos quedado en que hoy íbamos a entrar más directamente en el tema de los cuentos, los míos y los que puedan aparecer en el curso del camino. Tenemos un derecho perfectamente legítimo a hablar del cuento como género en América Latina porque es un género que llegó muy temprano, extrañamente temprano a la madurez y se situó en un altísimo nivel dentro de la producción literaria del conjunto de los países latinoamericanos. Alguna referencia hicimos haciendo notar que hay otras culturas para las cuales el cuento no significa la misma cosa. El caso de Francia es bastante típico: en los cursos académicos que se dan en Francia la novela es todopoderosa como tema y el cuento, un pequeño capítulo accesorio y secundario; sobre todo cuando hay novelistas que también escriben cuentos, los escritores y los críticos se sienten obligados a tratar el tema del cuento pero nunca lo hacen con demasiado deseo ni demasiada buena voluntad. En América Latina no diré que sea lo contrario, porque la novela tiene la importancia que todos ustedes conocen, pero el cuento ocupa una posición de primera fila no sólo desde el punto de vista de la actividad de los escritores sino —lo que es todavía más importante— desde el punto de vista del interés de los lectores: hay un público lector que espera cuentos, de alguna manera los reclama y los recibe con el mismo interés con que recibe la novela.
Pensando en mi propio país, un ejemplo es un texto que hace muchos años que no releo. Se me ocurrió que ya al comienzo de nuestra vida independiente como país en las primeras décadas del siglo XIX tuvimos un poeta, Esteban Echeverría, famoso por un poema llamado «La cautiva» que es uno de nuestros clásicos. Además, escribió un cuento de antología en una época en que parecía muy extraño que alguien pudiera escribir un cuento así, «El matadero», que plantea el enfrentamiento entre los federales y los unitarios. Es un cuento de un realismo extraordinario en alguien que tenía un temperamento tan lírico y romántico. Frente a un tema que evidentemente lo conmueve e incluso lo exaspera —un problema de crueldad, de lucha sin cuartel entre dos facciones políticas dentro del país— escribe un cuento que es un modelo de realismo, observación y descripción; me parece que se ajusta admirablemente a los posibles cánones de este género tan poco canonizable.
Así, a lo largo del tiempo los cuentos van haciendo poco a poco su aparición en todos los países latinoamericanos: aparecen cuentos y cuentistas en Venezuela, México, Perú, que siguen las corrientes estéticas que en esa época venían fundamentalmente de Europa de modo que cuando el Romanticismo entra como una especie de enorme aluvión en América Latina, se escriben muchos cuentos y muchas novelas de carácter romántico pero los temas son ya latinoamericanos y cuando entramos en el siglo XX hay una serie de antecedentes bibliográficos en la materia que hace que los escritores entren en su propio trabajo pisando un terreno conocido, pudiendo dejar atrás cosas superadas y enfrentando el cuento con una dimensión cada vez más contemporánea y moderna.
Algunos críticos —no muchos— han intentado responder a la pregunta de por qué América Latina en su conjunto es un continente que da y ha dado muchos cuentistas. Nadie ha encontrado una explicación coherente. La explicación en broma que he escuchado en Buenos Aires es que los latinoamericanos escribimos cuentos porque somos muy perezosos: como lleva menos tiempo y menos trabajo escribir un cuento que una novela, y como los lectores son tan perezosos como los escritores, los cuentos son muy bien recibidos porque da muy poco trabajo leerlos y uno los lee cuando quiere o como quiere. Desde luego ésta es una explicación burlesca e irónica que no tiene ningún asidero porque quizá seamos un poco perezosos pero no creo que en materia de literatura eso se pueda aplicar.
También circula por ahí alguna otra tentativa de explicación —esta en serio— que hay que tener en cuenta pero que me parece que tiene aspectos contradictorios. Se ha sostenido muchas veces que la literatura latinoamericana en su conjunto entra en la modernidad sin tener toda esa carga —que es al mismo tiempo una seguridad— de un lento pasado y una lenta evolución como tienen las literaturas europeas. Nosotros pasamos de la Conquista española a la colonización y a nuestras independencias en un período cronológico que, comparado con el desarrollo de las grandes culturas literarias de Occidente, es pequeñísimo, apenas un instante. Eso hace que al comenzar a escribir, y con autonomía en cada uno de nuestros países, los escritores pueden haber sentido de una manera inconsciente esa falta de una lenta evolución que los hubiera traído a ellos mismos como último eslabón de una larga cadena; de golpe se encontraron manejando una cultura moderna y un idioma que se prestaba a todas las posibilidades de expresión, sintiéndose a la vez un poco desvinculados de una más desarrollada y coherente y teniendo que valerse fundamentalmente de las influencias de las corrientes que venían del exterior, que nunca son lo mismo que la propia cultura de una raza o de una civilización.
Para explicar esto del cuento se ha dicho que, aunque sea de una manera inconsciente, el escritor todavía está muy cerca de las grandes culturas precolombinas latinoamericanas como la inca o incaica en el Perú y en el Ecuador y las grandes culturas mexicanas mayas y aztecas que desde el punto de vista de la literatura estaban en un territorio fundamentalmente oral y que incluso en sus formas escritas buscaban expresarse a través de relatos, de pequeños cuentos como los que forman en general las mitologías y las cosmogonías. Si por ejemplo uno echa un vistazo al Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, ve cómo toda la historia de la creación, todas las historias de las primeras actividades de los dioses y sus contactos con los mortales constituyen una serie de relatos muy frecuentes en otros tipos de cosmogonías y de mitologías: la griega y la judaica a través del Antiguo Testamento contienen momentos que se pueden separar y que son verdaderos relatos como el Zend Avesta. La teoría propone entonces que el escritor latinoamericano está todavía muy cerca de esa etapa oral o de comienzo de la escritura como trasfondo personal y cultural al que le falta una lenta evolución de muchos siglos; por eso el cuento viene de una manera espontánea a un mexicano, un peruano o un boliviano.
Con todo lo que puede tener de interesante, encuentro esta teoría contradictoria en aspectos fundamentales. Piensen un momento en que la parte austral de América del Sur, lo que se llama el Cono Sur (fundamentalmente países como Chile, el Uruguay y la Argentina), son países que han dado y siguen dando una cantidad apreciable e importante de cuentistas sin tener ningún basamento en culturas indígenas, o muy poco. A diferencia de lo que pasa en el Perú o en México, nuestras culturas indígenas —que eran de un nivel que podemos llamar insuficiente en relación a las otras— quedaron eliminadas y destruidas muy rápidamente, durante y muy poco después de la Conquista; por lo tanto ese predominio de lo oral que podría venir de raigambres indígenas, no creo que se aplique de ninguna manera muy válida al Cono Sur, y sin embargo allí los cuentos son buscados, leídos y escritos en una cantidad siempre sorprendente. Si tienen ganas, llegado el momento podemos debatir un poco más este tema porque es sumamente fascinante. Tengo la impresión de que hasta este momento al menos yo no conozco ningún trabajo crítico que responda de manera satisfactoria a por qué en América Latina el cuento es tan popular y alcanza una calidad que lo coloca al nivel de los mejores que se puedan imaginar o escribir en el planeta.
Para centrarnos un poco en lo más nuestro y en lo más mío, ustedes se dan cuenta de que a mí me tocó crecer en la ciudad de Buenos Aires en un contexto donde los cuentos eran una materia literaria muy familiar, desde los cuentos un poco tradicionales de fin de siglo como los de Eduardo Wilde o los de Roberto J. Payró, de tipo gauchesco. En los años veinte y treinta, cuando yo leía mucho y al mismo tiempo comenzaba a descubrir un deseo y una posibilidad de escribir, estaba rodeado de cuentos y de cuentistas en el plano de quienes escribían y en el de todos mis amigos que eran igualmente lectores. Devorábamos cuentos extranjeros o nacionales: el género nos fascinaba y en la misma ciudad y al mismo tiempo en que yo estaba comenzando mi trabajo personal había algunos cuentistas ya muertos y otros en plena actividad como Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Benito Lynch, y entre los directamente contemporáneos Jorge Luis Borges, que en esos años está publicando sus cuentos más famosos; toda la serie de El Jardín de. senderos que se bifurcan, por ejemplo, aparecieron sueltos en revistas y luego Serón reunidos en volumen. También su compañero y socio literario muchas veces, Adolfo Bioy Casares, está escribiendo cuentos que publica en volúmenes y —ya que estoy en familia— Silvina Ocampo, su mujer, es también una magnífica cuentista. En un plano de tipo más popular, más próximo a la vida cotidiana del pueblo bonaerense sobre todo, un escritor como Roberto Arlt paralelamente a sus novelas, e incluso antes, comienza publicando una serie de cuentos, algunos memorables.
Con todo eso yo tenía una familiaridad cotidiana, incluso algunos de esos libros los vi aparecer y fui a buscarlos en el momento que salían. Es lógico que viviera en un universo mental donde el cuento era un elemento cotidiano de interés, fascinación e incluso provocación, incitación. A todos esos cuentos de quienes me rodeaban —y podría citar muchos más si diera una vuelta al continente— se añadían los de la literatura contemporánea en diferentes idiomas que mis amigos y yo leíamos en la lengua original o en traducciones. Es el momento en que la literatura anglosajona hace sentir todo su peso en la gente de mi generación, ya no a través de los escritores clásicos sino de los cuentistas de la época: desde aquí, desde los Estados Unidos, cuentistas muy importantes como Sherwood Anderson llegan en traducciones a la Argentina y son ansiosamente leídos por los jóvenes. Eso significa, y ustedes pueden ver que estoy haciendo un corte muy drástico del tema, que cuando alguno de nosotros empezaba a escribir cuentos tenía objetivos y niveles muy altos; no los escribíamos un poco improvisadamente porque delante de nosotros había cuentos de todos los orígenes, además de los de nuestros propios compatriotas que nos estaban dando unos niveles de gran altura y gran exigencia.
Empecé a escribir cuentos muy temprano y escribí muchos que no publiqué jamás porque, aunque sigo pensando que las ideas eran imaginativas y la estructura era ya la de un verdadero cuento, el tratamiento literario era flojo. Escribía como se suele hacer al comienzo de una carrera literaria: sin suficiente autocrítica, diciendo en cuatro frases lo que se puede decir en una y olvidándose de la que había que decir, multiplicando una adjetivación que por desgracia llegaba en cantidades navegables desde España. El estilo finisecular se hacía sentir todavía en una escritura floja, llena de flores retóricas y con una dilución contra la cual se empezaba a reaccionar poco a poco en América Latina (y también en España; hay que ser justo y decirlo). Empecé a escribir cuentos y un buen día, cuando tenía seis o siete que nunca publiqué, me di cuenta de que todos eran fantásticos.
Ya en ese momento se me planteó el problema de por qué no escribía cuentos de tipo realista como los de Roberto Arlt, al que tanto admiraba y admiro, o como los de Horacio Quiroga, que aunque tiene algunos cuentos fantásticos tiene otros que describen la vida en la selva del norte de la Argentina de una manera muy realista y muy ajustada a lo que le había sucedido. Eso me llevó a preguntarme si mi idea de lo fantástico era la que tenía todo el mundo o si yo veía lo fantástico de una manera diferente. Entonces me acordé —y está dicho en algún capitulito de La vuelta al día en ochenta mundos, creo— que cuando yo era niño e iba a la escuela primaria mi noción de las cosas fantásticas era muy diferente de la que tenían mis compañeros de curso. Para ellos lo fantástico era algo que había que rechazar porque no tenía que ver con la verdad, con la vida, con lo que estaban estudiando y aprendiendo. Cuando decían «esta película es muy fantástica» querían decir «esta película es un bodrio». En ese mismo texto he contado, porque creo que es significativo, el desconcierto que me produjo una vez que le presté una novela a un compañero de clase a quien quería mucho. Debíamos tener doce años y la novela que le presté era una que acababa de leer y me había dejado absolutamente fascinado; una de las novelas menos conocidas de Julio Verne, El secreto de Wilhelm Storitz, en la que Verne planteó por primera vez el tema del hombre invisible luego recogido por H. G. Wells en una novela muy leída en los años veinte. (Wells se olvidó de dar el crédito correspondiente a Julio Verne, tal vez no conocía la novela, en ese sentido puede haber coincidencias.) La novela de Verne no es de las mejores de las suyas pero el tema es fascinante porque por primera vez en una literatura occidental se plantea el problema del hombre invisible, alguien que a través de procesos químicos —ya he olvidado por completo lo que sucedía en el libro— llega a ser invisible. Se la presté a mi compañero y me la devolvió diciendo: «No la puedo leer. Es demasiado fantástica», me acuerdo como si me lo estuviera diciendo en este momento. Me quedé con el libro en la mano como si se me hundiera el mundo, porque no podía comprender que ése fuera un motivo para no leer la novela. Allí me di cuenta de lo que me sucedía: desde muy niño lo fantástico no era para mí lo que la gente considera fantástico; para mí era una forma de la realidad que en determinadas circunstancias se podía manifestar, a mí o a otros, a través de un libro o un suceso, pero no era un escándalo dentro de una realidad establecida. Me di cuenta de que yo vivía sin haberlo sabido en una familiaridad total con lo fantástico porque me parecía tan aceptable, posible y real como el hecho de tomar una sopa a las ocho de la noche; con lo cual (y esto se lo pude decir a un crítico que se negaba a entender cosas evidentes) creo que yo era ya en esa época profundamente realista, más realista que los realistas puesto que los realistas como mi amigo aceptaban la realidad hasta un cierto punto y después todo lo demás era fantástico. Yo aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde entraba todo.
Ya es tiempo de hablar del tiempo, que va a ser un poco el tema de este rato de charla. El tiempo es un problema que va más allá de la literatura y envuelve la esencia misma del hombre. Ya desde los primeros balbuceos de la filosofía, las nociones del tiempo y del espacio constituyeron dos de los problemas capitales. El hombre no filosófico, no problemático, da por supuesta la aceptación del tiempo, algo que una mente filosófica no puede aceptar así nomás porque en realidad nadie sabe lo que es el tiempo. Desde los presocráticos, desde Heráclito por ejemplo —uno de los primeros que se inclinan sobre el problema—, la naturaleza de eso que no podemos calificar de sustancia ni elemento ni cosa (el vocabulario humano es incapaz de aprehender la esencia del tiempo, ese decurso que pasa por nosotros o a través del cual pasamos nosotros) es un viejo problema metafísico con diferentes soluciones. Para alguien como Kant el tiempo en sí mismo no existe, es una categoría del entendimiento; somos nosotros los que ponemos el tiempo. Para Kant los animales no viven en el tiempo, nosotros los vemos vivir en un tiempo pero ellos no viven porque no tienen la conciencia temporal: para el animal no hay presente ni pasado ni futuro, es un estar totalmente fuera de lo temporal. Al hombre le es dado el sentido del tiempo. Para Kant está en nosotros mismos; para otros filósofos es un elemento, una esencia que está fuera de nosotros y dentro de la cual nos vemos envueltos. Eso ha llevado a una literatura filosófica e incluso científica inmensa, que quizá no terminará nunca.
No sé si alguien aquí entiende la teoría de la relatividad —no soy yo, por supuesto— pero sé muy bien que la noción del tiempo se modificó después de los descubrimientos de Albert Einstein: hubo una noción concerniente al decurso de la duración del tiempo que los matemáticos tienen en cuenta ahora de otra manera en sus cálculos. Después están esos fenómenos que han sido estudiados por la parapsicología —la de veras, la científica— y hay el famoso libro del inglés Dunne, An Experiment with Time, que Borges cita a veces porque le había fascinado. Dunne analiza la posibilidad de diferentes tiempos (y no solamente este que aceptamos nosotros, el del reloj pulsera y del calendario), simultáneos o paralelos, basándose en el conocido fenómeno de la premonición de personas que tienen repentinamente una visión de algo que se produce cinco días después. Algo que es para nosotros el futuro, en el momento de la premonición no era para ellos el futuro sino una especie de presente descolocado, paralelo, incierto. No se trata de hablar de eso ahora pero para volver a la literatura de lo fantástico, ustedes ven que el tiempo es un elemento poroso, elástico, que se presta admirablemente para cierto tipo de manifestaciones que han sido recogidas imaginariamente en la mayoría de los casos por la literatura.
Los tres cuentos que vamos a resumir ahora significan en el fondo el mismo tipo de irrupción de lo fantástico en la modalidad temporal. Tengo que contarlos muy brevemente y por supuesto que contar un cuento escrito por Borges es contarlo siempre muy mal: es imposible contarlo con buen estilo. En muy pocas palabras, «El milagro secreto» cuenta la historia de un dramaturgo checo —creo— que es hecho prisionero por los nazis cuando la ocupación de Checoslovaquia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Como es un dramaturgo checo judío, es condenado a muerte inmediatamente por los nazis que lo van a fusilar, y el cuento muestra el momento en que este hombre es puesto contra la pared, los soldados alzan sus armas y él ve el gesto del oficial que da la orden de apuntar. En ese momento se dice que lamenta morir porque durante toda su vida ha estado trabajando en sus obras de teatro y estaba empezando a imaginar una que hubiera sido la culminación de su vida, su obra maestra. No tiene tiempo porque le están apuntando, cierra los ojos, y el tiempo pasa y él sigue pensando en su obra. Poco a poco comienza a imaginar situaciones de personajes. Sabía que la obra le iba a llevar mucho tiempo, mucha reflexión, mucha escritura; por lo menos un año. Durante un año de pensar, lleva adelante esa obra mentalmente y a último momento pone el punto final y se siente profundamente feliz porque ha realizado lo que quería: ha hecho esa obra definitiva, abre los ojos, y en ese momento baja la señal para que le tiren encima. Lo que para el tiempo de los soldados había durado dos segundos, para el tiempo en eso que Borges llama «el milagro secreto» ha durado un año, Tía tenido un año de tiempo mental para terminar su obra.
El segundo cuento es «Eso que pasó en el Arroyo del Búho», de Ambrose Bierce. (El mismo Bierce es también fantástico por su vida y por su muerte. Ustedes saben que desapareció en circunstancias misteriosas en México y nunca se ha sabido cómo y dónde murió; un personaje fascinante.) El cuento es un episodio de la Guerra de Secesión en que un grupo de soldados toma prisionero a un enemigo del otro bando, no sé si del Sur o del Norte, y deciden ahorcarlo en un puente. Es exactamente la misma situación del cuento de Borges: le pasan el nudo corredizo por el cuello y lo obligan a saltar del puente para que quede suspendido en el aire. El hombre salta, se rompe la cuerda y cae al agua, y aunque esta completamente aturdido consigue nadar y salir muy lejos. Aunque le tiran no lo alcanzan, se esconde y después de haber descansado un poco piensa que quiere volver a su casa para ver a su mujer y a sus niños, a quienes no veía hace mucho. Empieza un viaje a lo largo de la noche y del día escondiéndose porque anda en zona enemiga hasta que finalmente consigue llegar a su casa (no recuerdo los detalles) y ver a su mujer a través de una ventana. Mientras está en esa felicidad de haber conseguido llegar, las imágenes se vuelven un poco borrosas hasta que se borran del todo. La ultima frase de Bierce es: «El cuerpo del ejecutado se balanceaba en el extremo de la cuerda». El mecanismo de lo fantástico es muy similar porque también en su agonía de hombre a quien están ahorcando él ha vivido la supuesta ruptura de la soga que le ha permitido salir en busca de su familia y encontrar a sus seres queridos. Por segunda vez hay ahí una irrupción de un tiempo que se diría que se estira, se alarga y, en vez de durar los dos segundos que dura la cosa en nuestro tiempo, de nuestro lado, se prolonga indefiniblemente: un año para el dramaturgo checo y un día y una noche para el soldado norteamericano.
El tercer cuento, que se llama «La isla a mediodía», cuenta cómo un joven italiano, steward de una compañía de aviación que hace el vuelo entre Teherán y Roma, por casualidad mirando por la ventanilla del avión ve el dibujo de una de las islas griegas del mar Egeo. La mira un poco distraído pero hay algo tan hermoso en eso que ve, que se queda mirándola un largo momento y luego vuelve a su trabajo de distribuir bandejas y servir copas. En el viaje siguiente, cuando se acerca la hora en que van a pasar por ahí, se las arregla para dejarle su trabajo a una colega y va a una ventanilla y vuelve a mirar la isla. Así, en una serie de viajes, mira cada vez esa isla griega que le parece hermosa: es completamente dorada, muy pequeña y da la impresión de ser desierta. Un día ve que en la playa que bordea a pequeña isla hay algunas casas, alguna figura humana y unas redes de pescar. Comprende que es una isla a la que no van los turistas, donde vive un pequeño grupo de pescadores. Ese hombre que está viviendo una vida artificial y sin interés, que hace su trabajo, que vive continuamente en los hoteles como es el caso de los stewards de las compañías de aviación, que tiene amores fáciles en cada punto de la escala que no lo preocupan demasiado, empieza a tener una obsesión creciente por la isla. Se le presenta como una especie de rescate, como algo que lo está incitando, lo está llamando, mostrándole algo. Un día (estoy abreviando mucho) decide pedir una larga licencia. Un colega se hace cargo de su trabajo en el avión y él, que se ha estado documentando y sabe ya dónde está la isla y cómo se puede llegar, se va en una lancha de pescadores y después de dos o tres días llega una mañana a la isla y desembarca. La lancha se vuelve y él toma contacto con el grupo de pescadores, dos o tres familias que viven efectivamente ahí y que lo reciben muy cordialmente. Aunque él es italiano y ellos hablan griego, se sonríen, se entienden y de alguna manera lo aceptan, le dan una cabaña para que se instale y siente de golpe que ya no se va a ir de esa isla, que ése es realmente su paraíso, que toda esa vida artificial ya no tiene sentido: se va a hacer amigo de los pescadores, va a pescar como ellos y vivirá pobre y humildemente pero feliz en ese pequeño edén al que los turistas todavía no han llegado. En ese entusiasmo que tiene, sube a lo alto de una colina, se despoja incluso de su reloj pulsera y lo tira un poco como símbolo de lo que está abandonando; se desnuda bajo el sol, se tiende en el pasto que huele fragantemente y se siente profundamente feliz. En ese momento oye el ruido de los motores de un avión y piensa por la posición del sol que está llegando el mediodía, que es su avión, el avión en que era steward y en el que ahora hay alguien que lo está reemplazando. Lo mira y piensa que será la última vez que ve el avión, que él va a vivir ahí, que no tiene nada que ver con eso. En ese instante siente un cambio de régimen de ruido en los motores del avión, lo mira y ve que se desvía, gira dos veces y se hunde en el mar. Una reacción perfectamente comprensible y humana lo hace correr a toda velocidad, desnudo como está, hasta la playa. Del lado donde se ha hundido el avión asoma apenas un pedazo del ala a cien metros. Se tira al agua y nada por si hubiera algún sobreviviente. Aparentemente no hay nadie pero cuando está llegando ve asomar una mano del agua. Toma la mano y saca a un hombre que se debate. Lo lleva teniendo cuidado de que no lo abrace y no lo ahogue y se da cuenta de que el hombre está sangrando: tiene una enorme herida en la garganta y está agonizando. Lo va llevando a la orilla y en ese momento su pensamiento se interrumpe, su visión de lo que está sucediendo cesa, los pescadores que han oído el ruido del otro lado de la isla vienen corriendo y encuentran el cadáver de un hombre con una enorme herida en la garganta tirado en la playa. Es lo único que hay, están como siempre solos con ese solo cadáver en la playa.
En este cuento se podría pensar también que lo fantástico se ejerce a través de un estiramiento del tiempo. Hay muchos críticos que se han ocupado de este cuento (hay uno que está incluso en nuestra sala hoy) y entre las muchas lecturas que se han propuesto está la de imaginar que el deseo profundo, vital, que tenía el personaje por esa isla que entreveía al pasar ha hecho que en uno de esos mediodías la haya estado mirando con una profunda intensidad y se haya perdido en un sueño, en una fantasía que se hizo realidad —como si todo hubiera sucedido: el hecho de llegar a Roma, abandonar la compañía, alquilar un barco, ir a la isla y asistir a lo que sucedió; todo eso que ha sucedido— en el momento que el avión tiene el accidente y cae mientras él está perdido en su sueño. Es la mecánica de los dos cuentos anteriores que les conté: lo que sucede en cinco segundos, el avión que cae y se hunde en el mar, este hombre lo vivió en un largo momento feliz en que cumplió su sueño y lo realizó: también una especie de milagro secreto, como si le hubieran concedido la posibilidad última de ser feliz por lo menos un día antes de la muerte, llegar a su isla, vivir en ella. Esa lectura me parece perfectamente legítima pero también es bueno recordar la lectura del autor, que no es exactamente la misma.
Escribí el cuento con la impresión (y digo impresión porque nunca hay explicaciones en estas cosas), con la sensación de que en algún momento hay un desdoblamiento del tiempo, lo cual significa un desdoblamiento del personaje. Los que conocen algunos cuentos míos saben que el tema del doble vuelve como una recurrencia de la que no puedo escapar; desde los primeros cuentos ha habido un desdoblamiento de los personajes. Aquí el personaje se desdobla también: el hombre viejo, el que no puede cambiar, que está atado por este tiempo nuestro, sigue en el avión. Pero ese hombre nuevo que quiere acabar con todo lo que le parece trivial, estúpido y artificial, que abandona todo —su trabajo, el dinero que pueda tener, las personas que conocía— y se embarca para ir a vivir primitivamente en esa islita que se ha convertido en el centro de su propia vida, ése también es él pero en un desdoblamiento que sólo dura el tiempo que le es dado vivir esa felicidad. No puede seguir en una situación de doble a lo largo de toda su vida. ¿Por qué? No lo sé, pero algo en mí me hace sentir que no puede ser. Es también un milagro secreto, una posibilidad que se le da a una parte de su personalidad, la mejor, la más bella, la que va más adelante, la que busca la pureza, el reencuentro con la verdadera vida tal como la concibe y que le es dado vivir plenamente el término de una mañana. Luego el avión cae y ese hombre que va a sacar del agua es él mismo que se está muriendo al caer del avión, por eso los pescadores solamente encuentran un cadáver en la orilla.
Se me ocurre que con estos tres cuentos y las posibles diferentes formas de lo fantástico que asumen, nos hemos metido ya en un terreno un poco más conocido que antes. Después podré hablarles bastante sobre otras formas de lo fantástico en unos pocos cuentos donde entran en juego elementos como el espacio, pero no quiero terminar esta charla de hoy sin decirles que escribir con espíritu realista o científico me parece también muy respetable. A aquellos que piensen que mi noción del tiempo como posibilidad de desdoblarse y cambiar, estirarse o ser paralelo, es solamente una fantasía de escritor, quisiera decirles que no es así y quisiera…, no diré demostrarlo, porque aquí hay que creerme o no, pero quisiera transmitirles una experiencia personal que luego se ha reflejado en ese cuento y en algunos otros. En ese cuento mío sumamente realista que se llama «El perseguidor» y que es la historia de un músico de jazz, hay un episodio que es quizá un pequeño cuento dentro del cuento y que toca de cerca el problema del tiempo desde otro ángulo. Si me lo permiten leeré dos páginas de «El perseguidor», el momento en que Johnny Cárter, hablando con el narrador que se llama Bruno y es crítico de jazz y su amigo, suelta una frase sobre una cierta noción del tiempo que atrae el interés de Bruno, siempre al acecho de lo que pueda decir o hacer Johnny Cárter porque está escribiendo una biografía suya y le interesa mucho, por razones incluso comerciales. Johnny está en una situación de decadencia física total, sometido a todo lo que sufrió el verdadero protagonista del cuento —o sea Charlie Parker—, un hombre muy golpeado por el uso de drogas y alcohol, un hombre para quien la imaginación se escapa por algunos momentos hacia terrenos que algunos pueden considerar limitativos, pero que otros pueden considerar también como grandes aperturas hacia otras zonas de la realidad. En este momento del cuento, Johnny dice:
—Bruno, si un día pudieras escribir… No por mí, entiendes, a mí qué me importa. Pero debe ser hermoso, yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae… Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco. Solamente es que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir así. No creas que me olvidaba de la hipoteca, de mi madre o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mí no vas a decirme que en este momento ese traje existe. Ese traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba con el pelo colgándole en mechones y se quejaba de que yo le rompía las orejas con esa-música-del-diablo.
Dédée…
Que es la amiga de Johnny…
… ha traído otra taza de nescafé, pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.
—Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando viajo en el metro.
—Cuando viajas en el metro.
—Eh, sí, ahí está la cosa —ha dicho socarronamente Johnny—. El metro es un gran invento, Bruno. Viajando en el metro te das cuenta de todo lo que podría caber en la valija. A lo mejor no perdí el saxo en el metro, a lo mejor…
Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre riendo.
—Mejor es no confundir las cosas —dice después de un rato—. Lo perdí y se acabó. Pero el metro me ha servido para darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que parecen duras tienen una elasticidad…
Piensa, concentrándose.
—… una elasticidad retardada —agrega sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny. El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más socarronamente que nunca.
Doy un pequeño salto y viene el relato de Johnny:
—Te estaba hablando del metro, y no sé por qué cambiamos de tema. El metro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el metro, después me olvidé… Y entonces se repitió, dos o tres días después.
Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el metro y esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira.
El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba. Me puse a pensar en el metro, en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca;
estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Te das cuenta? Jim dice que todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta. Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el metro en la estación Saint-Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba en el metro, y vi que al cabo de un minuto más o menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacía mucho que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo, para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un moño, una especie de adorno al costado y un cuello… No al mismo tiempo, sino que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba despacito. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después me acordé de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos…
—Johnny —ha dicho Dédée desde su rincón.
—Fíjate que solamente te cuento un pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy contando este pedacito?
—No sé, pongamos unos dos minutos —dije.
—Pongamos unos dos minutos —remeda Johnny—. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo lo que les vi hacer a los chicos, y como Hamp tocaba Save it, pretty mamma y yo que escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo de unos repollos… Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de dos minutos, ¿eh, Bruno?
—Si realmente escuchaste y viste todo eso, pasaría un buen cuarto de hora —le he dicho, riéndome.
—Pasaría un buen cuarto de hora, eh, Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el metro se para y yo me salgo de mi vieja y de Lan y de todo aquello, y veo que estamos en Saint-Germain-des-Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.
—Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa —ha dicho rencorosamente Johnny—.
Y también por el del metro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un pedacito, ni una hojita —agrega como un chico que se excusa—. Y después me ha vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero —agrega astutamente— sólo en el metro me puedo dar cuenta porque viajar en el metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…
Se tapa la cara con las manos y tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas cosas.
—Bruno, si yo pudiera solamente vivir como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo cambia… Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio… Entonces un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de pasado mañana…
Sonrío lo mejor que puedo, comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle y me meta en mi vida de todos los días. En este momento estoy seguro de que Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza. Todo lo que Johnny me dice en momentos así no se puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono y después de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para meter una cuña que tampoco me imagino.
Este fragmento en donde Johnny trata de contar su experiencia es mi experiencia personal en el metro de París. Aquí es donde ustedes me creen o no me creen, pero es eso que se suele llamar un estado de distracción y que nadie sabe bien qué es porque cuando somos pequeñitos nuestras madres y nuestras maestras nos enseñan que no hay que distraerse, e incluso nos castigan por lo cual quizá, acaso (sin saberlo, las pobres) nos están privando desde la infancia de una posibilidad dentro de muchas posibilidades de cierto tipo de aperturas. En mi caso me sucede distraerme y por esa distracción irrumpe lo que después da estos cuentos fantásticos por los cuales nos hemos reunido aquí. A través de esos estados de distracción entra ese elemento otro, ese espacio o ese tiempo diferentes. Nunca olvidaré, porque he tratado de contarlo lo mejor que podía poniéndolo en boca de Johnny Parker…, Johnny Cárter, el sentimiento de miedo, de pánico y de maravilla —todo se daba al mismo tiempo— que me sucedió el día en que por primera vez establecí la relación entre el hecho de que había recorrido dos estaciones de metro de pie entre mucha gente (y sabía perfectamente, como podía comprobarlo al otro día si hubiera querido, que esas dos estaciones me habían llevado exactamente dos minutos) en un estado de distracción en el que había recorrido un largo viaje que había hecho con un amigo en el norte de Argentina en el año 42, cosas que sucedieron a lo largo de semanas, de meses, deteniéndome en detalles con ese placer que da el recuerdo cuando uno tiene tiempo y se echa a pensar y está distraído y de golpe el metro que se detiene y veo que me tengo que bajar y que han pasado dos minutos. Mi tiempo interno, el tiempo en que todo eso había sucedido en mi mente, de ninguna manera podía caber en dos minutos; no se podía ni siquiera comenzar a contar aun tratando de acelerar el relato como me sucede a veces en algunos sueños que —según dicen los entendidos— pueden darnos un desarrollo muy amplio en una pequeña fracción de segundos. Eso quiere decir que ahí también hay una modificación temporal: ¿Cómo es posible que nuestro recuerdo de un sueño que cuando despertamos y se lo comamos a alguien nos lleva diez minutos, según los técnicos ha podido suceder en la pequeña fracción de segundos que empezó al sonar el reloj despertador que lo provocó íntegramente? La misma mecánica de los cuentos.
Si he hecho referencia a esta experiencia personal mía es porque al comienzo dije que yo era un niño muy realista por la simple razón de que lo fantástico nunca me pareció fantástico sino una de las posibilidades y de las presencias que puede darnos la realidad cuando por algún motivo directo o indirecto alcanzamos a abrirnos a esas imprevisiones. De ahí sale probablemente el conjunto de la literatura fantástica; en todo caso, salen mis propios cuentos. No es un escapismo, es una contribución a vivir más profundamente esta realidad en la que ahora nos decimos adiós, hasta la próxima clase, o ustedes me hacen preguntas.
ALUMNO: ¿Puede hablar un poquito sobre «La noche boca arriba»?
Sí, lo iba a hacer en la próxima clase pero también podemos cambiar el tiempo, ya que en eso estamos, y convertir así un futuro en un presente; es muy fácil hacerlo con las palabras.
«La noche boca arriba» se basa en parte en una experiencia personal. Tendría que haber dicho ya (aprovecho para decirlo ahora porque puede ayudar a quienes buscan la lectura más profunda posible de algunos cuentos míos y no quedarse sólo en la primera proposición) que en mi caso los cuentos fantásticos han nacido muchas veces de sueños, especialmente de pesadillas. Uno de los cuentos que la crítica ha trabajado más, al que ha buscado infinidad de interpretaciones, es un pequeño cuento que se llama «Casa tomada», el primer cuento de mi primer libro de cuentos, resultado de una pesadilla que soñé una mañana de verano. Me acuerdo perfectamente de las circunstancias y la pesadilla era exactamente lo que luego fue el cuento, sólo que en la pesadilla yo estaba solo y en el cuento me desdoblé en una pareja de hermanos que viven en una casa en donde se produce un hecho de tipo fantástico. Recuerdo perfectamente el desarrollo de la pesadilla que sigue exactamente el cuento; más bien viceversa: el cuento sigue exactamente la pesadilla. Me desperté bajo la sensación angustiosa del último minuto de la pesadilla y recuerdo que tal como estaba, en piyama, salté de la cama a la máquina de escribir y esa misma mañana escribí el cuento, inmediatamente. El cuento contiene todavía la pesadilla, sus elementos directos; hay simplemente el desdoblamiento de los personajes y los aportes de tipo intelectual, referencias de tipo culto, de literatura, la historia del momento, la descripción de la casa. Todo eso fue incorporado mientras escribía pero la pesadilla seguía ahí presente. Los sueños han sido pues uno de los motores de mis cuentos fantásticos, y lo siguen siendo.
«La noche boca arriba» es casi un sueño y es quizá todavía más complejo. Tuve un accidente de motocicleta en París en el año 53, un accidente muy tonto del que estoy bastante orgulloso porque para no matar a una viejita (después en la investigación policial se supo que estaba muy viejita y confundía el verde con el rojo y creyó que podía bajar y empezar a cruzar la calle en el momento en que habían cambiado las luces y era yo el que podía pasar con la moto) traté de frenar y desviarme y me tiré la motocicleta encima y un mes y medio de hospital. En ese mes y medio con una pierna malamente rota (ustedes ya han visto que cuando a mí se me rompe una pierna se me rompen muchas, es una superficie muy amplia), con una infección, una casi fractura de cráneo y una temperatura espantosa, viví muchos días en un estado de semidelirio en el que todo lo que me rodeaba asumía contornos de pesadilla. Algunas cosas eran muy hermosas, por ejemplo la botella con el agua la veía como una burbuja luminosa, me encantaba mi botella de agua que alcanzaba a ver moviendo la cabeza. Estaba cómodo y tranquilo y de golpe me vi de nuevo en la cama; en ese momento, el peor después del accidente, todo estuvo ahí, de golpe vi todo lo que venía, la mecánica del cuento perfectamente realizada, y no tuve más que escribirlo. Aunque lo crean una paradoja, les digo que me da vergüenza firmar mis cuentos porque tengo la impresión de que me los han dictado, de que yo no soy el verdadero autor. No voy a venir aquí con una mesita de tres patas, pero a veces tengo la impresión de que soy un poco un médium que transmite o recibe otra cosa.
ALUMNA: ¿Quién sabe?
Quién sabe, sí, es una cuestión que queda abierta. El hecho es que de golpe vi el cuento, que también voy a tener que contar para explicar un poco el mecanismo: ahí la situación fantástica es absoluta y total, una tentativa de inversión completa de la realidad. Un hombre —en este caso soy yo— tiene un accidente de moto, lo llevan al hospital, todo lo que ustedes saben. Se duerme y entra en la situación de ser un indio mexicano que está huyendo en plena noche porque lo persiguen y, como sucede en los sueños en que sabemos todo sin necesidad de explicaciones, yo, o sea el que está soñando, sabe que es un indio de la tribu de los motecas, nombre que inventé y que un crítico pensó que se derivaba del hecho de que el protagonista tenía una motocicleta…, lo cual prueba los peligros de la pura inteligencia racional cuando busca asociaciones por ciertos medios. El moteca se siente perseguido por los aztecas que han entrado en ese período de su civilización que todos conocemos, la guerra florida: llega un momento en que para ofrecer sacrificios a sus dioses los aztecas salían a perseguir enemigos, los capturaban vivos, los envolvían en flores, los traían a Tenochtitlán, los guardaban en una mazmorra y el día de la fiesta del dios los subían a las pirámides y les arrancaban el corazón. Ustedes lo saben por los códices y por los cronistas: la guerra florida siempre me ha impresionado porque parece una cosa tan hermosa y tan pacífica capturar vivo al adversario, darle flores y traerlo de vuelta como en una fiesta. ¡Qué fiesta! Como es natural, el moteca sabe muy bien lo que le espera y huye desesperadamente, huye y siente cada vez más cerca a los perseguidores y entonces bruscamente se despierta. Claro, se despierta en el hospital en donde estaba: es el hombre que ha tenido el accidente. Se despierta con su pierna enyesada y su botella de agua y respira satisfecho al darse cuenta de que eso no era más que un sueño. Se vuelve a dormir y el sueño recomienza y está siempre perseguido y cada vez se le acercan más. Esta vez consigue despertar de nuevo pero ya es más difícil despertarse, es una especie de gran esfuerzo, él mismo no sabe cómo hace para salir de esa profundidad de la persecución y encontrarse de nuevo en el hospital. Entonces empieza a luchar contra el sueño pero tiene fiebre y está muy enfermo, muy débil, y se vuelve a dormir. Cuando se vuelve a dormir es el momento en que le echan un lazo y lo capturan, lo llevan a una mazmorra y lo ponen allí esperando el momento del sacrificio. Por última vez (creo, no me acuerdo muy bien) consigue despertarse un momento; sí, alcanza a despertarse un momento… Usted me hace un signo afirmativo… Se despierta y es como un desesperado deseo de poder tocar algo, de aferrarse a la realidad, porque se siente absorbido por esa pesadilla espantosa; pero todo se diluye y no consigue sujetar nada y se hunde otra vez en la pesadilla. Entonces entran los sacerdotes y lo empiezan a subir por los peldaños de la pirámide; en lo alto ve al sacrificador que lo está esperando con el cuchillo de jade o de obsidiana empapado de sangre y con un último esfuerzo de su voluntad trata de despertarse. En ese momento tiene la revelación, se da cuenta de que no se va a despertar, de que ésa es la realidad, que él es un hombre que soñó que vivía en una ciudad muy extraña con edificios altísimos, luces verdes y rojas, y que andaba en una especie de insecto de metal. Todo eso lo piensa mientras lo están subiendo para sacrificarlo.
Ése es el tema del cuento que creo que supone una inversión total y definitiva de la realidad por lo fantástico puro y que admite por supuesto diferentes interpretaciones. Quizá tengamos que agregar algo más pero lo dejamos para otra ve/. ¿Sí?
ALUMNA: En Rayuela hay una pequeña frase en que en el Club hablan sobre ¡a importancia del principio de incertidumbre de Heisenberg en la literatura. Me gustaría saber cuál es la importancia, y si usted ha tomado de ese principio la noción del cambio del tiempo.
Claro, yo soy un gran lector del periódico Le Monde que sale en París y que todos los jueves —creo— publica una sección científica al alcance de los que no somos científicos. Siempre leo esas páginas con mucho interés porque a mi manera alcanzo a comprender algunas cosas que entran para mí en lo fantástico, como puede ser el concepto de antimateria. Ustedes saben bien que los físicos manejan una noción de antimateria que tiene la misma realidad que la materia; para ellos existe la materia pero además, en el campo del átomo (y aquí ya no puedo explicar más nada) hay fuerzas que son lo contrario de la materia pero que valen también y tienen una realidad que llaman antimateria. Esas cosas las aprendo leyendo Le Monde y de la misma manera aprendí una vez que Heisenberg había postulado eso que se llama —usted lo dijo— principio de incertidumbre, que creo que viene ya de tiempos de Oppenheimer y de Einstein. Cuando se llega a lo más alto de la investigación, de las posibilidades de las matemáticas y la física, se abre un terreno de incertidumbre donde las cosas pueden ser y no ser, donde ya las leyes exactas de la matemática no se pueden aplicar como se venían aplicando en los niveles más bajos. Sin duda que esto es sólo lejanamente así, pero me interesó mucho porque me di cuenta de que es exactamente el proceso que se da también en cierta literatura y en cierta poesía: en el momento en que se llega al límite de una expresión, ya sea la expresión de lo fantástico o la expresión de lo lírico en la poesía, más allá empieza un territorio donde todo es posible y todo es incierto y al mismo tiempo tiene la tremenda fuerza de esas cosas que sin estar reveladas parecen estar haciéndonos gestos y signos para que vayamos a buscarlas y nos encontremos un poco a mitad de camino, que es lo que siempre está proponiendo la literatura fantástica cuando lo es verdaderamente. De modo que me pareció que este principio de incertidumbre (el hecho de que un físico puede afirmar que hay cosas que no son absolutamente así, que pueden ser de otra manera y que científicamente no hay manera de calcularlas o medirlas y son perfectamente válidas, perfectamente operantes) me parece que es estimulante para la literatura porque siempre los hombres llamados de letras (muy cómica esa expresión: hombres de letras, la sopa de letras…) durante mucho tiempo hemos tenido cierto complejo de inferioridad frente a los científicos porque ellos viven en un sistema satisfactorio de leyes donde todo puede ser demostrado, se avanza por un camino y se alcanzan nuevas leyes que explican las anteriores y viceversa. En literatura estamos manejando ese maravilloso juego de cubos de colores que es el alfabeto, y de ahí sale todo, desde la primera palabra hablada o escrita por el hombre hasta mi libro publicado esta noche aquí en Berkeley. De esos veintiocho signos —según los alfabetos— sale todo, y hemos tenido un cierto complejo de inferioridad con respecto a los científicos porque nos ha parecido que la literatura es una especie de arte combinatoria en la que entran la fantasía, la imaginación, la verdad, la mentira, cualquier postulado, cualquier teoría, cualquier combinación posible, y corremos muchas veces el peligro de estar yendo por malos caminos, por falsos caminos y los científicos dan una sensación de calma, de seguridad y de confianza. Bueno, todo eso para mí no existe ni ha existido jamás, pero cuando leí lo del principio de incertidumbre de Heisenberg me dije: «¡Diablos, ellos son también como nosotros! ¡También hay un momento de su investigación, de su meditación —justamente la más alta y la más ardua— en que de golpe empiezan a perder los pedales y se les mueve el piso porque ya no hay certidumbre, lo único que vale es el principio de incertidumbre!». Bueno, ésa es la explicación.